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Índice Portada CAPITULO PRIMERO II III IV V VI VII VIII IX X XI XII XIII Créditos

CAPITULO PRIMERO

Se diría que estaba celebrándose un consejo de familia. Pero no ocurría así. Pedro Martínez amonestaba a su hijo, y éste hundido en un sofá, le escuchaba filosóficamente. No lejos de él la madre refunfuñaba, aprobando lo que decía su esposo. Al otro extremo del salón, Pilar, la hermana del amonestado, se pulía las uñas tranquilamente, sin reparar, al parecer, en la discusión que tenía lugar entre sus padres y su hermano.

Don Pedro Martínez era un señor grueso, de rubicundo rostro, ojos ratoniles y nariz prominente. Vestía deportivamente, si bien se notaba en él al nuevo rico que desea hacer ostentación de su caudal. Lucía una descomunal cadena de oro colgada del chaleco y atravesándole el abdomen, y un anillo con un brillante de varios quilates. La esposa, muy recompuesta, muy repintada, parecía una carnicera en una boda elegante.

El hijo no se parecía a sus padres. Vestía un pantalón de lana, y un jersey negro de cuello subido, y calzaba zapatos sin brillo, de agua, de suela de goma. No lucía sortijas ni cadenas de oro, y en su muñeca se apreciaba un reloj con una correa de piel oscura. Era moreno y pese a sus veintiséis años, se apreciaba la calvicie de su cabeza. Tenía los ojos de un castaño claro, y su cuerpo, delgado y alto, le daba aspecto de hombre despreocupado, casi muerto de hambre y sin un real.

—Se acabaron las contemplaciones —gritó en aquel momento Pedro Martínez con voz espasmódica—. O terminas la carrera, o te vas al extranjero.

Arturo no se inmutó. Se diría que le causaba risa la furia de su padre.

Este añadió:

—Al extranjero, sí. A Australia por lo menos.

—No tanto, Pedro —se creció la esposa—. Ten en cuenta que es nuestro único hijo.

—Pues que se porte como un hombre. Como su padre, simplemente. ¿Sabes lo que hacía yo a su edad?

Arturo encendió un cigarrillo y cruzó las piernas con calmosa filosofía.

—Sí que lo sé, papá —dijo quietamente—. Empezabas a pensar en el negocio de carbones.

—¿Y sabes lo que hice antes para poner el negocio de carbones?

—¡Oh, sí! —itió Arturo expeliendo una aromática voluta—. Pedías carbón en los barcos. Las barreduras, vaya.

—Eso es. ¿Te deshonra eso? —bramó el nuevo rico fulminando a su hijo con la

mirada.

—Bueno, no es muy digno, ¿eh?

La voz de Pilar surgió del ángulo opuesto del salón.

—Tampoco es digno recordar ahora esas pequeñeces.

—¿Pequeñeces? —chilló el hombre indignado—. ¿Y tienes un coche para tu uso particular de esas pequeñeces?

—¡Oh, qué mal gusto!

Se puso en pie, y muy dignamente salió del salón. Doña Josefa Martínez dijo a su esposo:

—Mejor es no recordar lo que hiciste antes de la guerra, Pedro.

—Narices. Lo que yo hice antes nos sirve ahora para poseer un chalet en el barrio residencial de los ricos, tres autos y barcos de pesca y almacenes de carbones. ¿Te parece poco?

—No es eso, querido.

—¿Qué diantre es?

—Bueno —cortó Arturo, que era el motivo del debate—. ¿Por qué no dejáis de discutir eso y hablamos de lo mío? No me disgusta la idea de marchar al extranjero.

—Tienes que acabar tu carrera —gritó el padre enfurecido como un energúmeno —. ¿A quién se le ocurre dejar la carrera de abogado?

—Papá...

—Te falta un año. Te exijo que termines.

Arturo aplastó el cigarrillo en el cenicero a su alcance y esperó un nuevo ataque.

—Eres un gitano —gritó de nuevo don Pedro sin esperar respuesta—. Te vistes como un pobretón, sales con artistas de mala fama, paseas a todas las chicas absurdas por la ciudad, y no haces nada de provecho.

—Papá —exclamó Arturo muy serio—. Ya te dije que no deseo ser abogado. Tengo otra vocación.

—¿Has oído, Josefa? ¡Otra vocación! También yo tenía vocación de ser rico desde que nací, y tuve que pasear por las cunetas arrastrándome como una rata. Pero puesto que lo conseguí, deseo que mis hijos sean personas respetables, que hagan buenos matrimonios, y que den lustre al pelado Martínez que ostentan.

—Papá...

—Ya sé que tú no estás dispuesto. Ya sé que quieres ser periodista. ¡Periodista! ¿Cuántos periodistas se enriquecen?

—Todo lo compones con la riqueza. Es absurdo. A mí me importa un pimiento ser rico. Yo tengo mi vocación y no terminaré la carrera de abogado aunque me lleves atado a las clases.

—¡Arturo! —gritó su madre.

—Lo siento, mamá —se disculpó el hijo tranquilamente. Y salió del salón sin mirar hacia atrás.

* * *

Don Pedro Martínez se derrumbó en una butaca y precipitadamente encendió un habano. Lo mordió con saña.

—Por lo visto —bramó— yo soy un muñeco.

—Pedro.

—Un muñeco, sí. ¿Qué autoridad tengo sobre mis hijos? El chico no desea ser abogado y deja la carrera cuando le falta solamente un año, y la niña, hala, a lucir modelos que me cuestan doce mil pesetas y paseando en un auto de marca extranjera, que me costó el importe de todas las barreduras de carbón que extraje de los barcos hasta los veinte años. ¡Qué hijos, Dios de Dios!

—Calma, querido. Pilar luce esos modelos y pasea en auto porque le conviene. Ten en cuenta que debe hacer amistades.

—¡Amistades! Lo mismo decías cuando la internaste en aquel colegio que me costó...

—No sé lo que te costó, pero todo lo comparas con dinero...

El esposo se indignó.

—¿Y cómo pretendes que no mida con dinero, si me costó tanto ganarlo?

—Pero ahora ya lo has ganado, y el dinero viene a ti a manos llenas, sin que te muevas de la oficina.

—Josefa —bramó—. No olvides que hace sólo unos años firmaba con mis huellas “dactilares”.

—Digitales, Pedro.

—Bueno, con el dedo, qué demonio. Me costó aprender a leer y a escribir, tanto como enriquecerme.

La esposa, ruborizada, susurró:

—No debes decir eso, Pedro. Te oirán los criados y se reirán de nosotros.

—De mí —se engalló el esposo— no hay quien se ría. ¿Quién les paga? Di, ¿quién les paga?

—Perdona, querido...

—No me llames querido —bramó—. Cuando éramos pobres no hablabas de esa manera ridícula.

—¡Oh, Pedro, qué enfadado estás!

El hombre se calmó como por ensalmo.

—Mira, Josefina. Yo quiero que mi hijo termine la carrera. Después que se case con una chica opulenta de la buena sociedad, y no diré esta boca es mía. Es más, le regalaré una vivienda como no soñó tener jamás.

—Ay, Pedro, no sé si lo conseguirás en la vida. Arturo es un bohemio.

—¿Bohemio? ¿Y eso qué es?

—Bueno, un chico a quien le importa un comino el matrimonio y todo eso...

—Bobadas. A Pilar —añadió un tanto tranquilizado— no hace falta enseñarle el camino. Ella es de las que se ambientan solas. Por eso no me importa pagarle los vestidos a primeros de temporada. Pero, Arturo...

—Ya verás cómo, al fin, Artura termina la carrera. No te metas más con él. Déjalo solo.

—¿Solo?

—Bueno, quiero decir que lo dejes en paz. Reaccionará cuando le falte el dinero. Si tú no le das dinero, a condición de que estudie...

Don Pedro se propinó un cachete en la frente.

—¡Diantre, qué, idea más luminosa! Arturo me presenta una factura cada semana. No obtendrá más dinero, ni un solo céntimo, si no termina la carrera.

—Eso es lo más acertado.

—Josefina, eres muy inteligente. He de reconocer que gracias a ti soy millonario.

—Gracias, querido.

El nuevo rico frunció el ceño.

—Pero no me llames querido. No lo soporto. Llámame Pedro como antes.

—Querido...

—Te digo, Josefa...

—Bueno, bueno. Una tiene que pulir el lenguaje, ¿no?

—Lo que tienes que pulir —bramó Pedro— son los cuartos. A éstos ya los tenemos pulidos, y en abundancia.

—¡Cómo eres, querido...!

—Y dale con el querido. ¿Soy tu querido o soy tu esposo, Josefa?

—Si es una frase hecha, Pedro, que dicen todos los ricos.

—¡Hum...!

* * *

—Papá..., ¿puedo pasar?

—Pasa.

Arturo, vestido como de costumbre, con una pantalón de pana y un jersey negro, penetró en el despacho de su padre. Este, recostado tras la mesa, lo miró interrogante.

—Ya sabes —dijo duramente— que no me gusta que me molesten a horas de trabajo. Supongo que no lo ignorarás, ¿eh? Además, ¿por qué te dejó pasar la secretaria? Si algo tenías que decirme, espera a que llegue a casa.

—Es que necesito dinero, papá. Siempre me dejas el sobre con mi asignación mensual sobre la mesita de noche, y estamos a diez y aún no he visto el sobre.

—Ni lo viste ni lo verás.

Arturo hundió las manos en los bolsillos del pantalón y apretó los puños. Pero su rostro se mantuvo tranquilo, imperturbable.

—¿Por qué, papá?

—No hay un céntimo más, mientras no vuelvas a clase.

—Nunca seré abogado.

—Pues gánate la vida —decidió don Pedro, abriendo una carpeta llena de papeles y facturas, con lo cual demostraba que daba por finalizada la conversación—. Es muy digno por parte de los hombres ganarse la vida.

—Oye, papá. Te voy a hacer una proposición.

—Tú dirás. Si me agrada...

—Me iré al extranjero.

—¿Al...? ¡Quiero que seas abogado!

—Para ir al extranjero necesito estudiar idiomas, papá. Para eso sí que estoy dispuesto.

El señor Martínez lo pensó un momento. No debió de parecerle mal la idea, porque no se enfureció.

—¿Idiomas? —repitió, como dándose tiempo a sí mismo para reflexionar.

—Eso es. Una vez domine el francés, el inglés y algún otro idioma, me iré al extranjero y te juro que me haré un hombre.

—Pero, hijo, yo tengo aquí un negocio próspero... Tú puedes ocupar algún día mi lugar.

—No sin antes tratar de abrirme camino por mí mismo.

—No es mala idea. —Y rápidamente—: Lo consultaré con tu madre. Ya sabes que yo no decido nada sin hablar con ella. Y me dio muy buen resultado hacerlo. Las mujeres tienen no sé qué para ver las cosas que le conviene a uno. Vete.

—¿El... dinero?

—Ni un céntimo mientras no decidas tu porvenir.

—Pero, papá...

—Lo dicho, Arturo. Sabes muy bien hacer caricaturas. Y te ganarás la vida así mientras yo no decida algo concreto con respecto a tu porvenir.

—Eso es una crueldad.

—Puede que lo sea. Pero yo no dejaré de ser cruel, sólo porque te parezca a ti que lo soy.

—Está bien —gruñó Arturo, furioso—. ¡Maldita sea!

Y salió presuroso.

Al mediodía, después de los postres, el matrimonio se retiró al salón seguido de

sus dos hijos. Don Pedro expuso a su esposa el deseo de Arturo. Doña Josefa lo pensó un solo instante.

—No me parece mal.

—Búscate una academia, Arturo —ordenó el padre.

Entonces la esposa exclamó:

—Nada de eso, Pedro. Si tiene que ir a una academia, Arturo no acudirá a ella ni un solo día a la semana. Yo estimo que es más conveniente que venga un profesor a casa.

—Tienes razón, Josefina.

—Pero, mamá —protestó Arturo, indignado, pues la verdad era que él no pensaba acudir mucho a la academia—. Eso es una tiranía.

—Te conozco, hijo. Yo te buscaré un profesor.

—Yo sé de una profesora —saltó Pilar— que da clases a todos los niños bien de la ciudad. Viste mucho aprender idiomas con ella.

—¿La conoces tú?

—No. Sé que tiene un coche pequeño y que va de casa en casa. No es fácil conseguir una hora de clase de esa profesora. Hay que tener recomendación.

—La buscaré —decidió doña Josefa.

—¡Una profesora! —bramó Arturo—. Vosotros debéis pensar que soy un niño.

—Le da clase a Pablo Gallardo y tiene cuarenta años, ¿no?

—Esa misma —concluyó don Pedro—. Tú, que tienes alguna amistad en este barrio, Josefa, busca una recomendación para esa profesora.

—Yo no estudio idiomas con una mujer.

—¡Arturo! —gritó el padre—. ¡Tú harás lo que yo te ordene!

—Te digo, papá...

—Bien, pues no hay ni un céntimo...

—¡Ah! —exclamó Arturo, furioso—. ¡Maldita sea! Que uno, a los veintiséis años, tenga que comportarse como un cadete... Está bien, está bien —chilló saliendo del salón—. Haced lo que queráis.

Se cerró la puerta tras él, y don Pedro miró a su esposa.

—Es una idea magnífica, Josefa. Procura buscar una recomendación y que esa profesora venga cuanto antes.

—Me ocuparé hoy mismo de eso.

II

Tía Anita exclamó:

—¿Y por qué no te interesa, Isabel? ¿No dices que paga a precio de oro?

La joven profesora hizo un gesto ambiguo.

—Detesto a los nuevos ricos con sus manías de grandeza.

—¿Quién te habló de ello?

Isabel se alzó de hombros. Era una muchacha de veinticuatro años, si bien aparentaba menos. Rubia y con ojos verdes, grandes y expresivos, de inteligente mirar. Era más bien alta y esbelta, con una esbeltez llena de distinción. Moderna y desenvuelta, con un don de gentes extraordinario, se notaba en seguida su gran capacidad como profesora, y a la vez su distinción y elegancia innatas.

En aquel instante se hallaba hundida en un sillón y fumaba un cigarrillo, expeliendo el humo a lo alto con fina coquetería.

—Me lo recomendó doña Rosario Sanjurjo. Ya sabes cómo es doña Rosario.

Conoce a todos los nuevos ricos de la ciudad y le agrada hacerles favores.

—¿Tienes hora?

—Dispongo de, una al atardecer. De siete a ocho. Pero no tengo ningún deseo de soportar a esa gente. Ya sabes cómo son, tía Anita. Se pasan la vida frotando su dinero en las narices de los profesores.

—No obstante, si pagan bien...

—Lo que yo pida.

—Pues no seas tonta. Pide un dineral y te rechazarán.

—Al contrario. Esa gente mide las cosas por su costo.

—Es verdad.

En aquel instante irrumpieron en la habitación dos niños preciosos. Una niña de diez años, rubia y con un gran parecido a Isabel, y un niño de doce, moreno y arrogante.

Besaron a la dama y luego a la joven. Isabel los apretó contra sí y dijo:

—Lo siento, Ricardito. No pude pasar a recogerte.

—No te preocupes, tía Isabel. Hemos venido en el autobús del colegio.

—¿Y tú, cariño? —preguntó Isabel a la niña.

—Me acompañó Purita Esteban hasta el portal, tía Isabel.

—Debes dejarlos que se acostumbren, Isabel —opinó la dama—. Ya son mayorcitos para que tú vivas con la preocupación de recogerlos en sus respectivos colegios.

—Además —adujo el niño—, los amigos se ríen de mí...

—¡Ricardo!

El niño enrojeció.

—Te lo aseguro, tía Isa. Cada vez que tu coche aparca ante el colegio, me llaman gallina.

Isabel y tía Anita se echaron a reír.

—Decidido, Ricardo. No pasaré a recogerte nunca más —consultó el reloj—. Tengo que dejaros. Me espera la primera clase de la tarde.

Besó a los niños y asió la cartera de piel, dirigiéndose hacia la puerta. Su tía la siguió.

—Oye, Isabel...

—Dime, tía.

—A veces pienso que ni los niños ni yo tenemos derecho a abusar así de ti. Llevas el peso de este hogar y es demasiado.

—Por Dios, no empieces otra vez con tus cosas, tía Anita.

—Yo misma podría hacer algo, ¿no?

—Claro que no. Bastante haces, que te ocupas del hogar. Has sido una madre para mí. Y los niños quedaron muy pronto huérfanos. Recuerda que eran hijos de mi única hermana.

—Pero su padre bien podía ocuparse de ellos.

—No sé lo que hará el padre, tía Anita. Tal vez un día venga a recogerlos y sea un hombre rico. Ernesto nunca fue un holgazán ni un desnaturalizado.

—Por lo visto... En fin, después de cinco años, bien podía regresar, si es que está con vida.

—Olvídate de eso. ¿Qué me aconsejas con respecto a esa clase?

—Nada. Tú verás lo que haces.

—Bien, tal vez acepte. Me carga esa gente —se echó a reír—, pero necesito renovar mi ropa de invierno. Hasta luego, tía. Anita.

—¿Sabes lo que me pareces, Isabel? Una princesa de incógnito.

—Pues soy —rió Isabel divertida— una profesora de idiomas, únicamente.

—Te pareces a tu difunta madre.

—No la recuerdo.

Se arreglaba el abrigo ante el espejo de la consola. Este le devolvía un rostro ideal, y unos ojos maravillosamente expresivos.

—Tu hermana se parecía mucho a ti, tía Anita. Por tanto, yo debo parecerme a ti también, ¿no?

—Ya no recuerdo cómo era de joven. ¡Ha pasado tanto tiempo desde entonces! ¿Y sabes, Isa? No quisiera que a ti te sucediera igual. La juventud pasa en seguida. Y un día nos damos cuenta de que no se puede retroceder. Y entonces duele...

—Se repite la cadena —exclamó Isabel, divertida—. Tú te ocupaste de mí, que era tu sobrina, y ahora las dos nos ocupamos de nuestros sobrinos, o sea de los míos, que tú haces tuyos puesto que eres mi tía. No te preocupes, tía Anita. Yo no me casaré nunca. O no deseo hacerlo por ahora.

—Eso me ocurría a mí.

—Vive tranquila. Hasta la noche, querida tía. Cuida mucho de los niños.

Le envió un beso con la punta de los dedos y se fue.

* * *

—¿Qué hay de la profesora?

—Supongo que vendrá, Pedro. Doña Rosario me habló por teléfono esta tarde y me dijo que la profesora pasaría por aquí al atardecer para ponerse de acuerdo con nosotros.

Arturo masculló algo entre dientes, pero nadie le hizo caso.

—¿Qué tal es? —preguntó el padre.

—Rosario me refirió su historia.

—¿Tiene historia? —se alteró el caballero, alarmado.

—Como todo el mundo, ¿no? ¿Quién no tiene historia, más grande o más pequeña? Del que no se conoce es porque se la calla. Pero la realidad es que siempre existe una historia en todo ser humano —replicó con suficiencia la muchacha.

Los padres miraron a Pilar, y doña Josefa dijo:

—Ya se ve que has estudiado en un colegio de postín.

Arturo refunfuñó:

—Eso lo sabe hasta el gato, si tienen la suerte de hacerlo hablar.

—Tú te callas, Arturo.

—¿Es que no tengo derecho a dar mi opinión, papá?

—Mientras no seas abogado o conozcas el francés y el inglés, eres un gato.

—Vaya comparación.

—Al grano, Josefa —exclamó don Pedro, haciendo caso omiso de las protestas de su hijo—. ¿Qué historia es ésa? ¿Se entiende con algún alumno?

—¡Pedro!

—Bueno, mujer. Al fin y al cabo hay mucho de eso, ¿no?

—Con esta profesora, no, por supuesto. Has de saber que es una joven distinguida. Su padre era diplomático, y viajaron por todo el mundo. Por eso

sabe tantos idiomas.

—¿Y cómo es que no le dejó con qué vivir?

—Hombre, entre esa gente tan distinguida el dinero no cuenta. Ellos viven el presente. El futuro es cosa de incógnita.

—¿Y eso qué es?

—Pero, por Dios, sé más culto —refunfuñó la esposa, que tampoco sabía explicar el significado de sus propias palabras—. Te diré —prosiguió con énfasis — que mantiene a dos sobrinos.

—¡Ah! ¿Y por qué?

—Porque son hijos de una hermana.

—Muy altruista, ¿no?

—Muy humano, papá —opinó Pilar.

—Sí, puede. Continúa, Josefa.

—Total, que sus padres murieron jóvenes.

—¿Los padres de los sobrinos?

—Los de ella, querido.

—No me llames querido, Josefa —bramó el ex carbonero.

—Bueno, pues Pedro. Te decía que fallecieron sus padres y ella quedó con una tía. Esta la crió y crió asimismo a la hermana. Esta era bastante mayor que Isabel y trabajaba como ahora lo hace de profesora.

—¿Se llama Isabel?

—Sí. Isabel Díez de Alarcón.

—¡Qué apellidos más...!

—Aristocráticos.

—¡Hum! No me gusta esa gente aristocrática sin dinero. Siempre pretenden

hacer a uno de menos.

—No te preocupes. Como te decía, la hermana se casó con un ingeniero. Se dedicaron a vivir la gran vida, y la esposa falleció al dar a luz su tercer hijo, que nació muerto. Total, que el ingeniero se fue al extranjero, nunca más se acordó de sus hijos, y éstos quedaron bajo la tutela de la hermana y la tía de ésta. Esa es toda la historia.

Una doncella entró diciendo en aquel instante:

—La señorita Isabel Díez de Alarcón, desea ver a la señora.

Josefa se puso apresuradamente en pie, y con énfasis dijo:

—Pásela al salón, Susana. Yo iré en seguida.

Se cerró la puerta tras la doncella, y don Pedro dijo :

—No me metas en más líos, ¿eh? Yo me iré.

—Me basto sola.

Y salió con andares de estraperlista en día festivo.

* * *

Isabel, muy serena, muy distinguida, muy fina, esperaba a la dueña de la casa de pie ante la ventana del salón. Para entonces, cuando se abrió la puerta, ya había observado la recargada decoración de la pieza, así como su mal gusto. Sonrió sarcástica.

—¿La señorita Isabel? —preguntó la carbonera entrando.

—Sí, señora.

—Mucho gusto.

—El gusto es mío, señora.

—Tome asiento.

—Gracias.

Sentadas frente a frente, se miraron. Doña Josefa se sintió incómoda. Aquella joven era demasiado guapa y demasiado elegante para ser una vulgar profesora de idiomas. Pero eso a ella no le interesaba. Si tenía humos de aristocrática, sin

adorno material, ya se los haría doblegar. Ella conocía, o creía conocer, el arte de dominar a la gente, y haría ver quién era de las dos la poderosa.

—Me han dicho que se dedica usted a dar clases a los alumnos.

—Siempre que me convengan dichas clases, sí, señora.

—Aquí le convendrá. Pagamos bien.

—¿...? —Una muda interrogante tan sólo. Una sonrisa muy encantadora, muy expresiva.

Doña Josefa citó una cifra tan tentadora, que Isabel parpadeó.

—¿Se trata de su hija?

—No. Mi hija se educó en Inglaterra. Nos costó un dineral, pero estamos satisfechos. Mi hija —continuó con énfasis, ignorante de la doblegada hilaridad de Isabel— viste modelos de doce mil pesetas, y su padre le compró un auto de marca extranjera que le costó una fortuna. Ella ya tiene sus amistades y su peña. Se trata de nuestro hijo.

—¡Ah! Un varón...

—No quiere terminar los estudios, y nosotros hemos decidido que se vaya al extranjero. Para ello ha de conocer alguna lengua...

—Comprendo.

—¿Le conviene a usted?

—Sólo podré dedicarle una hora.

—¿Y con una hora se aprenden esos verbos raros?

—Una hora cada día, señora.

—¡Ah!

—De siete a ocho. ¿Le parece bien?

—Me parece de perlas.

Isabel se puso en pie.

—Entonces empezaré mañana.

—De acuerdo.

—He tenido mucho gusto en conocerla, señora...

—Martínez.

—Señora Martínez. Hasta mañana, pues.

Salió, y cuando llegó a casa, echándose a reír exclamó :

—Me divertiré; porque la señora seguirá punto por punto los adelantos de su hijito. —¿Es un niño?

—Sí. Será un niño consentido y estúpido como su madre. En un instante, tía Anita, supe dónde se había educado su hija y lo que cuestan sus modelos...

—Es la primera clase que tienes de gente así, ¿verdad?

—Me divertiré. Sale una de esta monotonía habitual.

—¿Qué años tiene el niño?

—No lo sé. Supongo que doce o trece. Es la edad en que los padres desean que sus hijos conozcan idiomas. Ella dijo que deseaba marchar al extranjero. Tal vez tengan más y deseen darle unas lecciones para mandarle luego a un colegio inglés. Ya sabes cómo son estos nuevos ricos. Tienen que hacer ostentación hasta para educar a sus hijos.

Se quitó el abrigo y luego se volvió a su tía.

—¿Dónde están los niños? Les toca su clase.

—Estás rendida, hija...

—Una se habitúa —rió Isabel, animosa—. Además, desde que tengo el cochecito, me canso menos. Es decir, no me canso nada.

* * *

En el salón de los Martínez, decía doña Josefa en aquel momento:

—Tiene humos, pero ya se le bajarán. Es demasiado guapa para dar clases... Esta

gente aristocrática venida a menos... En fin, ya veremos cómo te portas, Arturito.

Este gruñó. Pero no dijo nada.

—Si te portas bien, te enviaré a Inglaterra un año.

—¿Y mi carrera de abogado?

—La terminarás también. No creas que voy a dejarlo así.

Arturo salió sin responder. En el vestíbulo encontró al mayordomo.

—Juan —gruñó—, déjame cien pesetas.

—Señorito...

—Ya lo has hecho más veces, ¿no? No tengo ni siquiera con qué pagar el vermut.

—Es que luego tendrá que darme ciento diez, señorito Arturo. Ya sabe que yo..., ¡hum!, cobro interés.

—Dame, dame —exclamó furioso—. Ya conozco tus mañas.

III

Isabel Díez de Alarcón siguió a la uniformada doncella y ésta se detuvo ante una puerta de caoba para decir ceremoniosamente :

—Es aquí, señorita.

—Gracias —dijo Isabel, y penetró en el cuarto de estudio.

La doncella cerró la puerta, e Isabel quedó sola en la cuadrada estancia. .

Se componía ésta de un cuarto de grandes dimensiones. Había una abundante biblioteca cubriendo un tabique entero, de arriba abajo. Un tresillo al lado izquierdo y una chimenea al fondo, y ante ésta un sofá. El respaldo de éste era alto, si bien por encima de él asomaba una cabeza de hombre.

—Buenas tardes —saludó, observando que el hombre en cuestión no se había percatado de su presencia.

Arturo Martínez se puso en pie como impelido por un resorte. Quedó envarado tras el sofá, como si no se atreviera a salir. Indudablemente, la belleza serena de la profesora —porque ella tenía que ser—, lo confundió.

—Señorita —dijo cortado—, si es usted la profesora...

Isabel se quitó el abrigo con desenvoltura, abrió la cartera de piel, y dijo sin mirar de nuevo al joven:

—Tengo poco tiempo. Dispongo sólo de una hora. ¿Puede usted decirme dónde está mi alumno? ¿Tardará mucho en venir?

Arturo avanzó y se situó ante ella, quien extraía de la cartera de piel libros y lápiz.

Isabel alzó la cabeza.

—¿Tardará mucho en venir? —preguntó de nuevo—. He de advertir a doña Josefa que su hijo debe ser puntual. ¿Dónde podré tocar el timbre?

—No es preciso, señorita. El alumno soy yo.

Ahora sí que Isabel prestó atención.

—¿Usted?

Arturo esbozó una sonrisa. Reconoció que se sentía humillado ante aquella

hermosa y distinguida joven que apenas si le había prestado atención. Reconocía, asimismo, su cortedad ante ella, cuando ante otras mujeres era como un verdadero torbellino. No, no le agradó en absoluto su papel de niño tímido, y trató de desvanecer aquella sensación con una de sus sonrisas provocativas.

—¿Le parezco mayorcito?

Isabel lo miró de arriba abajo.

—Ciertamente —exclamó tras el breve examen, y con un encogimiento de hombros añadió—: Pero es igual. Yo nunca tomo en cuenta la edad de mis alumnos.

—Pues yo la tomo de las profesoras.

—Sin ningún resultado, ¿no le parece?

—O con él.

—Empecemos —cortó Isabel, impaciente.

—Un momento, señorita, un momento. Sepa que quien cobra es usted.

—¿Cómo?

—Quiero decir que le pagan por dar la clase.

—Ciertamente —replicó Isabel, impacientándose más—. Si no fuera así, no vendría. No soy un altruista.

—Me lo supongo. —Y descortés—: Pues como quien paga soy yo, un poco de paciencia.

—Oiga...

—Se lo oigo.

—Me parece que se equivocó usted. Yo no aguanto niños insolentes. —Y recalcó—: Estoy habituada a tratar con personas exquisitamente bien educadas.

Se disponía a cerrar la cartera cuando Arturo decidió portarse correctamente e incluso disculparse. No iba a ser del agrado de su padre aquella decisión, y quien más salía perdiendo era él. Además, aquella monada de profesora podía ser irascible en principio, pero tal vez resultara un buen filón más tarde. Así, pues, decidió disculparse y lo hizo con su habitual desenvoltura de niño moderno y millonario.

—Señorita Isabel —exclamó poniéndose delante de ella—, perdóneme usted. Reconozco que he sido estúpido.

Ella lo miró dudosa. Había cierto desdén en su mirada, pero esto no debió asustar a Arturo, pues sonrió y esperó correcto su respuesta.

—Estoy acostumbrada a tratar...

—Sí, sí, ya me lo ha dicho usted. Le aseguro que lo tendré muy en cuenta. Y procuraré ser un alumno aplicado, un caballero.

—Es que si no fuera así, tardaría muy poco en dejarlo.

—De acuerdo, señorita Isabel. —Y con una sonrisa inocente, que no engañó a Isabel, pero que se dejó engañar— : Empecemos, pues.

Se sentaron frente a frente y empezó la clase. Arturo se distraía. La miraba demasiado. Ella tenía otro alumno de la misma edad, pero era aplicado y correcto, y no la miraba jamás de aquel modo. No obstante, hizo su papel con energía, y transcurrida la hora se despidió hasta el día siguiente.

Arturo se aproximó a la ventana y retiró el visillo. Vio cómo Isabel, la bonita profesora, atravesaba la calle y se dirigía al aparcamiento próximo. Subió al auto y desapareció. Arturo frunció el ceño. Era demasiado hermosa para ser una simple profesora. Y demasiado seria para ser tan bella.

* * *

La dama oyó el llavín en la cerradura y se puso en pie como impelida por un resorte.

—Isa...

Esta entró, cerró tras de sí y miró a su tía extrañada.

—¿Qué te ocurre? Pareces excitada.

—Y no es para menos. Toma, lee esta carta.

La tomó en la mano, pero no la miró en seguida.

—¿De quién? —preguntó al tiempo de quitarse el abrigo y colgarlo en el perchero, sujetando la carta contra el cuello y la barbilla.

—Isa, tienes la paciencia del santo Job. Si yo tengo una carta en mi poder que me entrega una tía tan excitada, no me preocupo de colgar el abrigo. Antes preferiría leerla.

La joven, echándose a reír, entró en la salita seguida de su tía.

—No soy tan excitable como tú, tía Anita. Te aseguro que si tuvieras que recorrer doce hogares todos los días, doce hogares diferentes, habrías ya calmado tus nervios.

—Es carta de Ernesto.

—¡Caray!

Y con esta exclamación se dejó caer en un sillón frente a la dama.

—¿Qué dice el padre de nuestros pequeños? Creí que había muerto.

—Pues está bien vivo. Lee, lee...

—¿No puedes decirme tú...?

—Pero, Isa...

—Querida tía, estoy rendida. Sólo tengo deseos de tenderme en la cama y cerrar los ojos. No te imaginas lo que es pelear con esos críos y hoy... con ese tipo existencialista, que me resulta antipatiquísimo.

—¿Quién?

—El hijo de Josefa Martínez. ¡Qué pesadez!

—¿Ese mocoso?

—Es casi calvo —gruñó Isabel, extrayendo el pliego del sobre—. Y debe tener por lo menos veintisiete años. Si no tiene más.

—¿Y le das clase? —se asombró la dama.

—Eso parece.

—Yo creí que te dedicabas a niños.

—A lo que sale. Tengo otro alumno de su edad, pero es correcto. Estos nuevos ricos... Bueno —desplegó el papel—. Veamos qué dice mi inolvidable cuñado.

—Lee en voz alta.

—Pero ¿no la has leído ya?

La dama se ruborizó.

—Mujer, es que me pareció una carta muy emotiva.

—Bueno, querida sentimental. Te la leeré. Escucha.

“Queridas tía Anita, Isabel y mis dos pequeños :

“Me creeréis muerto, después de seis años de ausencia y silencio. Pues estoy vivo y con muchos deseos de abrazaros a todos. Sé por mi abogado, que me escribe regularmente, que estáis bien. Que tú, Isabel, trabajas sin descanso para mantener a mis hijos. Sé, asimismo, que estudian y que viven tan satisfechos y cuidados como si les viviera su madre y su padre estuviera a su lado para defenderlos. Ello me llena de orgullo y a la vez de vergüenza. He querido demasiado a tu hermana, Isabel, y me he perdido en el marasmo de mi propio dolor. No fui capaz en mucho tiempo de recuperarme, y gasté lo que gané en ese olvido que no matan el dinero ni la miseria, sino el tiempo y la propia resignación cristiana.

“Te pido perdón, Isabel, por lo mucho que tal vez te hice sufrir con este silencio, por haber egoístamente echado sobre tu espalda, tu débil espalda de mujer, una responsabilidad perpetua. No ha sido así. Con el olvido de aquel amor perdido prematuramente, llegó la sensatez y la razón. Hoy os escribo para deciros que os giro dinero, que muy pronto lograré un permiso de tres meses y pasaré a veros y disfrutar con vosotros de esas vacaciones tan deseadas.

“Me he colocado al fin, y soy un hombre honrado y cabal. He dejado de recorrer el mundo, me he estacionado, y tengo un hogar, para un día, al final de mis vacaciones, traer a mis hijos, y si tú y tía Anita deseáis atravesar el mar, muy gustoso os traeré conmigo.

“Para las Navidades, concretamente para el 2 de diciembre, estaré en ésa. Espero que cuando recibáis el cable vayáis a esperarme todos al aeropuerto. Tengo que decirte algo más, Isabel. Casi soy un potentado. Estoy en sociedad con un fabricante de automóviles, y muy pronto representaré una firma importante. He recapacitado y he comprendido que soy joven, que tengo dos hijos y debo honrarlos y sentirme orgulloso de ser su padre.

“Dales un abrazo muy fuerte, Isabel. Y otro a tía Anita. Y tú recibe lo que más gustes de tu cuñado que tanto te debe y te ira.

“Ernesto.”

Hubo un silencio. Tía Anita lloraba y limpiaba las lágrimas con un albo pañuelo, mientras Isabel, pensativa, sostenía la carta ante los ojos.

—Bueno —exclamó al cabo de un rato—. No ha muerto; mejor para sus hijos. Deja de llorar, tía Anita. No es para tanto.

—No... lo puedo remediar, hija... Estoy... —gimoteaba— tan emocionada...

—Yo también lo estoy, tía, pero no lo demuestro llorando. Vamos a razonar,

¿quieres?

—¿Razonar, qué?

—Hay que dejar a un lado estas cosas. Hemos de comer, ¿no?

Tía Anita abrió los ojos como lunas llenas.

—¿Cómo es posible que seas tan materialista, Isabel? Acordarse de cenar estando como estamos... .

—Por favor, tía, estoy cansada y tengo sueño. ¿Dónde están los chicos?

—Jugando en casa de los vecinos.

—¿Conocen el contenido de la carta?

—Naturalmente. Se han emocionado mucho, pero ya sabes, son niños y ellos lo que desean es jugar. Han ido a casa de los vecinos a decirles que venía su papá.

—Les has mandado tú.

—Bueno, Isa, yo...

—Está bien, tía, está bien —le palmeó la mejilla con los dedos—. No te preocupes. A mí también me satisface que venga Ernesto, pero no voy a pasarme el resto de mi vida pensando en ello. Tengo muchas preocupaciones. Y como sabes, a los niños no les faltó nunca nada.

Se notaba en su voz emoción, pero una emoción distinta a la de su tía. Ella adoraba a aquellos niños. Creyó muerto a Ernesto y les consagró su vida. Perderles ahora era... demasiado fuerte. Demasiado insoportable. Pero no lo dijo.

—Vamos, tía, por favor, llama a los muchachos y pasemos al comedor. ¿Sabes qué hora es? Las nueve y media. Tengo que levantarme a las siete de la mañana.

La dama se puso en pie, pero mirando a su sobrina preguntó quedamente:

—Isa, ¿no hay nada que te haga perder tu ecuanimidad?

—Sí —rió Isabel, haciéndose la humorista—. Un absurdo muchacho llamado Arturo Martínez.

—El hijo del carbonero enriquecido.

—Ese.

—No le des más clases.

—Pagan por una hora lo que otros por cinco. Soportaré estoicamente sus insolencias y sus miradas provocativas. No soy de mantequilla, tía Anita — añadió burlona—. Desde muy niña empecé a comprender que la vida no era grata, precisamente. Justo y lógico es que no me deje abatir ni dominar por nimiedades que ya no me asustan nada.

—Por eso tampoco te emociona la carta de Ernesto.

No respondió. Se dirigió a su cuarto y se cambió de ropa. Lentamente, mientras sentía en el comedor el ruido de los platos que hacía la muchacha poniendo la mesa, y la voz débil de su tía dando órdenes a aquella, se quitó la careta. Se miró al espejo, cara a cara, como si aquella imagen que el espejo le devolvía significara una farsa.

“No soy dura —pensó—. Pero debo serlo.”

Apretó los labios y pensó, por un solo instante, en sus sobrinos. En realidad, eran como hijos. Sentía rencor hacia su cuñado. Había sido demasiado egoísta. Para ser tan blando como su tía, aquella bonita y sentimental carta era una explicación. Pero ella..., ¡no!

El cariño que dijo sentir hacia su hermana muerta, no podía privarle de amar a sus hijos. Y los abandonó. Ella nunca podría olvidar aquella época. Tenía... ¿cuántos años? Dieciocho. Casi acababa de dejar el pensionado. Y se vio sola

frente al mundo, sin dinero y con dos niños y una tía débil de espíritu, que mantener. Sí, fue una lucha demasiado cruel. Y ahora, que ya no necesitaba ayuda, una carta de Ernesto desarmaba todos sus planes, le robaba el cariño de sus sobrinos, le quitaba su razón de vivir, porque ella luchaba noche y día por ellos, y sin ellos... no concebía la vida. Era cruel, sí. Demasiado cruel. Ella era dura, como decía su tía, pero sólo en apariencia. Su sensibilidad estaba siempre a flor de piel, pero sabía ocultarla. Aprendió demasiado pronto.

—Te estamos esperando, tía Isa —gritó la pequeña Ana desde el pasillo.

Isabel compuso su careta. Se miró al espejo. Sonrió desdeñosa, como si despreciara su propia imagen.

—Soy dura —dijo muy bajo—. Debo ser dura.

Giró en redondo y salió al pasillo. Ana la esperaba y se colgó de su brazo.

—¿Ya sabes...?

—¿Qué debo saber?

—Viene papá.

—Sí que lo sé.

Ana apretó febrilmente el brazo de su tía. En voz baja susurró:

—Pero yo no quiero ir con él a Nueva York. Yo quiero quedarme a tu lado.

Sin decir nada la apretó contra sí. La niña, a media voz, añadió:

—Tía Ana nos lo dijo, y lo hemos hablado Ricardito y yo. El tampoco quiere ir. No queremos dejarte. Papá que venga a vernos, pero nosotros le diremos que deseamos quedarnos a tu lado.

—Eso no puede ser, niña.

—Tiene que ser. Ricardito te lo dirá.

—Pero tendrá que ser lo que diga tu padre.

—Sólo iremos con él si tú nos acompañas.

—No hablemos de eso.

—¿Nos... acompañas?

—Seguramente no. Soy patriota, pequeña. Y me gusta España, y sobre todo, no vivo mal en ella. Pero tú no pienses en eso.

Entraron juntas en el comedor. Isabel notó que Ricardito reflexionaba y que Ana estaba silenciosa, siendo, como era, tan charlatana. En cierto modo aquello la llenó de orgullo y felicidad. Un día la dejarían, si bien ella sabía que lo harían con hondo pesar.

IV

En principio, durante aquellos primeros días, decidió, en bien de su economía, no dar importancia a la insolencia con que la recibía Arturo Martínez. Le venía muy bien aquel dinero de la clase de siete a ocho, y no pensaba renunciar a él sólo porque su alumno tratara de desconsolarla... Por otra parte, Arturo Martínez, aparte de sus provocativas miradas, era un alumno aplicado e inteligente, y aprovechaba bien sus lecciones. Era agradable darle clase por lo fácilmente que asimilaba sus enseñanzas.

Al finalizar la primera quincena, notó que Arturo la trataba de otro modo, tal vez con mayor respeto, o pudiera ser con iración. Y esto, como su provocación la dejó fría. A decir verdad ella no era una ingenua en cuestión de sicología humana. Empezó a luchar por la vida demasiado pronto, y esto le proporcionó una experiencia con la cual hacía frente a la vida y al ser humano, y creía conocer a éste lo suficiente para no temerle.

Al llegar a clase aquella tarde, Arturo no se hallaba en su casa, y la recibió doña Josefa, a quien desde el día en que la contrató no había vuelto a ver.

—Buenas tardes, señorita Isabel. Pase, pase aquí a mi saloncito particular.

—Gracias, señora, pero tengo el tiempo justo para la clase.

—Es que mi hijo hoy no asistirá. Ha ido con su padre a Barcelona. Y no regresarán hasta mañana por la noche.

—¡Ah!

—¿No quiere tomar conmigo una tacita de té?

—Gracias.

Y entró en el saloncito particular de la dama, decorado con el mismo gusto pésimo del resto de la casa. Aun sin proponérselo, evocó su pisito de la calle Mayor, decorado con exquisito gusto, acogedor y grato, sin aquel recargamiento que denotaba la inconfundible pedantería del nuevo rico.

—Tome asiento, señorita Isabel.

—Gracias, señora.

Y se sentó frente a ella, en un sillón forrado de damasco azul y amarillo, de un gusto pésimo.

—¿Cómo va mi hijo en sus estudios?

—Muy bien. Asimila maravillosamente.

—¿Así... qué?

Esbozó una tibia sonrisa.

—Quiero decir que aprende pronto.

—¡Ah! No es extraño, ¿sabe? Sólo le falta un año para terminar la carrera de abogado, pero se negó a concluirla. Ya sabe usted lo que son estos hijos de gente rica.

La “gente rica” eran ellos, sin duda.

Isabel se limitó a permanecer callada y repentinamente quieta. En aquel instante una doncella sirvió el té, y doña Josefa se apresuró a azucarar el de Isabel con ademán teatral, copiado de alguna película.

—¿Cuántos terrones? A mí me gusta más sin azúcar. Además dicen que adelgaza —se miró a sí misma—. Una debe guardar la línea. Ya sabe, ¿no? Es de mal gusto tener kilos de más. Usted está muy bien. ¿No tiene novio?

A Isabel le fastidiaba que las madres de sus alumnos trataran de inmiscuirse en su vida privada. Pero sabía evadirse sin enojo aparente.

—Tengo muchas clases —respondió a lo distraído. Y para evitar que continuara

por aquel camino, añadió— : Pues es una lástima que su hijo no finalizara su carrera. Indudablemente sacaría más provecho que con los idiomas.

—La verdad —replicó doña Josefa enfáticamente—, no se trata de una carrera para vivir. Ya supongo que sabrá usted que mi esposo tiene mucho dinero. Por tanto, lo único que nos interesa es que Arturo se ilustre y haga una buena boda. Las buenas bodas son muy importantes para familias como nosotros, que vivimos de un capital.

—Ya —dijo por no llamarla estúpida cursilona.

Doña Josefa, creyendo tenerla deslumbrada, añadió:

—A mi hija la acompaña ahora un conde. Ya sabe usted lo que es un conde, ¿verdad?

Asintió pacientemente.

—Esta noche irá a la Opera con él. Mi esposo está tan contento, que no dudó en comprarle un collar de perlas que le costó una fortuna. El vestido de noche que lucirá hoy, me costó a mí en París la semana pasada, en la casa de modas Balenciaga, miles de francos, o sea, un montón de pesetas enorme. ¿Y los zapatos...?

Isabel, muy delicadamente, se puso en pie.

—Siento tener que dejarla, señora.

—¡Oh! ¿Se va usted?

—Tengo mucho trabajo.

—Bueno. Gracias por su compañía, señorita Isabel. Me agrada charlar con usted.

Isabel salió pensando que todo lo hablaba ella, y la verdad, no le gustaba escucharla ni mucho menos.

* * *

Aparcó el auto frente a una cafetería. Eran las siete menos diez de la tarde, y puesto que Arturo Martínez aún no había regresado de Barcelona, disponía de aquella hora para disfrutarla tranquilamente. Tomaría un bocadillo en la cafetería. Atravesó la puerta encristalada y cruzó el coquetón salón. Caminaba segura y firme, con un ademán decidido que denotaba a la mujer moderna, que sabe dónde pisa y dónde se encuentra.

Los hombres la miraban... Isabel ya lo sabía. La miraban siempre, pero ella nunca se sintió conmovida por ello. Jamás había tenido novio, y no porque los hombres no le dijeran nada, sino porque aún no había llegado su hora. ¿La tenía reservada o pasaría por la vida sin pena ni gloria? Tampoco esto la atormentaba

demasiado. A decir verdad, no creía en el amor espiritual, y era el único que ella podría compartir con un hombre, si bien no renegaba del matrimonio, pues era obvio que para los hombres estaba antes la materia que el espíritu.

He aquí las causas por las cuales se había defendido enérgicamente contra la pasajera atracción masculina.

Ella era mujer que amaría mucho, o no amaría nunca, y no precisamente con la materia, dispuesta a dar su cuerpo y olvidar su alma.

“Tal vez —pensaba cuando llegaba a estas conclusiones— se deba a mi carencia de interés por el sexo fuerte, o tal vez esté equivocada. Mientras no exista un hombre que me saque de mi equivocación, no pienso dejar de tener el criterio propio de la vida, de los hombres y del amor.”

He aquí por qué Isabel Díez de Alarcón no había tenido nunca novio, aun cuando contaba ya veinticuatro años.

Ajena a las miradas de los hombres, Isabel se dirigió rectamente hacia la barra, y se sentó en una alta banqueta. Pidió un batido. Encendió un cigarrillo y de pronto, como si una fuerza magnética la llamara, miró ante sí. Tenía delante un ancho espejo, en el cual se veían muchos rostros. Todos los que, sentados ante la barra, charlaban entre sí, o solitarios como ella, tomaban un vermut o una copa de licor, o también un vulgar batido. Pero de entre todos aquellos rostros surgió uno conocido de Isabel.

—Buenas tardes, señorita Isabel.

—Buenas tardes —replicó ella serenamente—. Le creía en Barcelona.

—He llegado hoy. ¿Puedo sentarme a su lado?

—¿Por qué no? Hágalo.

Le pareció mayor, más maduro y casi correcto. No vestía sus horribles pantalones de color desvaído, ni aquel jersey negro con pretensiones de existencialista. Vestía un traje de invierno oscuro, de buen corte y excelente calidad. Y sobre éste un gabán azul marino, y en la mano llevaba el flexible tirolés que le daba aspecto de niño bien.

—La he recordado, señorita Isabel —dijo sentándose a su lado.

La joven procedió a beber el batido y guardó silencio.

Notó que Arturo la miraba quietamente, con expresión contemplativa.

—Es usted muy bella.

—¡Oh! —rió Isabel, burlona—. ¿No aprovechará que estamos en un lugar público para piropearme?

—Me parece que a usted no le agradan los piropos vulgares.

—Exactamente.

—La he recordado —apretó los dedos sobre la transparente copa que le servían en aquel instante, y añadió— : Es absurdo que la haya recordado tanto. Pues fue así.

—La novedad. Además, mis clases resultan pesadas. Es, por tanto, muy natural que me haya recordado.

—No fue a través de mis fastidiosas clases de idiomas —sonrió él, analítico—. Voy a decirle la verdad.

—Pero ¿hay verdad en los hombres de hoy?

—Isabel, no sea usted mordaz. En todo hay verdad para quien desea decirla. No la hay ni en los chicos modernos ni en los oradores, cuando se habitúan a la mentira y hacen de ella norma de su vida.

Le agradó aquel razonamiento.

Lanzó sobre él una mirada de curiosidad. No le pareció tan absurdo ni tan pedante.

Arturo añadió:

—La verdad que iba a decirle es ésta: cuando la conocí traté de fastidiarla.

—Lo sé.

—¡Oh, lo sabe! Dígame: ¿le parecí ridículo?

E Isabel replicó con sencillez:

—Mucho, sí.

* * *

—Y me lo dice con esa convicción.

—Como yo suelo decirlo todo.

—¿Quiere que le diga lo que usted me pareció a mí?

—No se moleste. Lo sé.

—¡Ah! Lo sabe. ¿Es que lo sabe usted todo?

—Con respecto a lo que los alumnos mayorcitos piensan de mí, siempre lo sé.

—¿Tan vieja se considera usted para llamar mayorcitos a los hombres que le llevan unos años?

—No tantos, Arturo. Usted podrá tener veintisiete.

—No tantos. Se equivoca en uno. Tengo veintiséis.

—Es su incipiente calva —rió ella divertida— lo que ocasionó la equivocación.

—Y usted tiene veinte años.

—Con cuatro más. Como ve, ya no soy una niña de biberón.

—¿Le gusta tomarlo todo a broma?

—Es una autodefensa que me da buenos resultados. Oculto las formalidades — consultó su reloj—. Lo siento, Arturo, pero tengo que dejarle.

—Por favor, quédese un poco más. Mañana la veré a usted, pero en calidad de profesora, y ya... me corta usted —sonrió levemente—. ¿Sabe que es la primera vez que una mujer me corta?

—No pretenderá hacerme creer que le impone mi autoridad de profesora.

—La verdad, no sé qué es. Estaría hablando con usted una vida entera y no me cansaría, y no obstante, detesto a la profesora.

—Eso les ocurre a todos mis alumnos. Cuando llega mi santo me visitan en casa y me regalan bombones y chucherías, y cuando me ven por la calle me saludan y hasta se detienen a mi lado, y sin embargo, en el cuarto de estudio me miran hostiles, se diría que hasta con odio —bajó dé la banqueta—. No se preocupe, Arturo: estoy habituada a ello.

Arturo bajó también y la tomó del brazo con ademán cortés y protector.

—Permítame que la acompañe.

—Tengo el auto ahí, Arturo. No se moleste.

—Por favor, permítame entonces acompañarla hasta el auto.

Isabel, con dulzura, se desasió de su mano y caminó delante de él con soltura y elasticidad. Arturo la siguió y atravesó a su lado la calle.

—Mañana empezaremos de nuevo, ¿no?

—Me pregunto, Arturo, cómo no termina la carrera y se deja usted de idiomas que nunca van a servirle de mucho.

—¿Quién le dijo que tengo una carrera sin concluir?

—Su señora madre.

—¡Oh! Le habrá dicho también que soy un aventurero.

—No.

—Que me gustan las mujeres...

—Si no le gustaran —rió Isabel tranquilamente, y abriendo la portezuela de su coche— no sería usted hombre.

—Ciertamente. Pero a unos hombres nos gustan más que a otros. —Y de pronto, con súbita ansiedad que desconcertó a la joven—: ¿Podría invitarla al cine sin ofenderla?

—¿Otra mujer más, Arturo?

—Isabel..., no diga eso.

—No, Arturo —apuntó mordaz—. Yo no soy una más. Nunca lo he sido para ningún hombre, y existen muchos que, como usted, me invitan al cine. Cuando voy a ver un espectáculo cinematográfico, me gusta hacerlo sola. Lo saboreo a mi gusto. ¿Sabe lo que pienso a veces de mí misma? Adoro la soledad. Soy como un alma solitaria.

—Porque aún no halló usted su pareja apropiada.

Lo miró con simpatía.

—¿Cree serlo usted, Arturo?

—Me trata como lo haría con un niño. Eso me ofende, Isabel.

—Lo trato como lo que es usted. Un muchacho que cree conocer la vida, el amor y las mujeres, y sólo conoce de todo esto la parte superficial. Hay algo más, bajo toda esa capa de risas y halagos, mi respetado alumno.

—Isabel —exclamó suavemente—, me gusta usted mucho.

—¡Oh, sí! Tantas le han gustado antes y tantas le gustarán después... Pero para que se consuele le diré, Arturo, que gusto a todos mis alumnos. Recuerdo que en cierta ocasión, un muchacho de quince años me declaró su gran amor.

—No me extraña.

—Y hoy somos buenos amigos. El tiene diecisiete años y es un gran estudiante, y cuando recordamos aquel momento, se echa a reír, enrojece y se disculpa.

—Pero yo no tengo quince años, Isabel. ¿No se da cuenta de que me ofende?

La joven subió al auto y sacó la mano por la ventanilla.

—Buenas noches, Arturo, y gracias por sus elogios. Es usted mejor chico de lo que creí.

—Isabel..., me ofende, y no se da cuenta, y si se la da la soslaya y continúa ofendiéndome.

—Perdone, Arturo. Buenas noches.

El auto se alejó, y Arturo, humillado y ofendido, quedó en la acera como si le hubieran clavado allí.

V

La esperaba hundido en el diván frente a la chimenea encendida, fumando un cigarrillo. Se sentía humillado y a la vez desconocido. Desde hacía algún tiempo no se conocía a sí mismo. ¿O se conocía y le dolía aquel súbito descubrimiento de extraña debilidad? Malhumorado, se puso en pie y paseó el cuarto de estudio de lado a lado, yendo de pronto a sentarse nuevamente frente a la chimenea, y fijando sus ojos en las llamas restallantes.

El siempre tomó la vida a broma, y las cosas de esta vida, fueren cuales fueran, le producían hilaridad. Y de pronto... Sí, de pronto se sentía incómodo. Se veía a sí mismo y se encontraba ridículo.

Apretó los labios con fuerza. ¿Por qué se consideraba ridículo si siempre se creyó perfecto? Resultaba molesta aquella sensación de culpabilidad ante sí mismo. Y la causa de todo era aquella distinguida y joven profesora, que sin poseer dinero, le demostraba se podía ser digno, altivo y desdeñoso, y humillar, con sus conceptos apenas esbozados, a los que poseían una carrera.

—Buenas tardes —saludó Isabel entrando.

Arturo se puso en pie como si lo empujaran. Avanzó hacia ella, que no parecía darle importancia alguna, y se quitaba el abrigo mientras abría la cartera de piel. La miró ceñudo. Isabel alzó en aquel instante la cabeza y encontró sus ojos. Se echó a reír alegremente y comentó, sin dejar de mirarle fijamente:

—Si la mirada tuviera poder para asesinar..., yo estaría muerta en este instante. ¿Qué le parece si dejara de mirarme así y se aproximara a la mesa?

Así, con ironía, como si le diera tanta importancia a su mirada “asesina”, como a su guante, que en aquel momento no necesitaba. Dejó de mirarla y se sentó frente a ella en la mesa indicada.

—Veamos, Arturo...

—Me molesta su indulgencia para conmigo, Isabel —estalló de pronto.

—Arturo —exclamó suavemente, como si le hablara a un alumno de diez años —, no sea usted infantil.

—Es lo que no soy —replicó Arturo con fiereza.

—Vamos, aplíquese y no haga comentarios provocadores. Ya sabe que no podemos perder el tiempo.

—¿Por qué se empeña en considerarme un chiquillo?

—Sencillamente, porque no puedo, ni debo, distinguirlo de mis demás alumnos.

—No obstante, yo la distingo a usted de las demás mujeres.

—Arturo, no sea usted impresionable. Ya le dije lo que me ocurrió con aquel alumno...

—Tenía quince años. Yo tengo veintiséis.

—Por favor...

Con vehemencia se inclinó sobre la mesa. Sus ojos, indudablemente nada infantiles, se clavaron en los de la joven, con ansiedad.

—Isabel, deje hoy la clase. Escúcheme usted.

La profesora era de una suavidad muy femenina, si bien a la vez enérgica y consciente, sin alterarse jamás. Por tanto, abriendo el libro, exclamó:

—Vengo aquí a dar un hora de clase, Arturo. Y le advierto que yo no gano el dinero por charlar con mis alumnos únicamente. Hágame el favor de atender y dejemos a un lado su discurso.

—Siempre me ofende usted, y lo curioso es que observo lo mucho que desearía no ofenderme, no precisamente por ser yo, sino porque usted es una mujer delicada. En efecto, viene usted a dar clase, pero una vez deja ésta, es usted una

mujer como las demás. Acepte, pues, la invitación que le hago.

—Mi diferencia con las demás mujeres —apuntó Isabel sencillamente— es por una cosa. No acepto invitaciones. ¿Empezamos ya?

Arturo se resignó. Le ocurría algo especial, extraordinario, con aquella mujer que lo miraba y le hablaba como si él fuera aún un parvulillo. Algo que jamás le ocurrió con las demás mujeres a quienes había tratado en el transcurso de su vida. Y Arturo Martínez empezó a conocer a las mujeres a los quince años. Le ocurría, sí, que se sentía cohibido y a la vez respetuoso, y le imponía aquel rostro sereno de mujer, que con una mirada dominaba sus impertinencias.

Transcurrió la hora de clase, y si bien es cierto que Arturo se limitó a escucharla en silencio, no dejó de mirarla, y al terminar le dijo en inglés:

—Te amo.

Ella, con una sonrisa, más ofensiva que una violenta respuesta, se puso en pie, cerró la cartera y se vistió el abrigo.

—Hasta mañana, Arturo.

—Isabel...

—Hasta mañana.

—Espere. Le ruego que acepte mi invitación. Al salir de esta casa ya no seré su alumno. Seré un hombre y usted una mujer.

—Siempre seré una mujer profesora de idiomas. Sólo eso, Arturo. No lo olvide.

Salió sin que él se atreviera a detenerla de nuevo.

* * *

Al volante de su coche, pensó un instante en Arturo y su actitud rendida. Sonrió indulgente. Posiblemente no tuviera él toda la culpa, sino la vanidad de sus padres y el dinero que éstos hicieron en breve tiempo. Por lo demás, Arturo era un buen muchacho, habituado a hacer siempre su voluntad, por supuesto, si bien aún no había tropezado con una persona que le demostrara que no siempre se puede hacer lo que uno quiere y desea...

Alzóse de hombros. No podía detenerse a pensar en todos sus alumnos, y para ella no había distinción de unos a otros. Arturo Martínez era, ni más ni menos, otro más.

Eran las nueve y media de la noche, cuando tras dar un paseo en su pequeño coche de cuatro plazas, se detuvo ante su casa en la calle Mayor.

Vivía en un cuarto piso. Un piso bien amueblado, cómodo, confortable. Le gustaba la comodidad. Siempre vivió con lujo, y cuando se vio en disposición de trabajar, no escatimó su esfuerzo para alcanzar aquel confort del que no le era fácil prescindir.

Aparcó el auto frente a su casa y saltó al suelo. Subió presurosa la escalera e introdujo la llave en la cerradura, abriendo. Atravesó el umbral presurosa, yendo directamente al saloncito de donde salían voces. Una voz de hombre la detuvo. ¿Ernesto?

Y si no era él, ¿quién podía ser? A su casa no iban hombres. Avanzó rápidamente y penetró en la salita. El cuadro la desconcertó. Un hombre, casi para ella desconocido, se hallaba sentado en un sillón, y entre sus piernas estaban sus dos sobrinos.

Tía Anita, sentada frente a ellos, los contemplaba con ternura. ¡Qué sentimientos más vulnerables tenía tía Anita! En un instante olvidaba todos los años de lucha e incertidumbre y el abandono de aquel hombre que, egoísta ante su propio dolor, hizo a sus hijos víctimas de él.

Ernesto se puso en pie con cierta precipitación, y soltando a sus dos hijos, miraba a Isabel como si ésta fuera poco menos que una resucitada.

—¡Isabel! —murmuró—. ¡Isabel!

La joven se mantuvo inmóvil y ecuánime, con aquella su personalidad aplastante que se apreciaba en ella aunque no hablara.

—No te esperábamos aún —dijo ella dando un paso al frente y extendiendo la mano.

Se la estrechó con fuerza, mientras la contemplaba quietamente, deslumbrado tal vez, aunque tratara de disimularlo.

—Qué diferente —dijo bajo—, a la niña que yo dejé hace seis años.

—No pasan en vano seis años —recalcó ella.

Daba la sensación, con su actitud pasiva, casi indiferente, de que lo había visto el día anterior. Esto humilló a Ernesto, si bien no lo demostró.

Isabel rescató su mano y se dirigió al encuentro de sus dos sobrinos. Los apretó contra sí y los besó en el pelo.

—Tía Isa..., ha llegado papá —dijo Ana, entusiasmada.

—Ya lo veo, querida.

—Estamos tan contentos...

—Por supuesto.

—Isabel —dijo Ernesto tras ella.

La joven se incorporó y, quitándose el abrigo, lo tiró sobre el respaldo de una butaca. Derrumbóse en otra y encendió un cigarrillo. Cruzó una pierna sobre otra y comentó:

—Decías en tu carta que nos advertirías de tu llegada. Pensábamos ir todos a esperarte al aeropuerto.

—Me adelantaron el permiso y creía más conveniente no molestaros y llegar sin avisar.

—Está bien.

—Voy a preparar la mesa, Isa —dijo tía Anita, radiante—. En adelante, y mientras esté aquí Ernesto, tendremos que escoger más el menú.

—Yo pienso irme a un hotel, tía Anita. No quiero molestaros.

—Hijo, eso de ningún modo. Mientras tengamos un piso tan grande... tú no saldrás de aquí. ¿Verdad, Isa?

—Ernesto hará lo que crea más conveniente.

—¿Lo ves, tía Anita? Lo más conveniente es que viva en un hotel.

—Si lo haces así —protestó la simpática solterona—, diré que has venido a pasear y a divertirte, no a ver a tus hijos.

—Bueno —sonrió tibiamente el ingeniero—, ya lo hablaremos después.

—Os avisaré cuanto todo esté dispuesto.

Los niños salieron corriendo tras su tía, y Ernesto se sentó frente a su cuñada.

—¡Qué diferente estás! —dijo en voz baja.

—Ya te dije que los años no pasan en vano.

—Ciertamente. Tampoco para mí pasaron. Tengo canas en mi cabeza y soy... moralmente un viejo.

—Levanta el ánimo —rió Isabel, indiferente—. Sólo aquel que cae y se levanta

una vez cada día, conoce su propio valer.

—¿Has caído muchas veces?

—Caer mi moral, muchas veces. Pero fui lo bastante fuerte para levantarla.

Era un velado reproche. Ernesto encendió un cigarillo y fumó despacio, recostado en el respaldo del sillón, y contemplando a su cuñada con los párpados entornados.

* * *

Isabel también le miraba. Había envejecido, sí. Existían canas en su cabeza morena. Y los ojos tenían ciertas arruguitas delatoras, marcando el paso del tiempo. En su boca de firme trazo, había también una crispación de contenida amargura. Una amargura silenciosa, resignada. Era alto, fuerte, muy delgado. Tenía una elegancia innata y vestía correctamente.

—Isabel... —dijo de pronto—. Me reprochas, ¿verdad?

—¿Reprocharte?

—Mi ausencia y mi silencio.

—No, Ernesto. No te reprocho tu silencio ni tu ausencia, pero estimo que tus hijos no eran responsables de tu dolor.

—Ciertamente. He tardado mucho en recuperarme. Tú no sabes...

—Lo sé.

—¿Lo sabes?

—Al menos sé lo mucho que la muerte de mi hermana significó para mí, cuanto más para ti, puesto que era tu esposa y la madre de tus hijos.

Ernesto no contestó. Parecía hundido, humillado. De pronto se puso en pie y le dio la espalda. Con las piernas abiertas quedó ante ella con el rostro vuelto hacia la pared.

—Tú no sabes, nunca podrás saber, lo que significa para un hombre ser feliz y de pronto... —se volvió hacia ella. Con contenido ardor añadió—: Fue como si me arrancaran la vida. Y en cierto modo me la arrancaron.

—Lo siento, Ernesto.

—¿Tampoco es esto para ti una explicación plausible de mi silencio?

—No es a mí a quien tienes que dar explicaciones. Yo no pensaba vivir del producto de tu trabajo ni de tu ternura.

—Eres... despiadada.

—Soy realista —itió serena—. No soy una sentimental como tía Anita, ni una inocentona como tus dos hijos.

—Por lo visto no vamos a ser amigos.

—Somos cuñados —cortó amablemente.

—Que siempre se miran con desdén.

—Te equivocas. Nunca puedo mirar así a las personas, aunque éstas sean mis enemigos. Suelo mirar con desprecio y dar la espalda a las personas que, bajo mi criterio, comprendo que no merecen mi amistad.

—¿Conmigo...?

—Eres el padre de dos niños a quienes amo como a hijos.

—Tanto tengo que agradecerte.

—¡Oh, no! Te aseguro que no tienes nada que agradecerme. A decir verdad, y yo soy siempre sincera en mis expresiones, no he querido a tus hijos porque fueron tuyos, sino porque son hijos de mi única hermana y, además, porque me creí con la responsabilidad de criarlos, educarlos y atenderlos.

—¿Qué debo responderte, Isabel?

—Nada.

—¿Nada?

—Vivir.

—¿En un hotel?

—No lo sé. Ya has oído lo que dijo tía Anita.

—Ella es, como tú bien has dicho antes, una sentimental sin rencor. Deseo, Isabel, que no trabajes más. Yo mantendré el hogar hasta que termine mi permiso, y una vez finalizado éste nos iremos todos a Nueva York.

Isabel se puso en pie. Aplastó el cigarrillo en el cenicero a su alcance y miró a Ernesto con cierta extrañeza.

—No pretenderás que viva como una burguesa mantenida por mi cuñado. Es ofensivo cuanto has dicho, y espero no volverte a oír decir semejante cosa.

—Está bien. Perdóname si herí tu susceptibilidad.

—Estás perdonado. Pero me gustaría que no habláramos más de esto.

—¿No piensas seguir a mis hijos?

—No. Son tuyos, no míos.

—Pero los amas.

—Sé doblegar mis sentimientos.

—¿Lo... haces con tanta facilidad?

Lo miró censora.

—Hasta ahora no tuve ocasión de probar mi voluntad, pero sé que la tengo y haré buen uso de ella.

—Tienes —dijo él al cabo de un rato— demasiada personalidad.

—Es también lo único que tengo, si es que en realidad tengo algo.

—Podéis pasar al comedor —dijo tía Anita desde el umbral—. Los niños ya están sentados a la mesa.

Ernesto miró a Isabel y le ofreció el brazo.

—No soy coja... —sonrió ella suavemente, sin aceptar la ayuda y pasando antes que él.

Ernesto se mordió los labios.

VI

Aparcó el auto en una esquina de la calle y atravesó ésta a paso elástico. Vestía un abrigo de ante color marrón y un pañuelo verde oscuro en torno al cuello. Sobre los altos tacones parecía más gentil, dinámica, con aquel su andar decidido y elástico, Isabel Díez de Alarcón caminaba a lo largo de la acera con la cartera bajo el brazo, con su aspecto moderno y gentilísimo, con aquella su personalidad inimitable que había nacido con ella, pues su padre, siendo ella una criatura, ya le decía: “Esta niña será extraordinariamente personal”.

—Isabel —llamó una voz tras ella.

Se detuvo en seco. Arturo Martínez, vestido correctamente, caminaba presuroso tras ella. Llegó jadeante a su lado.

—Isabel, la vi aparcar el auto y caminar hacia mi casa.

—Voy a darle la clase.

—Me lo imagino. Yo salí del club casi corriendo cuando vi la hora. Oiga, Isabel, ¿no podríamos hacer novillos?

—Claro que no. Es usted el colmo, amigo mío.

—Se lo ruego, Isabel. Mis padres no están en casa ni lo estarán hasta el anochecer, pues fueron a una finca a pasar el día. Y mi hermana vive tan aislada en su mundo que no se percatará de que hoy no tuve clase.

—Pero lo sabré yo, Arturo, y usted. ¿Le parece poco?

—Vamos, Isabel. Sea comprensiva y permítame que hoy me sienta un hombre... Dentro de ese maldito cuarto de estudio me ahogo y me convierto en un colegial con calcetines.

—Un simple estudiante de idiomas —rió ella alegremente—. No empiece a acomplejarse, porque entonces termina usted creyendo que todavía no ha nacido.

—Todo lo serio lo toma usted a broma.

—Permítame decirle que se equivoca.

—Isabel, se lo suplico. Entremos a esta cafetería de al lado. Hablemos usted y yo como un hombre y una mujer, dejando a un lado el inglés y el francés.

—¿Siempre se sale con la suya?

Arturo sonrió esperanzado y la asió por un brazo respetuosamente.

—Con usted no es fácil. Claudica usted y me hace sentirme aún más pequeño. ¿Por qué es usted así, Isabel?

—¿Cómo soy? —preguntó con curiosidad, caminando a su lado en dirección a la cafetería.

—Así tan única.

—No soy única. No me haga envanecerme.

—Eso es lo curioso. Que es usted única y no se envanece.

Entraron en la cafetería, y Arturo la condujo a través de las mesas, sentándose ambos junto al ventanal, aislados de todos.

—¿No será que me da usted demasiada importancia?

—¿Qué va a tomar? —preguntó él, sin darle respuesta.

—Cerveza.

Se aproximó el camarero.

—Dos cervezas. —Después la miró y dijo suavemente— : No le doy demasiada importancia, Isabel, y usted lo sabe. Le doy la que tiene únicamente. Usted, en cambio, me considera un niño. Un muchacho sin demasiado seso, perturbado, por las sensaciones modernas que vivimos a lo loco cada día. Y no es así, Isabel. Tal vez hasta que la conocí a usted fui un estúpido niño mimado a quien le agradaba vivir el momento, sin preocuparme de las consecuencias. ¿Cree en verdad que yo tuve la culpa?

—Arturo, no me diga que la tienen sus padres —sonrió Isabel, indulgente—. Es un argumento que exponen los jóvenes de la “nueva ola”, sin comprender el daño que hacen a sus padres, e incluso a sí mismos.

—No pensaba culpar a nadie. Pero, sin duda, alguien es responsable de mi propia irresponsabilidad.

—¿Por qué no dejamos las cosas así y me permite marchar? La cerveza está sabrosa, pero ya ha transcurrido la hora de clase y debo volver a casa. También tengo mis ocupaciones, ¿sabe?

La miraba tristemente.

—Isabel, nunca me dará importancia, ¿verdad?

La joven se puso en pie. Los problemas sicológicos de Arturo no le interesaban en absoluto, y por otra parte, con Ernesto en casa, en la cual se había quedado a requerimientos de su tía, proporcionaba más trabajo a ésta y debía ayudarla.

—¿Se va, Isabel? —preguntó Arturo muy bajo, con amargura.

—Lo siento —consultó el reloj—, pero no puedo detenerme más. Hasta mañana, Arturo. Y levante el ánimo. No se deje dominar por las emociones ni las apariencias. Nunca suelen ser reales, sino más bien imaginarias.

—Decididamente, me considera usted un crío sin sentido.

—No —sonrió analítica—. Lo considero un muchacho que desconoce los verdaderos problemas de la vida. Cuando en realidad no se ha sufrido, una nadería puede convertirse, o creer que se convierte, en el dolor más grande de la vida. No es así. Algún día lo comprenderá.

* * *

La vida para Isabel no era nada fácil. Sentía hacia su cuñado un rencor que no podía doblegar por mucho que se lo proponía, y por otra parte se veía precisada a compartir su hogar con él, lo cual la obligaba a verlo constantemente.

Además, estaba Arturo de por medio, y si bien no sentía por él atracción alguna, la turbaba su insistencia. ¿La amaba en realidad el alumno que, en vez de estudiar las lecciones de cada día, le recitaba su amor? Y aparte ello, estaban las

demás clases que la obligaban a vivir en vilo constante, lo que contribuía a intranquilizarla.

Aquella noche, al llegar a casa, sintió súbito mal humor. ¿Contra quién? No lo sabía con certeza. A decir verdad, no había cosa determinada que justificara su desasosiego. Pero lo cierto es que lo sentía.

—Te esperaba —exclamó Ernesto saliéndole al encuentro—. Deseo que me acompañes al cine.

—¿Yo?

Se quitaba el abrigo para colgarlo en el perchero, y aquel “¿Yo?” salió tibiamente de sus labios, mientras de espaldas a él colgaba el abrigo.

Ernesto quedó cortado.

—¿Por qué no, Isabel?

La joven pasó ante él y entró en la salita. Ernesto la siguió.

—Isabel, ¿qué te ocurre?

—Nada.

Se derrumbó en una butaca. A través del tabique se oían las voces de los niños jugando con el tren eléctrico que les había traído su padre. Hasta aquellas voces le molestaron.

Ernesto se sentó frente a ella y la contempló en silencio. Isabel, bajo aquellos acerados ojos, se sintió aún más malhumorada. La molestó en aquel instante, pero también de pronto se sintió halagada por el hecho de que Ernesto, su cuñado, fuera un hombre tan varonil y tan diferente a todos. Que la mirara de aquel modo inquisitivo y pretendiera penetrar en sus pensamientos. Bruscamente se puso en pie y exclamó alterada:

—¿Qué miras? ¿Qué pretendes descubrir?

—Isabel, estás distinta. ¿Has tenido algún disgusto?

—Supongo que no por ello has de saberlo tu, ¿no?

—Por lo visto tu enfado es sólo debido a mí.

—Tonterías. Lo siento, estoy cansada y voy a retirarme. Descansaré unos minutos antes de cenar.

—Es temprano. Podemos ir al cine. Tal vez ello te anime.

Dio medio vuelta y quedó de pie ante él.

—No tienes por qué suponer que no estoy animada.

—Perdona. Estás hoy de una susceptibilidad subida.

—Siento que lo pienses. Perdona.

Salió, y al rato, Ernesto se puso en pie y se dirigió a la cocina.

—¿No ha venido Isa, Ernesto?

—Se ha retirado a descansar —probó una croqueta de las que estaba haciendo—. ¿Es Isabel irritable, tía Anita?

La solterona giró en redondo y quedó mirando con asombro a su sobrino.

—¿Isabel irritable? Claro que no. Jamás la vi ceñuda. Muy al contrario. Es... calmosa, ecuánime. Hijo mío, cuando se trabaja tanto como ella trabaja, desde hace tiempo, no se puede alterar una con facilidad, dado los lugares que frecuenta. Todos sus alumnos pertenecen a familias distinguidas. Una debe saber

comportarse elegantemente y con mucho tacto. ¿Por qué me lo preguntas?

—Una simple observación... No te preocupes, tía Anita.

—¿No dijiste que ibas al cine y pensabas invitar a Isabel?

—Me desdeñó.

—¡Ah!

—Saldré solo. Posiblemente no venga a cenar, tía Anita.

—Hijo, con lo que te gustan las croquetas... —se lamentó la dama tristemente.

Ernesto le propinó una palmadita en la mejilla y susurró :

—Me parece que me trasladaré a un hotel. No debo darte trabajo.

—Pero, Ernesto... Eso no lo puedes hacer. Si lo haces lloraré a gritos. Isa no te lo perdonará.

Sonrió sarcástico, alejándose hacia la puerta. ¡Isabel no se lo perdonaría! Era demasiado inocente, tía Anita. Lo que Isabel deseaba era que saliera pronto de allí. Isabel jamás le perdonaría que, a raíz de la muerte de su hermana, en vez de quedarse junto a sus hijos, hubiese huido lejos, arrastrando su propio dolor.

—Hasta mañana, tía Anita —dijo ya desde el umbral—. Tal vez vuelva tarde. Tengo el auto abajo. Quizá recorra la ciudad. Hace muchos años que no voy por ella.

* * *

Los niños se habían acostado ya. Como siempre, tía Anita e Isabel se sentaron frente a la chimenea, y mientras la joven hacía punto en una labor para su sobrina, la dama cosía la ropa de la semana.

—Ernesto me dijo que se trasladaría a un hotel —comunicó la solterona, rompiendo el silencio.

—Es lo mejor que puede hacer —apuntó Isabel, indiferente.

La dama dejó los calcetines que repasaba en el regazo y contempló a la joven como si ésta acabara de decir una blasfemia.

—Isabel..., ¿sabes bien lo que dices?

—Claro que sí.

—Es absurdo.

—No veo el porqué. No creo tampoco que se sienta extraño en un hotel. Es su vida. Donde posiblemente se encuentra extraño, es en un hogar como éste.

—Te desconozco, Isabel.

—Me descompone, tía Anita, que Ernesto haya venido a perturbar nuestra vida.

—Aquí tiene a sus hijos.

—Ya. También los tenía hace seís años y no lo recordó. Estos hombres tan egoístas me descomponen, tía Anita.

—Hija mía —exclamó la dama, cada vez más asombrada—, se diría que eres otra.

—Pues soy la misma.

—Ya lo veo, si bien tu lenguaje es diferente.

—¿No lo comprendes, tía? Prefiere la vida nocturna. ¿Que ama a sus hijos? ¡No es cierto!

—¡Isabel!

Esta guardó la calceta y se puso en pie. Se aproximó a la chimenea y acercó las manos a las llamas.

—Hace frío —comentó, frotando sus dedos. Seguidamente consultó el reloj—. ¡Qué tarde se hace! Voy a descansar. Mañana debo levantarme antes.

—Isabel..., ¿estás diferente o son mis ojos que te ven así?

—Son tus ojos.

—¿Qué tal el estudiante adulto?

—Bien.

—¿Sigue su madre dándote las lata?

—Hace días que no la veo.

—No te vayas, querida. Si es más temprano que nunca...

—Hoy he trabajado mucho.

En aquel instante sonó el llavín en la cerradura, y los pasos de Ernesto cruzaron el pequeño vestíbulo.

—Ya llega Ernesto —exclamó alegremente la dama.

—Te dejo en buena compañía. Buenas noches, tía.

—Mujer, ¿qué dirá Ernesto?

—Nada, supongo. Y si piensa —añadió con una sonrisa—, peor para él. No se preocupó de pensar cuando tenía que hacerlo...

Entró Ernesto en aquel instante. La oyó, firme y de pie en el umbral. La miró quietamente.

—Y es lo que no me perdonas.

Isabel se alzó de hombros.

—No te das cuenta —dijo él, dolido— de lo que supone para un hombre enamorado perder a su esposa.

—Nunca estuve enamorada —replicó ella indiferente—. Por tanto, no puedo saberlo. Pero tengo sentido común suficiente para pensar que jamás por el dolor que me produjera la muerte de un amado, dejaría a mis hijos.

—Te gozas en mi humillación, ¿verdad?

—Isabel —susurró la dama—, no debes hablar así.

—Lo siento. Buenas noches.

—Espera, Isabel. Si es que lo deseas, yo me iré, y tú puedes quedarte junto a la tía.

—Déjala, querido. Ya se iba cuando tú llegaste.

Isabel salió sin decir palabra, y Ernesto, pesadamente, se dejó caer en un sillón frente a la dama.

—Es —dijo en voz baja, reflexiva —muy parecida a su hermana.

—En el físico, querrás decir.

—Sí. Moralmente son opuestas. Mi esposa no tenía esta inconmensurable personalidad que acusa Isabel en todos sus actos. ¿Nunca tuvo novio?

—Que yo sepa, no. Claro que Isabel sólo habla en casa, de sus alumnos y sus clases. De lo demás, nada.

—¿No sale?

—Claro que sí. Y tiene muchos amigos. Entre clase y clase se reúne con ellos en las cafeterías y en los clubs, pero nunca habla de eso. Yo lo sé por las llamadas telefónicas que recibe.

—Es una mujer —susurró él en voz baja—, que gusta a los hombres.

—¿Qué dices?

—Pensaba en voz alta, tía Anita. Me retiro yo también —la besó en el pelo—. Buenas noches, tía.

—Me gustaría que fuerais buenos amigos, Ernesto.

—Posiblemente lleguemos a serlo. Pero hay demasiado hielo en torno al corazón de Isabel. Se necesita tiempo para deshelarlo.

VII

Cogió el teléfono.

—Diga.

—¿La señorita Isabel? —preguntó una voz de hombre.

—Espere un instante. La llamaré.

Posó el receptor y salió de la salita.

Isabel se hallaba en el comedor llenando de flores un búcaro.

—Isabel —avisó Ernesto desde el umbral—, te llaman por teléfono.

—Voy al instante.

Se alejó un poco del búcaro y lo contempló ladeando la cabeza.

—Perfecto —dijo.

Y salió antes que Ernesto. Este, discretamente, se quedó fumando en el pasillo, pero pudo oír la conversación que Isabel sostenía con el hombre, para él desconocido, que la llamaba.

—Buenos días, Arturo.

—...

—Imposible.

—...

—Lo siento mucho, Arturo. Le aseguro que no puedo. Sí, ya sé que es domingo. Fui a misa bien temprano.

—...

—¿Al fútbol? No me gusta. Tengo hecho mi plan para hoy. No, no soy cruel, Arturo. Me es imposible complacerle.

—...

—Pero...

—...

—Está bien. A las siete. ¿Dónde? Está bien, está bien. Frente a mi casa. De acuerdo. A las siete.

Colgó y salió de la salita. Al ver a Ernesto en el pasillo, sonrió irónica y dijo:

—No tienes por qué salir. Mis llamadas telefónicas no son secretos.

—Me he creído en el deber...

—¿De quedarte en el pasillo? —se burló—. Has oído igual.

Se dirigía al comedor. Ernesto la miraba. Vestía una falda estrecha color canela y una chaqueta de punto marrón. Sobre las zapatillas de casa, con un poco de tacón, parecía más joven. No llevaba pintura en el rostro, y sus cabellos, brillantes y cortos, peinados hacia atrás, despejaban el óvalo exótico de su rostro, donde los verdes y grandes ojos tenían un brillo inusitado.

—Isabel, te invito a tomar el vermut.

La muchacha daba los últimos toques al florero. Acariciaba el pétalo de una rosa y la aproximaba a su rostro.

—Ya has oído —dijo de espaldas a él—. Tengo hecho mi plan para hoy.

—¿No puedo compartirlo?

—Naturalmente que no. Además oí a tus hijos decir que les habías prometido llevarles hoy al Zoo.

—Podemos ir los cuatro.

—No me agrada perturbar la paz y la unión de los padres y los hijos.

—Querida, no puedes negar el odio que me tienes.

Se volvió hacia él. ¿Odio? ¿Le tenía odio en realidad? Pues no lo sabía. Sabía tan sólo que desde su llegada, ella se sentía inquieta y perturbada, como si de pronto hubiese dejado de ser ella misma. ¿Debido al odio? Lo ignoraba.

—Isabel, ¿en qué piensas en este instante?

La joven alzóse de hombros.

—No lo sé, exactamente. A la ligera, trato de analizar mis sentimientos. No es posible lograrlo. Creo que no tengo sentimientos definidos en el corazón.

—Te ruego que salgas conmigo. Al fin y al cabo, no soy un desalmado. No he cometido delito grave del que puedas acusarme. He amado mucho a tu hermana. He sentido su muerte y he querido vivir solo mi dolor. No lo hubiera hecho si mis hijos hubiesen estado en poder de extraños. Pero yo sabía lo mucho que tú amabas a tu hermana, y lo mucho que amarías a sus hijos.

—Si ello es una disculpa, la encuentro muy pobre —pasó ante él—. No salgo contigo, Ernesto. Soy de un modo de pensar muy particular. Jamás me han visto en la calle acompañada de un hombre determinado.

—Esta tarde a las siete saldrás con uno...

—Es distinto.

Y salió sin esperar respuesta.

Ernesto penetró en la salita y fue a hundirse en un diván. Se quedó ensimismado. Trató de analizar sus sentimientos. El deseo de salir con Isabel era demasiado fuerte, casi incontenible. Pero, se preguntó, ¿por qué? Desde la muerte de su

esposa conoció infinidad de mujeres. Pasaron por su vida como relámpagos, sin dejar huella. Mujeres jóvenes, mayores, viudas y casadas, y no obstante, jamás se detuvo a pensar un instante en una de ellas. Eran chispas que prendían en sus sentidos y se apagaban con la misma facilidad y premura. Placeres súbitos que lo dejaban con un sabor amargo y que suavizaba con otro trago, a la corta, producía el mismo sabor. Y de pronto... su regreso a España y el ansia indefinible de sentir el cariño verdadero y puro de una sola mujer, y aquel odio que lo hería, que lo humillaba.

Se puso en pie y con rabia impropia en él, que era sereno y ecuánime, dio una patada en el suelo y salió casi corriendo.

* * *

El lujoso coche de Arturo se detuvo frente al edificio en uno de cuyos pisos vivía su profesora. Con los codos apoyados en el volante, esperó. Vestía correctamente de gris. Tenía el gabán y el flexible en el asiento de atrás. En sus ojos se leía una súbita ansiedad, y cuando vio aparecer a Isabel en el portal, vistiendo abrigo de sport, sobre sus altos zapatos, elegante y distinguida, se apresuró a bajar y salió a su encuentro.

—Isabel —susurró como deslumbrado—. ¡Igual que siempre, está usted guapísima!

—Y usted siempre tan galante.

La asió del brazo y juntos se dirigieron al auto.

—Me pasa una cosa especial con usted, Isabel. Cuando la espero, siento en mí una ansiedad insuperable, y cuando la tengo ante mí, la ansiedad se hace más intensa y quisiera detener el tiempo.

—Es usted un simpático incorregible, Arturo.

El joven puso el auto en marcha y comentó suavemente :

—Me sigue considerando un crío. Pues soy mayor que usted, Isabel. Le llevo unos años.

—Dos, creo, ¿no?

—Los bastantes para no considerarme una criatura. Además, Isabel... ¿me permite que le diga... que la amo?

La joven se echó a reír.

—No juegue a interpretar una escena sentimental, Arturo. Sería de mal gusto. Le estimo mucho; es, de todos mis alumnos, el que más estimo, aunque al principio fuera el que más antipático me cayó.

—¿Le caía antipático?

—Pues sí. Con sus miraditas descaradas, sus pantalones existencialistas, su aspecto consentido y descuidado... Me comprende, ¿verdad?

—Y tanto que la comprendo. Para usted fui un niño absurdo, hijo de unos padres que enriquecieron de repente.

—Se equivoca, Arturo. Nunca juzgo a las personas por su origen.

—De todos modos, nunca creerá usted en mi amor.

—No hablemos de eso.

—Si usted supiera de qué modo la amo...

—Del modo que usted cree amar, Arturo. Que es muy distinto.

—¿Qué tengo que hacer para que crea en mí?

—Nada. Seamos buenos amigos. ¿Es que un hombre y una mujer no pueden ser amigos sin necesidad de introducir el amor?

—Nunca fui amigo de las mujeres. O novio, o amante, Isabel. Y perdone mi franqueza.

—Pues entonces tendremos que seguir siendo tan sólo profesora y alumno, ya que no seré ni su novia ni su amante.

—No quise ofenderla.

—Y no me ofendió, amigo mío. No es fácil que yo me dé por ofendida en cosas que viven en mí como rias, en el sentido quimérico de la expresión.

—O sea, que está revestida con el impermeable espiritual, con el cual supera todo.

—Posiblemente. O cuando llega una lluvia abro mi paraguas, y como la lluvia, todo resbala...

—Es usted irable, Isabel. Por eso yo la amo. Le aseguro que nunca topé con una mujer como usted. No voy a decirle que en el transcurso de mi vida haya sido un virtuoso. No podía serlo, porque soy hombre, y la vida se mostró demasiado pródiga conmigo. He conocido mujeres, muchas, Isabel, de todas clases y esferas. Las he conocido apasionadas, pasivas, ignorantes, sabihondas, y jamás, en ninguna de ellas, tropecé con una cualidad digna de tenerse en cuenta. —Hizo una pausa que ella no interrumpió y añadió al rato—: Decirle que soy un virtuoso, un dechado de perfecciones, sería echarme un farol. Con ello quiero decirle, Isabel, que después de sentirme tan enfangado, al conocerla a usted

sentí, ¿cómo le diría? Como si en mí naciera otro hombre. Y este hombre, querida Isabel, es el que le declara su cariño. Un cariño sincero y auténtico, que le entrego junto con mi posición económica y toda mi vida.

Isabel lo miraba distraída. En aquel instante no hubiera podido repetir lo que acababa de explicarle Arturo. Tal era su distracción.

—Isabel —susurró él—. ¿Me escucha usted?

—¿Eh?

—¿Dónde tiene su pensamiento?

—¡Oh! Pues no sé.

El auto se detuvo y ambos saltaron al suelo, uno por cada portezuela. Se unieron dando media vuelta al auto y penetraron juntos en la elegante cafetería.

* * *

Arturo no vio a su hermana, pero Isabel la vio y cruzó con ella una rápida mirada. Pensó: “Mañana sabrá doña Josefa Martínez que he salido con su hijo, y me despedirá aduciendo que deseo atrapar a su chico”. Sonrió sarcástica y avanzó junto a su pareja hacia una mesa. De pronto quedó un tanto suspensa.

¿Ernesto? Sí, allí estaba. Ella le saludó con un movimiento de cabeza y siguió adelante.

* * *

Pasó la tarde distraída, oyendo lo que decía Arturo, sin prestarle apenas atención. Minutos después de entrar ellos, Ernesto depositó un billete sobre la mesa, se puso en pie y salió. Lo siguió con la mirada, como inconsciente, o consciente, no lo supo. Era el mejor tipo que había en la cafetería. Alto, distinguido, arrogante, con aquella mirada fría y despectiva, que lo elevaba por encima de todos los demás. Se mordió los labios. Ella estaba con otro hombre, no tenía, pues, que pensar en Ernesto. Era absurdo lo que ocurría. Sacudió la cabeza y trató de prestar atención a lo que Arturo decía en aquel instante.

—Allí estaba mi hermana con sus amigos.

—Ya la vi.

—¡Ah! ¿La había visto?

—Sí. Al entrar.

—Ya.

Y a Isabel le pareció desconcertado. La joven sonrió.

—¿Qué teme, Arturo?

—¿Temer? —y pareció ofensivo, como si ella penetrara en su pensamiento y esto le humillase—. Yo no tengo nada que temer.

—Supongo que a sus padres no les agrada que pasee por las cafeterías elegantes a su profesora de idiomas.

—Me conoce usted mal. Soy dueño de mi persona. Mis padres no son nadie para elegir mis amistades.

—Depende usted de ellos.

—Pienso terminar mi carrera —dijo de pronto—. Y después... le pediré a usted que se case conmigo.

—No soy su pareja, Arturo.

—¿Por qué me considera un niño?

—Porque no es usted hombre que se amolde a una sola mujer.

—Me ofende, señorita Isabel.

—Perdone. No es esa mi intención. Trato, únicamente, de hacerle comprender que su amor por mí, el que dice sentir, es simple ilusión pasajera.

—¿Cómo puedo demostrarle lo contrario?

—No le pido que me lo demuestre.

—Pero yo deseo hacerlo.

—Arturo, nunca seré su esposa. No le amo. ¿Comprende usted? El amor, para mí, es algo muy importante. Y no lo sentiré como se siente un dolor de muelas. Ha de ser una cosa firme, verdadera, que tenga tanta vida en mí como la propia vida.

—¿Así sentirá usted el amor?

Isabel afirmó con la cabeza.

Y luego sus labios se entreabrieron para decir:

—Lo concibo así o no lo concibo. —Consultó el reloj—. Es tarde. He de volver a casa.

—Espere. Con usted se me pasa el tiempo sin sentir. A su lado, Isabel, la vida es como una caricia.

—¡Una bonita frase literaria, amigo Arturo! —Se burló poniéndose en pie.

La ayudó a ponerse el abrigo y reprochó :

—¡Cómo me zahiere, Isabel! ¿Se goza en ello?

—No sea susceptible.

Salieron uno junto al otro. En el auto, Arturo dijo mientras lo ponía en marcha:

—Quisiera poderle demostrar lo mucho que la amo.

—No sea terco, Arturo. Yo no dudo de su cariño. Es más, creo que usted está seguro de ello, pero yo no, porque es como un súbito deslumbramiento que pasará tan pronto conozca usted a otra chica que le guste más.

—Si yo no la amo porque me guste... —protestó con calor—. Sepa usted que he

conocido mujeres más bellas que usted. Infinitamente más bellas, y usted es muy hermosa. Pero para un hombre como yo, que empezó a vivir demasiado pronto...

—Hemos llegado —cortó ella.

Arturo detuvo el auto, pero no bajó, y sí, en cambio insistió:

—Isabel... hágame caso. Le prometo que terminaré la carrera y me emanciparé de forma que mis padres no podrán oponerse a mis planes.

—Hablaremos de esto en otra ocasión.

—Isabel...

—Buenas tardes. Arturo.

—Piense un poco en mí —pidió en voz baja, ansiosa.

Le pareció un crío. Un crío consentido que luchaba por alcanzar una golosina y no se la daban. Sonrió indulgente. Pero, mientras le estrechaba la mano, pensó que ella era demasiado consciente, demasiado realista y madura para aquel amor que veía tan absurdo como al mismo hombre. No, no era Arturo su tipo. No lo sería jamás. A su lado siempre se consideraría madura, y ella, para ser feliz, necesitaba sentir la sensación plena de su debilidad femenina, y la potente

personalidad del hombre anulando casi la suya.

VIII

Notó en seguida que lo sabían. Pilar, sentada en un rincón de la salita, parecía ajena a todo, pero, sin duda, ya había disparado la bomba. Y ésta estallaba en boca de su padre y de su madre, que lo miraban como si fuera un monstruo.

—De modo —saltó doña Josefa, que de diplomática no tenía nada—, que a una cafetería de moda con la profesora. ¿Qué se ha creído la aristócrata muerta de hambre?

—Mamá...

—Lo dicho, Arturo —bramó el ex carbonero—. Se acabaron los idiomas. Mañana tu madre se encargará de despedir a esa cazadotes.

—Os prohibo...

—Alto ahí, Arturo. Tú no tienes nada que prohibir aquí. Tú eres un don nadie. Dependes de mí y si abres la boca en defensa de esa estúpida profesora, me veré obligado a enviarte a tu cuarto sin cenar.

Arturo se derrumbó en una butaca y miró a unos y a otros con desdén.

—La amo —dijo como un estallido.

Pilar emitió una risita burlona. Doña Josefa saltó en la silla, y don Pedro Martínez estornudó.

—Lo sabemos, hijo —itió burlón—. La amas como amaste primero a una camarera y luego a una telegrafista, y después a la hija de la planchadora. Ya conocemos tu capacidad amatoria.

—Esto es distinto.

—¡Oh, sí! —se burló la madre—. Distinto porque es una aristócrata.

—Es una mujer honesta y no cejaré hasta hacerla mi esposa.

—Oye, ¿con qué la vas a mantener?

—Con mi trabajo.

—Sí... —rió el padre—. Eres demasiado señorito para que tú trabajes. Y ella está habituada a vivir demasiado bien, para conformarse con tu pelado sueldo. Además, no creo que cometas la tontería de casarte con una mujer que sabe Dios cómo vive y de dónde saca tanto lujo.

—De su trabajo, papá.

—¡De su trabajo, de su trabajo! —repitió remedando la voz de su hijo—. Eso es lo que dicen todas las que, como ella, visitan una casa cada hora.

—Te prohibo, papá, que la ofendas.

—Ta, ta —miró a su esposa—. Creo, Josefa, que sabes bastante para eliminar a esa joven. Lo harás mañana.

—Si hacéis eso...

—Mañana, Arturo —gritó el padre. Y poniéndose en pie ordenó—: Pasemos al comedor.

Arturo se puso también en pie, pero no pasó al comedor. Airado, salió, y cerró tras de sí con un seco golpe.

—¡Si será estúpido! —rezongó don Pedro—. Deseo que mis hijos hagan buenas bodas. Tú, Pilar, te casarás con un hombre rico. Y ese tonto tendrá que hacerlo con una rica heredera con título. Sé muy bien lo que eso significa hoy en la vida. El hombre acaudalado, puede conseguir mujer en la esfera más elevada, aunque él haya sido hijo de un carbonero. Por tanto, deseo ver en las cabezas de mis hijos coronas de conde o marqués.

—Eso, eso añadió satisfecha doña Josefa.

—¿Lo has oído Pilar?

—Desde luego, papá Yo me casaré con Wenceslao Humedal de la Mota. Es hijo del marqués de Humedal.

—¿Te... lo pidió? —preguntó el padre, relamiéndose.

—Me lo pedirá.

—Su padre no tiene gran fortuna, pero eso no importa. El caso es que viva en la esfera social más elevada. Dinero lo tienes tú.

—El ya lo sabe, papá.

—Eso está bien. Vamos a cenar.

Y las dos mujeres se colgaron de sus brazos muy satisfechas.

Arturo no acudió al comedor aquella noche.

* * *

—Buenas noches...

—Buenas noches —replicó Ernesto—. Ya te he visto en la cafetería.

Isabel no respondió. Dejó el abrigo en el perchero y entró seguida de él en la salita.

—¿No está la tía?

—Fue al cine con los niños. Estará al llegar. Me dijo que no te preocuparas por la comida. La dejó lista y la mesa puesta.

—Siempre tan previsora —comentó dejándose caer frente a la chimenea.

Al momento, Ernesto se sentó a su lado y le ofreció cigarrillos.

—No fumo ahora —dijo Isabel—. Acabo de hacerlo.

—¿Tu novio?

—¿Mi...? ¡Ah, no, claro!

—Parece joven.

—Lo es.

—¿Tu... alumno?

—Sí.

—¿Tienes muchos alumnos de esa edad?

—Sólo ése. —Y riendo—: Parece que me estás haciendo una interviú.

—Curiosidad.

—Ya.

Guardó silencio. Ernesto tenía una pierna cruzada sobre otra y fumaba muy despacio, expeliendo el humo por la boca y nariz, dejando sus facciones confusas entre las volutas.

—Dentro de dos meses, Isabel, habré terminado mi permiso. ¿Has pensado ya en los niños?

—No —mintió.

—Deseo llevarlos conmigo.

—Me lo imagino.

—Se diría que ni siquiera quieres mirarme. ¿Por qué, Isabel?

Lo miró. Ernesto sintió como una sacudida bajo el poder sereno de sus verdes ojos. Le gustaba aquella muchacha. ¡Quedaba tan lejos la esposa muerta! Isabel tenía algo. Algo que no sabía explicarse, pero que lo atraía como un imán. Lo notó el primer día que la vio. Y sentía que fuera así. Isabel lo odiaba demasiado. Jamás lo amaría. La sombra de la hermana, y su dolor cobarde, se interponían entre los dos como una barrera. Mas era obvio que Isabel sentía por él algo parecido a lo que él experimentaba por ella. Sabía doblegarse Isabel, o tal vez ignoraba aún la intensidad de sus sentimientos. El conocía demasiado a las mujeres para ignorar lo que Isabel sentía. Un odio mezcla de atracción y ternura, que doblegaba como un pecado.

—Me agrada estar solo contigo aquí —dijo él de pronto—. Deseo decirte, Isabel, que si de veras os estorbo, me traslado a un hotel.

La joven se puso en pie y se inclinó un poco hacia la chimenea.

—Hace mucho frío en la calle —dijo por toda respuesta—. Temo que los niños se resfríen. No se por qué Anita ha tenido la idea de llevarlos al cine a esta hora.

—¿Lo hace todos los domingos?

—Todos.

—Y tú ¿qué haces?

—Según. —Y brevemente—: ¿Sigues con tu curiosidad?

—Perdona. Te hice una pregunta, Isabel.

—Te oí.

—¿No... te importa?

—Haz lo que quieras —se dirigía a la puerta—. Voy a descansar un rato.

—Isabel..., ¿por qué no eres valiente?

—¿Valiente?

—Para enfrentarte con tus propios sentimientos —habló con firmeza. Isabel, de espaldas a él, parecía paralizada—. Si es odio, dilo. Si es repugnancia, no te lo calles...

—Estás...

—Ya sabes que soy leal.

—No lo pareces.

—¿Por qué no dejamos este juego de palabras y nos dedicamos los dos a ser nosotros Tú eres inteligente...

—Gracias.

—No te lo digo como halago, sino como razonamiento para mi continuación.

—Puedes continuar.

—Si eres lista, como lo has demostrado, tienes que saber que yo no siento odio por ti.

Giró en redondo y lo miró fijamente.

—¿No has oído? Suben los niños por la escalera.

—Te hablé, Isabel, y no precisamente de los niños.

—Voy a ver cómo marchan las cosas por la cocina.

—No te creí nunca cocinera.

Lo miró desde el umbral. Ernesto creyó que iba a responder una agudeza, pero giró en redondo y desapareció sin decir palabra.

* * *

No se detuvo mucho en la salita en sucesivos días. Estaba furiosa, primero contra la madre de Arturo, por haberla despedido sin miramientos, y luego por la intensa inquietud que la presencia de Ernesto en la casa le producía.

La mañana que siguió a aquella breve conversación con Ernesto, se levantó muy temprano, y fue a misa. Necesitaba confesar y que su confesor, hombre buen conocedor del alma humana, la sacara de dudas. Pero don Javier, no pudo hacer nada por ella, excepto recomendarla paciencia y resignación para sobrellevar aquellas inquietudes desconocidas que le producía la presencia de su cuñado en la casa. La amonestó por el odio que dijo sentir hacia él. Y le dijo que el rencor era indigno de las almas buenas. Salió más reconfortada, pero aun así sentía en su ser la misma inquietud desconocida. Con esta sensación de vacío y, a la vez reconfortada por los consejos recibidos de boca de su confesor, Isabel, a las siete de la tarde se presentó en casa de los señores Martínez. La extrañó que la recibiera doña Josefa. A decir verdad, el día anterior, al ver a Pilar en la cafetería, pensó: “Mañana me despedirá la madre”. Pero habían transcurrido muchas horas desde entonces y ya no recordaba lo ocurrido la tarde anterior.

—Buenas tardes, señora.

Doña Josefa la miró de arriba abajo y exclamó de repente, con su habitual ordinariez:

—El señorito Arturo no ha llegado aún, pero sepa usted que ya no necesita de sus servicios.

—Bien, señora. Buenas noches.

Se disponía a marchar, pero la ex carbonera soltó un chorro de palabras que dejaron a Isabel desconcertada, avergonzada y dolida.

—No habrá creído usted cazar a mi hijo, ¿verdad? Sepa usted que lo tenemos

reservado para algo mejor. Estas profesoras de idiomas, con eso de que pertenecen a una familia distinguida, pero sin dinero, creen que tienen derecho a un marido rico. Pues se equivoca. Al menos con los Martínez se equivocó usted.

Isabel, en un principio, pensó responderle como a su juicio se merecía, pero optó por callar. ¿Qué sacaba ella con ponerse a la altura de aquella sardinera enriquecida? Nada en absoluto. Giró en redondo y se marchó sin despedirse.

Llegó a casa malhumorada y se encerró en su alcoba sin ver a nadie. No oyó ruido en la casa, y después de descansar un rato sobre el borde de la cama, salió y se sentó en la salita.

Recordó haber oído decir a su tía que aquella tarde irían con Ernesto al cine. Abrió un libro y se dispuso a leer. ¿Pensar en lo ocurrido con doña Josefa? No merecía la pena. No era ella mujer que detuviera su pensamiento en una estupidez semejante.

Sonó el teléfono y con desgana asió el auricular.

Lo conoció en seguida. Sintió asco. No por él, que al fin y al cabo era un infeliz, pero por ser hijo de semejantes padres.

—Dígame, Arturo.

—Me imagino lo ocurrido, Isabel.

—No se preocupe.

—Es que mi madre...

—No la disculpe, Arturo. Ya sabe cómo soy. No me agrada la ignorancia de las personas.

Era un insulto a la madre, pero Arturo no lo comentó o no quiso comentarlo.

—Fui a sacar la matrícula, Isabel. Voy a terminar la carrera. Cuando llegué ya había salido usted.

—Me alegro de que termine la carrera, Arturo. Un hombre siempre debe poseer un título universitario si puede conseguirlo y tiene medios para ello.

—Necesito verla, Isabel.

—Lo siento, pero ya llegué a casa y no puedo salir.

—Se lo ruego. Lo que diga mi madre... me tiene muy sin cuidado. Ya sabe que la amo, Isabel, y que no renunciaré a usted por nada del mundo.

—Tendrá que renunciar, porque soy yo, y no sus padres, quien se opone.

—Por favor...

—¿Para qué, Arturo? No le amaré nunca.

—¿Ama usted a otro?

La pregunta dejó a Isabel desconcertada. ¿Si amaba a otro? No lo sabía. Aquella inquietud... Pero no. Era producida por causas generales, nunca por algo determinado llamado hombre.

—¿No me contesta, Isabel?

—No amo a nadie, Arturo.

—Entonces puede amarme a mí.

—No. Ya le he dicho cómo concibo yo el amor. Y no le amo a usted. De eso si que estoy segura.

—Es usted cruel.

—No sabe cuánto siento que me juzgue así. En realidad me conoce lo suficiente para saber que no soy hipócrita, ni mucho menos cazadora de dotes, como me llamó su madre. Tampoco soy vengativa. Si lo fuera aceptaría sus invitaciones y le haría daño a usted y rabiar a su madre. Pero no entra en mis cálculos ni una cosa ni otra.

—Por eso la iro yo, Isabel. Porque es usted humana, digna, de una integridad absoluta y perfecta.

—Es usted muy galante. Buenas tardes, Arturo.

—Espere, Isabel.

—Lo siento.

Oyó pasos en el vestíbulo.

—Isabel...

—Buenas noches.

Y colgó. Ernesto ya estaba en el umbral.

IX

—Creí que estarías en el cine con tía Anita y los niños.

—Los llevé en el auto y los iré a recoger a la salida. Las películas del Oeste — rió dejándose caer en un sillón frente a ella— no me agradan en absoluto. ¿Fumas?

Alargó un pitillo, que ella aceptó:

—Regresaste muy pronto hoy.

Isabel fumó despacio. Con la cabeza recostada en el respaldo del sofá y los ojos semientornados, permaneció inmóvil unos instantes.

Ernesto la contemplaba quietamente, con una ansiedad que difícilmente podía disimular. De pronto preguntó :

—¿Qué te ocurrió con esa familia nueva rica?

Isabel lo miró durante unos segundos y volvió a su postura indolente.

—Por lo visto has oído mi conversación telefónica.

—Un retazo... Se adivina el resto.

—Es curioso.

—¿Qué te parece curioso?

—La actitud de esa dama —se echó a reír con desenfado—. Por un lado merecería una lección, pero por otro comprendo que es absurdo por mi parte dársela.

—Si amas a su hijo... Arturo Martínez te quiere...

Isabel incorporó la cabeza y contempló por un instante a su cuñado con cierta ironía, mezcla de dominado despecho.

—Por lo visto —masculló—, estás muy al tanto de mi vida.

—Casualidades.

—No te comprendo.

—Me hallaba sentado en el café cuando entró tu acompañante del otro día. Despertó mi curiosidad su irritación. Se sentó en una mesa próxima junto a un amigo. Me fue muy fácil oír sus lamentaciones.

—Ya.

—Tú no le amas.

Isabel se encogió de hombros y fumó aprisa.

—No lo sé. El amor para mí tiene un reflejo especial.

—¿Reflejo?

—Bueno, quiero decir el excepcional concepto que tengo yo del amor.

—O amas o desdeñas.

—No soy tan extremista. O amo o no amo, que es muy distinto. Estimo que un ser ha de amar mucho a otro ser para entregarse. No entra en mis cálculos casarme con Arturo sólo por darle en la cabeza a su madre. No soy estúpida.

—¿Qué es para ti el amor, Isabel?

—Ya te lo he dicho.

—Concretamente no me dijiste nada.

—Es que tal vez aún no lo defina muy bien en mi cerebro.

—¿No consideras más normal definirlo en tu corazón?

—Cuando llegue a ese extremo será que estoy enamorada. Y eso no ocurrió aún. El cerebro, además, puede ser parte importante en el amor.

—Tú no eres mujer que llegue a amar cerebralmente.

—¡Qué sabes tú de mí!

Ernesto se echó a reír. Era la primera vez, desde que llegó a España, que hablaba con Isabel normalmente, sin que ésta se abstuviera. Se sintió a gusto en aquella salita caldeada y junto a una mujer realista y consecuente, que jamás se dejaría dominar por espejismos ni ambiciones.

—No me creas un imberbe muchacho inexperto, Isabel —dijo al rato, mirándola con sutileza—. Soy un hombre que pasa por la vida con la espalda cargada de preocupaciones y el corazón cansado de haber amado tanto.

—Si bien eso no te da derecho a conocerme a mí.

—Eres distinta a las demás y, no obstante, te conozco. No te pareces a tu difunta hermana. Se diría que fuisteis moldeadas por padres distintos.

—Físicamente, soy casi igual.

—A primera vista, nada más. La madre de mis hijos tenía tus mismos ojos, con la diferencia de que tras ellos se leía fácilmente.

—¿En los míos no se lee? —rió irónica.

—No. Y lo curioso es que no pretendes ocultar tus sentimientos, pero éstos huyen de otros ojos o de un cerebro que pretenden inúltimente penetrar en ellos.

—Demasiadas palabras extrañas, defendiendo unos vulgares ojos. Es hora de que vayas a recoger a tía Anita y los niños. Mientras tú vas, yo pondré la mesa.

—¿No me acompañas?

—No.

Ernesto se puso en pie perezosamente y se dirigió al umbral. Allí se detuvo y la miró. Isabel tropezó con sus ojos y apartó los suyos rápidamente. De pronto se sentía inquieta, con aquella inquietud indefinible que la infantilizaba y la empequeñecía. Ernesto salió presuroso.

* * *

—Padre, me pasa una cosa muy extraña.

—Cuéntame, Isabel. Tú siempre has sido una chica valiente. Soy tu confesor desde hace muchos años. Confesando conmigo empezaste a ser mujer, pero jamás me participaste inquietudes. ¿Qué clase de inquietudes te agitan ahora?

—Es lo que no sé.

—¿Corporales?

—Yo creo que más bien espirituales, padre.

—Veamos.

—Nunca me ocurrió. Yo, como usted sabe, fui siempre una muchacha feliz, llena de problemas humanos, pero ésos los tienen la mayoría de las mujeres.

—Ciertamente.

—Ahora es distinto. Me pongo de mal humor por la cosa más nimia. Me estristezco y me agito sin causas aparentes. A lo mejor estoy tan tranquila, y de pronto entra en mí como un desasosiego doloroso.

—Isabel, tendrás algún problema espiritual que aún desconoces.

—Ninguno que yo sepa.

—Puede ser que algo se halle en tu siquis y se extienda en un momento dado, sin que tú misma llegues a conocer las causas. Mas es obvio que existen.

—¿Y de dónde proceden? —se agitó—. Es lo que me descompone, padre, no conocer su origen.

Se hallaban los dos sentados frente a frente en la pequeña sacristía de la iglesia. El padre, un anciano sacerdote de mirada inteligente, analizó a Isabel en silencio. Se diría que pretendía penetrar hasta el mismo fondo del alma de la joven.

—Te diré una cosa, Isabel —exclamó de pronto—. Todo lo que te ocurre, ocurre a miles de jóvenes de tu edad. Es tema que oigo cada día a docenas de seres a través del confesionario. Pero esas mujeres están enamoradas, por tanto, es lógica su inquietud espiritual. Sin embargo, tú jamás me hablaste de un hombre determinado. Me has referido tu aventura con Arturo Martínez. ¿Acaso esa amistad se convirtió en amor?

—En modo alguno, padre —se espantó—. Arturo, para mí, es un pobre chico, hijo de unos padres sabihondos y absurdos. Que Dios me perdone, padre, pero lo cierto es que jamás se me ocurrirá amar al hijo de tales señores.

—Supongo, digo yo, que una mujer no deja de amar a un hombre porque éste tenga unos padres pedantes y absurdos.

—Naturalmente.

—Pues posiblemente ames a Arturo Martínez y lo ignores aún.

Isabel esbozó una suave sonrisa.

—Tengo un concepto del amor demasiado elevado, padre. No será jamás, Arturo, el hombre que pueda satisfacer mis ansias espirituales. Ni mucho menos que encaje en ese concepto que yo tengo del amor.

—Entonces, Isabel... ¿Qué puedo decirte?

—A eso he venido. A buscar su ayuda.

—Temo no poder dártela... ¿Qué puede hacer un sacerdote ante un alma inquieta que desconoce el origen de su inquietud?

Isabel apretó una mano contra otra y exclamó de pronto:

—¿Será porque temo que Ernesto, mi cuñado, se lleve a los niños?

—Isabel, tú no eres egoísta.

La joven se ruborizó y dijo con súbito calor:

—Adoro a esos niños. Los he criado yo, padre. Usted sabe lo mucho que he luchado por ellos. No podré renunciar a su compañía tan fácilmente. Desde que llegó mi cuñado siento esta inquietud. Es algo que me aburre y me desconcierta, quitándome el deseo de vivir.

Había tanto calor en sus palabras, que por un instante el sacerdote se agitó, analizándola largamente.

—¡Isabel! —exclamó de pronto—. ¿Qué dices?

La muchacha lo miró asustada ante aquella súbita exclamación.

—¿Te das cuenta, Isabel? Sientes la inquietud desde que llegó tu cuñado. ¿Acaso estás enamorada de él?

Isabel fue poniéndose en pie lentamente, hasta quedar rígida ante el sacerdote, cuyos ojos la miraban inquisitivos.

—¡Padre!

—Sí, Isabel. ¿Qué ocurre ¿Le amas? ¿Es eso y te empeñas en rechazar la evidencia?

—¡No es eso, padre! —casi gritó, como si se peleara consigo misma.

—Si no es eso, Isabel —preguntó nuevamente—. ¿Qué puede ser? Y si lo fuera, hija mía..., ¿por qué no?

—Padre —susurró con acento de desesperación—, no puede ser. Fue el marido de mi hermana.

—Por supuesto. Una hermana que ya murió.

—¡Oh! —Y se tapó el rostro entre las manos—. Eso sería horrible. Yo nunca podré amar al hombre que perteneció a mi hermana. Además...

—¿Además, Isabel?

—El la quiso... La adoró. Yo nunca podría ser para él... ¡Oh, no, no! Eso no puede ser.

—Tranquilízate y vuelve a casa. No pienses en ello —aconsejó muy bajo, diciéndose que había penetrado en el secreto que ella misma ignoraba—. Olvídate de esa inquietud que te agita, y continúa tu vida...

Isabel se alejó muy despacio, tambaleándose como si de pronto el mundo se desplomara sobre ella.

* * *

Trató de aturdirse. No quería pensar en aquello. Era absurdo. Ella enamorada de Ernesto... ¡Imposible! Ernesto siempre sería para ella, el padre de aquellos niños, el marido de su hermana muerta, pero nunca un hombre... que ella pudiera amar. Le huyó. Fue algo sutil, nadie, excepto Ernesto, lo advirtió, pero lo cierto es que jamás volvió a hacer tertulias en la salita. Llegaba tarde y salía temprano, y la mayoría de las veces, a las horas de las comidas, llamaba por teléfono y lo hacía sola en una cafetería. Era su vida como la de un ser errante. Buscaba en la calle un motivo cualquiera que la entretuviese. A veces detenía el auto ante unas obras, y contemplaba anhelante a los albañiles, y cuando una o dos horas

después ponía el auto en marcha, no sabía qué obra construían aquellos hombres.

Otras veces aceptaba la invitación de sus distintos amigos. Oía sus declaraciones. Y después pensaba: “¿Por qué les gusto? ¿Tengo, en realidad, algo que guste a los hombres?” Lo tenía, pero era demasiado indiferente para hacer uso de sus encantos. Demasiado correcta para abusar de aquellos atractivos, y demasiado pura para itir absurdos galanteos, y demasiado pudorosa para mantener un superficial flirt, que no conduciría a otra cosa que al desencanto final.

También salía con Arturo. A veces se entretenía a su lado. Arturo era como un desahogo, como algo de lo que se sentía orgullosa, porque después de haber sido tan faldero y lascivo, a su lado se convertía en un joven puro, de casto mirar.

—Te debo cuanto soy —decía él, con fervor—. A tu lado no se puede pecar. Tienes como un poder espiritual que hace rectificar. Yo he rectificado mi vida. Un día llegaré a ser un hombre y te lo deberé a ti.

—No, te lo deberás a ti mismo. El hombre siempre está a tiempo de frenar sus inmoralidades. Tal vez tú empezaste a vivir demasiado pronto y hoy te has cansado.

—Porque te amo.

—Querido Arturo, háblame de tus estudios, de tus esfuerzos. No me hables de amor.

—Me desprecias mucho.

—No digas eso, Arturo. Te iro, pero no te amo. Quiero que lleguemos a ser grandes amigos. El amor es otra cosa.

—Yo lo siento.

Así un día y otro. Llegó a pensar que le agradaba aquella devoción de Arturo, pero, ¿llegaría a comprenderla? Lo comprendía demasiado. No por hacer daño a doña Josefa, sino por compartir aquella ternura que leía en él, aquel gozo, y sentirse querida y protegida. Mas no era fácil. Junto a Arturo no sentía ninguna emoción pasional. Era como si estuviera junto a un hermano, a quien debía tranquilizar y defender. El amor, si es que existía, tenía que ser algo diferente.

Así se pasaban los días.

En casa, Ernesto hablaba con tía Anita. Había amargura en su voz. Tía Anita desconocía las ansias y las pasiones de los hombres. No había amado jamás, ni había tenido novio. Pasó por la vida como una exhalación, sin detenerse en parte alguna.

—¿Cogió Isabel más clases?

—No sé, querido. Ya te digo que Isabel es un poco especial. Nunca se sabe en realidad lo que piensa o hace.

—¿Antes se pasaba tantas horas fuera de casa?

—A veces. Otras no.

—Yo creo que trabaja demasiado.

—Sí, yo también lo creo.

—¿Por qué no se lo dices?

—Nunca me sirvió de nada. Isabel hace siempre lo que cree más conveniente. Y parece ser que lo más conveniente para ella, es trabajar.

—No necesita afanarse tanto. Mis hijos corren de mi cuenta. Para ella y para ti...

—No te preocupes, Ernesto. Yo no pienso decirle nada.

—La veo con Arturo Martínez.

—¿El hijo de los nuevos ricos? Bah, nunca se casará con él.

—Pues los veo mucho juntos —insistió, terco.

Tía Anita alzóse de hombros.

—He de preparar el asado, querido. ¿Por qué no sales un poco antes de cenar?

Ernesto salió malhumorado.

X

Bajaba él y subía ella. Se encontraron en el mismo ascensor. Ella salía y Ernesto la esperaba. Eran las nueve y media de la noche, y hacía una semana que no se veían.

—Isabel —exclamó con cierta sorna—. ¿Dónde diablos te metes que no te veo?

—Trabajo.

—Oye, tía Anita aún no terminó de hacer la cena. ¿Me acompañas a dar un paseo?

—Estoy cansada —dijo, desviando los ojos.

Ernesto la asió del brazo y con rapidez inesperada la empujó hacia el ascensor. Cerró éste, apretó el botón, y cuando Isabel protestó, tocaban ya la planta baja.

—Te digo...

—Vamos, Isabel. Tengo el auto aparcado ahí. —Le apretó el brazo y la llevó con él—. Hemos de hablar tú y yo.

—Pero...

—Sigue, te lo ruego.

—No me gusta que me obliguen a nada, Ernesto.

—No te obligo. Te lo suplico. Sube.

Lo hizo casi inmediatamente, y Ernesto, sentándose ante el volante, puso el coche en marcha y se lanzó calle abajo.

—Isabel... —exclamó al cabo de un rato de silencio—. ¿Puedo saber qué tienes en contra mía? Porque supongo que no estarás aún reprochándome el que haya dejado los niños en tu poder... y me haya ido solo a vivir mi dolor.

—Por supuesto que no —respondió ella, fríamente—. No tengo nada contra ti. Son figuraciones tuyas.

—No, Isabel. Yo no soy un estúpido obsesivo. Tú sabes que mido las cosas con un imparcialidad absoluta. La misma tía Anita reconoce que has cambiado. Debes ser sincera, ante todo. Si estorbo en vuestro hogar, me traslado a un hotel.

—No es eso.

—¿Qué es, Isabel?

La ciudad, por la noche, tenía una vistosidad de artificio. Las luces de colores de los cafés, bares y comercios, parecían bailar ante los ojos de Isabel, que, obstinadamente, miraba por la ventanilla, despreocupándose, al parecer, del hombre que iba a su lado, y que, a pesar de manejar el volante con mano segura, buscaba sus ojos y exigía calladamente una respuesta.

—¿Es porque dentro de un mes marchó y me llevo a los niños?

—No tienes derecho a hacerlo —exclamó, súbitamente alterada.

Ernesto no respondió en seguida. Se diría que la exclamación de Isabel lo decepcionaba.

—¿Era eso?

La joven no supo si era eso u otra cosa. Lo que sí supo fue que estaba más desesperada que nunca, y ella, antes de la llegada de Ernesto era una mujer feliz, sin más problemas que los inherentes a un hogar y una familia. Problema que tenían las mujeres cada día. Pero aquella ansiedad, aquella inquietud, aquel huir de sí misma, eran agotadores. Y todo se debía... ¿A qué se debía? ¿Al simple temor de que Ernesto la despojara del cariño que profesaba a los niños?

—Di, Isabel. ¿Es eso lo que tienes contra mía?

—No tengo nada contra ti —susurró—. Pero si hay algo que tengo, se debe a ese temor. He criado a tus hijos como si fueran míos. Jamás pensé verme un día despojada de su cariño...

—Hay un modo de arreglarlo todo. Yo no me quedaré sin hijos y tú no te quedarás sin el cariño de tus sobrinos.

—Yendo a vivir contigo a Nueva York.

—No sólo eso. Dado tu orgullo, no lo harías nunca. Querrás trabajar en Nueva York. Depender de ti misma. Estás demasiado habituada a no deber nada a nadie, viviendo de tu propio esfuerzo, y no será fácil persuadirte de lo contrario.

—Y dices que existe una solución, además de...

—Sí; casándote conmigo...

Lo dijo con frialdad. Fue lo que más la molestó. Aquella frialdad, aquella indiferencia para algo tan... tan trascendental. Se mordió los labios y replicó con aspereza :

—Yo no mido el matrimonio como un negocio.

—¿No te crees con capacidad suficiente para ser amada?

Lo miró un instante. Desvió los ojos al toparse con la fría mirada de Ernesto.

—Es tarde. Tía Anita estará intranquila.

En silencio, Ernesto hizo girar el auto y regresaron a la ciudad. Por espacio de varios minutos, ambos permanecieron silenciosos. De pronto, Ernesto dijo :

—Yo sí, Isabel, yo me encuentro con capacidad sobrada para amarte y hacerte feliz.

—Has amado demasiado a mi hermana.

—Pero ha muerto, y yo estoy vivo, y tú estás viva. Y recuerda aquello que dijo Panzini: “El amor es una voluntad de vivir, una desesperada y oscura necesidad que todo ser mortal siente, de engendrar su propia inmortalidad”. Por otra parte, Isabel, te citaré algo de Pellicio. “Verte, escucharte y no amarte, es cosa contraria a la naturaleza humana”.

—¿Desde cuándo te has sentido tan literato?

—Soy todo lo contrario, pero a fuerza de sentir iración y ternura, también siento la poesía.

El auto se detuvo y ambos saltaron al suelo, uno por cada portezuela.

Cuando él llegó al ascensor, ya estaba ella dentro.

—Isabel —susurró Ernesto, al tiempo de apretar el botón del elevador—. ¿Pensarás en lo que te he dicho?

—No necesito pensarlo, Ernesto.

—No necesitas pensarlo —la miró fijamente. Ella, valientemente, sostuvo su mirada—. No obstante, ¿por qué huyes de mí?

—¿Huir?

—No entendiste mal. Huyes. Y una mujer sólo huye de un hombre cuando lo ama.

¿Sería posible? No lo era. Ernesto tampoco la amaba. Deseaba solucionar su vida. ¿Y quién mejor que la hermana de su difunta esposa, para cuidar y querer a

sus hijos? No, ella nunca sería una solución. Tal vez Ernesto la creyera presa fácil. Pues no lo era.

Fríamente, exclamó :

—Mi hermana te quiso mucho, y debes pensar que yo soy una continuidad de ella.

—Te equivocas. Tu hermana fue en aquella época lo mejor de mi vida. Pero en ésta, lo mejor lo eres tú.

El elevador se detuvo y la joven salió disparada e introdujo el llavín en la cerradura. Ernesto llegó a su lado cuando intentaba dar la vuelta a la llave.

—Isabel —dijo bajo, con ronco acento—. Lo que siento por ti es un amor diferente.

—¡Cállate! —exclamó con voz ahogada—. Me ofendes.

—¿Te ofende mi amor?

—Tu pretensión.

—Eres absurda.

—¿Por... rechazarte?

—No me has rechazado. No podrás rechazarme nunca. Soy para ti...

—¡Cállate!

Abrió la puerta y cruzó el pasillo rápidamente. Se encerró en su cuarto.

—¿No has visto a Isabel, Ernesto? —preguntó la tía, entrando en la salita, donde el hombre se aproximaba a la chimenea encendida que chisporroteaba alegremente.

—Si, nos encontramos en el ascensor. —Se inclinó hacia sus hijos, sentados en el suelo.

—¿Os gustó el cine?

—Mucho, papá.

—Oye, Ricardito. ¿Tú deseas acompañarme a Nueva York?

—¿Sin... las tías? —preguntó el niño con voz temblorosa.

—Sí, sin las tías.

—No, papá —saltó Ana—. Sin las tías no queremos acompañarte.

—Soy vuestro padre.

—Sí.

—¿Entonces, Ana?

—Ellas... nos quieren mucho, papá.

—Yo también os quiero.

—Déjalos, Ernesto —dijo, tras él, tía Anita—. Los pobres no saben qué hacer.

—Pues son sinceros, tía Anita.

—Eso lo llevan bien inculcado. Isabel detesta la hipocresía, y los educó ella. — Con su volubilidad habitual, la solterona añadió—: Vamos al comedor. Ve a llamar a tu tía, Ana.

La niña salió corriendo y al instante regresó con triste expresión.

—Tía Isabel no viene a cenar. Dice que le duele la cabeza.

La dama se desconcertó.

—Llámala tú, Ernesto.

No se hizo repetir la orden.

No llamó a la puerta. Empujó ésta, entró y cerró tras de sí.

Isabel se hallaba ante la ventana y apoyaba la frente en el cristal.

—Isabel...

Se volvió como si la pincharan.

—¿Qué haces aquí? Nunca te di permiso para penetrar en mi alcoba.

—Sé razonable, Isabel. Si tanto te ofendí..., perdóname. Un hombre, porque haya amado mucho una vez, no puede estar condenado a vivir el resto de su existencia rememorando ese amor. Los hombres, Isabel, como las mujeres, como todo ser humano, somos egoístas, y no podemos consagrar nuestra vida a un recuerdo. Somos demasiado humanos, querida. Pero si mi amor te ofende..., descuida. Jamás volveré a importunarte.

No contestó.

El dijo al cabo de un momento:

—Tía Anita no es culpable de nuestras rencillas. Ven a cenar. Se disgustará si no lo haces.

Isabel, silenciosamente, pasó ante él. Entonces, Ernesto asió su brazo, la hizo detenerse y la acercó a sí.

—Isabel —susurró con acento contenido—. ¿Qué temes? ¿Que te ame menos o que la sombra de tu hermana se interponga entre los dos?

—Suelta mi brazo.

—Eres... demasiado personal. Tendrás que amar mucho para entregarte a un ser determinado.

—Si lo sabes..., ¿por qué insistes?

—Perdona.

Y la soltó con brusquedad.

* * *

—Isabel..., ¿qué debo decirte?

—He venido, padre, a buscar una razón que me deje tranquila ante mí misma.

—¿Y he de elegir yo esa frase acertada que tal vez no existe?

—Busco un razonamiento.

—El te ama.

—El desea una esposa —refutó enérgica— que no le complique demasiado la vida con sus hijos. Yo soy la esposa ideal.

—No crees, pues, en su cariño.

—No.

—¿Tan rotunda?

—El amor... es otra cosa.

—Para ti, Isabel. Pero para todos no puede ser el mismo amor. Unos lo sienten con impetuosidad, otros reflexivamente, los más lo creen sentir, los menos aman como tú amas.

—Padre...

—Sí, hija, sí. Como tú amas. Acaparadoramente. Lo darás todo y lo exigirás todo. Es lógico, pero no tan humano como supones.

—Padre, padre..., yo no sé qué hacer.

—Cásate con él. Lo amas.

—No lo sé.

—Querida Isabel, lo has amado desde que lo viste después de tantos años. Aún recuerdo aquella confesión tuya, tan distinta a todas las anteriores. Jamás me hablaste de turbación ante los hombres. Aquel día me dijiste: “Padre, lo vi y me sentí turbada”. Desde entonces, Isabel, veo flaquear tu personalidad. Y la personalidad sólo la pierde la mujer ante el hombre que ama.

—Jamás cederé mi personalidad al amor.

—Una soberbia absurda, que no podrás mantener, aunque te empeñes.

—Padre, me desconcierta usted.

—Te diré algo más, Isabel. Yo amo a Dios, pero conozco el amor humano. Somos muy espirituales los humanos, a veces, no siempre. Tú lo eres. Pero hay momentos en la vida en que por necesidad del espíritu, éste huye y se impone el amor y entonces los seres humanos somos mujeres y hombres. Tú no lo eres aún. Te domina el espíritu. Quieres que Ernesto te ame de igual modo y no es posible, porque es hombre, y para él, antes que tu espiritualidad está su amor.

—No me ama.

—No seas absurda.

Salió de allí aún más confusa. En la puerta del templo se quitó el tul que cubría parte de su cabeza. Una figura de hombre le salió al paso.

—Isabel...

Se quedó envarada, silenciosa, mirándolo fijamente.

—Te he visto en la iglesia. Te vi entrar en la sacristía con el padre... Te esperé.

—Tengo mi coche ahí —dijo ella, gravemente—. No necesito el tuyo.

—Isabel..., me he trasladado a un hotel. Acabo de dejar allí mis maletas.

Le dolió la conclusión. Echó a andar hacia su pequeño coche.

—No deseo ser un estorbo para ti. A tía Anita le di una disculpa. Ella no tiene por qué sufrir por nuestra causa.

—Tus hijos...

—Te los dejo, Isabel. ¿No podrías dejar ahí tu coche? Necesito hablarte. Pienso

marchar muy pronto.

—Tienes un permiso... —dijo, sin mirarle.

—Lo acortaré.

—Por mí... no.

—Por ti lo hago. Tal vez no he expresado bien mis sentimientos. Desde que te vi...

—No lo digas.

—Da la sensación de que mi amor te ofende.

—Y me ofende. Llámame absurda, pero lo cierto es que me ofende. Has sido esposo de mi hermana.

—No pretenderás que me pase la vida llorando su recuerdo. Ya te he dicho ayer que después de verte, escucharte y...

—Prefiero que te calles.

—¿Por qué odias mi cariño?

—Porque nunca creeré en él.

—No te comprendo. No puedes concebir que se ame dos veces. Pues se ama muchas veces, Isabel.

—Prefiero..., prefiero que hables de otra cosa.

—Te debates en un mar de dudas.

Le dio rabia que penetrara en ella tan certeramente. Subió al auto y lo puso en marcha. Ernesto, con brusquedad, abrió la portezuela y se sentó a su lado.

—Tienes ahí tu coche —dijo ella, ahogadamente.

—Sí. Pero deseo hablarte. Tal vez por última vez.

Con súbita energía, Isabel soltó los frenos y el auto rodó calle abajo.

XI

—Me interesaste desde un principio —dijo, al cabo de unos momentos de silencio.

Isabel apretó las manos sobre el volante. Fijos los ojos en la carretera húmeda, nos los movió. Pero apretó los labios hasta hacerse sangre.

—No sé —añadió él, serenamente— lo que tú consideras interés. No tengo demasiada experiencia. Tal vez no te lo hayas propuesto, pero tus renuncias, tus rebeldías, tus huidas, supusieron para mí un acicate.

—No estás en la edad de aceptar un juego de esa clase.

—No lo acepté. Caí en él sin percatarme.

—Y te consideras la víctima.

—Me considero un hombre normal. Y como tal, te pregunto una vez más: ¿quieres casarte conmigo? He reflexionado esta noche. De mis reflexiones saqué la conclusión de que no me soportas.

—No deseo casarme contigo —dijo firmemente.

—Y, no obstante, sientes por mí la misma atracción que yo siento por ti.

—Por encima de la atracción —exclamó suavemente— hay algo más.

—¿Qué debo responder, Isabel, para demostrar que para mí lo significas todo? Me da vergüenza insistir tanto. Yo creía que tú...

—Te has equivocado.

—No sabías lo que iba a decir, Isabel.

Quedó cortada.

El añadió:

—Yo creí que tú eras más de este mundo, y sabías catalogar en su justo valor el amor humano. Por supuesto, que yo no te amo como amo a Dios. Dios es Dios para mí, y tú eres tú. Dios me espera para juzgarme en la otra vida, pero tú estás en ésta, y yo te deseo y te quiero. Debo añadir también que no te deseo ni te amo como amé a tu hermana.

—Yo soy la segunda —cortó Isabel con fuerte acento.

—Tú eres la mujer viva, que me gusta, deseo y amo. Ella es un mundo etéreo que se esfuma.

—Ernesto, ¿para qué vas a gastar palabras inútiles? No sé lo que significo para ti en realidad, pero para mí, tú significas el abstáculo que se interpone entre mis sobrinos y yo.

—¿Sólo... eso?

Ella apretó los labios. Pensó en lo que le había dicho el confesor. Se equivocaba también. Ella no amaba a su cuñado. Era absurdo suponerlo. Toda su inquietud despertaba por el temor de perder a sus sobrinos. Ella no sentía nada; nada en absoluto hacia aquel hombre que había sido esposo de su hermana. Pensó con angustia: “¿Estaré equivocada? ¿Seré tan celosa que me encele de una muerta? ¿Seré tan egoísta?” Sacudió la sabeza.

—Isabel..., ¿sólo sientes eso por mí?

—Sólo eso —dijo fuerte.

Hubo un silencio.

—Está bien. —Y en voz baja, con frialdad—. Te dejo a los niños. Yo marcharé de viaje hoy mismo.

Lo miró un instante.

—¿Te... marchas ya a Nueva York?

—No. Vendré a despedirme antes de marchar. Voy a hacer un largo viaje. Ojalá encuentre en ese recorrido una mujer que me haga olvidarte.

—¡Ojalá...!

—Detén el auto.

—Te... llevo junto a tu coche.

—No. Necesito caminar. La brisa mañanera me hará reaccionar. Despídeme de mis hijos. Cuéntales un cuento y cuéntatelo a ti misma.

—No pienso contarme un cuento... Vivo demasiado en esta vida.

—Con el anhelo absurdo de vivir un amor divino. Métete monja, si es tu vocación.

—Me estás zahiriendo sin motivo.

—Perdona.

Isabel detuvo el auto. Antes de apearse, Ernesto asió su mano y se la apretó hasta hacerle daño. La oprimió contra su boca, y sus cálidos labios dejaron en la tibia palma como una llama abrasadora.

—Te habría amado —susurró suavemente, sin soltar la fina mano femenina— como jamás hombre alguno amó a una mujer.

—Tú ya amaste antes —replicó.

—Y amo ahora, y amaré aún. El amor humano es infinito, Isabel. No lo olvides. Adiós, muchacha.

Bajó y se perdió en la calle sin volver la cabeza.

* * *

Regresó a casa a las seis. Tía Anita se hallaba repasando unos calcetines sentada junto a la chimenea.

—Ya estaba deseando que llegaras, Isabel. Ven a sentarte junto a mí. Hace mucho frío, ¿no?

—Está nevando. ¡Vaya Navidades!

—Bueno, no recuerdo haber pasado nunca unas Navidades con calor —rió la solterona.

Isabel se sentó a su lado y aproximó las manos a la chimenea.

—Estoy helada.

—¿Sabes que Ernesto no ha venido hoy?

—Salió de viaje. —Y sin transición—: ¿Dónde están los niños?

—¿Qué salió de viaje? —Y sin transición también—: Están en casa de la vecina, viendo la televisión.

—Un día tendré que comprarles yo un aparato.

—¿Que se fue de viaje? —insistió la dama, como si no lo creyera.

—Sí, creo que va a Galicia.

—¿A Galicia estando tan cerca las Navidades?

—Yo qué sé, tía. No me marees con preguntas.

—Es extrañísimo. Estuvo conmigo esta mañana y nada me dijo. No le vi sacar el equipaje.

—Pues lo sacó. Es que no quiso disgustarte.

—Y te lo dijo a ti. ¿Es que no te disgusta?

—Tía, por favor, cambia de disco.

La dama se agitó, disgustadísima.

—Isabel, has perdido la piedad.

—¿Qué dices?

—Digo la piedad.

—Se diría que para ti soy la responsable de su marcha.

—Y lo eres. Si apenas lo mirabas. Si yo, en su lugar, ya me habría ido antes. Pues mira, hija, no sé cómo te atreves a ir a confesar. ¿Qué le dices al confesor?

—¡Tía Anita!

—Di —gritó la dama, exasperada—. ¿Qué le dices? ¿Crees que es razonable tu actitud?

—Te digo y te repito...

—Yo pensé. O está enamorada de él —gritó tía Anita, sin hacerle caso—, o le odia.

Isabel se puso en pie de un salto.

—Tía Anita, eres una visionaria.

—Soy una mujer muy humana, hija mía. Eso es lo que soy. Y si ese hombre ha vivido cinco años de su vida separado de sus hijos, no fue por egoísmo, fue por dolor. Si está curado, y gracias a Dios lo está, lo lógico es que rehaga su vida y ame a sus hijos y viva junto a ellos. Quien se lo impida es un desalmado, y tú...

Isabel no quiso oír más y salió de la estancia. Era la primera vez en toda su vida junto a su tía que la veía tan furiosa y la oía decir tales cosas.

Se retiró a su alcoba, pero no le sirvió de nada. La buena de tía Anita, que no se había casado nunca, pero que, por lo visto, conocía muy bien a los hombres y a las mujeres aunque sólo fuera por intuición, empujó la puerta, penetró en la alcoba, cerró tras de sí y se quedó delante de su sobrina.

—Y si lo amas, como yo creo, eres una estúpida dejándole escapar. Si crees que la vida de soltera es grata, te equivocas. Una pasa muchas humillaciones y muchas ansias, y también angustias.

Hubo de mirarla con ternura. Tía Anita jamás había confesado decepción por su soltería, y de, pronto, descubría su alma, e Isabel la compadecía; y, de súbito, se compadecía a sí misma.

—De modo que ya sabes lo que te espera, si piensas seguir encasillada en tu orgullo. El único novio que tuve yo, era hijo de un jardinero —dijo con voz ahogada y temblorosa—. Entonces nuestra casa era de un esplendor fantástico. Bobadas. Yo desdeñé al jardinero y lo quería. Pensé que tal vez llegara otro que me hiciera olvidar aquel cariño. El hijo de nuestro jardinero llegó a ser un buen arquitecto. Su padre hurgó en la tierra y su esposa barrió portales, pero su hijo llegó a donde se propuso. Y yo seguí esperando un hombre de mi clase y de mi

fortuna... Y aquí estoy.

—Tía, es lamentable tu historia. Yo la desconocía.

—La desconocen todos. Siempre me creyeron una infeliz, sin amor. Lo he sentido, y aquel muchacho lo sintió por mí. Fue verdadero, pero terminó casándose con otra.

—No estoy en tu caso, tía Anita.

—Ya lo veremos. Tantos remilgos para confesar tu amor, ¿por qué?

—Tía...

—Allá tú. Ten cuidado. La felicidad pasa un día y no pasa más, y después transcurres el resto de tu vida lamentando y esperando algo igual, que no llega.

Salió después de sus palabras, dejando a Isabel desconcertada.

* * *

No pensó en ello. No tenía tiempo. Los días eran cortísimos y ella tenía que trabajar como nunca. Un día se encontró con Arturo Martínez.

—Isabel..., hace dos semanas que no te veo.

—Hola, Arturo.

—Te llamé por teléfono seis veces. Tu tía me dijo que no estabas.

—Ya sabes cómo paso la vida. De casa en casa con mis clases.

—Ven entonces un momento aquí. Hace frío en la calle. Te invito a tomar algo caliente.

La asió del brazo y se sentaron ante la barra.

—Isabel, terminé mi carrera. Soy abogado, y tengo solicitado un pasaje para el Brasil.

—¿Qué dices?

—Ya sabía que te asombrarías. Sí, me voy. No quiero nada de mi padre.

—Pero, Arturo, eso no puedes hacerlo. Tu padre es mayor. Necesita que alguien

se ocupe de sus asuntos.

—No te preocupes por eso. Se casa mi hermana con un conde y sin un real. Ya se ocupará él de los negocios de papá y de darle al dinero un buen empleo.

—Tú eres su hijo.

—No soporto el egoísmo humano. Y esto te lo debo a ti, Isabel. Hace meses, yo era un estúpido niño mimado. Me gustaban todas las chicas y vivía del dinero de papá, como antes viví del producto de su trabajo. Pero te conocí a ti, una sola semana, y comprendí al fin que era un hombre sin fundamento. Por eso me voy. Deseo labrarme un porvenir. Pero no un porvenir cimentado con el capital de mi padre, no, por mil demonios. Un porvenir seguro, adquirido a costa de mi esfuerzo personal.

—Eso es magnífico, pero te destierras demasiado.

—Acompáñame —pidió con ansiedad—. A tu lado soy capaz de levantar montañas con un solo dedo.

—Ojalá pudiera acompañarte, Arturo —dijo con tristeza—. Pero no te amo.

—Me amarás.

—No. Te haría desgraciado. Y no me perdonaría nunca hacer desgraciado a un hombre tan merecedor de felicidad como tú.

—Isabel..., prueba.

—En amor las pruebas son dolorosas, Arturo. Las conclusiones hacen mucho daño. Aún no sabes tú cuánto daño hacen.

La miró escrutador.

—¿Tú por qué lo sabes?

—Bueno —se agitó—, no es que lo sepa por experiencia propia. Lo veo a través de la vida. No me fue mal en la vida, Arturo. No me mires así. Pero soy de las que pienso que, si llegan a preguntarme antes de nacer si quiero venir a este mundo, digo que prefiero no hacerlo.

—¿Eso responderías? —preguntó con cierta curiosidad.

—Rotundamente, no haber venido.

—¡Isabel!

—Sí, ya sé que te pareceré absurda, pero no lo soy. No considero la vida digna de ser vivida. Estamos aquí porque Dios nos trajo. Bien traídos seremos, pero a mí, si Dios me hubiera preguntado, ya conoces mi respuesta.

—Hablas como una desengañada.

—No lo soy.

Consultó el reloj y añadió, al rato:

—Tengo una clase dentro de un instante. La compañía es muy grata, Arturo, pero tengo que dejarte.

—Te acompaño hasta la puerta.

Se bajaron a la vez del taburete, y cogidos del brazo salieron a la calle.

—¿Cuándo marchas? —preguntó ella.

—No lo sé. Tal vez para la semana próxima. Antes te llamaré por teléfono. Piénsalo, querida. Vente conmigo.

—Si me llamas para eso, no lo hagas.

—¿Sabes, Isabel? A veces me da la impresión de que amas a otro hombre.

—Yo...

—Y creo que es así. Sinceramente, Isabel. ¿Lo amas?

La joven subió al auto y puso la llave de o.

Arturo se apoyó en la portezuela.

—Isabel —susurró—. Sé sincera. Conmigo puedes serlo. No te lo reprocharé. El corazón humano no es una cuerda de reloj.

—No puedo decirte lo que no sé.

—Pero algo existe.

Ella asintió con un breve movimiento de cabeza. Arturo alargó la mano y murmuró con tristeza:

—Isabel, digámonos adiós aquí. No sé quién es ese hombre, ni me interesa

saberlo. Sé muy feliz. Tan feliz como yo lo hubiera debido ser a tu lado, querida.

—No estoy muy segura de mí.

—Ya me lo parece. Pero llegarás a estarlo. Ojalá sintieras por mí lo que no te atreves a itir que sientes por ese hombre.

Le vio alejarse y puso el auto en marcha. ¿Qué sentía ella en realidad por su cuñado?

XII

Por un amigo común supo que Arturo se había ido al Brasil y supo, asimismo, que la madre, o sea doña Josefa Martínez, la culpaba a ella de aquella indefinida ausencia de su hijo. Sonrió. Ella no había tenido nada que ver en aquella decisión de Arturo. Ojalá le salieran bien las cosas, porque Arturo se lo merecía, no obstante no haber querido seguirle en su viaje a América.

Llegaron las Pascuas y dio vacaciones a todos los alumnos. Era una costumbre de todos los años. En las demás fiestas no daba vacaciones, pero las Pascuas las consideraba sagradas y las tomaba además para sí, para disfrutarlas con su familia.

Llegó la Nochebuena, y tía Anita se dispuso a adornar la sala. Ella llegó a ésta cuando su tía, encaramada en una silla, adornaba el vestíbulo.

—Pero, tía Anita...

—¿No te gusta?

—Sí —rió, emocionada—. Sí que me gusta. La Navidad tiene un sabor distinto, viendo estas cosas. Pero te vas a caer de la silla, y después, ¿qué?

—No me caigo. Soy fuerte. ¿Quieres mirar el asado que tengo en el horno? Es

un pavo enterito, Isabel.

—¿Un pavo? ¿Para nosotros solos un pavo?

—Me da el corazón que llega Ernesto esta noche —adujo tranquilamente la solterona—. Alcánzame esa bola, Ana —pidió a la niña, que la ayudaba.

Y cuando ésta se la entregó, y mientras la colgaba de una rama del arbusto, añadió, sin mirar a Isabel:

—No creo que Ernesto, en un día como hoy, nos deje solos.

—Estará por lo menos en Portugal —replicó Isabel, despechada, dirigiéndose a la cocina.

La solterona esbozó una burlona sonrisa y continuó su faena.

Isabel se dirigió primero a la cocina y abrió el horno. El pavo era demasiado grande. ¡Qué ganas tenía tía Anita de gastar dinero! Ernesto vendría aquella noche... Vanas ilusiones de su tía. Ernesto había jugado a decir que la amaba, pero no podía ser cierto, ya que se había ido, y de ello hacía veinticinco días, durante los que no recordó para nada que existían. Era un hombre demasiado comodón. Cerró el horno y se dirigió a su cuarto. Se vistió a su gusto. Una falda azul marino de tejido ligero y un suéter azul muy pálido, con escote en pico. Colocó un pañuelo en torno al cuello y calzó zapatos de casa de breve tacón.

Se sentó ante el tocador. Desde que se levantó de la cama, algo agitaba su mente aquel día. Y ante su imagen, en aquel instante, se preguntó cara a cara: “¿Qué me ocurre? ¿Me ocurre algo en realidad?”

Antes era muy serena y, de pronto, concretamente desde que vio a Ernesto en aquella salita, sintió que todo se le agitaba y la entorpecía. “¿Es esto amor?”, pensó.

Se puso en pie con presteza y huyó de la imagen que el espejo le devolvía.

“Soy cobarde —pensó amargamente—. Lo fui desde el día en que lo vi a él. Cobarde ante Ernesto y ante mí misma. Y la razón de todo es... mi hermana. Soy celosa y exclusivista, y quisiera ser la única mujer del hombre, y quisiera... Sí, sí, entre todos los hombres es Ernesto el único que me conmueve y me agita y me hace desear lo que nunca deseé. Debo, pues, ser franca para itir esta debilidad...”

Salió de la estancia a paso largo, como si temiera enfrentarse con la realidad que buscaba y a la vez temía, y se dirigió de nuevo al vestíbulo.

—Estoy aquí, Isa —gritó la solterona desde el comedor.

—Pero, tía Anita... ¿Otra vez subida a una silla? —Miró a lo alto—. ¿Qué diablos haces ahí? ¿Es que también vas a adornar el comedor?

—Claro que sí. Y después la salita. ¿Quieres dar un vistazo de nuevo al pavo?

—¡Qué paciencia hay que tener contigo, tía Anita!

—Ji, ji —rió la dama.

Y siguió con su trabajo ayudada por sus dos sobrinos.

Isabel inspeccionó todo lo que había en la cocina y la despensa. Turrones, pastelillos, fruta. Sobre el reluciente fogón coliflor, pescado; y el pavo en el horno. Unas cosas rarísimas en una ancha fuente... y sobre la mesita una tartera con algo comestible más raro aún.

Se dirigió de nuevo al comedor, pero éste ya estaba adornado y las voces de su tía se oían en la salita.

—Tía —entró ella, diciendo—, ¿es que esperas una docena de invitados?

—No, ¿por qué?

—En la cocina ya no caben los manjares.

—Una tiene que comer, ¿no? En la Nochebuena no debe faltar nada en una mesa

familiar. ¿Quieres poner la mesa, Isabel, mientras yo termino aquí? A las diez nos sentaremos. —Y como Isabel obedeciera en silencio, la solterona añadió—: Ponla bien bonita, Isa. Tú sabes hacerlo cuando quieres.

—Bueno, bueno... No sé lo que te propones. No tengo ni idea.

* * *

—No, no —gruñó tía Anita, entrando en el comedor y observando la mesa que Isabel estaba poniendo—. No uses esa vajilla. Ni esos cubiertos, mujer. ¿No hay nada mejor en la casa?

—Los que pertenecieron a tus padres, tía Anita —se asombró Isabel—, pero no creo que pretendas poner esa vajilla y esos cubiertos. Hoy valen un dineral.

—Sólo se quieren para las ocasiones, ¿no? Hoy es una buena ocasión. ¿No te he dicho que presiento a Ernesto?

—Lo presientes —susurró Isabel con voz ahogada—. Pero no siempre son ciertos los presentimientos.

—Dirás que no siempre se cumplen. Hoy se cumplirán. Me lo da el corazón, y éste no me engaña. Por favor, Isabel, saca la vajilla y los cubiertos de plata.

—Está bien, está bien...

Una hora después, todos muy peripuestos, se sentaban a la mesa. La niña miró a su tía con semblante triste.

—No ha venido, tía Anita.

—Cállate, niña, que aún no empezamos a comer la sopa.

—Son las diez y cuarto, tía Anita —gruñó, malhumorado, Ricardito.

Isabel exclamó, excitada:

—Por tus tontos presentimientos, tía Anita, has hecho concebir a los niños unas ilusiones absurdas y ahora...

En aquel instante se oyó el llavín en la cerradura, y los dos niños corrieron hacia el pasillo.

Tía Anita miró a Isabel y exclamó, triunfante:

—¿Qué dices ahora?

Isabel no decía nada. Muy pálida, continuó sentada a la mesa, erguido el busto y brillante la mirada. Se dio cuenta, en aquel súbito instante, de que aquella fuerte emoción sólo la podía sentir ante el hombre que amaba...

Oyó su voz. Una voz ronca, varonil, e imaginó, aun sin verlo, su cuerpo arrogante y su mirar cálido, a la vez que suplicante, como lo vio la última vez.

Apareció en el umbral. Lanzó una breve mirada sobre la tía y ésta gritó:

—Bien venido, muchacho.

—Gracias, tía Anita.

Pero sus ojos ya miraban a Isabel, y ésta sintió un extraño escalofrío, y tuvo la sensación de que, aun de lejos, Ernesto besaba su boca, se la acariciaba y le decía al oído:

“Te amo, Isabel.”

Huyó de sus ojos, roja como la grana. Era la primera vez que no podía decir su verdad como ella hubiera querido.

Vio a Ernesto inclinarse sobre su tía y besarla por dos veces en la mejilla. Después se acercó a ella. Y de espaldas a la tía y a sus hijos, que hablaban entre sí locos de gozo, se inclinó sobre ella y, sin decir nada, tomó su rostro entre las manos y la besó en la boca breve, pero turbadoramente, hasta tal punto que ella abrió sus labios y recibió aquel primer beso de hombre.

—Isabel —susurró después, mirándola largamente—. Isabel...

Ella parpadeó.

Los niños y tía Anita hablaban tan alto, que ellos, muy cerca uno del otro y frente a frente, podían mirarse y decirse lo que quisieran sin que los otros se enteraran.

—Isabel..., tenía que verte otra vez —y sus dedos buscaron los de ella, que ya no le huyeron. Se cerraron entre los suyos y lo miró con valentía, si bien ruborizada hasta la raíz del cabello.

—Isabel...

—No... —le temblaba la voz—, no sabes más que pronunciar mi nombre.

—Son tantas las cosas que te diría... Pero prefiero... pronunciar tu nombre nada más, porque me parece que con él lo digo todo.

—Papá...

—Papá...

Se inclinó hacia ellos.

—¿Cuándo has llegado, papá?

—Acabo de llegar. ¿Por qué no me esperabais para cenar? ¿No os dijo tía Anita que llegaba hoy?

Isabel y los niños miraron burlonamente a la solterona.

—De modo —gruñó Ricardito— que lo presentías, ¿eh, tía Anita?

—Bueno, bueno... —se aturdió—. Yo lo sabía, pero...

Todos se echaron a reír y se sentaron a cenar. Ernesto junto a Isabel, y los niños al otro lado.

—Isabel —dijo, inclinándose hacía ella—, tengo algo para ti. Algo muy grande en mi corazón.

La joven lo miró largamente. De pronto se sentía menguada, pequeñita, protegida, amparada, y aquella súbita sensación le produjo una alegría sin límites, e impresionada susurró:

—También yo... tengo algo para ti, Ernesto.

XIII

Fue una comida feliz. Los niños hablaban por los codos, refiriendo a su padre todo lo que hicieron durante su ausencia. Tía Anita los escuchaba en silencio, con expresión feliz. E Isabel permanecía silenciosa, sintiendo sobre sí la mirada de Ernesto, que era como un mensaje de paz eterna.

Al final de la comida, y cuando pasaron al saloncito donde la chimenea chisporroteaba, Isabel y Ernesto se sentaron en el diván, mientras los niños corrían de un lado a otro y tía Anita preparaba el café en la cocina.

La mano de Ernesto asió las de Isabel.

—Querida...

—Los niños —susurró ella.

—De pronto te conviertes tú en otra niña. Dime, Isabel: ¿fue la ausencia la que te hizo recapacitar?

—Fue... tu llegada esta noche.

—Algo súbito...

—Que ya estaba dentro —susurró ella, quedamente.

—¿Sin... celos absurdos, Isabel?

—¿Por qué sabes...?

—Un hombre de mi edad y mi experiencia, sabe mucho de las jóvenes como tú.

—El sabio —se burló suavemente.

—Quisiera besarte, Isabel. Besarte tanto...

—Cállate.

—Y tú también lo quieres.

—¿Es que tienes la facultad de penetrar en mi pensamiento?

—Sí. Fíjate si penetraré, que sé que no deseas salir de España y ya he encontrado

un socio para establecerme aquí.

—¿Nos... quedamos?

—En este piso, Isabel.

—¡Dios santo!

—Los cinco aquí, como una gran familia... —le apretó la mano—. Y aislados de todos, tú y yo...

Tía Anita entró y sirvió el café.

—Tía Anita... —empezó Ernesto.

—Ya lo sé —rió la solterona—. Una no se casa, pero... conoce un poco al género humano.

Isabel no pudo por menos de reír y dijo, triunfal:

—Pero ignoras que no iremos a América. Nos quedamos aquí a vivir.

—Eso... sí que es noticia. —Y sorbiendo las lágrimas— : Niños, son las doce. A la cama.

* * *

Aún se oían las voces de los niños en la alcoba. Sólo los separaba un tabique y ellos se daban golpecitos y hablaban entre sí en voz alta. También se oía el canturreo de tía Anita en la cocina y el ruido de la vajilla que llevaba desde aquélla al comedor.

Ellos estaban allí, en el diván, frente a la chimenea. Isabel, ruborizada, se perdía en los brazos de Ernesto. Y sentía los besos en su boca con ansiedad y ternura.

—Son los primeros —rió él sobre sus labios.

—Sí.

—Espero, Isabel, querida Isabel, que nada enturbiará nuestra felicidad.

—Nada, Ernesto.

—Me hiciste sufrir. Tú no sabes lo que sufrí aquellos días. ¿Por qué te negabas a itir una cosa tan clara, Isabel?

—No me preguntes. Nunca hables del pasado. Sólo del presente, y del futuro.

—Del futuro de los dos, Isabel.

—Sí.

La apretaba contra sí. ¡Cuántos besos en pocos instantes! Una vida entera deseando un instante así y, de pronto...

—Me gusta tu rubor —susurró—, pero no debes sentir conmigo esa vergüenza.

—No la siento.

—La sientes. Cuando te beso tiemblas como una criatura.

—En lides del amor lo soy.

—Por eso... te necesito tanto en mi vida. Tú eres la verdad, Isabel. Hasta ahora he vivido de mentiras. He sentido hambre de una ternura verdadera...

—La..., la tienes.

—¡A la cama, niños! —gritó tía Anita, apareciendo en el umbral—. Mañana será otro día. Supongo que os casaréis en seguida.

—Para la próxima semana —rió Ernesto, poniéndose en pie y apretando contra sí la cintura de su futura esposa—. Tú te quedarás con los niños, e Isabel y yo iremos a Nueva York en viaje de luna de miel, y a la par recogeré mis cosas y me despediré de la empresa. —Miró a Isabel muy cerca—. Hasta mañana, querida.

—Pero —se escandalizó tía Anita—, ¿es que te vas esta noche?

—Al hotel. ¿Verdad que debo hacerlo, Isabel?

—Sí, debes hacerlo. Te acompaño hasta la puerta.

—¡No he visto ni oído cosa parecida! Bueno, allá vosotros.

Lo despedía en la puerta. Sus besos eran como caricias benditas y suponían el comienzo de una vida feliz.

FIN

Te amo Corín Tellado

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Primera edición en libro electrónico (epub): febrero de 2017 ISBN: 978-84-9162-484-4 (epub)

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