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(Contraportada) Sobre el autor Antonio Donghi es presbítero de la Iglesia de Bérgamo, Italia. Profesor de liturgia y de teología sacramental. Ha publicado artículos en la línea litúrgica y espiritual y colabora en varias revistas. En la Librería Editrice Vaticana (Librería Editora Vaticana) ha publicado: Gesti e parole (“Gestos y palabras”) (1993); Io sono la risurrezione e la vita (“Yo soy la resurrección y la vida”) (1996); Ecco, io faccio nuove tutte le cose (“Mira, yo hago nuevas todas las cosas”) (1996); Adulti verso il battesimo (“Adultos hacia el bautismo”) (1998); Io sono glorificato in loro (“Yo he sido glorificado en ellos”) y Tu hai parole di vita eterna (“Tú tienes palabras de vida eterna”) (2004); La pace sia con voi (“La paz esté con ustedes”) (2005).
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ANTONIO DONGHI
¡NO ENTIENDO LA LITURGIA! Explicación de los gestos, las palabras y las acciones de la liturgia
2008
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Título original: Gesti e parole nella liturgia (II edizione, riveduta e ampliata) Libreria Editrice Vaticana Cittá del Vaticano 2007 Traducción: Armando Aguirre Muñoz Diseño de portada: DCG Ma. del Carmen Gómez Noguez
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ÍNDICE Presentación...................................................................................................................7 Introducción.................................................................................................................10 1.
La señal de la cruz..............................................................................................13
2.
Reunirse.............................................................................................................16
3.
Permanecer de pie..............................................................................................19
4.
Arrodillarse........................................................................................................22
5.
Genuflexión........................................................................................................25
6.
Permanecer sentados..........................................................................................28
7.
Guardar silencio.................................................................................................31
8.
Proclamar...........................................................................................................35
9.
Escuchar.............................................................................................................38
10.
Golpearse el pecho.............................................................................................42
11.
Caminar..............................................................................................................45
12.
Observar.............................................................................................................48
13.
Cantar.................................................................................................................52
13.
Baño bautismal...................................................................................................55
15.
Rociar.................................................................................................................58
16.
Imponer las manos..............................................................................................62
17.
Ungir...................................................................................................................66
18.
Orar.....................................................................................................................69
19.
Bendecir..............................................................................................................72
20.
Comer y beber....................................................................................................75
21.
Incensar...............................................................................................................78
22.
Presentar las ofrendas.........................................................................................81
23.
Encender.............................................................................................................84
24.
Presidir................................................................................................................88
25.
Inclinarse............................................................................................................91
26.
Intercambiar la paz.............................................................................................94
27.
Fracción del pan.................................................................................................98
28.
Ir a Misa............................................................................................................102
29.
“Pueden ir en paz”............................................................................................106
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30.
Agua bendita.....................................................................................................110
31. Ayunar...............................................................................................................113 32.
Besar.................................................................................................................117
Conclusión.................................................................................................................121
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PRESENTACIÓN
La Constitución Dei Verbum del Vaticano II, considerada justamente el texto fundamental de todo el magisterio conciliar, en el primer capítulo, “La naturaleza y el objeto de la Revelación”, afirma que ésta “se realiza con hechos y palabras intrínsecamente trabados entre sí, de forma que las obras que Dios realiza en la historia de la salvación, manifiestan y confirman la doctrina y los hechos significados por las palabras; y las palabras, a su vez, proclaman las obras y esclarecen el misterio contenido en ellas” (n. 2).1 Lo señalado es cierto también por la “dispensación” o comunicación de la salvación que acontece a través de la economía litúrgico-sacramental. La liturgia, en efecto, conjunto de signos sensibles y eficaces, no es otra cosa que la actualización en el hoy de la Iglesia de las grandes obras realizadas por Dios en la historia, que tienen su preludio en el Antiguo Testamento y su cumplimiento en Cristo y particularmente, en su misterio pascual (cfr SC 5-7). Se abre así la posibilidad al hombre —conforme a su naturaleza de “espíritu encarnado”— de acoger la invitación y el don de la comunión con Dios y con sus hermanos por medio de Cristo en el Espíritu, y de llegar a ser partícipe del misterio de la salvación a través de la mediación de palabras y gestos que constituyen la celebración litúrgica. Es la sobresaliente “ley de la encamación” o de la sacramentalidad la que preside a toda la historia de la salvación y en la cual se revela la extraordinaria condescendencia de Dios y su sapientísima pedagogía divina, que quiere conducir a todo el hombre y a todos los hombres, al conocimiento y a la experiencia del acontecimiento salvífico de la Pascua, que crea al hombre nuevo y hace de todos los hombres el pueblo de la nueva alianza. Las palabras y los gestos de la divina liturgia, procedentes de experiencias humanas fundamentales y universales, adquieren plenitud de significado y de eficacia, referidos precisamente a la “historia salutis”, de la cual la liturgia es memorial. De lo afirmado resulta que la participación 1
La traducción al español de las referencias de los documentos del Vaticano II, está tomada directamente de: Documentos completos del Vaticano II, 5a ed., Mensajero / Sal Terrae, Bilbao / Santander, 1967 [nota del traductor].
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activa y sobre todo, consciente, exige una apropiada iniciación al lenguaje simbólico, a través del cual el misterio se manifiesta y se hace presente. En caso contrario, la celebración de los santos misterios permanece como un libro cerrado y la acción litúrgica se sofoca fácilmente en la resequedad del ritualismo. Esto explica, entre otras cosas, la atención reservada en los primeros siglos desde los grandes Padres de la Iglesia tanto de Oriente como de Occidente, a la mistagogia que es precisamente una manductio a través de la cual, los creyentes son progresivamente conducidos al conocimiento y a la experiencia del misterio cristiano. Se trata de una obra pedagógica que se revela todavía indispensable. “Con este fin, el catequista debe estudiar el sentido, a veces recóndito, pero en realidad, inagotable y vivo, de los signos y de los ritos litúrgicos, observando no tanto su simbolismo natural, sino considerando más bien el valor expresivo propio que han asumido en la historia de la antigua y de la nueva alianza. El agua, el pan, reunirse en asamblea, caminar juntos, el canto, el silencio; dejan vislumbrar más claramente la verdad de salvación que evocan y místicamente realizan” (CEI, La renovación de la catequesis, n. 115). La misma Constitución litúrgica, en el capítulo II, hablando de la Eucaristía, recuerda que “la Iglesia, con solícito cuidado, procura que los cristianos no asistan a este Misterio de fe como extraños y mudos espectadores” y por consiguiente, sugiere —conforme a la genuina tradición eclesial— que se lleve a cabo una catequesis litúrgica que los guíe a comprender bien el Misterio de fe “a través de los ritos y oraciones” para poder lograr una participación consciente, plena y activa (cfr n. 48). Es necesario reconocer a cuarenta y cinco años de la promulgación de la Sacrosanctum Concilium, que si la reforma litúrgica querida por el Vaticano II no ha logrado todos los frutos de renovación espiritual y pastoral que se deseaban, se debe también a que la publicación de los nuevos libros litúrgicos y la adopción de las nuevas formas rituales no han estado siempre precedidas y acompañadas por dicha catequesis. Por eso se debe agradecer a don Antonio Donghi por esta valiosa obra, que intenta precisamente facilitar dicha tarea a pastores y catequistas. Debemos también apreciar su estilo sencillo y los ricos y sugestivos contenidos que se revelan al lector en estas páginas. Se trata de características que lo colocan en estrecha relación y en lógica continuidad con la obra equivalente de Romano Guardini, Los santos signos, a quien 8
mucho debe el camino del movimiento litúrgico que preparó la renovación del Concilio Vaticano II. Es de desear que la lectura-meditación de este texto, además de facilitar la catequesis litúrgica, ayude a quienes realizan los gestos de la liturgia y pronuncian las palabras de ésta, a hacerlo con la disposición que amerita y con interior adhesión, para una mejor epifanía del misterio pascual de Cristo, del cual la Iglesia vive y en la cual se edifica como Cuerpo del Señor y Templo vivo en el Espíritu Santo, para la salvación de todos los hombres. † LUCA BRANDOLINI Obispo Auxiliar de Roma Presidente de la Comisión Episcopal de la Liturgia de la C. E. I.2
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Conferencia Episcopal Italiana [nota del traductor].
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INTRODUCCIÓN
La alegría de volverse a encontrar para cantar nuestra fe pasa a través de un lenguaje compuesto de múltiples signos verbales y gestuales a los cuales no siempre prestamos la suficiente atención, aun sabiendo que la presencia sacramental de Cristo se encarna en nuestro camino de comunidad creyente a través de signos significantes y santificantes (cfr SC 7). En la diversidad de tales signos y en su vitalidad, somos tomados de la mano por la Iglesia, quien nos invita a entrar en una atmósfera de experiencia divina donde Dios se nos revela, mientras gozamos de su presencia y nos dejamos envolver por su luz. Tal vez nos podamos sentir tentados en alguna ocasión, a ver el conjunto de nuestras posturas culturales como formas externas, carentes de interioridad; si es así, podemos correr el riesgo de leer y justificar el rito como si fuera producto de la tradición heredada y que estamos obligados a llevar a cabo para realizar una acción sagrada, cuyo significado puede escapársenos de las manos. En nuestra mente se puede introducir la desgracia de la costumbre que nos hace celebrar en forma pasiva los grandes misterios de la salvación. Hemos de estar siempre despiertos cuando vivimos el don de la celebración litúrgica, puesto que permanecer ante la presencia de Dios, celebrar el hoy del Señor y dejarse guiar por el Espíritu Santo, son realidades inefables para nuestro corazón: la ley de la encarnación es actual y lo es también y principalmente, en la liturgia. La riqueza de la Pascua del Señor se encarna, se comunica, se personaliza en cada uno de nosotros a través del lenguaje formado por el conjunto de los signos rituales. Todos los días, la comunidad cristiana está llamada a entrar en la sencillez del lenguaje de los signos sacramentales para cantar el don de la inefable experiencia de salvación. Sabemos que cada elemento exterior de la acción litúrgica está relacionado con la vitalidad interior que obra en el corazón de cada fiel y que se representa en los diferentes gestos, dándoles su fecundidad para que se conviertan en fuente de crecimiento de la vida del fiel. La vida teológica 10
que anima nuestro espíritu es verdadera cuando se encarna en la caridad en todas sus dimensiones: cada gesto es personalización de un inefable evento de salvación. Debemos aprender a vivir esta atención a través de la sabia pedagogía de la cotidianeidad, donde Dios nos prepara momento a momento para acogerlo y expresarlo. Nuestra vida ordinaria se construye cada día a través de una serie de pequeños actos y de diversos comportamientos a los cuales no siempre prestamos la debida atención, perdiendo así el profundo significado que está oculto en ellos. La vida ordinaria posee en sí misma una fecunda teología: dicha vida no es un hecho banal para el hombre que ama la existencia como hombre, como persona creada a imagen y semejanza de Dios. El hombre enfermo de consumismo es esclavo de las cosas visibles y sensibles y no capta las fibras más auténticas de la existencia humana que en forma misteriosa vibran en su interior y no descubre la alta teología de la cotidianeidad. La festividad de la liturgia vive y se construye en los hechos ordinarios de la historia, misma que es amada como don del amor divino. Es en la realidad sencilla de cada día, vivida con sinceridad y pureza de corazón, que se esconde lo sagrado y se revela la intensidad de vida presente en toda criatura humana. La liturgia en el lenguaje de sus signos, ama las cosas de cada día, las pone al servicio de la divinidad obedeciendo la voluntad de su Señor, de manera que el ser humano que en la fe, la esperanza y la caridad se aferra a lo trascendente, se dirige a Dios en la libertad y la exultación y encuentra en Él su centro de gravedad. Las pequeñas cosas son la promesa y la premisa de las cosas grandes, como el tiempo y la preparación a la eternidad. Debemos convencernos seriamente de que en el transcurso de las jornadas, ricas en lenguaje de signos humanos, no estamos frente a algo estéril, sino que nos encontramos ante signos mediante los cuales se nos comunica y se acrecienta la fecundidad divina en nosotros. Al hacer la señal de la cruz, al permanecer sentados, en el acto de adoración, al hacer la genuflexión... acogemos la invitación divina de dejarnos iluminar por la luz de lo alto, entramos en diálogo con Dios, experimentamos la fuerza de nuestra vocación: hospedar a la Santísima Trinidad y respirar la divinidad, vitalidad de nuestra historia. Nuestras 11
acciones se traducen entonces en un incremento de alegría, en viva y fecunda profesión de fe. Para orientarnos en este camino, debemos entonces dejarnos preparar para leer la multiplicidad de los signos compenetrados por la palabra de Dios que anima el rito litúrgico y que nos hace entender el lenguaje propio de la acción litúrgica, de la vitalidad presente en la persona humana, en forma tal que se pueda crear una maravillosa síntesis de lo divino y lo humano en conformidad con el estilo propio de la liturgia. Si nos hacemos alumnos dóciles del Espíritu Santo para comprender la plenitud del lenguaje compuesto por los signos que comprenden la celebración litúrgica, el gozo irrumpirá en nuestro espíritu y cantará nuestra fe con expresión no solamente verbal, sino como acontecimiento que envuelve al hombre que ha sido regenerado en lo divino. Así, se instaurará en nuestro espíritu el apremio por incrementar el deseo de comunión con Dios en el encuentro sacramental entre la historia de la salvación y nuestra historia humana. Seguramente la liturgia nos ayuda en este sentido a través de su estilo repetitivo y de su uso ordinario del lenguaje. Sus significaciones se traducirán en la habitual y progresiva preparación al misterio que penetra toda nuestra persona y nos identifica en el Espíritu con el rostro del Señor. Las reflexiones que nos acompañarán en este nuestro camino, tienen una clara finalidad: a la luz de la palabra y de la fecundidad del lenguaje humano, dar vitalidad a los gestos que nos acompañan cada día en la liturgia, de manera que se desarrolle en nuestras comunidades un verdadero espíritu de participación en la acción sagrada y en la difusión fructífera del don de ser hijos de Dios. Nuestra atención estará dirigida sobre todo, al conjunto de las acciones que representan la dinámica de la experiencia de celebrar. Su comprensión nos hará intuir la pobreza de nuestro lenguaje humano, pero al mismo tiempo, nos permitirá entrever la maravillosa grandeza del Inefable que a través de la sencillez de nuestros gestos se pone a nuestro lado, nos guía, nos edifica y nos permite acoger la fuerza de la salvación de Cristo, Maestro y Señor. Vivir las acciones rituales en el estilo de la sencillez evangélica se convierte entonces en una gran súplica a Dios, para que sea el pastor de la comunidad que con fe se reúne en la celebración para proyectarse hacia el cumplimiento del don del seguimiento: la contemplación de la Santísima Trinidad que nos transfigura. 12
1. LA SEÑAL DE LA CRUZ
La celebración litúrgica da inicio siempre con la señal de la cruz, que se marca sobre sí misma la persona que es convocada a celebrar la presencia sacramental de Cristo. Este gesto ritual nace de una opción de fe y de un estilo de vida que involucra la dimensión ordinaria de la existencia del cristiano; gesto que se enseña desde el primer momento de la existencia bautismal puesto que ha de caracterizar cada instante y asegurar todo el camino de la vida del fiel. La cruz es nuestro gran amor porque nos hemos prendido del glorioso Crucificado. Muchas veces, hacemos por costumbre esta señal o signo y pronunciamos las palabras “En el nombre del Padre, del Hijo, y del Espíritu Santo. Amén”3 con una superficialidad que podría interpretarse como superficialidad del corazón o como un olvido del significado que este trazado de la mano expresa claramente. El día de nuestro bautismo fuimos inmersos en la “imagensemejanza” de la gloriosa cruz de Cristo. Cruz que se transformó en el corazón que palpita en nuestra vida, en la inspiración que anima nuestras decisiones, en la inteligencia que nos ayuda a comprender la realidad, en la fuerza que nos permite construir en forma auténtica nuestras relaciones interpersonales, en la luz que ilumina nuestro o con toda la realidad creada. El trazar este signo en nuestra persona física expresa la voluntad de quien quiere crecer en referencia a la Pascua. Nada de nuestra persona humana y cristiana debe sustraerse al misterio de la cruz. Esta verdad tiene su necesaria traducción en algo visible. La interioridad se evidencia y se asienta en el signo, se convierte en una experiencia verdaderamente personalizada, expresa todas las fuerzas que el 3
La versión al español de las fórmulas utilizadas en la Santa Misa están tomadas directamente de: Misal Romano, 7ª ed., Conferencia Episcopal Mexicana, Obra Nacional de la Buena Prensa, México, D. E, 1993; Misal 2008 para todos los domingos y fiestas del año, editado por Carlos Vigil Avalos, Miguel Romero Pérez y Rafael Moya García, Obra Nacional de la Buena Prensa, México, D. F., 2007 [nota del traductor].
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Espíritu Santo ha sembrado en nuestro corazón para que se pueda desarrollar en forma sincera y fecunda el misterio por el que la persona creyente ha sido implicada, conquistada, definida. Toda nuestra persona está marcada ya por esta verdad; es partícipe de esta condescendencia divina y goza de su fidelidad: canta con la vida de cada día que morir en el Señor tiene en sí, la luminosidad de la resurrección. La señal hecha con la mano ilumina la “marca” que el Espíritu Santo ha impreso en nosotros donándonos el corazón nuevo prometido y soñado por los profetas. La palabra, a su vez, da significado al gesto. La cruz de Jesús vive del misterio escondido en Dios de recapitular en Cristo todas las cosas, porque “gracias a él, unos y otros, por un mismo Espíritu, tenemos al Padre” (Ef 2, 18).4 La cruz abre el horizonte de nuestro corazón a la grandeza del amor trinitario y lo ilumina. La Santísima Trinidad es el origen de nuestra vida, es la fuente de nuestra abundancia humana y la meta de toda nuestra historia. El hombre advierte en sí mismo el apremio de entrar en comunión con la fuente de la vida: el Padre, el Elijo y el Espíritu Santo, y en ellos y como ellos, con los hermanos, para vivir esa comunión que ha sido sembrada en su espíritu para desarrollar un inefable proceso de unidad. “Cuando me levanten de la tierra, atraeré a todos hacia mí” (Jn 12, 32), dijo el Maestro. Esta riqueza anima cada una de nuestras celebraciones, que es iluminada en su totalidad por la cruz del Señor. Iniciamos, en efecto, la celebración en la fuerza de la Pascua para vivir en el Espíritu la comunión fraterna y la glorificación del Padre. Las secuencias rituales que dan cuerpo a las asambleas litúrgicas viven del espíritu de la cruz, son su encarnación mientras difundan entre los participantes el entusiasmo de crear un auténtico misterio de unidad. No podemos vivir la comunión si no estamos profundamente inmersos en la fecundidad de la cruz y la verdad de la cruz se manifiesta en el crecimiento de comunión en la comunidad cristiana. Expresemos esta maravillosa síntesis cada vez que a lo largo de nuestra jornada tracemos en nuestra persona la señal de la cruz. Este acto debería cuestionarnos profundamente: ¿La inspiración que anima los momentos de nuestra vida representa un canto de la sabiduría de la cruz? 4
En la presente traducción al español, las referencias de las Sagradas Escrituras así como las abreviaturas de los libros correspondientes, están tomadas de la Nueva Biblia Española, Edición Latinoamericana, versión dirigida por Luis Alonso Schökel y Juan Mateos, Ediciones Cristiandad, Madrid, 1976 [nota del traductor].
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¿Nuestras relaciones humanas han sido fecundadas por la muerteresurrección del Maestro? Muchas veces nos hemos visto tentados a querer vivir la comunión sin la cruz porque nos buscamos a nosotros mismos y no anhelamos la fuente de la vida y su sabiduría. La verdad de nuestra existencia es aquel árbol del cual mana la vida, que es fraternidad, unión, comunión, comunicación en la perspectiva de la unidad por la cual el Redentor murió y resucitó. El kerigma primitivo (“padeció y fue sepultado, y resucitó al tercer día, según las Escrituras”) está vivo en nuestro espíritu y se acrecienta mediante los gestos ordinarios, los cuales, precisamente por ser ordinarios, nos permiten comprender toda su profundidad. Esta experiencia nos hace amar la cruz: ya no la vemos como fuente de encierro, de depresión o de fracaso, sino como el camino para poder ser verdaderamente nosotros mismos. Desde esa cruz vemos el mundo con el corazón y los ojos de Cristo y gozamos de aquella intimidad divina que es el único significado que sustenta nuestra existencia. Los padres y los padrinos, cuando trazan la señal de la cruz en la frente del bebé el día de su bautismo, se comprometen a educarlo en el mismo estilo de Jesús muerto y resucitado, para que la vida del niño sea su continua expresión, como dice el Rito del Bautismo al momento de la señalización inicial. Trazar sobre el menor la señal de la cruz significa formarlo para que ame a Dios y al prójimo según las enseñanzas de Cristo. Nos percatamos entonces que la señal de la cruz es el inicio de la verdadera vida, es el significado de nuestra ascensión hacia la plenitud de la gloria, es la expresión de nuestra identificación con el misterio pascual que viviremos en la Jerusalén celestial cuando sigamos al Cordero adonde vaya, pues fuimos lavados con su sangre.
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2. REUNIRSE
El día de nuestro bautismo fuimos incorporados a la comunidad cristiana que nos acogió como don del Espíritu Santo y a medida que hemos ido creciendo en la vida de Dios y en la experiencia de la comunión, hemos ido aprendiendo con gozo a ser un “nosotros”. El cristiano es una persona “comunitaria” porque es viva imagen de la Santísima Trinidad: ya no vive solo, pues quien está en Cristo, está con los hermanos, aun estando físicamente lejos de ellos. Nuestro espíritu creyente vibra en continuo anhelo de comunión porque se percata del apremio de encarnar en la vida cotidiana el don de la vida divina y de hacer partícipe de ella a sus hermanos. Cuando nos encontramos en el “espacio sagrado”, vivimos la experiencia de estar unidos en el nombre del Señor porque hemos sido convertidos por la escucha de la Palabra que nos ha introducido en el estilo evangélico de vida, en la fecundidad de la fe que se funda en la señoría de Cristo, en la fuerza de la esperanza que vive de la inefable acción del Espíritu Santo, en la vitalidad del amor que el Padre ha infundido en nuestros corazones. Nuestras asambleas respiran la divinidad puesto que el Espíritu Santo sopla sobre ellas, teniendo en el centro a Cristo que actúa para la glorificación del Padre. ¡Qué difícil es para el hombre de hoy, redescubrir el significado del don de ser convocados en la fe, de reunirse por un ideal común, de establecer junto a los hermanos gestos que ayuden a vivir el proyecto divino de congregar a los hombres en una verdadera unidad! Cuando nos reunimos no somos personas que por libre y espontánea iniciativa se citan en un lugar; hemos sido convocados, elegidos, amados, porque en Cristo, el Padre nos eligió “antes de crear el mundo, para que estuviéramos consagrados y sin defecto a sus ojos en el amor” (Ef 1, 4), para que desarrollemos el verdadero sentido de nuestra vocación a la comunión (cfr Col 3,12-17). Sólo el redescubrimiento continuo de la centralidad de Cristo nos ayuda a incorporarnos en esta realidad. Cristo nos ha arrancado de nuestra soledad impregnada de marginación y de frustración, del pecado que nos lleva a ser esclavos del 16
yo y sus emociones, de la inseguridad de la “carne” que encierra a la criatura en el efímero y limitado horizonte histórico. Cristo nos ha introducido en la comunión con el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, con todos los hermanos que encontramos en nuestro camino, con todos los hombres que respiran la fuerza creadora de Dios. La liturgia nos invita a redescubrir nuestra vocación humana, a crecer en la comunión, a ser pueblo de Dios, a actuar con los hermanos y por los hermanos en la dinámica misma de la celebración, porque se requiere tomar conciencia de que nuestra existencia es verdadera si sabe cantar el “nosotros” de la Santísima Trinidad. La asamblea litúrgica nos hace revivir la fecundidad y la alegría de la Iglesia Apostólica (cfr Hch 2,42-47). La carcoma que arruina nuestro encuentro cultual está constituida por la angustia de llevar adelante finalidades inmediatas que nos alejan de la mentalidad del Evangelio, el cual gradualmente cambia el corazón del hombre, introduciéndolo en la experiencia divina de comunión que será plena cuando Dios sea todo en todos. Nuestro corazón debería estar abierto a las fuertes instancias e interpelaciones sugeridas por una auténtica y honesta motivación que nos induzca a vivir el don de reunimos con los hermanos. La fecundidad de nuestras asambleas depende de lo que pasa en nuestro corazón, de las súplicas que operan en nuestro espíritu, de las luces que nos guían en el diálogo, en la acogida, en las relaciones humanas, en la forma de vivir el signo de estar juntos en un mismo lugar para establecer gestos que nos hagan redescubrir la vocación que Dios mismo ha puesto en nuestro corazón: ser comunión a imagen de la Santísima Trinidad. Si la liturgia nos prepara al redescubrimiento del proyecto divino, el hecho de reunimos en la asamblea cultual nos debe interpelar acerca de nuestro modo de acompañar a los hermanos en la vida ordinaria. En consecuencia, la sed de comunión que aflora en el corazón del hombre y que tiende a hallar soluciones decepcionantes en el devenir humano, encuentra en la genuina celebración de la comunión litúrgica, el lugar donde saciarse. Nosotros somos signo de la Iglesia y de la verdad del pensamiento divino, cuando nos reunimos en el nombre del Señor, habiendo sido llamados a dar cabida a su Espíritu, a su Palabra, a su Pascua, a su misión. La alegría de la asamblea es pasividad que genera una inagotable actividad: llamados a estar juntos en el Señor, cantamos su Pascua; reunidos por su Espíritu, nos amamos según el estilo de Pentecostés; 17
convocados al único altar, nos convertimos en un solo cuerpo y una sola alma, como nos enseña la oración eucarística en la epíclesis de la comunión. El tiempo en que vivimos el don de la asamblea es el hoy de nuestra salvación, es el hoy del paso de Babel a Pentecostés y del pecado a la gracia. La unidad que anima a la asamblea significa entonces que la humanidad debe reunirse en el templo de Dios: estar en un templo para ser signo del tiempo de Dios que significa crecer y dilatarse en su unidad mientras estamos en el camino de la historia humana. Dejarse preparar en este misterio de comunión nos exige tener la debida disponibilidad al Espíritu Santo, quien nos llama a convertirnos, a alejarnos de las fuentes que ocasionan nuestras actitudes cerradas y podamos así crecer en el deseo de apagar la sed en el único manantial de nuestra vida: la Pascua. La alegría de nuestra reunión es la contemplación del Crucificado, es vivirlo en forma tal que nuestra asamblea sea “la cruz de Cristo”, en la cual vivimos, existimos y actuamos. La vitalidad del hecho de reunimos en nombre del Señor se traducirá en llegar a ser signo profético ante un mundo que busca la verdadera unidad, pues gracias a ésta es como podrá verdaderamente encontrar la paz. Mientras caminemos en la verdad, difundamos el perfume del Espíritu Santo que lleva los hombres a Cristo, introduciéndolos en la novedad divina. Sabemos que esta reunión nuestra en nombre del Señor es sacramento, es signo transitorio, provisional, que ha de dejar lugar a la gran convocación universal soñada por los profetas (cfr Is 25, 6 ss), vivida por Cristo (cfr Jn 11, 52) en un incontenible anhelo de la Jerusalén Celestial, donde todos los hombres serán plenamente configurados en Cristo. Que ésta sea nuestra esperanza. Nuestras asambleas no deben cerrarse nunca en pequeñas y angostas relaciones según la “carne”: más bien, han de respirar el deseo de crecimiento en la comunión que trasciende toda particularidad de raza, pueblo, lengua... de modo que podamos pasar todos del don de ser convocados en el sacramento a la inefable experiencia de la plena comunión gloriosa, en el único canto nuevo que los santos presentan a Dios y al Codero. 18
3. PERMANECER DE PIE
La Instrucción General del Misal Romano afirma: “La uniformidad de las posturas, que debe ser observada por todos participantes, es signo de la unidad de los de la comunidad cristiana congregados para la sagrada liturgia: expresa y promueve, en efecto, la intención y los sentimientos de los participantes. Los fieles están de pie desde el principio del canto de entrada, o bien, desde que el sacerdote se dirige al altar, hasta la colecta inclusive; al canto del Aleluya antes del Evangelio; durante la proclamación del Evangelio; mientras se hacen la profesión de fe y la oración universal; además desde la invitación, Oren hermanos, antes de la oración sobre las ofrendas, hasta el final de la Misa, excepto lo que se dice más abajo” (nn. 42-43).5 Estas indicaciones viven de la experiencia interior que anima a los fíeles en la celebración litúrgica. La alegría de encontrarnos en la asamblea se expresa con nuestra postura de pie, posición del cuerpo que da a entender toda una vasta gama de sentimientos y de convicciones interiores que vibran cuando el alma se coloca ante la presencia de Dios y se siente plenamente en ferviente diálogo con la divinidad. Permanecemos de pie o nos ponemos en posición erguida porque estamos frente a alguien que determina y ennoblece nuestra vida, que da ímpetu a nuestra existencia y la hace plena. La persona cuando está ante Dios, se levanta, se pone de pie, para subrayar el gran respeto que el hombre debe tener al Altísimo y para decirle que es su único Señor, como nos enseña la Escritura, en el encuentro de Abraham con Dios en la encina de Mambré (cfr Gn 18, 8). 5
El texto en italiano en los capítulos 3, 5, 6, 10, 21, 22, 24, 26, 27 y 29, hace referencia a la Instrucción General del Misal Romano (IGMR) anterior; en esta versión al español se aprovecha para actualizar dichas referencias de acuerdo a la Instrucción General del Misal Romano vigente (traducida por la Conferencia Episcopal de Colombia, 2007), tomada directamente del sitio de Internet de la Santa Sede: http://www.vatican.va/roman_curia/congregations/ccdds/documents/rc_con_ccdds_d oc_20030317_ordinamento-messale_sp.html [nota del traductor].
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Nuestra existencia está siempre delante de Dios, aun cuando se encuentra atrapada por tantos compromisos y proyectos humanos, para decirle con la vida misma que no existe otra razón fuera de su amor. Por este motivo, nuestra oración se expresa permaneciendo de pie, tal como procedió la asamblea de Israel en el momento en que el rey Salomón dedicó a Dios el templo pronunciando su larga plegaria (cfr I Re 8,14). La divinidad es la fuerza que regenera a toda la persona, y la persona erguida expresa toda su gratitud y su familiaridad con Dios. La asamblea al permanecer de pie expresa la viva relación que la une con su Dios y manifiesta el movimiento ascensional de quien toma conciencia de que su historia es una escalada hacia la plenitud de la comunión con Dios en la espera de llegar a la gloria definitiva. La historia de las religiones nos ilustra en cuanto a esta postura ritual. Los antiguos construían sus templos sobre las alturas para indicar visiblemente una cercanía mayor con Dios. La criatura a través de la posición erguida desea resaltar que su postura orante es un intento por alcanzar en forma más intensa la comunión con la divinidad y expresa la clara conciencia de estar en mayor cercanía con el Altísimo. Dicha postura se hace particularmente significativa cuando proclamamos nuestra fe en el Credo y durante la Plegaria Eucarística, dado que con dicho gesto cantamos frente al mundo que la verdad, que viene de lo alto e ilumina nuestro espíritu, nos une en íntima comunión con Cristo; además, profesamos públicamente que su Pascua es el fundamento de nuestra existencia en todas sus manifestaciones. La muerte y resurrección de Jesús son el núcleo substancial de nuestra vida, por consiguiente, cada vez que esta verdad resuena en nuestras asambleas no podemos más que ponernos de pie para expresar toda nuestra gratitud. En efecto, el Evangelio que representa el ferviente anuncio es el fundamento de nuestra vida. El evento pascual que se descubre mediante nuestra constante y activa atención al misterio, hace vibrar todo nuestro ser y todo nuestro actuar. La muerte del Señor nos enaltece y la fidelidad del Padre es fuente de exaltación para nuestro espíritu. El hecho de permanecer de pie al profesar nuestra fe, manifiesta la alegría de nuestro corazón que canta la resurrección del Señor. Este gozo proporciona al creyente, la conciencia y la certeza de su plena realización. Una fe que no sea cantada con la alegría 20
del corazón no hará emerger toda su eficacia existencial. Permanecer de pie es un “canto gestual”. El mensaje pascual a través del gesto de permanecer erguido obra en nosotros y nos sitúa en una viva y fecunda postura de participación en la muerte y resurrección del Señor, forma viva de ponernos en estado de éxodo. La alegría de la resurrección nos sitúa en posición dócil al Espíritu, nos hace plenamente conscientes de la fidelidad del Padre, de tal forma que podamos caminar empezando una vida nueva hasta el monte de Dios para vivir la contemplación eterna de la gloria del Padre. Escuchamos de pie para acoger la Palabra, para estar atentos a la propuesta de vida que el Maestro nos ofrece de manera que podamos, en forma decidida, radical e irreversible, abandonar al “hombre viejo” con toda su carga de esclavitud que nos impide realizar un camino ligero y orientarnos hacia los prados eternos del Reino. De pie con Jesús y como Jesús, subimos hacia Jerusalén, porque al pie de la cruz podemos dirigirnos a su glorificación. La asamblea no es estática ni fija durante la celebración, sino que está en constante movimiento hacia la plenitud. Quien está de pie, está listo para seguir lo que el Espíritu Santo dice a las iglesias con el objeto de poder participar después en la victoria pascual del Maestro en la Jerusalén celestial. Nuestro gesto de permanecer de pie nos ayuda entonces a no poner en nosotros la fuente de los criterios a los cuales haya que recurrir si queremos andar en los caminos de la vida, sino que es un acto de fe orante que proclama al mundo que la salvación viene de lo alto: “Levanto los ojos a los montes, ¿de dónde me vendrá el auxilio? El auxilio me viene del Señor, que hizo el cielo y la tierra” (Sal 121,1-2). Entonces nuestra vida interior dará vitalidad al lenguaje de los signos celebradores, no se acomodará ya a las realidades contingentes porque estará atenta, vigilante, como el centinela que en la mañana aguarda la aurora para proclamar la buena nueva de la salvación y de la redención. La invitación a permanecer de pie que la liturgia nos propone, expresa la alegría de nuestro corazón creyente que anhela crecer en la plena talla de Cristo Jesús, muerto y resucitado, a través de un peregrinaje fecundo en el desierto de la vida cantando la fe en su Pascua.
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4. ARRODILLARSE
La tradición cristiana nos recuerda constantemente la costumbre de arrodillarse; las bancas en los templos son una invitación a ponernos de rodillas, sobre todo en la oración personal. Dicha posición del cuerpo nos dispone a una variedad de actitudes que animan el corazón y que ayudan a superar la tentación de autosuficiencia típica del hombre contemporáneo, quien interiormente quisiera estar siempre de pie: ponerse de rodillas podría significar para él un estado de derrota. Ponerse de rodillas: el aspecto que surge de inmediato es la conciencia de estar ante la presencia del Señor; como dice el salmo: “Entren, inclinados rindamos homenaje, bendiciendo al Señor, Creador nuestro. Porque él es nuestro Dios, y nosotros su pueblo, el rebaño de su aprisco” (Sal 95,6-7). Frente al Inefable, el alma no puede más que ponerse de rodillas y proclamar, incluso mediante la postura física, que Dios es el Señor de la vida. Esta postura subraya el espíritu de humildad que compenetra la criatura animando su corazón. A menudo, decimos que estamos ante la presencia de Dios, que vivimos la condición de criaturas, que somos dóciles a la señoría del Espíritu, pero estas afirmaciones podrían ser sólo bellas expresiones que no tocan nuestra persona en su integridad. Debemos siempre recordar que tales actitudes se deben encarnar en el gesto de hincarse, que es la posición de la realidad del creyente como criatura. Este gesto es el signo concreto del corazón que adora. El gozo de nuestro espíritu nos lleva a revivir la actitud de los ancianos del Apocalipsis postrados en la contemplación del Cordero (cfr 5, 8-14). La criatura intuye el poder divino, canta sus maravillas y se postra en tierra para manifestar con toda su persona la grandeza de su Señor. Esta postura nos introduce a un profundo espíritu de adoración que se transforma en momento de revelación del plan de Dios. Es la enseñanza que se nos ofrece en la solemnidad de la Natividad del Señor, cuando nos arrodillamos mientras profesamos nuestra fe en el don del Verbo encarnado (“[...] y por obra del Espíritu Santo se encarnó de María, la Virgen, y se hizo hombre [...]”) y lo mismo sucede en la adoración a la 22
cruz durante la celebración vespertina del Viernes Santo (“Miren el árbol de la Cruz donde estuvo clavado Cristo, el Salvador del mundo. Vengan y adoremos”). La asamblea que se pone de rodillas revive la afirmación de Jesús: “Bendito seas, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque, si has escondido estas cosas a los sabios y entendidos, se las has revelado a la gente sencilla” (Mt 11,25), significa acoger a Dios que desciende, que inunda a todos los participantes en la ceremonia e inflama en ellos el deseo de caminar en la verdad, en el amor y en la justicia. Al arrodillarnos, revivimos la intensa invocación presente en nuestro espíritu para que el Señor nos ennoblezca, anime nuestras intenciones, venga a habitar en nuestras personas e infunda en nuestros la energía de la total obediencia-oblación en las manos del Padre. La luz divina es indispensable para nuestro espíritu ya que en ella vivimos, respiramos y actuamos. “Lámpara es tu palabra para mis pasos, luz en mi sendero”, enfatiza el salmo 119. El gesto de ponernos de rodillas representa la expresión del corazón que se abre frente a la divinidad para acoger su revelación en ferviente deseo de comunión con el Altísimo. El hecho de ponernos de rodillas para dar hospitalidad a la verdad que viene de lo alto, nos prepara a adquirir el sentido de nuestra pobreza como criaturas y de nuestra debilidad como pecadores. Cuando nos hincamos expresamos el intenso deseo de estar en sintonía con Cristo y al mismo tiempo nos percatamos de la fuerte disonancia entre dicho don y nuestra concreta existencia. Frente a la manifestación viva y actual del proyecto del Padre, nos postramos ante Él pues advertimos la pesadumbre de nuestro espíritu que no logra traducir, en la vida ordinaria, lo que el Señor quiere de nosotros. Sin embargo, esta actitud de bajeza y humildad, es también expresión de la convicción enraizada en nuestro interior: quien ha iniciado en nosotros su obra, la llevará adelante hasta su cumplimiento. Arrodillarnos se hace entonces, acogida sencilla del proyecto divino bajo la plena certeza de que Dios mismo en su Espíritu dará fecundidad a sus dones colmando la pobreza de nuestra cotidianeidad. Es la postura de los ordenandos en el momento de la oración de ordenación. Ellos están arrodillados para que el Espíritu Santo, aleteando sobre sus personas, les infunda la fuerza divina que cambia y obra las maravillas pascuales para gloria del Padre y la salvación de toda la humanidad. En este acto de arrodillarse el día de su ordenación, el presbítero tiene la referencia para su fecundidad ministerial. 23
Nuestro gesto de arrodillamos representa el acto de profunda conciencia de nuestros pecados. También nosotros, en la misma forma que el publicano del Evangelio (cfr Lc 18, 13), nos ponemos de rodillas como penitentes y decimos: “¡Dios mío!, ten compasión de este pecador”, y reconocemos que sólo la fuerza divina puede aliviamos de nuestra condición de caídos y alejados de Dios. Es la postura que asumimos cuando en la celebración del sacramento de la penitencia reconocemos nuestro pecado con la viva seguridad de que la fuerza de la Pascua nos alivia y nos introduce en un itinerario de fidelidad a la propuesta pascual del Señor. Esta verdad nos hace intuir por qué en la tradición, durante el tiempo pascual, los fieles no se hincaban: debían celebrar la exaltación de la resurrección. Sólo al finalizar la fiesta de Pentecostés, los fieles se ponían de nuevo de rodillas. Nosotros, en nuestras vidas, cada vez que nos ponemos de rodillas, vivimos la afirmación evangélica: “al que se baja lo encumbrarán”. 6 Hemos de llenarnos siempre de gozo en el Espíritu Santo cada vez que nos ponemos de rodillas de todo corazón, ya que por una parte, reconocemos nuestra humilde condición de frente al Inefable y por la otra, destacamos nuestra plena disponibilidad a la acción divina que levanta a los humildes y despliega en sus corazones el poder de la revelación de su rostro.
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Se refiere a Lc 14, 11 [nota del traductor].
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5. GENUFLEXIÓN
Cuando entramos al templo, el gesto más común y espontáneo que mostramos frente al Santísimo Sacramento solemnemente expuesto y al tabernáculo, es el de una genuflexión. Con este gesto, todo cristiano que entra al lugar de la asamblea cultual hace su acto de fe significando la vitalidad comunitaria y ritual de la celebración litúrgica: es una extensión de la profesión de fe en Cristo, muerto y resucitado. La Instrucción General del Misal Romano dice: “En la Misa el sacerdote que celebra hace tres genuflexiones, esto es: después de la elevación de la Hostia, después de la elevación del cáliz y antes de la Comunión [...]. Pero si el tabernáculo con el Santísimo Sacramento está en el presbiterio, el sacerdote, el diácono y los otros ministros hacen genuflexión cuando llegan al altar y cuando se retiran de él, pero no durante la celebración misma de la Misa. De lo contrario, todos los que pasan delante del Santísimo Sacramento hacen genuflexión, a no ser que avancen procesionalmente” (nn. 274-275). Estas indicaciones rituales nos ayudan a interpretar el evento eucaristía) en todas las celebraciones como escuela de vida pascual, en la cual la genuflexión constituye una expresión peculiar. El acto de la genuflexión, que va más allá del simple momento ritual que representa la voluntad de vivir la Pascua incluso en la piedad individual, es expresión del profundo espíritu de adoración presente y operante en el fiel, quien resalta la señoría de Dios en su vida. Es lo que nos enseña el apóstol Pablo en el himno de la Carta a los Filipenses. “[...] de modo que a ese título de Jesús toda rodilla se doble —en el cielo, en la tierra, en el abismo— y toda boca proclame que Jesús, el Mesías, es Señor, para gloria de Dios Padre” (2,10-11). Hacer la genuflexión es signo vivo de la fecunda confesión de fe en el misterio pascual, es manifestación de la voluntad creyente que anhela participar en el misterio de la muerte y resurrección del Señor. El misterio eucarístico, que constituye el centro de la vida de la comunidad cristiana, en su dinámica celebradora ennoblece todo nuestro 25
ser porque en la fe y en el bautismo fuimos llamados a morir y a renacer constantemente para participar en el banquete del sacrificio del misterio pascual compartiendo plenamente los sentimientos del Redentor. Una vez más, nos enseña el apóstol: “Porque ninguno de nosotros vive para sí ni ninguno muere para sí; si vivimos, vivimos para el Señor, y si morimos, morimos para el Señor; o sea que, en vida o en muerte, somos del Señor” (Rom 14, 7-8). Muestra acción de doblar la rodilla es un gesto de profunda fe pues es la profesión que vivimos del contenido de la revelación: “el Mesías murió como lo anunciaban las Escrituras, fue sepultado y resucitó al tercer día, como lo anunciaban las Escrituras” (cfr I Cor 15, 3-4). Hacer la genuflexión por esta razón es particularmente significativo. Mientras flexionamos la rodilla hasta el suelo, estamos reconociendo nuestra vocación a participar y a crecer en la semejanza de la muerte del Señor, para después gozar la expansión de la vitalidad de la resurrección, movimiento ascensional desde la tierra..... Disminuir nuestra persona frente a la cruz de Cristo, como lo pide la liturgia del Viernes Santo o ante las especies eucarísticas durante o después de las celebraciones sacramentales, expresa nuestra disponibilidad de abandonamos en plena oblación en, las manos del Padre, imitando la actitud de Jesús en la cruz, para poder experimentar así, la fecundidad de la resurrección. La repetición de este gesto de fe lleva a la comunidad a personalizar cada vez más y mejor, el misterio pascual. Salvados, hemos de caminar empezando una vida nueva (cfr Rom 6,4), viviendo el humilde anonadamiento del Salvador (cfr Flp 2, 6-11). El acto de la genuflexión nos prepara a vivir cada día en continua referencia existencial a Cristo, nos impulsa a introducirnos en su inmolación-ofrecimiento-sacrificio: donde se manifiesta la autenticidad de nuestras elecciones teologales; significa reconocer que no existe otro nombre a través del cual la humanidad pueda ser salvada. Cuando nos introducimos en la plena disponibilidad al Padre flexionando la rodilla para ser dóciles a su voluntad, vivimos la seguridad de que Dios es fiel, de que no nos desilusiona nunca. Abandonamos, en efecto, nuestra autosuficiencia para reconocer que sólo el Padre de Jesucristo es el Señor de nuestra historia. Con la genuflexión, hacemos nuestro el abandono del salmista: “El Señor tiene en su mano mi copa con 26
mi suerte y mi lote: me toca una parcela hermosa, una heredad magnífica” (Sal 16, 5). Desgraciadamente, la costumbre de este gesto, que repetimos con cierta frecuencia en el contexto de las celebraciones o en las devociones personales, se ha hecho tan usual que no siempre tiene la repercusión interior que pudiéramos desear y no nos permite hacer de nuestra existencia una viva profesión de fe frente al mundo. Con este gesto hemos de manifestar nuestra plena adhesión interior a Cristo glorioso que lleva en sí las señales de la cruz y de la muerte, para decirle al mundo nuestro anhelo: “Que nuestro único orgullo sea la cruz de nuestro Señor Jesucristo, porque en él tenemos la salvación, la vida y la resurrección, y por él hemos sido salvados y redimidos” (Antífona de entrada de la Misa vespertina de la Cena del Señor del Jueves Santo). Nuestra genuflexión es vivir en un acto la vitalidad de la fe, es tomar conciencia de lo que significa creer, es dejarse estimular a interpretar y a construir la propia vida en profunda humildad delante del Padre a imitación del Redentor, para que cada instante nuestro sea como un morir del hombre viejo que no sabe leer la historia según el Espíritu y dejarnos así, compenetrar de aquella luz que viene de lo alto y que se hace resurrección. Por consiguiente, la persona vive así cada fragmento del tiempo, no apoyándose en la fidelidad humana, sino esencialmente en la fidelidad divina que no deja nunca de comunicar sus inmutables deseos. Nuestra ascensión hacia el Padre vive en forma incesante el misterio de la muerte y la resurrección de Cristo y el gesto de la genuflexión nos lo recuerda, llamándonos imperiosamente a una perseverante conversión pascual. La conclusión de este camino interior será nuestra plena conformación con el Maestro en la liturgia de los santos, propia de la Jerusalén celestial.
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6. PERMANECER SENTADOS
El recinto que reúne a la asamblea litúrgica tiene siempre bancas para sentarse; ofreciendo así un servicio útil para el desarrollo de la celebración, conforme a lo que sugiere la Instrucción General del Misal Romano: “Los fíeles [...] estarán sentados mientras se proclaman las lecturas antes del Evangelio y el salmo responsorial; durante la homilía y mientras se hace la preparación de los dones para el ofertorio; también, según las circunstancias, mientras se guarda el sagrado silencio después de la Comunión” (n. 43). Esta disposición tiene en sí toda una resonancia bíblica. Cuando se proclama la Palabra en el contexto de la celebración, la mente de los fieles revive la postura de los discípulos cuando escuchaban las palabras del Maestro que pronunciaba el Sermón de la Montaña (cfr Mt 5,1), también reproduce el comportamiento de María que gozaba escuchando a Jesús sentada a sus pies, recibiendo el elogio: “María ha escogido la mejor parte, y ésa no se le quitará” (Lc 10, 42). El gesto de sentarse expresa particulares actitudes y reviste una vasta gama de significados. La posición el cuerpo de quien se sienta enfatiza la espera de algo; en consecuencia, facilita la escucha y la recepción de un mensaje, de donde sea que venga; en fin, favorece la atención, la meditación y el itinerario contemplativo del espíritu. El sentido de reposo que envuelve el cuerpo repercute, en efecto, en la postura de la persona. En el contexto de la celebración, dicha postura encarna particulares situaciones interiores. El acto de sentarse expresa una profunda voluntad de descubrir el verdadero significado de la vida. El cristiano lo busca en Dios: en el gesto de sentarse ilumina el íntimo deseo de que Dios le hable, le done aquellos valores, en torno a los cuales pueda construir su existencia. Sentarse es una epíclesis en acto, para que Dios venga y se revele. Además, aflora un profundo sentido de quietud y de reposo que permite al hombre crear las condiciones para que su espíritu pueda acoger con espontaneidad y con corazón abierto el don del otro: su palabra, su relación, su comunión-comunicación. El hombre al estar sentado es toda 28
atención y disponibilidad y se encuentra en la posición más favorable para aprehender los grandes valores de la fe. La luz de la fe, en efecto, anima dicha disponibilidad para que la asamblea pueda decir con este gesto que Dios es el Señor y que su luz ha de penetrar en las profundidades del corazón. El estado de distensión física que caracteriza la postura de estar sentado dice que el ánimo no quiere poner defensas frente a la voluntad divina, la cual desea hacer su morada en el hombre para fecundarlo e impregnarlo en toda su sensibilidad. Esta postura se expresa además en la serena decisión de compartir la palabra de vida, de comunicar la experiencia interior para enriquecer al otro o a la comunidad, para trabajar por una unidad fraterna donde se desarrolle la misma sensibilidad espiritual. El acto de sentarse expresa un ardiente deseo de comunión, en este sentido, Jesús es un maestro. En la narración joánica de su encuentro con la samaritana, se anota: “Jesús, agotado del camino, se sentó sin más junto al pozo” (Jn 4, 6). El sentarse significa aquí descansar para comunicar verdad, anhelo de verdad y serenidad interior que se dona al ánimo del hermano que se acerca. El corazón, en efecto, cuando está pleno de cosas grandes que goza, siente la necesidad de “sentarse con los hermanos” para hacerlos partícipes del don recibido. Es muy enriquecedor el hecho de encontrarse a compartir la Palabra. Esto puede suceder en los encuentros fraternos en torno a la Biblia para un crecimiento compartido contemplando a la persona de Cristo, o bien, en el ámbito de una homilía dialogada: entonces todo bautizado ejercita su propio sacerdocio, se hace voz del Espíritu para los hermanos, y los hermanos comparten el único don que el Espíritu mismo ha ofrecido a cada uno de ellos. Dicha postura destaca la dimensión profética de la comunidad cristiana y proclama frente al mundo que el pan cotidiano de los salvados es la Palabra que alimenta su vida y que los hace experimentar la alegría de la salvación que viene de lo alto. El sentido de tranquilidad del acto de sentarse representa muy bien el reposo escatológico, según nos sugiere el autor del Apocalipsis, introduciéndonos en la contemplación eterna: “Al que salga vencedor lo sentaré en mi trono, a mi lado, lo mismo que yo, cuando vencí, me senté en el trono de mi Padre, a su lado” (Ap 3, 21). El movimiento efectuado al sentarse, mientras enfatiza el gusto de querer descansar, representa una orientación hacia la realidad definitiva de la comunión eterna con Dios. Manifiesta una profunda aspiración hacia la 29
patria en la cual la criatura encontrará su lugar definitivo en la vida verdadera y perfecta. En el acto de sentarse, aflora el deseo de la visión eterna pues nos percatamos de que la Palabra escuchada en la asamblea litúrgica será reemplazada por la plenitud de la alegría, donde el alma será totalmente compenetrada por la comunicación divina y en la luz eterna gozará de ser plenamente ella misma. El sentarse, en efecto, permite la inefable comunicación del Eterno. Aquí, en efecto, aparecerá la plena comunicación entre la mirada transformadora de Dios y las miradas de todas las criaturas humanas unidas en la visión eterna. Si al sentarse es posible una profunda comunicación de las miradas, tal fecundidad relacional será totalmente realizada en la comunión de la Jerusalén celestial. En la liturgia del cielo experimentaremos estos sentimientos y estados de ánimo en forma singular: entonces estaremos en la paz eterna, en el silencio pleno do recogimiento, en la posesión íntima y beatificante de la realidad que no muere. En la luminosidad divina estaremos liberados de las angustias y de las preocupaciones que vivimos ante el hecho de perder el momento fugaz de la alegría relacional, como frecuentemente constatamos en el devenir histórico. Dentro de la temporalidad, en efecto, sentimos las características de la provisionalidad de nuestras experiencias en torno al diálogo, mismas que tienden a limitarse a la sucesión de los instantes efímeros: nos sentamos teniendo en mente que llegará el momento de retirarse y alejarse así del gozo del encuentro. Dicha realidad será definitivamente superada cuando podamos asentarnos eternamente en el banquete del Reino. Esta experiencia puede ser, por lo tanto, verdaderamente exaltadora para nuestro espíritu; cada vez que nos sentamos, nuestro espíritu entra en paz, esa paz que nos hace acoger la Palabra divina y saborear la paulatina comunicación que Dios hace de sí mismo. Cuando entramos a un templo y nos sentamos, nos percatamos espontáneamente de la sensación de vivir aquella paz que viene de la Palabra con la que hemos sido enriquecidos, saboreamos con anticipación el gozo eterno que nos espera y nos entusiasmamos por el hecho de detenernos con los hombres, nuestros hermanos, para crecer juntos en la misma esperanza y compartir con ellos la alegría de la paz divina que debe animar todas nuestras formas de relacionarnos.
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7. GUARDAR SILENCIO
Un aspecto particularmente relevante en la reforma conciliar es el del silencio sagrado (cfr SC 30). En Principios y Normas para la Liturgia de las Horas, encontramos las siguientes palabras respecto a éste: “Para acoger en los corazones la plena resonancia de la voz ti el Espíritu Santo y para unir más estrechamente la oración personal con la Palabra de Dios y con la voz pública de la Iglesia, se puede entonces, según la oportunidad y la prudencia, intercalar una pausa de silencio después de cada salmo [...]. Pero se ha de evitar la introducción de lapsos de silencio que deformen la estructura del oficio o que provoquen molestias o disgusto a los participantes” (n. 202). La liturgia bizantina recalca en forma muy solemne la actitud de silencio para poder escuchar la proclamación del Evangelio: “Sabiduría, ¡atentos! Escuchemos el santo Evangelio”, mientras que la liturgia romana nos lo indica explícitamente después de la invitación del celebrante: “Oremos”. Estas exhortaciones del Magisterio y de la praxis litúrgica, nos ayudan a entender la importancia que tiene el silencio en la dinámica de la celebración litúrgica. El hecho de guardar silencio no tiene nada que ver con el malestar que proviene de la búsqueda forzada de permanecer en silencio, búsqueda que sólo lleva al hombre al vacío. El silencio muestra particulares actitudes que emanan de una riqueza interior: la viva conciencia de encontrarse ante la presencia de Dios que nos revela su rostro y su salvación. La criatura cuando se pone frente a su Creador, lo glorifica sobre todo a través del silencio, conforme a lo que ya decían los antiguos: se glorifica a Dios con el silencio, porque el silencio es alabanza al Altísimo. Guardar silencio es reconocerse criatura necesitada de la presencia divina. Además, el silencio hace brotar la súplica intensa del corazón humano que clama la venida del Señor. Esta actitud del hombre responde a la llamada que Dios le dirige a mantener una disposición de auténtica acogida a la Revelación. En efecto, el silencio es el ambiente normal en que vive y se desarrolla la comunión con Dios: su función es la de introducirnos en la comunión divina y poner 31
las condiciones para que Dios mismo nos manifieste su rostro. Dios habita en el silencio, porque su vitalidad interior es “silencio”. Al guardar silencio, se acentúa la premura de nuestro corazón por habitar en Dios para contemplar su inefable esplendor. El silencio jamás es vacío o tiempo inútil que debería ser llenado, es más bien el terreno de la fecundidad divina, es la epíclesis del alma creyente que vive la nostalgia del Absoluto, es la actitud ritual y existencial previa a cada verdadero y explícito encuentro con Dios. Cuando nos ponemos en actitud de silencio, revivimos la experiencia de Nazaret, gozamos de la perennidad del misterio de la encarnación, saboreamos el hoy de Dios que nos salva. Tal riqueza interior exige, sin embargo, que sepamos descubrir el significado profundo del silencio que acompaña cada estación de la vida del hombre. Cuando Dios nos conduce al silencio, nos está invitando a dar un salto de calidad en la construcción de nuestras vidas, a penetrar en la profundidad del sentido de la existencia, a tomar las elementos esenciales que hacen fecundo todo momento de nuestro caminar en la historia humana. Guardar silencio genera entonces una sed viva de la Palabra. La espera es el lugar que genera el silencio; es la actitud de quienes escuchaban a Jesús en la sinagoga de Nazaret: “Enrolló el volumen, lo devolvió al sacristán v se sentó. Toda la sinagoga tenía los ojos fijos en él” (Lc 4, 20). El Altísimo genera el silencio en su misterio de amor va que nos hace esperar y alimentar la sed que sólo su venida puede saciar. Cuando construimos el verdadero silencio, afirmamos que nuestro espíritu ha sido conquistado por Dios. Nuestra vida es entonces, reflejo operativo de que el Señor habita en nuestro corazón. El silencio es apertura viva y fecunda hacia el infinito por parte del corazón humano, significa derribar toda defensa ante la manifestación de Dios, es gozo de la divina libertad en el espíritu humano, es la alegría de dar hospitalidad al Dador de todo don. El silencio manifiesta entonces la premura presente en el alma por llegar a la comunión con el mismo Dios. Muchas veces consideramos que el máximo lenguaje de la comunicación interpersonal es la palabra y la sucesión de las expresiones dialógales. Pero si penetramos en el mundo de Dios, nos damos cuenta de que el silencio constituye el lenguaje habitual de la relación vivida entre el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. El hombre que vive el silencio acoge al 32
hermano más allá de las diferencias y el hermano goza por haber sido acogido como don. El silencio se hace entonces la expresión en acto de la viva conciencia de quien dialoga, es don recíproco en un ambiente de vitalidad y fecundidad verdaderamente inagotables. Toda expresión que se lleva a cabo en la celebración litúrgica, nace del inefable silencio de comunión que subsiste entre Dios uno y trino y la comunidad, entre el Espíritu Santo y las almas, y se convierte en ocasión para una profundización espiritual y existencial hasta que llegue el tiempo en que el alma entre en plena comunión con la Santísima Trinidad. Es la actitud de María a los pies de Jesús que prefigura la situación definitiva de los discípulos en la Jerusalén celestial. Nuestro silencio es la expresión del gozo de la inefabilidad del encuentro. La intensidad de la relación con los hermanos, y sobre el ambiente humano, con Dios, deriva de la fuerza vivida por cada cristiano, por el gozo de su alma al verse envuelta e impregnada por el resplandor divino. La verdad de cada encuentro es su fecundidad en el silencio del alma. Sólo el hombre superficial descuida las palabras escuchadas y las deja aparte como si no le interesaran, ve el instante presente como algo que ya hubiera pasado sin tener repercusión alguna. El hombre contemporáneo, enfermo por las prisas y proyectado fuera de sí mismo, deja pasar todo y construye así una vida inconsistente. El silencio se hace el lugar de la profundización, de la meditación, del discernimiento de la Palabra, de la personalización del encuentro con Dios para sondear las profundidades y las inexorables riquezas de la manifestación divina. El silencio hace emerger la premura por alcanzar la plenitud de la comunión-comunicación con el Absoluto. Este es el silencio que vive el alma después de la celebración de la Eucaristía y de la liturgia de las horas, después de un acontecimiento sacramental y de cualquier momento de intensa oración personal. Debemos apreciar la irradiación de la venida del Señor que va adquiriendo cada vez más, sabor de feliz eternidad, hasta el momento en que el alma verá a Aquel que hoy sólo sacramentalmente puede saborear, a Aquel que hoy en el signo de la Palabra y del lenguaje de los signos sacramentales acoge la Revelación. Guardar silencio, por consiguiente, es la grandeza del hombre que goza el don de ser criatura y de acoger a Dios que nunca cesa de venir al 33
encuentro del ser humano que está en proceso de búsqueda. En el silencio, hemos de notar el anhelo de la espera que nos hace regocijarnos con el Espíritu Santo y cantar la alegría de la comunicación divina: sentido de la existencia histórica del hombre y de toda la comunidad cristiana.
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8. PROCLAMAR
Durante la celebración litúrgica, cuando se acerca el lector al ambón, proclama las Sagradas Escrituras frente a la asamblea. Este acto adquiere toda su vitalidad si lo releemos a la luz de la historia de la salvación, particularmente dentro de la tradición veterotestamentaria. El uso de la expresión “proclamar”, en efecto, expresa la actitud de quien está llamado por el Espíritu Santo a ser heraldo de Cristo, del Salvador esperado por toda la humanidad y fuente de la verdadera alegría, capaz de colmar el corazón de toda criatura. El contexto de la celebración no acepta el uso de los términos “leer” o “decir” que limitarían el mensaje que se ha de comunicar, confinándolo como si se tratara de una simple información. La Palabra es “proclamada” porque es Dios mismo quien interpela el corazón del hombre llamándolo a una fecunda conversión. La conciencia de ser instrumento de la Palabra alienta al lector a poner toda su carga interior hacia el logro de una penetrante comunicación dirigida a cada persona que está escuchando. Proclamar la Escritura es gritar al mundo el sentido de la vida v al hacerlo se desborda el sentido de plenitud que obra en el corazón de quien anuncia. Este hecho de gritar brota del ánimo de quien se ha dejado enamorar por una verdad y la siente decisiva en la historia de todo hermano y de toda comunidad. El acto de gritar quiere expresarse como una luz que ilumina a cada hombre que está buscando la verdad. El tono de la voz revela, por un lado, la profunda convicción de vida encarnada en el heraldo, cual gozosa promesa largamente esperada y que ahora se ve realizada; revela además el gran anhelo apostólico, característico de quien lleva al mundo el Evangelio de la esperanza. Y por el otro lado, revela la conciencia de que la humanidad está verdaderamente esperando la Palabra capaz de transformar la historia, de infundir fuerza a los desalentados, de enseñar el camino para llegar a la vida. La proclamación litúrgica de la Palabra nos hace revivir el anuncio de la salvación, según la describe el profeta Isaías: “¡Qué hermosos son sobre los montes los pies del heraldo que anuncia la paz, que trae la buena 35
nueva, que pregona la victoria; que dice a Sión: Ya reina tu Dios!” (Is 52, 7). El anhelo de los profetas que proclaman la Palabra del Altísimo con el fin de llamar al pueblo a la conversión, se encarna en el lector que en la celebración litúrgica anuncia el hoy de la salvación pascual. La proclamación del Evangelio se hace comunicación divina a través de la voz humana, introduciendo a la asamblea en el contexto de una experiencia de fe. El discípulo del Señor no “dice” su fe, ya que en ese momento no está formulando unos principios, no está presentando un razonamiento, no está convenciendo dialécticamente al hermano: con su voz, expresión de su disposición interior, proclama al mundo el contenido de su fe, como invita el apóstol: “y toda boca proclame que Jesús, el Mesías, es Señor, para gloria de Dios Padre” (Flp 2, 11). El lector comunica a todos los presentes las maravillas del Padre en el inefable don pascual (cfr Hch 2, 11). Dios habla para mantener despierto el corazón del hombre e impedirle que se deje ahogar “con los afanes y riquezas y placeres de la vida” (Lc 8, 14). El gritar-proclamar en un contexto evangélico, implica en quien anuncia, plenitud de fe, docilidad al Altísimo, sintonía entre vida, corazón y voz, en forma tal que sea un auténtico profeta de salvación y de conversión. Sólo quien está arraigado en la fe y se deja penetrar por el mensaje del Evangelio, está revestido de fuerza v regocijo, por eso “grita” y lo hace porque él mismo es el signo vivo de un acontecimiento que expresa la salvación de toda la humanidad. La vida en su cotidiano transcurrir, puede provocar profunda apatía en los corazones y trágica monotonía venida de la confusión de tantos puntos de vista; el hombre corre el riesgo de dormirse espiritual mente v de dejarse aplastar por el sinsentido de la vida cotidiana. El creyente proclama frente a este mundo La exuberancia de su fe para que todos los hombres puedan verdaderamente crecer en la esperanza y así, recuperar la voluntad de vivir: en ese grito está la buena nueva de la vida. Es el grito del profeta Isaías a los desalentados: “Mi Señor me ha dado una lengua de iniciado, para saber decir al abatido una palabra de aliento” (Is 50,4); es el gran testimonio apostólico de Pedro y de Juan frente al Sanedrín: “¿Puede aprobar Dios que los obedezcamos a ustedes en vez de a él? Júzguenlo 36
ustedes. Nosotros no podemos dejar de contar lo que hemos visto y oído” (Hch 4, 19-20). El gesto de proclamar las Escrituras en el contexto de la asamblea litúrgica expresa esta convicción de fondo: el lector se siente inserto en la vitalidad de la Palabra para que su acto-servicio sea la traducción de una riqueza teologal que genere esperanza, regocijo, confianza, luz en cualquiera que se ponga en actitud de auténtica escucha. El efecto no puede más que ser comunitario: “el pueblo cuenta su sabiduría, la asamblea pregona su alabanza” (Eclo 44,15). El poder salvífico alcanza a la asamblea reunida por la fuerza del Espíritu Santo y animada por la luz del Evangelio; la comunidad creyente es regenerada por el grito de la esperanza que proviene de la proclamación de la Palabra; se siente reanimada y goza por ser el lugar de un vivo otorgamiento de gracias ya que Dios al gritar la salvación renueva la fidelidad con su pueblo. En la asamblea se vive la alegría de la mañana de Pascua y se respira el ambiente de Pentecostés. El grito de los fieles es expresión de la exaltación que los invade y que se fundamenta en la seguridad de que Dios acompaña a su pueblo. La proclamación comunitaria de la fe es el grito profético frente al mundo entero para que despierte a la voz del Señor, busque la vedad y anhele estar comprometido en la única Palabra de vida: Cristo Jesús. A través del grito del profeta, Dios habla para dar esperanza a la humanidad. Por otra parte, proclamar juntos las maravillas de Dios, significa desarrollar un proceso de osmosis, en el cual cada hombre contagia, en el buen sentido de la Palabra, a todos sus hermanos bajo la óptica de una experiencia de comunión y esperanza. El proclamar las maravillas de Dios nos hace sentir pueblo que es salvado, que debe ser continuamente salvado, y que posee la seguridad de que será siempre lugar de la divina salvación; es gritar al mundo que Dios es todavía fiel hoy en Cristo Jesús.
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9. ESCUCHAR
El celebrante, al iniciar la liturgia de la Palabra en la Vigilia Pascual, se dirige así a los fíeles: “Hermanos, con el pregón solemne de la Pascua, hemos entrado ya en la noche santa de la resurrección del Señor. Escuchemos con recogimiento la palabra de Dios”. Lo que la celebración de la vigilia pone en clara evidencia representa el medio habitual de toda acción litúrgica, en la cual el hombre es llamado a encontrarse a sí mismo como hombre y como cristiano a través de la disposición de la escucha. La escucha, en efecto, es la actitud fundamental del discípulo del Señor, cuya fe emana del anuncio personalizado de la Palabra. Si la fe es adhesión plena al Verbo, el alma debe necesariamente revivir en forma siempre actual la disposición de la escucha. El misterio divino-humano que distingue al cristiano es una síntesis de Palabra y de aceptación, de semilla que es sembrada y de terreno que la acoge, de condescendencia divina v de recepción humana. A su vez la asamblea litúrgica vive la actitud de la escucha si quiere expresar su propia vitalidad teologal. El acto de la escucha es una actitud fundamental en la vida de todo hombre: con tal acto expresa su profunda convicción de ser criatura. Quien recibe todo de lo alto y ve en Dios su propia consistencia existencial en su totalidad, no puede hacer otra cosa que ponerse en actitud de escucha. Antes de introducirse en la dinámica de la comunicación-acogida de un contenido, la escucha es la expresión de un modo de ser y de relacionarse con la vida: es la actitud de quien goza por ser criatura y anhela construir la propia historia como un itinerario de comunión con los hermanos. El hombre que no sabe o no ama escuchar, vive superficialmente, su existencia se articula en una variedad de cosas por hacer, se hace esclavo de las prisas, corre el riesgo de llevar una vida no fundada en la roca. Quien escucha realiza la regla de oro de la vida: perderse a sí mismo por la alegría del otro, gozar una vida escondida para que el otro desarrolle todo de sí en la gran perspectiva de la auténtica reciprocidad de la comunión. El hombre que goza poniéndose en actitud de atención frente al otro y al cosmos en general, lucha por tener siempre la valentía de vivir y ser él mismo pues está abierto a la aceptación de la vida y a la proyección hacia 38
el futuro. Vive no el culto de la acción que lo encierra en el momento presente, sino que expresa el anhelo de dejarse guiar y de construir un mañana pleno de esperanza. La valorización de esta actitud lleva al hombre a liberar cada vez más su corazón cíe las posibles sorderas o distracciones que pudieran impedirle a la palabra comunicar a su interlocutor toda su verdad, creando un proceso de intensa y fecunda interpelación, teniendo en mente el desarrollo de un vivo sentido de comunión. La escucha es algo que compromete seriamente al hombre puesto que todo lenguaje que alcanza su corazón crea las condiciones para una reflexión, una crítica, una conversión, una efectiva apertura hacia el otro. Quien escucha, ama la comunión y se predispone a vivirla en plenitud. Este estado de ánimo representa un buen terreno para vivir el misterio de la alianza en que Dios se dirige a su pueblo y el pueblo proclama su efectiva disponibilidad a la obediencia. La tradición de las Escrituras en este punto es muy fecunda. La fe nos hace volver a oír las apreciadas expresiones del Antiguo Testamento: “Escucha, Israel, los mandatos y decretos que hoy les predico, para que los aprendan, los guarden y los pongan por obra” (Dt 5, 1); nos vuelve a conducir a la espiritualidad del piadoso hebreo que todos los días repetía a sí mismo y con los hermanos. “Escucha, Israel, el Señor nuestro Dios, es solamente uno” (Dt 6, 4); nos lleva a la actitud habitual del creyente que Dios bendice en forma incesante frente al acontecimiento de la Buena Nueva. En aquel “Gloria a ti, Señor Jesús” 7 con que concluye la proclamación de la Palabra en la asamblea litúrgica, están en plenitud la alegría y la fuerza fecunda de la escucha. Sólo en la escucha atenta y amorosa, la palabra se hace fecunda y es capaz de indicar el camino de la vida. El hombre creyente vive esta actitud porque tiene sed del Dios viviente y anhela las palabras que iluminen sus pasos. Drama interior sería una escucha a la cual Dios no respondiera creando un vacío en el corazón de la comunidad. Sabemos que en el acontecimiento cristiano, Dios no cesa nunca de dirigirnos su mensaje de salvación; sólo cuando nuestro corazón no sabe acoger a Dios que habla en forma inagotable tenemos la sensación de que Dios es mudo. La sed de la comunicación divina 7
En el original se anota: “Demos gracias a Dios”, fórmula no utilizada en la liturgia actual [nota del traductor].
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desarrolla la atención interior de cada fiel en la vida cotidiana, con el fin de crear las condiciones para una fecunda escucha ritual. El hecho de prestar atención a la Palabra se expresa entonces, en un aumento de intensidad de la fe. El Señor ama el corazón que escucha ya que la escucha en la dimensión ordinaria de la vida y en particular, en la asamblea litúrgica, es el acto de fe en la señoría de Dios que con fuerza nos ha liberado de la esclavitud del pecado y nos ha introducido en la viva comunión con su Persona. En efecto, la escucha de Dios es la alegría que invade la vida del creyente. Buena parte de la celebración litúrgica pone a los fieles en estado de escucha, particularmente en la proclamación de la Sagrada Escritura; en esta disposición ritual, los fieles redescubren su vocación: están llamados como los profetas a alimentarse de toda palabra que sale de la boca de Dios. El cristiano que quiera verdaderamente prepararse para una auténtica experiencia teologal de transfiguración en el Señor, debe alimentarse de la Palabra de Dios, para poder así asumir su sensibilidad y ponerse en perfecta sintonía con el Espíritu que le da la oportunidad de acoger y comprender el plan trinitario en cuanto a su propia persona y que le da además los medios para después llevar a la práctica dicho plan. Si queremos ser hombres de alianza en cada momento de la existencia, hemos de disponernos a la escucha, hemos de “comer” sólo la Palabra que llenará de dulzura nuestra boca y nos dará las fuerzas para vivir una perseverante conversión: será amarga para “el hombre viejo”, pero se transformará muy pronto en gozo por el don de la salvación. El cristiano sabe que aceptar la iniciativa divina en su vida significa escuchar, seguir, dejarse guiar. Estas son las características de quien ha sido capturado por la mirada del Señor. Ahora bien, la característica de la escucha verdadera consiste en entrar en la dinámica existencial del hombre que vuelve a recorrer las decisiones existenciales de quien le habla, además, quiere alcanzar sus mismas metas. Quien escucha, sigue los pasos del Maestro, renuncia a su autonomía, pone en evidencia la señoría de Aquel que lo ha llamado. Esta convicción transforma entonces la escucha en una continua situación de súplica para que el Señor revele sus exigencias al corazón del discípulo. Las propuestas y las interpelaciones evangélicas nacen de la intensidad de la mirada del Maestro, a quien corresponde la incondicional escucha del discípulo. 40
La escucha no es, en efecto, un simple hecho auditivo, sino más bien, significa colocarse bajo la mirada del Maestro, quien obra en nuestra existencia y nos comunica su Misterio con el objeto de que podamos actuar en la vida diaria según sus enseñanzas. Escuchar se hace entonces una auténtica experiencia humana y espiritual. Volver a encontrar las raíces de nuestra vocación a la escucha, quiere decir recuperar nuestra autenticidad y gozar de la docilidad al Creador en el Espíritu Santo. Espíritu que nos permite ser un “aquí estoy” viviente dirigido al Señor para cantar su fecunda fidelidad en la Palabra proclamada en la asamblea litúrgica y renovada en la dimensión ordinaria de la vida a través de la continua atención a su Misterio.
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10.
GOLPEARSE EL PECHO
La disposición de penitencia constituye una característica del hombre religioso, el gesto de golpearse el pecho pone en evidencia un corazón penitente que anhela, dentro de su humildad, el perdón. La celebración litúrgica enseña al bautizado a vivir cada día su vocación a la conversión, ya que en ésta, el fiel se complace en la irradiación de la misericordia divina. La Instrucción General del Misal Romano afirma: “Después el sacerdote invita al acto penitencial que, tras una breve pausa de silencio, se lleva a cabo por medio de la fórmula de la confesión general de toda la comunidad, y se concluye con la absolución del sacerdote que, no obstante, carece de la eficacia del sacramento de la Penitencia” (n. 51). Así, todos juntos hacemos la confesión: “Yo confieso ante Dios todopoderoso [...]” y golpeándonos el pecho decimos: “por mi culpa, por mi culpa, por mi gran culpa”. Hallamos también estas palabras en el rito de la reconciliación, al momento de la confesión de los pecados (cfr OP 54). Este gesto, que encontramos en toda cultura, adquiere particular significación en el contexto del anuncio cristiano. De tal forma que están presentes algunos destellos que provienen de inspiraciones evangélicas: “Se ha cumplido el plazo, ya llega el reinado de Dios. Enmiéndense y tengan fe en la buena noticia” (Mc 1, 15). “Al ver esto, Simón Pedro se echó a los pies de Jesús, diciendo: Apártate de mí, Señor, que soy un pecador” (Lc 5, 8). Frente a la manifestación de las maravillas de la salvación, surge espontánea la disposición a la penitencia y a la conversión. Es la actitud del gentío al pie de la cruz: “La muchedumbre que había acudido al espectáculo, al presenciar lo ocurrido, se volvió a la ciudad dándose golpes de pecho” (Lc 23, 48). La comunidad cristiana, viviendo en el contexto de la celebración la inefable comunicación del amor divino a través del hoy de la muerteresurrección de Jesús, constata toda la gravedad de sus pecados y presenta al Padre la voluntad firme de una radical conversión, quitando las raíces de aquello que la aleja de la comunión con Él. 42
El origen de todo pecado está en el corazón del hombre. Nos lo dice Jesús cuando afirma: “Lo que sale de dentro, eso sí mancha al hombre; porque de dentro, del corazón del hombre, salen las malas ideas” (Mc 7, 21). En el gesto de golpearse el pecho, todo bautizado reunido con los hermanos en la celebración sacramental, constata que está en el corazón la fuente de la no comunión con Dios que es el sentido de su vida, de la mentira existencial que pesa en su historia, de la no acogida del evento pascual por la cual es criatura nueva, de la no docilidad a las inspiraciones del Espíritu Santo que lo guían por los caminos de la vida y animan su condición de penitente. Las expresiones del salmo nos iluminan: “Te gusta un corazón sincero, y en mi interior me inculcas sabiduría [...]. Oh Dios, crea en mí un corazón puro, renuévame por dentro con espíritu firme [...]. Sacrificio para Dios es un espíritu quebrantado, un corazón quebrantado y humillado, tú, Dios, no lo desprecias” (Sal 51, 8.12.19). La luz divina, plena en misericordia, guía el gesto penitente. La mano es en este acto, el lenguaje de la acusación del corazón del hombre, de quien brota el mal que limita toda la persona. En ese movimiento de la mano se da simbólicamente una extirpación del corazón del “hombre viejo” para dejar el lugar al hombre nuevo de acuerdo a la enseñanza del profeta: “Les daré un corazón nuevo y les infundiré un espíritu nuevo; arrancaré de su carne el corazón de piedra y les daré un corazón de carne” (Ez 36, 26). No basta con afirmar la decidida voluntad de conversión del corazón: es indispensable el cambio de las disposiciones interiores, una apertura interior para dejarse prender por Dios, yendo a combatir la fuente de la esclavitud. En ese gesto, está toda la riqueza de la fe en la Pascua del Señor, que arraigándose en el corazón del discípulo, lo convierte a una nueva sensibilidad y le comunica todas las fuerzas de la muerte y de la resurrección de Jesús. No hay nada de deprimente en ese gesto, no se da la aniquilación de la persona, no hay tristeza en torno a la vida, sino que representa el canto de la esperanza que el Espíritu ha sembrado en el corazón del creyente que vive bajo la nube de la revelación del amor de Dios, que expresa el acto de fe en la misericordia divina, que destaca cómo, en la conciencia de la lejanía de Dios, crece la comunión con él. En el puño que golpea el pecho está la voluntad de sacudir la pereza espiritual que puede estar limitada por las tinieblas del pecado y por la dureza del corazón; está la voluntad de derribar el muro de la división que 43
impide a la Palabra habitar en el corazón del cristiano y prepararlo según las exigencias del Espíritu. El hombre encerrado en su propio corazón, endurecido a causa del pecado, construye todas sus decisiones adorando el yo, que está bajo el imperio del maligno. Golpeándose el pecho, el discípulo desea prepararse y tener ese corazón contrito y humillado que es culto agradable a Dios. En efecto, con ese gesto, se eleva en el interior del creyente la súplica al Espíritu y en el Espíritu para que le done la santidad de Dios, y el perdón divino cree ese corazón nuevo que desee vivir una vida nueva. El gesto de golpearse el pecho, por consiguiente, es un maravilloso acto de fe, que obrando mediante la caridad, proclama la bondad creadora de Dios en el corazón, abierto por la penitencia a la acción regenerad va de la gracia. Las situaciones de culpa presentes en la condición del cristiano peregrino en este mundo no son un hecho irreversible: ofrecen siempre la posible novedad divina que es generada por la confianza que Dios pone en el hombre. El gesto penitente resalta la actitud de confesión de fe y de profundo sentido de confianza en la misericordia del Padre. El gesto da forma a la actitud de toda la persona que al reconocer con insistencia, en un proceso que crece y se afirma, su propia condición de pecador (“por mi culpa, por mi culpa, por mi gran culpa”), se confía plenamente en la bondad de Dios, proclamando el misterio de muerte y resurrección que hace nuevas todas las cosas. Es la actitud de fe de Pedro, es el acto de humildad del publicano: “El recaudador, en cambio, se quedó a distancia y no se atrevía ni a levantar los ojos al cielo; no hacía más que darse golpes de pecho diciendo: ‘¡Dios mío!, ten compasión de este pecador’” (Lc 18,13). Ahora bien, también en nuestros oídos resuena el comentario de Jesús acerca del comportamiento del publicano: “Les digo que éste bajó a su casa bien con Dios y aquél no. Porque todo al que se encumbra lo bajarán y al que se baja lo encumbrarán” (Lc 18,14). La súplica de la comunidad enunciada en la oración del sacerdote: “Dios todopoderoso tenga misericordia de nosotros, perdone nuestros pecados y nos lleve a la vida eterna”, expresa la convicción de que Dios es fiel hacia el corazón penitente y lo regenera continuamente. La humildad profunda de la comunidad que en el Espíritu Santo se encuentra en estado de conversión, es la única condición que mueve a Dios a poner en el discípulo un corazón nuevo. Todo hombre auténticamente 44
religioso siempre se golpea el pecho para que la misericordia de Dios lo renueve, recreándolo en su verdadera medida: el pecador se siente justificado por pura bondad divina.
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11.
CAMINAR
La celebración litúrgica implica una serie de gestos procesionales; en la marcha del pueblo de Dios y de sus ministros, encontramos el significado de la vida: un caminar continuo hacia los prados eternos del Reino. Con este gesto expresamos que no tenemos morada segura, que no disfrutamos de estabilidad alguna pues sabemos que la vida en todos sus significados y múltiples relaciones, progresa continuamente, está siempre en movimiento. El gesto de caminar está significando cierta concepción de la vida. Nuestra acción de caminar indica que estamos buscando, viendo, eligiendo, partiendo de un lugar, para ir hacia la plenitud; es aspirar con toda nuestra persona a algo decisivo y característico para nuestra existencia. Bajo este comportamiento no subyace simplemente la idea de movimiento, sino toda una concepción de la vida. En la persona que camina está presente la voluntad de poner en ejecución un pensamiento, concebido en forma tal, que recorriendo un determinado trecho del camino, se pueda alcanzar la meta soñada, amada y planeada. Caminar, significa suplicar, buscar, tener sed de identidad y anhelo de auténtica realización humana. “Dichosos los tienen hambre y sed de esa justicia”8, diría Jesús. Nuestra marcha es auténtica si expresa la manifestación de un mundo interior que anhela tomar cuerpo en una postura, da estímulo a la voluntad y es capaz de llevar a la acción. Así, no puede existir un caminar llevado en forma distraída o por costumbre, ya que esta actitud revelaría que el corazón de la persona está dominado por la superficialidad y que carece de carga espiritual, además significaría que su mente está vacía de fuertes motivaciones existenciales. En efecto, el estilo de proceder del hombre en los diferentes recorridos de la vida, expresa su sensibilidad espiritual y su agobio interior. La experiencia cotidiana de la vida en este sentido, es muy rica. Correr expresa alegría y jovialidad; caminar lento indica una concentración en los pensamientos que absorben la mente; pararse indica el acto de decisión de la persona que 8
Se refiere a Mt 5, 6 [nota del traductor].
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se interroga sobre sus compromisos; el retomar el camino con energía, evidencia el desarrollo de la esperanza que ilumina la mente y el corazón; arrastrar los pies cansadamente puede indicar la incertidumbre de quien no sabe sobre qué bases construir el presente, llevándolo a proceder paso a paso, sin grandes convicciones. “Enséñame cómo caminas y te diré el secreto de tu corazón”, podrían decir también los antiguos que estaban atentos a las posturas del cuerpo con el objeto de identificar las actitudes. El andar con sencillez, compostura y alegría es propio del hombre que en la celebración se presenta delante del Altísimo para afirmar públicamente que su marcha por la vida está en el Señor y que su historia es una ascensión para contemplar su rostro. Nuestra realidad de ser cristianos se construye sobre la convicción de que somos peregrinos en este mundo. El caminar de los creyentes subraya su vocación a ser realizadores de la palabra (cfr Sant 1, 22), llevando una vida nueva (cfr Rom 6, 4), a vivir según el Espíritu (Gal 5, 25), a recorrer los caminos del tiempo con la actitud interior de Abraham (cfr Heb 11, 8 ss). El don de ser hijos en el Hijo, envueltos en la nube del Espíritu, no es para conservarlo en forma estática, como si esta dignidad estuviera ya plenamente adquirida, sino que se debe desarrollar: es una potencialidad que madura poco a poco en la perspectiva de la total asimilación de la persona a Cristo (cfr Ef 4,13). Cada día, la Verdad nos atrae conquistando nuestro corazón y poniéndonos en movimiento, desarrollando las energías de gracia con las cuales el Espíritu nos enriquece a cada momento. La alegría de ser cristianos se refleja en el caminar en la Verdad (cfr 2 Jn), ya que estamos bajo la acción del Padre que en el Espíritu Santo, nos reviste continuamente de Cristo, poniéndonos bajo su influjo vivificante y regenerativo. Esta riqueza humana y cristiana se expresa en el lenguaje celebrador. No somos personas amorfas en los comportamientos que asumimos durante la asamblea cultual. Nuestra marcha procesional significa proclamar la fe que está en nosotros y profesar la conciencia de que estamos inmersos en la fuerza divina y que sólo de ella vivimos. Nuestro caminar representa una oración en acción. Queremos con todas nuestras fuerzas gritar muy alto, con el lenguaje de nuestro cuerpo en movimiento, que deseamos crecer en Cristo para ser plenamente en Él, en conformidad con el deseo paulino de que Cristo sea todo en todos (cfr Col 3,11; Gál 3, 27). 47
Procediendo así, vivimos el anuncio evangélico que significa compartir la misión de Jesús, quien nos dice cada día: “Acérquense a mí todos los que están rendidos y abrumados, que yo los aliviaré” (Mt 11, 29). Estando con Él (cfr Mc 3, 14) podemos hacer nuestra su disposición: “Vayan y hagan discípulos a todos los pueblos, bautícenlos para consagrárselos al Padre y al Hijo y al Espíritu Santo” (Mt 28,19). Cada día estamos llamados a andar los caminos del mundo compartiendo los deseos de Cristo, quien se ha hecho redención y salvación de toda la humanidad. La Iglesia no puede quedarse parada: debe ir a todos los pueblos, debe desarrollar el arrebato carismático y profético de Pentecostés, debe gritar al mundo el hoy de la salvación. Cristo camina delante de nosotros y con nosotros, para que nuestra existencia sea toda con Él para la salvación de los hermanos, que en el camino en el tiempo están buscando la verdad. Como Iglesia, estamos invitados a revivir el éxodo bíblico: salir de la esclavitud del pecado para ir a la tierra prometida. Esta tipología histórico-salvífica anima nuestros ritos procesionales porque nuestra vida es el hoy de la Pascua del Señor, el paso de la muerte a la vida. De esta manera, procedemos en obediencia a Dios en sus caminos, porque como discípulos del Señor, estamos llamados a cada momento a vivir su sabiduría para poder desarrollar el don de la comunión con el Padre. Nuestro caminar en el tiempo como alumnos de Cristo nos orienta hacia esa meta. Cuando nuestro camino terreno termine y demos inicio al seguimiento del Cordero (cfr Ap 14, 1 ss) en la Jerusalén celestial, cantaremos el canto nuevo que será nuestra realización eterna. Nuestro caminar en el rito y en la vida continuará en esa inefable experiencia de eternidad, en la que el alma, al término de su proceder en el seguimiento del Maestro, será revestida de la plenitud de la luz. Aprender a caminar es aprender a crecer en el sentido de la vida y dar cuerpo al gozo de vivir que nos llevará a caminar eternamente en la presencia de la Santísima Trinidad. En la liturgia pasamos continuamente del tiempo a la eternidad, envueltos en el Misterio pascual e impulsados por el Espíritu Santo: esta es nuestra marcha procesional durante las asambleas litúrgicas.
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12.
OBSERVAR
El ojo juega un rol muy importante en el proceso de la comunicación interpersonal; es un espejo del interior del hombre y de su relación con la belleza de la creación. La Iglesia ha hecho propia esta riqueza sensorial para dar cuerpo vivo a la fe en la comunidad cristiana. La celebración litúrgica en su lenguaje expresivo, implica una atención visual por parte de la asamblea celebrante, misma que participa activamente incluso a través del hecho de ver-observar. La ritualidad comporta la dimensión de la observación como instrumento de percepción del acontecimiento mediado por el signo. Se requiere estar atentos para no correr el riesgo de limitarse a ver el rito, olvidando toda la vitalidad presente en el acontecimiento sacramental que exige contemplar al Señor en medio de los suyos. En efecto, la acentuación de una simple expresión visual externa puede hacer que se escape el sentido espiritual y simbólico que anima e identifica el lenguaje litúrgico. Estamos llamados a gozar del signo celebrador, maravillosa síntesis de lo Invisible y lo visible, para contemplar el acontecimiento. Continuamente, Juan el evangelista anima a sus lectores a no quedarse en el nivel externo, para que sean capaces de entrar en la dimensión del misterio. Esto es posible por la acción misma del Espíritu vivificante que obra en el corazón de los creyentes pues “El espíritu es quien da vida, la carne no sirve para nada” (Jn 6, 63). Lo específico de la ritualidad consiste en hacer tomar conciencia a los hermanos reunidos en la fe, de que Dios está cerca del hombre y de que el hombre está cerca de Dios, desarrollando en la comunidad el anhelo escatológico que la lleve al deseo ferviente de gozar en plenitud del rostro del Padre. En nuestro camino sacramental nos encontramos, en efecto, viendo bajo la luz de la fe y no con la visión inmediata, tal como nos lo enseña el apóstol Pablo: “En consecuencia, siempre estamos animosos, aunque sepamos que mientras sea el cuerpo nuestro domicilio, estamos desterrados del Señor, porque nos guía la fe, no la vista” (2Cor 5, 6-7). 49
El Señor está sacramentalmente presente en medio de los suyos, aunque esté físicamente ausente; la mirada es atrapada en forma inmediata por el conjunto de los actos rituales y sus ritmos, no obstante, es estimulada por la fecundidad de la fe para entrar en todo el significado salvífico y pascual del rito para acceder a la contemplación del Misterio. Esta inefable experiencia es posible ya que el bautizado prepara día a día su propia mirada según la longitud de onda de la fe. Sabemos muy bien cómo la mirada que expresa la interioridad del hombre, entra en comunión con la interioridad de los hermanos acrecentando dicha comunión; este proceso sobreviene también en la relación con la divinidad. La mirada, sostenida por el Espíritu durante la celebración, está toda atenta a que Dios se revele y pueda conducir en la paz, el espíritu de los celebrantes, permitiéndoles gozar de una intensa comunión con las Personas divinas. El deseo de alcanzar este fin se halla en el don mismo del discipulado que brota de la mirada de Cristo Jesús, quien dirigiéndose a los discípulos en el momento de su llamada, los “atrapó” y conquistó. “Pasando junto al lago de Galilea vio a Simón y a su hermano Andrés que estaban echando una red en el lago [...]. Jesús les dijo: Vengan conmigo. [...] los llamó [...] y se marcharon con él” (Mc 1, 16-20). Quien vive de la mirada y en la mirada del Señor, ve y vive en un proceso continuo de incremento de comunión. Subsiste una comunicación de amor por medio de la mirada. La asamblea, convocada en la fuerza y en la luz del Espíritu, está en posibilidades de acoger la profunda realidad del acontecimiento. En efecto, el ojo nos descubre un vasto ámbito del mundo, nos hace cercano lo que es lejano porque en el ojo está la búsqueda del Absoluto por parte del hombre. A través de esta disposición, se da la comunicación del mismo Absoluto hacia la criatura, la cual es introducida en la vida de Dios y llevada a vivir una perenne condición de purificación, transfiguración y glorificación. Esta es la riqueza que saboreamos cuando en la asamblea nos dejamos envolver por el don de la salvación participando activamente en la celebración. Para el discípulo, la celebración revela la verdad de la sentencia evangélica: “Dichosos, en cambio, los ojos de ustedes porque ven y sus oídos porque oyen, pues les aseguro que muchos profetas y justos desearon ver lo que ven ustedes, y no lo vieron, y oír lo que oyen ustedes, y no lo oyeron” (Mt 13,16-17). En efecto, como el ojo es atraído por la luz, así la criatura es atraída por su Creador. El alma que anhela fervientemente el infinito, es saciada por el Infinito mismo que sacramentalmente se le manifiesta. Su mirada es saciada por la manifestación de la bondad divina. El anhelo del eterno 50
envuelve a la persona en la dinámica de la celebración. A través de los ojos, vemos la Luz, la acogemos, dejamos que compenetre hasta lo más profundo nuestro interior. En la luz somos luz y como luz, aprehendemos la presencia de la luminosidad divina. Esta disposición propia de la mirada no es pasividad, sino la expresión de la interioridad del hombre: “La lámpara del cuerpo es el ojo. Si tu ojo está sano, todo tu cuerpo estará luminoso; pero si tu ojo está malo, todo tu cuerpo estará a oscuras” (Mt 6, 22-23).9 Observar en modo atento y con conciencia el desarrollo habitual del acontecimiento sacramental es el ejercicio de la pureza de corazón, que lleva a los bautizados a “ver a Dios”. Esta condición interior nos hace intuir que mientras vemos el rito, entrevemos al Señor, pues la conciencia enraizada en la fe de la presencia de Dios, penetra nuestro espíritu. En la celebración vemos lo que buscamos, el corazón advierte lo que ama, contempla lo que el Espíritu desea. Nuestro ingreso en la asamblea celebrante está animado por la orientación teologal hacia Cristo Jesús: “Corramos con constancia en la competición que se nos presenta, fijos los ojos en el pionero y consumador de la fe, Jesús” (Heb 12,1-2). Nuestro acto de observar durante la celebración litúrgica, mientras fascina nuestra sensibilidad, nos hace saborear cuan dulce y agradable, pleno de fidelidad y misericordia es el Señor. La luz del rito mientras impresiona los ojos de la carne, extasía los ojos del Espíritu y nos conduce a adorar la inmensa grandeza del amor pascual del Señor. Los ojos también son lugar de súplica, en la celebración, observar es decir con la mirada: “Ven, Señor Jesús”.10 Es lo que nos enseña el salmo, que la invitación a ver hacia lo alto nos hace comprender que la salvación viene sólo del Altísimo: “Levanto los ojos a los montes: ¿de dónde me vendrá el auxilio? El auxilio me viene del Señor, que hizo el cielo y la tierra” (Sal 121,1-2). Los ojos, en efecto, expresan claramente el deseo del corazón, sus anhelos, sus esperanzas y en consecuencia, sus gozos y desilusiones. En la 9
Este par de versículos está tomado de la Biblia de Jerusalén Latinoamericana (nueva edición revisada y aumentada, Desclée de Brouwer, Bilbao, 2003). No se utilizó aquí la respectiva cita de la Nueva Biblia Española (op. cit., versión que se está utilizando para esta traducción), porque si se hace en el contexto correspondiente, la referencia quedaría un tanto forzada: “La esplendidez da valor a la persona. Si eres desprendido, toda tu persona vale; en cambio, si eres tacaño, toda tu persona es miserable” (Mt 6, 22-23) [nota del traductor]. 10 Se refiere a Ap 22, 20b [nota del traductor].
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celebración, tenemos la mirada dirigida hacia el Altísimo pues sólo Dios es nuestra roca de salvación y nuestra esperanza. Bajo el impulso de estos sentimientos, la mirada no puede ser un súcubo con tentaciones que la orienten hacia lo que es solamente visible, sometiéndola a distracciones que la lleven a lo que es marginal. El acto de ver del creyente en la acción litúrgica, no se queda fijo en las cosas que pasan, en la provisionalidad de los ritos, en las secuencias que pueden oscurecer el corazón y que le impiden el a la comunión divina, sino que se sumerge en el infinito y prueba la comunicación de la salvación que viene del Señor. La ritualidad nos lleva, por consiguiente, a vivir la actitud del testigo: “Lo dice un testigo presencial y su testimonio es válido, y ése sabe que dice la verdad, para que también ustedes crean” (Jn 19, 35). Por lo tanto, el gozo de observar se expresará en la alegría de “ver sacramentalmente” al Señor, en espera de la visión plena en la gloria de los santos. La mirada luminosa, al término de la asamblea, se convertirá en comunicación, en la sencillez de la vida, de las maravillas divinas que han extasiado el corazón y se convertirá también, en ofrecimiento de salvación a todos los hermanos.
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13.
CANTAR
Cantar pertenece a la historia de todo hombre y la Iglesia ha hecho suyo este espontáneo lenguaje de los humanos. La constitución sobre la Sagrada Liturgia destaca que el canto sagrado, unido a las palabras, es parte integrante y necesaria de la liturgia solemne (cfr SC 112) ya que promueve la participación activa de toda la asamblea de los fieles (cfr SC 30). Esta valorización del canto nos invita a reflexionar sobre la actitud del hombre ante la expresión vocal de cantar y su profundo significado. El gozo del canto no es un hecho meramente externo: es la fecunda manifestación del contenido presente en el espíritu de todo hombre. Lo que está en el corazón se expresa en el gozo, en la vivacidad o en el sufrimiento del lenguaje. El canto expresa la exaltación del espíritu frente a lo bello, evidencia la dimensión lírica del corazón cuando está fascinado por algo verdaderamente inefable. En efecto, el espíritu humano, cuando se ve capturado emotivamente por la belleza, no logra dar forma a lo que está experimentando si no es a través de la serie de exclamaciones que en el canto tiene su expresión sensible. El espíritu humano cuando es alcanzado, inspirado y envuelto por la fascinación de lo que lo circunda y atrae, es transportado a un plano superior, se siente pleno de algo grande, experimenta la libertad interior y no puede más que gritar con gozo su propia vitalidad espiritual: lo que ha tomado lugar en su interior se externa a través del canto. Esta constatación es auténtica no sólo cuando manifestamos nuestro entusiasmo frente a lo que fascina a nuestro espíritu, sino también cuando estamos inmersos en la tristeza y en la melancolía, ya que cantar destaca la esperanza inagotable del corazón humano y le permite ver serenamente las dificultades, incluso las más graves, que algunas veces sofocan el fuerte anhelo de vivir. El hombre que no quiere cantar puede verse tentado a cerrarse en su individualismo y no logra comprender la belleza de la vida que es intensidad de relaciones interpersonales.
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Cantar es la fuerza de la alegría y de la esperanza, expresa la viva y fecunda relación con el Absoluto y da forma a esta experiencia que trasciende al hombre y sus capacidades. El ser humano, a través del canto, quiere dar expresión a sus estados de ánimo, tanto a los gozosos como a los tormentosos, para crecer en armonía interior que lo integre en una exultante comunión con el cosmos. Cuando cantamos, toda nuestra persona vuelve a encontrar su unidad interior y respira un intenso clima de vida bajo el entusiasmo por crear un mundo nuevo. La expresión canora vive de un rico contexto de trascendencia, se arraiga en la comunión con el Absoluto y da voz al vivo y fecundo diálogo con el Inefable. Es lo que los salmos nos proponen en forma continua: “Canten al Señor un cántico nuevo”, particularmente en la celebración matutina de laudes. En el aparecer de la luz que vence a las tinieblas, el alma advierte la fidelidad divina que de nuevo llama a la humanidad a la existencia, a la luz, a las relaciones, a una fecunda experiencia de comunión. Ese canto nuevo brota de un corazón que comprende cuán grande es la bondad del Señor que cada día llama todas las cosas a la existencia, haciéndolas pasar de la oscuridad de la noche a la luminosidad del día. La voz del hombre que da forma al canto interior es viva manifestación de la pureza del corazón, es el grito de la incontenible plenitud divina que habita en el interior de toda persona. El canto nos dice cómo se desborda de plenitud el corazón. Pero la disposición canora no es un fin en sí misma, sino que sigue la pretensión, presente en toda persona, de comunicarse con la divinidad. El canto, en efecto, cuando es vivido en forma auténtica en su dinámica lingüística-antropológica ayuda al hombre a salir de sí mismo, a olvidarse de sí, ya que la fascinación por lo bello lo atrae. Cantar es subir hacia el infinito, abandonando lo contingente para encaminarse hacia el éxtasis de la belleza. “Canta y camina”, decía Agustín a su comunidad, para subrayar que la presencia de lo eterno en el hombre que recorre el tramo de la temporalidad, es fuente de energía que le ayuda a superar los obstáculos del momento presente y a adentrarse en la plenitud de la vida. El sonido mismo de la voz, que por lo general está dirigida hacia lo alto, indica como el Inefable conquista el corazón del hombre y hace salir su inspiración para que el lenguaje que brota, una la intimidad del corazón con la divinidad. En este sentido, se puede decir, que cantar es un orar dos veces pues destaca la comunión divina en acto que es verdadera oración. Quien canta es señor del tiempo porque respira la eternidad.
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Esta apertura a Dios moldea al hombre, en consecuencia, en su docilidad interior. Cantar con atención meditativa hace penetrar lentamente la verdad en el espíritu, saboreándola; forma al hombre según las inspiraciones acogidas, de manera que la viva relación con Dios pueda enraizarse sólidamente en el espíritu. La criatura que canta ha renunciado a la defensa del yo, y se deja penetrar por las interpelaciones que se ofrecen venidas de las múltiples “palabras” que la alcanzan, se deja modelar por ellas, para ser siempre imagen más luminosa de Dios y gozar de una libertad puramente espiritual. El lenguaje oral no siempre logra expresar tal experiencia. Esta libertad que se va construyendo progresivamente se expresa al cantar con júbilo, como subraya Agustín: “Comprender y no saber explicar con palabras lo que se canta con el corazón. [...] El júbilo es esa melodía con la cual el corazón esparce lo que no logra expresar con palabras. [...] El corazón se abrirá a la alegría, sin usar palabras y la grandeza extraordinaria de la alegría no conocerá los límites de las sílabas”. Cantar es señal de plenitud inefable que rebosa de un corazón verdaderamente gozoso. En fin, cantar es expresión de la comunión y de la unanimidad que anima en lo profundo a la comunidad cristiana, según la grata invitación del apóstol Pablo: “El mensaje del Mesías habite entre ustedes en toda su riqueza. Enséñense y aconséjense unos a otros lo mejor que sepan; con agradecimiento canten a Dios de corazón salmos, himnos y cánticos inspirados” (Col 3,16). Mientras da visibilidad de la interioridad de la fe que une a los espíritus, el canto expresa la comunión de la Iglesia. En la asamblea gozamos de una fe creída, cantada, testimoniada en beneficio de toda la humanidad y en esta actitud vivimos la unión por la cual Jesús dio su vida y sigue estando presente en medio de los suyos. De tal forma que cantar, si se comprende bien, no es un simple gesto exterior que alguna vez puede dar ocasión incluso a la vanidad humana, sino que significa dar un rostro a todas las tonalidades del espíritu, encarnando el sentido de lo bello que es connatural al hombre. El canto es la fuerza de la esperanza que obra en la intimidad de la persona, es disponibilidad hacia lo trascendente por parte de quien se deja modelar de acuerdo a la plenitud de la experiencia canora que es esbozada por el Apocalipsis: “[...] era el son de citaristas que tocaban sus cítaras delante del trono, delante de los cuatro vivientes y los ancianos, cantando un cántico nuevo. Nadie podía aprender aquel cántico fuera de los ciento cuarenta y cuatro mil, los adquiridos en la tierra” (Ap 55
14, 2b-3). En la Jerusalén celestial el canto será la grandiosa celebración de la plenitud de la vida.
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13.
BAÑO BAUTISMAL
El signo del agua fascina la mente y el corazón de todo hombre pues en ella ve reflejada su propia vida y la actitud que tiene ante ella. Los colores, los movimientos, las potencialidades presentes en el agua, suscitan en el hombre variados pensamientos y sentimientos. El agua puede reflejar las imágenes más agradables que cautivan la fantasía de los hombres y estimulan la inspiración de los poetas. Es significativo el hecho de que en las formas religiosas presentes en todo el mundo, el agua siempre ha tenido un lugar particularmente relevante; ella es signo de la pureza de vida: aspiración profunda del hombre. El lugar que la recoge, además, se hace signo de cómo dicho don es ofrecido concretamente, para que pueda así emerger, yendo al encuentro de nueva vida, lozanía, recuperación. Esta riqueza, en consecuencia, se expresa en lenguaje figurado: el hombre particularmente sensible a los valores simbólicos logra en forma inmediata realizar la correspondiente interpretación. El agua es fuente de vida. ¿Cómo podríamos vivir sin ella? Del agua nace todo lo que es vida, así, a través de ella, el don mismo de la vida se conserva. Esto nos enseña el antiguo autor sagrado cuando nos habla de la creación del mundo (cfr Gn 1,1.4-10). Si no lloviera, ¿qué sería de la naturaleza? Si el hombre no pudiera beber, ¿cómo conservaría su organismo? La satisfacción de ver el agua, sobre todo el agua límpida de los arroyos de las montañas con sus cascadas, representa un himno a la vida. Todo retoma abundancia y vigor con el agua. En ella se hace morir a la muerte y reflorece la vida. La Iglesia, observando la naturaleza del agua, redescubre el significado del signo bautismal del sumergir-emerger, del entrar en la muerte para salir plenos de Vida. En ese sumergir-emerger, se pone en evidencia y aparecen todas las potencialidades del agua. La Iglesia queriendo significar la vida nueva que Cristo ofrece a toda la humanidad, dispuso esta riqueza del baño bautismal: la pila bautismal es la fuente de la vida, de la cual sale la criatura nueva y donde el “hombre 57
viejo” con todo su bagaje de negatividad muere al pecado, para ser la criatura nueva creada a imagen de Dios, como enseña el apóstol Pablo: “se despojaron del hombre que eran antes y de su manera de obrar y se vistieron de ese hombre nuevo que por el conocimiento se va renovando a imagen de su Creador” (Col 3, 9-10), ya que “han sido lavados, han sido santificados, han sido justificados en el nombre del Señor Jesucristo y en el Espíritu de nuestro Dios” (I Cor 6, 11). 11 Este acontecimiento tiene lugar porque la lozanía vital que da seguridad al hombre y está significada por la riqueza del agua, es fruto de la acción del Espíritu que “penetra” en las aguas de la fuente bautismal y permite a la criatura renacer de lo alto, del agua y del Espíritu. Este trabajo de regeneración es un baño de renovación de toda la persona. En o con la Vida, que es Cristo, compartimos su muerte-resurrección abandonando al hombre viejo y revistiéndonos del hombre nuevo. En esa fuente bautismal, Dios crea un adorador del Padre en espíritu y verdad. El agua crea y recrea a la persona que es inmersa; de ella emerge el hombre puro porque ha sido purificado, santificado, justificado y glorificado. En el agua se realiza el proceso completo de la historia de la salvación. La oración de bendición del agua bautismal nos recuerda un triple valor del agua: la creación, la destrucción y la redención. Las aguas bautismales nos hacen revivir los inicios de la historia de la humanidad. Del caos al cosmos mediante el agua, emerge la naturaleza en toda su abundancia, la flora, la vitalidad de los animales del cielo, de la tierra y de las aguas del mar, la exaltación del hombre creado a imagen y semejanza de Dios; y de todo esto Dios, en la tarde, se complace diciendo: “¡Todo es bueno!”. El baño bautismal nos invita a leer la regeneración como el inicio de aquel mundo nuevo que es el corazón del bautizado. El agua asume, además, el significado de destrucción en la tipología del diluvio ya que su fuerza tiene la capacidad de abatir todo lo que encuentra. ¡Cuántas veces las lluvias excesivas han hecho desaparecer toda forma de vida! El bautizado está llamado a abandonar en forma definitiva al “hombre viejo” que es la antítesis de la verdadera vida a través del signo de la inmersión en el 11
Lo mismo que para el capítulo 12, este versículo está tomado de la Biblia de Jerusalén Latinoamericana (op. cit.), pues la versión de la Nueva Biblia Española {op. cit.), parece que no es la más conveniente para el contexto que nos ocupa: “Eso eran algunos antes, pero se lo lavaron, pero los consagraron, pero los rehabilitaron por la acción del Señor, Jesús Mesías, y por medio del Espíritu de nuestro Dios” (I Cor 6, 11) [nota del traductor].
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agua, para que pueda aflorar en él la humanidad nueva que se construye en el amor y la paz. El don bautismal nos compromete a sepultar el pecado para hacer florecer el don de la gracia. En fin, el agua indica el paso, la Pascua, la travesía del Mar Rojo. La esclavitud es abandonada y aniquilada, y el fiel se adentra en el misterio de la libertad. La fuente bautismal es el lugar de celebración del verdadero éxodo de la esclavitud y nos recuerda que el camino del discípulo del Señor es una continua conversión: un paso de las tinieblas a la luz. Nuestra existencia se hace entonces una existencia bíblica: el agua contenida en la sagrada fuente representa la encarnación de las maravillas de Dios que quiere conducir a la salvación a todo hombre. En esas aguas encontramos el significado verdadero para andar por los caminos de la vida. En el baño bautismal somos sumergidos en la comunicación de la vida divina; mediante el agua morimos al viejo Adán y redescubrimos el nuevo Adán. El gesto del sumergir-emerger en la fuente bautismal es el canto de la alegría de Dios y de la humanidad que ven nacer un mundo nuevo, un nuevo don del Espíritu que suscita la lozanía de la vida de la comunidad. Es un acto de la fidelidad divina que quiere que todos los hombres sean en el Hijo, sus hijos, y canten las bellezas de la naturaleza viviendo en sintonía con la voluntad creadora. La fuente bautismal representa para nosotros el sentido materno de la Iglesia que genera nuevos hijos para la gloria del Padre y para la construcción de una humanidad que se vea resplandeciente de comunión, libertad y alabanza.
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15.
ROCIAR
En el día del Señor, el inicio de la celebración eucarística se distingue por la bendición del agua que \ se rociará sobre la asamblea y que después será puesta I en la pila de agua bendita colocada a la entrada del tem5 pío. El rito de rociar agua bendita representa el recuerdo con periodicidad semanal, del acontecimiento que ha marcado la vida de todos los de la comunidad al momento de la celebración de su bautismo. La inmersión en el agua hizo nacer la criatura nueva. En la vigilia pascual de cada año, se hace memoria del bautismo; cada domingo, Pascua semanal, revivimos este misterio. La Instrucción General de las Bendiciones en cuanto a este punto, señala: “Entre todos los signos de que se sirve la Iglesia para bendecir a los fieles, es de uso frecuente, por antigua costumbre, el del agua. El agua bendita evoca en la mente de los fieles a Cristo Señor: en Él se compendia la bendición divina que se derrama sobre nosotros, en señal de la bendición que salva, en el Bautismo, sacramento del agua” (n. 1085). “La bendición y el acto de rociar el agua se hacen de ordinario en domingo, según el rito prescrito en el Misal Romano” (n. 1086). La novedad que el bautismo ha producido en el corazón de los discípulos, constituye el aspecto determinante de su vida; esta riqueza puede, no obstante, correr el riesgo de no ser suficientemente profundizada y personalizada en la vida ordinaria. Nacidos de Dios, nos hacemos cada día hijos de Dios para alcanzar la madurez en la fe. El rito del rocío de agua bendita dominical nos recuerda este inefable misterio y nos presenta en forma siempre nueva las exigencias del don pascual de una vida nueva a fin de que en Cristo sepamos diariamente morir y renacer. Un estilo de vida que ha de estar continuamente atento a las realidades invisibles, tal como es precisamente el misterio de la Pascua del Señor, comporta el apremio de contar con la presencia de signos que evoquen toda la riqueza de significados del misterio que debe distinguir la vida del discípulo y que lo comprometen a una continua coherencia de vida. Esta riqueza resulta muy clara en el gesto del rocío del agua bendita. A través de este gesto, estamos inmersos 60
simbólicamente de nuevo en aquel río de agua viva que sale del lado derecho del templo y que hace nuevas todas las cosas: “Todos los seres vivos que bullan allí donde desemboque la corriente tendrán vida [...] y habrá vida dondequiera que llegue la corriente. [...] A la vera del río, en sus dos riberas, crecerá toda clase de frutales; no se marchitarán sus hojas ni sus frutos se acabarán; darán cosecha nueva cada luna, porque los riegan aguas que manan del santuario; sus frutos serán comestibles y sus hojas medicinales” (Ez 47, 9.12). Esta profecía se ha realizado plenamente en Jesús que muere en la cruz, cuando de su costado salió sangre y agua (cfr Jn 19, 34) y sus discípulos fueron inundados por su Espíritu (cfr Jn 7, 37-39). Los textos de las antífonas del tiempo pascual, nos iluminan en este sentido y nos lo confirman: “Vi brotar agua del lado derecho del templo, aleluya. Vi que en todos aquellos que recibían el agua, surgía una vida nueva y cantaban con gozo: aleluya, aleluya”. “Dios nuestro, cuyo Hijo [...] quiso que brotarán de su costado sangre y agua; [... haz que] esta agua adquiera la gracia de tu Unigénito, para que el hombre, creado a tu imagen, limpio de su antiguo pecado por el sacramento del bautismo, renazca a la vida nueva por el agua y el Espíritu Santo”. Por otra parte, encontramos en el profeta Ezequiel algo que nos hace evocar la novedad que el bautismo produce: “Los rociaré con un agua pura que los purificará, de todas sus inmundicias e idolatrías los he de purificar. Les daré un corazón nuevo [...]” (Ez 36, 25-26). El paso del sacerdote por la nave del templo, en efecto, hace viva la sensación de la propagación de esta agua “espiritual” que cambia el corazón del hombre, que lo hace gozar de los tiempos mesiánicos y que renueva su fe en la benevolencia del Padre. Nos sentimos de nuevo inmersos en la fuente bautismal y toda nuestra persona se siente plenamente consagrada a Dios. Este gesto, al inicio de la celebración, nos recuerda que el día de nuestro bautismo nos convertimos en una sola cosa con Cristo muerto y resucitado; hoy somos su memorial ya que la presencia de Cristo está ahora en nosotros y la nuestra está en Él; el rito que realizamos hoy es lenguaje de nuestro místico y sacramental morir-resucitar en el Señor. Podemos en este momento celebrar en el sacramento su Pascua para que nos haga partícipes, a través del rito sagrado, de su misterio de muerte y resurrección. A veces tenemos la tentación de vivir pasivamente la convocación a la asamblea litúrgica dominical o de considerar que en ella 61
nosotros no somos los protagonistas. El rocío de agua bendita nos llama, en cambio, a ejercitar nuestro servicio sacerdotal, según nos enseña el rito bautismal, cuando al momento de la unción con el santo crisma, nos recuerda que estamos incorporados a Cristo sacerdote, profeta y rey. Cristo en nosotros, con nosotros y para nosotros actualiza el acontecimiento pascual que califica nuestra existencia. Además, el hecho de que el rocío de agua bendita sustituya el acto penitencial, nos recuerda que la celebración es para quienes quieren complacerse en la remisión de los pecados ofrecida por la muerte del Señor a quien vive la novedad de su Pascua. Inundados del agua de la salvación, podemos acceder con mayor conciencia al altar del Señor para ser asumidos en su oblación pascual. Es interesante notar que los momentos sacramentales celebrados en casa de los enfermos están precedidas por el rocío de agua bendita, acompañados por esta fórmula: “Reaviva en nosotros con el signo de esta agua bendita, la gracia de nuestro bautismo y nuestra unión a Cristo Señor, crucificado y resucitado por nosotros para nuestra salvación”. En esa agua bautismal están la fuerza, la capacidad, la idoneidad, para poner en forma verdadera y fecunda el signo del hoy de la salvación de Cristo. Este rito se hace además cotidiano en el gesto que con fe y sencillez realizamos cuando entramos al templo. Al ingresar a la construcción sagrada encontramos la pila de agua bendita. Humedeciendo algunos dedos, entramos simbólicamente de nuevo a las aguas bautismales, y en la señal de la cruz, nos recordamos a nosotros mismos que sólo mediante el bautismo hemos podido tener a la familia de los hijos de Dios que es la Iglesia. El bautismo nos introduce en la comunidad cristiana y nos ofrece nuestra verdadera dignidad con un fuerte compromiso moral: “Sean ustedes santos, porque yo, el Señor, su Dios, soy santo” (cfr I Pe 1, 15-16; Lv 11, 44). El gesto de hacer la señal de la cruz con el agua bendita nos recuerda quiénes somos efectivamente y el esfuerzo cotidiano que debemos hacer para vivir esta riqueza. En fin, el rocío con agua bendita acompaña los gestos de bendición de las personas, de las cosas. Este rito nos recuerda que debemos siempre caminar en el espíritu de la Pascua del Señor que representa el contenido de nuestra auténtica existencia y que sólo en la Pascua tenemos el punto de referencia para las decisiones cotidianas. 62
Los objetos, a su vez, son los instrumentos por medio de los cuales los hombres mejoran su existencia. El agua bendita recuerda a los hombres que su uso debe ser ordenado al bien, en forma tal que la vida ordinaria, en toda su complejidad, pueda ser construida en conformidad con la voluntad del Padre. Acogiendo el acto de rociar agua bendita, ponemos toda nuestra existencia en el río de agua viva que es el amor pascual del Señor, con el fin de ser cada vez más, criaturas nuevas que hacen nuevos a los hermanos y al cosmos para que desde todo lo creado suba la verdadera glorificación al Padre.
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16.
IMPONER LAS MANOS
El acto de poner la mano en la cabeza de una persona, particularmente de un niño, es un gesto bastante común: quiere expresar la necesidad que tiene el hombre de no sentirse solo y de no dejar solo a quien está por afrontar la vida o alguna de sus situaciones particulares. Apoyar las manos sobre la cabeza de un niño es comunicarle ternura e infundirle confianza, es hacerle sentir alguien, es animarlo a afrontar la vida y a que no se sienta solo. Además, este gesto se repite en el curso de la vida pues toda persona en su afectividad, se percata de la necesidad de una viva, genuina y fecunda relación con el hermano para crecer en la confianza y en la esperanza. En el hombre es muy fuerte la exigencia de ser de alguien, de crecer en una comunión de recíproco apoyo. La presencia del contenido de la imposición de las manos, implica que quien hace el gesto sea la fuente o el instrumento adecuado de la confianza que desea comunicarse. En efecto, es la persona más madura quien impone las manos, es el Altísimo quien hace descender, mediante el signo de las manos del ministro, su poder sobre la cabeza de sus hijos, para que cada uno pueda complacerse en verdad de la vida divina. Se realiza en ese momento, la comunión entre cielo y tierra. La mano en su vitalidad, expresa el calor y la energía presentes en una persona, sus estados de ánimo y sus esperanzas. La mano no es nunca poco expresiva: es el corazón del hombre que se comunica al otro en una reciprocidad espiritual y operativa, en una renovada confianza interpersonal y en una viva esperanza en la dimensión ordinaria de la vida; significa decirle gestualmente al otro: no estás solo, yo estoy contigo. La mano es el lenguaje humano de la comunicación interpersonal en la perspectiva de una comunión de ideales y de vida que realice una auténtica reciprocidad. Esta actitud la ha hecho propia la liturgia, incluso en la línea de la tipología presente en las Escrituras. Los acontecimientos sacramentales viven de la fuerza divina que envuelve y regenera al hombre. En el ámbito ritual, el Padre comunica a la comunidad la salvación de la Pascua para que los fieles puedan caminar bajo una vida nueva. La necesidad 64
apremiante de este don, la nota claramente el discípulo del Señor, quien percibe que con sus solas fuerzas no puede acceder en forma verdadera y plena al Absoluto, no puede recibir esta regeneración existencial que constituye la esperanza de cada instante de su vida y no puede dar cumplimiento a la misión que Cristo le ha confiado de difundir el Evangelio al mundo entero. El gesto de la imposición de las manos sobre la cabeza de la persona, destaca la acción de la benevolencia divina que desciende sobre el sujeto, va a su interior y lo hace idóneo para ser signo de la Pascua de Jesús. El contexto divino que anima la imposición de las manos ofrece un particular significado. El movimiento que desciende de lo alto y alcanza al hombre, se hace comunicación de vida divina, generando un proceso de comunión entre Dios y el que recibe dicha imposición. La nube de la gratuidad divina envuelve a la criatura, quien se da cuenta en su propia existencia de la difusión de la plenitud divina, de la comunicación de energías divinas que le ofrecen la posibilidad de crecer según los proyectos de Dios. Es el hoy de Pentecostés. Cada vez que imponemos las manos o recibimos la imposición, estamos viviendo interiormente un intenso clima de esperanza que asume las manifestaciones más variadas y nos complacemos en la seguridad de que Dios está todavía con nosotros y nos acompaña con su Espíritu. Confiamos demasiado nuestra comunicación al lenguaje oral y no nos damos cuenta de que el lenguaje ordinario de los gestos es, la mayoría de las veces, más comunicativo. En este sentido, la mano tiene un rol determinante. Los momentos sacramentales, mientras viven en su contexto, son significativos en la línea del redescubrimiento del signo de la imposición de las manos. Aquí el contexto es siempre dado por la oración que expresa un vivo aliento de súplica, a la cual Dios responde comunicando su Espíritu a través de la imposición de las manos, como sucede en el rito de la ordenación sacerdotal ministerial o en la unción de los enfermos, por dar un par de ejemplos. La dinámica que se experimenta es muy rica en el ámbito de una auténtica experiencia espiritual en la vida de la Iglesia. Contemplamos, en efecto, en el gesto de la imposición de las manos, a Dios que colma de sus dones mesiánicos a la criatura que se presenta ante Él con las manos vacías, en espera de salvación. La criatura tiene las palmas de las manos vacías dirigidas hacia lo alto, mientras que el celebrante tiene las palmas de las manos dirigidas 65
hacia lo bajo. Aquél está esperando con una pobreza abundante en súplica, éste en su generosidad lo está colmando de los dones divinos. Entonces sucede la transmisión del Espíritu Santo con todas sus potencialidades para que la persona acogiéndolo pueda actuar según sus inspiraciones y sus pensamientos. El Espíritu es el gran actor y el incomparable don expresado en el signo de la imposición de las manos en la dimensión ordinaria de la vida y en los diferentes gestos sacramentales. Es siempre grato recordar el comportamiento de Jesús hacia los niños: “Le acercaron entonces unos niños para que les impusiera las manos y rezara por ellos; [...] Jesús dijo: Dejen a los niños, no les impidan que se acerquen a mí, porque los que son como ellos tienen a Dios por Rey. Les impuso las manos y siguió su camino” (Mt 19, 13-14). Jesús dona su Espíritu a quien es pequeño, para que éste, revestido de su luz sea el más grande en el Reino. El cristiano haciendo con sencillez y con humildad el mismo gesto de Jesús revive y hace revivir los sentimientos del Maestro en la vida de todos los días. En el orden sacramental, además, la imposición de las manos adquiere en modo particular, una riqueza salvífica de significados. La imposición de las manos es el gesto creador del Espíritu Santo que hace nuevo a aquel que con ánimo contrito celebra el acontecimiento de la Pascua en el signo de la penitencia. En la confirmación tenemos la plenitud de la comunión divina que llega al fiel para que proclame al mundo las maravillas del amor divino. La efusión de la esperanza divina en el silencio-imposición de las manos durante la celebración de la unción de los enfermos, regenera el corazón del doliente que se debate en sus sufrimientos presentes. La imposición de las manos se hace el gesto sencillo y pleno de comunión de la persona que se acerca al lecho del enfermo para hacerle sentir que comparte la difícil situación que está viviendo y para guiarlo hacia la comprensión de que no está solo llevando su carga. El compromiso que el cristiano asume en el momento de la despedida de la asamblea litúrgica es acompañado por la imposición de las manos para que la fecundidad del Espíritu Santo alimente su existencia cotidiana, le comunique inspiración para tomar decisiones auténticas según el estilo del Evangelio, le dé fuerza para testimoniar la caridad en las relaciones ordinarias y concretas de la vida. El gesto de la imposición de las manos ofrece la seguridad de que Dios está siempre presente y no nos desilusiona. 66
El lenguaje sacramental de la imposición de las manos indica, por consiguiente, la asistencia divina a la comunidad cristiana y la convicción de que el Espíritu está siempre vivo y vivificante para que el creyente pueda crecer en la libertad, en la obediencia y en la comunión divina.
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17.
UNGIR
El gesto de la unción es bastante común en las culturas de diversos pueblos, tanto desde el punto de vista terapéutico como para indicar las situaciones o los estados de ánimo en que se encuentra una persona, como la alegría y la riqueza. También hallamos esta costumbre en las celebraciones sacramentales, impregnada de una variedad de significados, según el contexto en que el fiel se encuentre o del sacramento que se celebre. En la tradición del Antiguo Testamento, el gesto de la unción muestra por un lado, el sentido de la elección proveniente de Dios y por el otro, la conciencia de pertenecerle. El acto de la unción pone de relieve que la persona ha sido elegida como lugar de la condescendencia de la fidelidad divina para que desarrolle la misión que Dios mismo le ha asignado. La unción designa una misión: las misiones de los reyes y los profetas son claras en este sentido. El hombre en su pobreza y frente a la humanidad, constata su fuerte incapacidad personal para buscar los designios de Dios. El ser humano es un enviado y quien le ofrece las energías para estar a la altura de su cometido es el Altísimo. La unción es el signo de esta capacidad operativa: al hombre se le dan las condiciones para que pueda cumplir la misión que le ha sido confiada. La unción, en efecto, proporciona fuerza y energía ya que el gesto de ungir posee un particular significado: el acto de untar evidencia el paso del compuesto líquido desde el exterior hacia el interior del cuerpo humano. El calor que en consecuencia se comunica, dispone a los músculos a estar en óptimas condiciones para lograr un estiramiento tal que el cuerpo quede sujeto a las órdenes de la voluntad. El aceite calienta los músculos, los hace maleables y ágiles. ¿No es ésta la experiencia de los atletas? El ejemplo de éstos es motivador para el discípulo llamado a vivir en la voluntad de Dios. La historia de la salvación en cuanto al signo de la unción se refiere, ofrece particulares significados sobre el gesto material de éste: al individuo se le brindan las condiciones para lograr una actitud 68
de docilidad ante la acción divina. En efecto, las acciones sacramentales representan la comunicación del misterio del Padre y la misión de Cristo en su Iglesia; los fieles son ungidos para que unidos a Cristo obren y cooperen para la salvación del Pueblo de Dios. Yendo a la escuela de Jesús nos percatamos que el sentido de la unción es extremadamente rico. Si observamos atentamente las Escrituras al describir la figura de Cristo, nos damos cuenta de que Él se define como el “ungido” del Padre. Él es Aquél en quien el Padre ha puesto sus complacencias para que realizara la hora en que toda la humanidad sería redimida, formando un único pueblo para alabanza y gloria del Padre. En Jesús aparecieron los tiempos nuevos; de Él se difunde la Palabra que regenera el corazón del hombre; en torno a Él se crea la comunidad mesiánica en el gozo y la exaltación. Cristo fue “ungido” por el Padre para que fuera dócil en forma perfecta a su voluntad, llevando a término la misión recibida: es lo que Jesús hizo en el misterio de la cruz en la que todo “queda terminado” (Jn 19,29). Él fue ungido de Espíritu Santo para que el Paráclito, desde el inicio de su existencia, lo hiciera atento a la voluntad del Padre y comunicara a los hombres la fidelidad divina. Por eso, la unción representa una continua llamada sacramental a la disponibilidad a Dios, confiando en su poder operativo que penetra hasta las fibras interiores del espíritu. La comunicación del Espíritu Santo se significa además, en el gesto de la unción (cfr 1 Jn 2,20.27). Es Él quien conoce la voluntad del Padre (cfr I Cor 2,10 ss), la comunica y ofrece la capacidad de concretizarla en la vida de cada día. Él penetra en el corazón de los discípulos y los renueva para que estén plenos del amor divino a través de la docilidad a su acción, como reza la secuencia de la solemnidad de Pentecostés: “Lava... fecunda... cura... doblega... calienta... endereza... concede...”. En el gesto de la unción contemplamos el cumplimiento de un gran misterio: el Espíritu, entrando en los de los discípulos, despliega en éstos todas sus posibilidades, para que su alma dé pleno consentimiento al pensamiento divino y no se sienta desanimada en las dificultades cotidianas de la vida. Ungir es ayudar al discípulo a estar en las manos de Dios en total disponibilidad. En efecto, el hombre es plenamente él mismo en la obediencia, en el completo entregarse al Padre: en quien tiene su auténtica realización. El acto de ungir tiene la finalidad de unir al creyente a Cristo, para que realice una comunión de intenciones con los deseos del Padre. 69
Vivir esta actitud es una labor ardua para el hombre, quien es prisionero de su propia autosuficiencia a causa del pecado. El Espíritu, a través del gesto de untar el aceite en la frente o en alguna otra parte del cuerpo, penetra en el cristiano, robustece sus , lo conforta y lo hace entrar en la libertad heroica que es un don que viene de lo alto; le da la valentía de la comunidad pentecostal, de la Iglesia de los mártires. Este hecho es importante porque la realidad terrena se muestra plagada de peligros y obstáculos y está determinada por los conflictos con el maligno. La unción prebautismal significa precisamente, el don del Espíritu que hace al cristiano idóneo para la lucha y le ofrece la seguridad de que la fidelidad divina no vendrá a menos. Toda la existencia de los discípulos del Señor está puesta bajo la tentación del demonio. El recuerdo de la unción les da la seguridad de que el Espíritu está combatiendo con ellos y que si son dóciles, serán siempre victoriosos. A su vez, la unción de los enfermos nos revela la acción divina que fortifica al hombre, incorporándolo en el misterio de la voluntad del Padre. En efecto, el Espíritu Santo ayuda al doliente a vivir el momento trágico de la grave enfermedad según el proyecto de Dios. Puede llegar la alegría de la curación física o bien, la valentía para pasar serenamente al resplandor del gozo de la dichosa eternidad. La unción quiere decir sobre todo curación interior frente a las tremendas problemáticas que se presentan en el corazón del enfermo. El gesto ritual le recuerda el poder de la resurrección en la vida dichosa. En fin, la unción es signo de exaltación, de riqueza y de exuberancia interior ya que subraya la plenitud de los dones que se derraman en el alma, la hacen capaz de testimoniar con la vida hasta el martirio, en plena libertad y con firme valentía, el acontecimiento evangélico. Es la dinámica propia del sacramento de la confirmación en que el Espíritu Santo completa la obra que el Padre inició con el bautismo para que el fiel cante en la dimensión ordinaria de la vida el advenimiento de los tiempos mesiánicos. En la unción, en efecto, están significados los siete dones del Espíritu que hacen al alma del bautizado particularmente atenta a Dios. El Espíritu expresa en ese momento, prontitud, obediencia, seguridad, canto y libertad. Es, por consiguiente, el Espíritu que habla en cualquiera que ha sido ungido y regenerado de lo alto.
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El gesto de ungir ofrece calor divino a los del hombre cansado a causa del pecado y le dona la capacidad de la docilidad al hoy de Dios, para que el Reino pueda ser testimoniado frente al mundo entero.
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18.
ORAR
El hombre es él mismo cuando ora ya que orar lo prepara cada día a sentirse, con alegría, criatura a imagen y semejanza de Dios. Esta acción, constante en las distintas tradiciones de los pueblos, vivifica también a la comunidad cristiana en cuanto a su adhesión personal y comunitaria a la salvación en Cristo Jesús. El encuentro sacramental entre Dios y su pueblo vive de la fecundidad de la oración, misma que anima toda ocasión ritual puesto que destaca por una parte, la pobreza de la asamblea, quien está llena de ruegos y por la otra, la libertad salvífica de Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo hacia los fíeles reunidos. La oración expresa la conciencia de los fieles de estar ante la presencia del Inefable que los envuelve con la nube de su poder. La asamblea vive de hecho la conciencia de su pobreza, según la afirmación del salmo: “Los ojos del Señor no se apartan de los honrados, sus oídos atienden a sus gritos de auxilio [...] Cuando uno clama, el Señor lo escucha y lo libra de toda su angustia” (Sal 34,16.18). La alegría de la convocación se basa en la voluntad de los fieles al presentarse a Dios con las manos vacías porque el Altísimo brinda solidez a sus vidas, plenitud a su ser. La afectividad de la persona orante se representa por el corazón del hombre puesto delante de Dios en cada situación concreta en que se encuentre. Al orar, los fieles experimentan la fidelidad de Dios, su fecundidad, el hoy de su Pascua, el acontecimiento de Pentecostés, la misión de Cristo y de los apóstoles, el anhelo de salvación que el Espíritu infunde en ellos, la seguridad de la redención. Orar expresa la intención del salmista que vive sólo de la relación con Dios: “Oh Dios, tú eres mi Dios, por ti madrugo, mi garganta tiene sed de ti, mi carne tiene ansia de ti, como tierra reseca, agotada, sin agua” (Sal 63, 2). Esta vitalidad se traduce en la dimensión gestual del rito, que aunque múltiple y compleja, es recorrida toda ella, por un sentimiento orante que constituye la filigrana de cada celebración sacramental. En efecto, el lenguaje corpóreo de la oración, pone en evidencia los diferentes 72
sentimientos que animan a la asamblea cuando adopta una actitud orante en un único espíritu: el del pobre que se encuentra frente al Altísimo. Al permanecer de pie, el hombre traduce la oración en un acto de fe y en signo profético del gran acontecimiento de la resurrección que vivifica a la comunidad; al arrodillarse, hace brotar el anhelo de la adoración hacia el Inefable y la presencia de un sentimiento penitencial que lo lleva a complacerse en la conversión y el perdón divino; al permanecer sentado, hace surgir la profunda voluntad de esperanza-meditación frente a la comunicación con Dios con el fin de que el alma sea revestida de los sentimientos mismos de Cristo; con las manos juntas, expresa la necesidad de que el alma se concentre en el misterio de Dios que anhela fervientemente penetrar en el interior de los fieles; con los brazos elevados, agradece, ora, alaba, reconoce la señoría de Dios en su historia personal y comunitaria; en el camino procesional, subraya la característica peregrinante de la Iglesia que vive con la seguridad de que Dios la acompaña con el maná y su acción providencial; con el canto y la música, concretiza el gozo ante las maravillas divinas. Esta multiplicidad de formas, pone en evidencia la manera en que la asamblea tiene la actitud de querer vivir de la libertad de Dios y en la libertad divina. La asamblea es la convocación de las criaturas redimidas, regeneradas por el agua y por el Espíritu Santo, signo vivo del rostro de Cristo. Orar, fomenta en los fieles reunidos, la conciencia de su vocación como criaturas: representa el medio de la cotidiana acogida de Dios y de su inescrutable voluntad. Orar, en efecto, pone a la asamblea en plena docilidad y disponibilidad hacia la acción de Dios, para dejarse plasmar por el Espíritu Santo en la fecunda imitación de Cristo para alabanza y gloria del Padre. La Iglesia representa también el ámbito en que los fieles aprenden a orar en forma auténtica. Una cultura en que la asamblea esté penetrada por el amor a la verborrea, opta por la imagen y las apariencias, prefiere lo complicado, elige el barullo y el clamor. El rito puede saciar al hombre exterior y vaciar al hombre interior; puede encerrar al hombre en su vanidad y no abrirlo al Absoluto. La auténtica oración litúrgica, partiendo de la contemplación del Inefable y de sus maravillas, elige lo esencial; proclama que Dios uno y trino es el Señor de la vida y de la historia; fomenta la interioridad ya que los celebrantes saben que Dios escruta el corazón y la mente y celebra el culto del corazón humillado y contrito que es sacrificio agradable a Dios; anhela la sencillez porque todo debe resultar 73
transparente y abierto a la comunicación divina. La oración de la liturgia es la escuela cotidiana de la oración de los discípulos. La asamblea forma al cristiano, lo hace partícipe de sus fines y lo orienta a lo que debe distinguirlo. Una asamblea que ame lo esencial y lo sencillo, se complace en la contemplación y valora la interioridad, forma a los fieles reunidos en este estilo de vida que es en el Espíritu Santo, la verdadera oración. Es ciertamente difícil orar en una asamblea cuando dichos valores no están presentes en el corazón de los fieles, cuando éstos no se dejan plasmar por la forma de orar de la Iglesia. Además, la oración litúrgica ama subrayar el “nosotros”: somos el pueblo de Dios en camino que en la única fe acoge, suplica, canta, testimonia. Frente a la fácil tentación individualista, en la asamblea litúrgica respiramos la intensa comunión universal que anima el Redentor, quien comunica a todos los hombres la salvación pascual. Muchas veces atrofiamos nuestro “yo” porque no logramos ponernos en sintonía con los sentimientos de Cristo ni con las inspiraciones del Espíritu que nos hace participar de la libertad de Dios. Nuestra oración en la asamblea nos da la alegría de olvidarnos de nosotros mismos, de introducirnos con el corazón y la mente en la infinita voluntad del Maestro, de podernos encontrar con todos los hermanos y ofrecer al Padre una única oración, expresión de un único pueblo que se descubre en el único Padre, Hijo y Espíritu Santo. La oración litúrgica se convierte en el ejercicio de nuestro sacerdocio bautismal que se expande, se desarrolla, se comunica, en forma tal que llega a crear el proceso de maduración en la fe y en la comunión que es la meta de la oración de la comunidad reunida.
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19.
BENDECIR
Uno de los signos que frecuentemente acompañan los ritos conclusivos de las celebraciones sacramentales es el gesto de la bendición. “La bendición de Dios todopoderoso, Padre, Hijo y Espíritu Santo, descienda sobre ustedes”. Al formular el texto trinitario, el ministro traza la señal de la cruz sobre los fieles reunidos que la hacen suya, haciendo la señal de la cruz sobre ellos mismos. Su significado resulta todavía más claro si se hace en el contexto de una oración particular, como puede ser en el caso de la celebración de los sacramentos o de los sacramentales. La oración, en efecto, es la verdadera expresión de la bendición pues en ella se formula el deseo de la comunidad, a la que Dios colma de su fuerza. La señal de la cruz pone en evidencia que la benevolencia del Padre pasa a través de la cruz. El cristiano que vive la cruz vive de la fecundidad divina y es objeto de sus bendiciones. El gesto religioso de bendecir pertenece a toda expresión religiosa de cualquier tiempo y lugar. Las culturas antiguas nos enseñan que el padre de familia bendecía a sus hijos: este gesto expresivo significaba la continuidad fecunda del espíritu de la familia. El hombre en todas las manifestaciones de su existencia, desea siempre ser bendecido porque la bendición es una palabra cargada de fuerza que comunica salvación, prosperidad, gozo de vivir. En ella subyace la convicción de que la vida es don, proviene de lo alto y representa la comunicación de la fecundidad divina en la realidad de cada día. En efecto, en la profundidad del corazón humano subiste un gran temor: ser maldito por el Señor. Dicho pensamiento se aleja a través de la bendición, que representa una seguridad para el hombre religioso. El hombre ama la vida y en el pedir y acoger un gesto de bendición canta su propia esperanza: “Dios no me va a abandonar, Él me asiste, me ayuda, me atiende, me llena de sus dones”. El gesto de la bendición aleja al maligno, pues la fuerza que viene de lo alto, derrota todas las potencias del mal. La liturgia es una gran bendición porque en ésta se subraya el primado de Dios, fuente de todo lo que existe, de todo el proceso de salvación, así como de su cumplimiento final. En el rito celebramos la 75
mirada de amor de Dios hacia la humanidad y su poder que hace subsistir todas las cosas y regenera en forma inagotable el corazón humano. A través de la bendición, estamos llamados a compartir la fuerza divina porque después de haber sido partícipes en ella, podemos proclamar al mundo entero las insondables maravillas de Dios. La fe nos ayuda a comprender que el hombre es bendecido en todas las partes de su ser pues su existencia toda pertenece al Creador y expresa esta comunión al ser bendecido por Dios. Es lo que nos enseña el himno de la Iglesia antigua que Pablo nos refiere: “¡Bendito sea Dios, Padre de nuestro Señor, Jesús Mesías, que, por medio del Mesías, nos ha bendecido desde el cielo con toda bendición del Espíritu!” (Ef 1,3). Bendecidos a través de la fórmula de la bendición, nosotros bendecimos al Señor para que su benevolencia esté siempre presente en nuestras vidas. Esta convicción emerge en la misma actitud con la cual nos disponemos a recibir la bendición divina. En efecto, cuando recibimos una bendición, nos inclinamos o nos arrodillamos: con este gesto profesamos nuestra fe de que todo viene del Padre en Cristo y en el Espíritu Santo ya que nosotros somos todos de Dios para ser siempre según sus designios. Si Dios no nos bendijera, no podríamos buscar sus disposiciones, no podríamos actuar de acuerdo a su concreta voluntad, particularmente en la cotidianeidad de la existencia; sobre todo, no lograríamos vivir la sabiduría de la cruz, que representa la única clave interpretativa de nuestra existencia. Sólo quien está en Dios, vive esa sabiduría divina. Esta consideración la tenemos en cuenta sobre todo al terminar cualquier celebración sacramental, en la que hemos participado de la muerte-resurrección del Señor. Dios Padre a través de los signos litúrgicos nos colma de su benevolencia e infunde en nuestro interior su Espíritu para que sepamos tomar las energías necesarias para hacer alma de nuestra vida cotidiana, la propuesta evangélica. Si caminamos según este estilo, el gesto de la bendición asume un valor determinante en la forma de concebir y de construir nuestra existencia. Bendecidos por gracia y conscientes de este don, vivimos cada momento glorificando e imitando al Señor, seguros de que con esta actitud, Dios renueva su inefable fidelidad hacia nosotros. En efecto, el bendecir confirma a los hombres la gracia de la vida, haciéndola garante, mientras los prepara a la pureza de espíritu para que sepan ir en cada instante de su 76
existencia tras la voluntad divina. La misma vida teologal que representa el alma de la vida del cristiano es una bendición en acto: nosotros vivimos como bendecidos, si la fe-esperanza-caridad es el corazón de todo momento que el Padre nos ofrece. El hombre que vive esta convicción sabe caminar bajo una nueva vida verdadera y anima sus acciones de esperanza; prueba la presencia de Dios que nunca desilusiona. Esta riqueza postula, no obstante, un sentido verdadero de la propia pobreza. Si la bendición es gracia, la riqueza de tal don brota de un corazón pobre, lleno de súplicas, que sabe que no puede subsistir ni siquiera un momento si Dios no fuera gracia para él, particularmente en el sentido del crecimiento en la luz de la opción de la fe. Ésta, por lo tanto, lleva al cristiano a vivir únicamente de Cristo muerto y resucitado. El acto de bendecir no posee nada de mágico, no se reduce a un simple gesto mecánico, sino que vive en el corazón puro del hombre que tiene la mirada dirigida hacia lo alto, que desea verse envuelto por una luz que viene de la divinidad, que anhela fervientemente construir el presente en verdad y gratitud en una relación que sólo es caridad. Entonces, las manos vacías serán llenadas por el Dios fiel, rico en bondad y misericordia; este gesto sacerdotal de intensa oración configurará al orante en Cristo para que Él sea su corazón día con día. El estilo de vida del discípulo es el corazón del Maestro. Vivir en la perspectiva de la plena obediencia al Padre se revela muy arduo para el fiel que no se arraiga en la benevolencia misma del Padre. El gesto de la bendición ofrece la seguridad de que Dios en su bondad lo ayuda desde la primera hora enriqueciéndolo de su fuerza y acompañándolo a lo largo del camino para que su presencia sea viva en todo el hombre, ayudándolo a crecer según los designios divinos, a la luz de la cruz de Cristo, en la cual está la salvación, la vida y la redención de toda la comunidad.
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20.
COMER Y BEBER
El hecho de comer y beber pertenece a la categoría de los gestos más comunes presentes en cualquier convivencia humana y asume un particular significado cuando se le ubica en una experiencia comunitaria. Comer y beber en compañía, expresan un profundo sentido de comunión: las personas se sienten unidas entre ellas e incluso, tienden a crecer en la participación de los ideales profundos de su vida. La comida y la bebida se refieren a la nutrición completa y simbolizan la perfecta comunión entre los comensales. Sentarse a la mesa implica comer y beber con el fin de encontrar y reforzar los ideales presentes en el ánimo de cada participante del banquete, quienes buscan ir tras el desarrollo profundo de la reciprocidad interpersonal. Nos percatamos de que tanto en el lenguaje concreto como en el figurado del comer-beber, deseamos expresar un anhelo de unión, de ser el uno para el otro, de ser un solo corazón y una sola alma. Esta verdad se constata particularmente cuando hay personas que no viven un camino de fraternidad y se encuentran bajo condición de ruptura. En esta circunstancia, cada una va por su propio camino y rechaza cualquier invitación para sentarse a la misma mesa a compartir la misma comida. La vocación a vivir en comunión recíproca es un don que el Creador ha sembrado en el corazón de toda criatura. El hombre es él mismo cuando está en comunión. Esta realidad no puede quedarse sólo como un proyecto, sino que debe expresarse en el lenguaje de la vida cotidiana. Los gestos de comunión tienen precisamente esa función. Cuando nos encontramos a beber y a comer juntos, constatamos que el acto mismo es más importante que cualquier cosa especifica que nos sea ofrecida a la mesa, que evidentemente pasa a un segundo plano. La alegría del compartir existencial a través del lenguaje del comer y beber es lo más importante. Quien ha desplazado el verdadero centro de interés, pone su atención en la comida. Entre más sencillo es lo que concretamente se comparte, tanto más se destaca la profundidad de la reciprocidad interpersonal, la familiaridad y la fraternidad. 78
Por lo general, el gesto de comer y beber en compañía es consecuencia de una invitación y quien ha tomado la iniciativa pone en evidencia su deseo de compartir con sus huéspedes un profundo significado de vida. La invitación parte del deseo de profundizar una comunión ya iniciada y que ha de madurar. Los vínculos humanos muchas veces pueden ser débiles dado que los centros de interés tienden a multiplicarse y así, el hombre corre el riesgo de caer en la soledad. Al dar y aceptar una invitación, las personas salen de su soledad formando un solo corazón y una sola alma: ante el hecho de comer y beber en compañía, nace una comunión interpersonal que profundiza los lazos existentes entre ellas creando una verdadera armonía interpersonal. Se tiene entonces la actuación efectiva del amor y de la confianza recíproca. Cuando Jesús nos dijo: “Tomen y coman... tomen y beban”, hizo suya esta rica experiencia humana de comunión. El Redentor quiso entrar en íntima relación con nosotros. El don de la resurrección en Él mediante el bautismo pretende su radical desarrollo en la persona del discípulo. El Maestro siempre nos invita al banquete eucarístico para que podamos ser verdaderamente suyos en un proceso continuo de crecimiento inagotable que tendrá su máxima expresión en el banquete del cielo. No somos nosotros los que nos acercamos a los dones eucarísticos, sino que es Él, el Señor, quien nos prepara, llama, anima a entrar en su Pascua; es Él quien nos involucra en sus ideales porque quiere permanecer cada vez más en nosotros y quiere que nosotros permanezcamos en Él. El gozo de la reciprocidad en la Hora del Padre alimenta la relación que Jesús ofrece a cada uno de nosotros en la fe y en el sacramento. El caminar a la luz del Evangelio puede verse desviado por múltiples formas de dispersión que provienen del mundo, del pecado, de la carencia de adhesión a los divinos designios, de la voluntad de no comulgar con el acontecimiento de la Pascua y de Pentecostés. Cristo Jesús anhela ardientemente comer con nosotros su Pascua pues quiere recrear nuestro yo más profundo, comunicarnos su vida divina, regenerar nuestra libertad para que acoja la Palabra, hacernos el don de su oblación-pascual para ayudarnos a vislumbrar que sólo en Él nuestra existencia está plenamente realizada.
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Por esto nos invita a tener despierta nuestra aspiración por el banquete eterno, en el cual comeremos, beberemos en comunión y compartiremos su gloria en el Padre. Cuando en el Espíritu Santo somos convocados en torno a la misma mesa, tenemos la alegría de compartir el verdadero significado de la existencia, lo que Cristo ha vivido y que ha animado cada uno de sus momentos: la oblación en las manos del Padre para el gozo y la redención de toda la humanidad. Compartiendo esta actitud suya, creceremos en la comunión teologal y sacramental, en espera de la eterna. La exaltación del comer y beber con el Señor se hace a su vez, la fuente de nuestro testimonio cristiano, tal como nos enseña el apóstol Pedro en el discurso en casa de Cornelio: “pero Dios lo resucitó al tercer día e hizo que se dejara ver [...] de los testigos que él había designado, de nosotros, que hemos comido y bebido con él después que resucitó de la muerte” (Hch 10, 40-41). La caridad que anima a la Iglesia vive de la común experiencia eucarística, en la cual nos encontramos como una sola persona en el Señor para generar después en el lenguaje de la cotidianeidad, una comunicación de la vida que era en el Padre, que se ha hecho visible a nosotros para que la humanidad pueda saciarse en el banquete del Reino. El hecho de comer y beber con Jesús es, por consiguiente, el acto en que nos complacemos en la seguridad de entrar en íntima comunión con Él, que está verdaderamente presente en nuestra historia como resucitado y de quien nunca debemos tener temor; en la Eucaristía vemos al Señor y como los discípulos de Emaús, lo reconocemos al partir el pan: este hecho es la fuente viva y fecunda de nuestra esperanza cotidiana. Es por lo tanto, evidente que nuestro comer y beber no se reducen a un simple proceso de aceptación de la comida, sino que se arraiga en un camino de comunión que es compartir, ver, comunicar con el misterio de la Pascua: Cristo muerto y resucitado, siempre presente en su Iglesia, para guiarla a los prados eternos del Reino.
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21.
INCENSAR
El cristiano en los lugares donde vive difunde el buen perfume de Cristo pues su vida es “sacrificio vivo, consagrado, agradable a Dios, como su culto auténtico” (Rom 12, 1). El uso del incienso nos recuerda esta vocación propia de todo discípulo del Redentor. Lo que externamente se muestra, representa la profunda vitalidad que anima el corazón del oferente. La utilización del incienso en la liturgia indica la disposición oblativa de la comunidad: de la plenitud del corazón brota la oración de la comunidad. El salmista presenta la imagen del incienso como expresión de la intensidad de vida de su espíritu: “Señor, te estoy llamando, ven de prisa, escúchame cuando te llamo; aquí está mi oración, como incienso en tu presencia, mis manos levantadas, como ofrenda de la tarde” (Sal 141,1-2). El autor del Apocalipsis, a su vez, nos recuerda que la oración de los santos es similar al perfume que sale del incensario: “Llegó otro ángel llevando un incensario de oro y se detuvo junto al altar; le entregaron gran cantidad de aromas para que los mezclara con las oraciones de todos los consagrados sobre el altar de oro situado ante el trono. De la mano del ángel subió ante Dios el humo de los aromas mezclado con las oraciones de los consagrados” (Ap 8, 3-4). La ascensión del perfume es la elevación del alma hacia Dios: es el significado mismo de nuestra existencia, es la orientación del corazón totalmente dirigido al Absoluto. El hombre está vinculado físicamente a la tierra, pero su espíritu no puede permanecer prisionero de lo que está delimitado, el espíritu tiende a expandirse hacia lo alto, a anhelar incesantemente el encuentro con Dios. En esta elevación del perfume que sale del incensario está el alma que tiene sed del Dios viviente, de la visión de su rostro: “Como busca la sierva corrientes de agua, así mi alma te busca a ti, Dios mío; tiene sed de Dios, del Dios vivo: ¿cuándo entraré a ver el rostro de Dios?” (Sal 42, 2-3). El gesto de elevar el incensario del cual emana el humo perfumado no es un simple gesto coreográfico, sino la concretización ritual de una disposición interior: “A ti, Señor, presento mi afán” (Sal 25,1). 81
El incensario, desprendiendo su humo, es oración en acción, es una inefable melodía de súplica-alabanza presentada al Altísimo, es amor y abandono de la comunidad frente a su Dios. La actitud espiritual expresada por el incienso que sube da un particular significado al ambiente. El humo y el perfume del incienso envuelven el lugar en que estamos reunidos, este hecho nos recuerda que para los hebreos la nube de la gloria de Dios era lugar del inefable diálogo del pueblo con Dios mientras el Señor tomaba morada en el santuario, según la teología del Antiguo Testamento: “en cuanto él [Moisés] entraba, la columna de nube bajaba y se quedaba a la entrada de la tienda, mientras el Señor hablaba con Moisés” (Éx 33, 9). “Cuando los sacerdotes salieron de la nave, la nube llenó el templo [...] porque la gloria del Señor llenaba el templo” (I Re 8,10-11). La ritualidad nunca es un simple gesto que la comunidad hace mecánicamente, sino que vive de todo el contexto que orienta el corazón de quienes están presentes. Los fieles están llamados a respirar al Trascendente en su disposición cultual, preparándose a esta aspiración, con el incienso. El contexto nos ayuda a confirmar que estamos ante la presencia del Altísimo: ser envueltos por el perfume y por la nube producida al quemar el incienso, no pertenece a la vida ordinaria. Esta convicción anima nuestro encuentro en la asamblea litúrgica. Así se crea el ambiente del sacrificio de la alabanza. Estrecha, en efecto, es la relación entre la ofrenda y el perfume que son agradables a Dios (cfr Éx 29, 18). De ese humo nos preparamos para ponernos en estado de sacrificio, haciendo nuestro el ofrecimiento de Cristo al Padre. La Instrucción General del Misal Romano en este sentido, afirma: “El sacerdote puede incensar los dones colocados sobre el altar, y después la cruz y el altar mismo, para significar que la oblación de la Iglesia y su oración suben como incienso hasta la presencia de Dios. Después el sacerdote, por el sagrado ministerio, y el pueblo por razón de su dignidad bautismal, pueden ser incensados por el diácono, o por otro ministro” (n. 75). El perfume que sube a través de la incensación de los dones indica nuestra total donación en las manos de Dios, a imitación de la actitud de Cristo, que en el signo del pan y del vino es una viva oblación al Padre por la redención de toda la humanidad. 82
El uso del incienso en la celebración de Laudes y de Vísperas destaca además, esta dimensión oblativa y de sacrificio de la oración, que es como un incienso que sube hasta Dios. El incienso en la entonación de los cánticos evangélicos del Benedictus y del Magníficat expresa que la comunidad, cuando ora, se pone delante de Dios en sacrificio agradable a Él. Toda la jornada, por consiguiente, comprendida entre estos dos momentos de oración (en la mañana y en la tarde) y que al centro ve la presencia de la celebración eucarística, es un verdadero acto eucarístico y de sacrificio al Altísimo y lugar de su fidelidad fecunda. El uso del incienso tiene también valor de purificación. Como el perfume aleja los olores desagradables, así el incienso aleja los poderes del maligno. Cuando presentamos las ofrendas, hemos estar puros de corazón. La incensación de las personas y de los lugares destaca este significado, crea en los celebrantes la conciencia del deber de ponerse en comunión con Dios para que el sacrificio de la vida sea agradable a Él y aceptado por Él. Además, la incensación del celebrante resulta particularmente importante pues en ese momento se subraya el significado de su presencia en medio de la asamblea: él actúa en la persona de Cristo, al servicio de la comunidad reunida, por eso, mientras en la incensación recibe un particular acto de honor, debe recordar que ha de permanecer, a imitación del Redentor, en una auténtica actitud oblativa. La asamblea, a su vez, en Cristo y con Cristo es honorada para que participe también ella en el mismo sentido de ofrecimiento. En fin, la Iglesia inciensa los cuerpos de los hermanos difuntos para honrar el templo de aquellos que han sido llamados a la contemplación de la gloria. Dicho cuerpo es reliquia de la habitación de la Santísima Trinidad y de aquél que fue creado a imagen y semejanza de Dios. La Iglesia no puede más que honrarlo profesando la propia fe en las maravillas de Dios que ha creado al hombre como ser constituido de alma y cuerpo.
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22.
PRESENTAR LAS OFRENDAS
Toda religión vive bajo condición de ofrecimiento a Dios; los diferentes y múltiples contextos cultuales han dado origen a innumerables expresiones rituales que responden al apremio presente en cada hombre de presentar a la Divinidad lo que en la propia experiencia de fe, se ve como fruto de la bondad y fecundidad divinas. Esta disposición la encontramos también en la liturgia de la Iglesia. La celebración eucarística prevé el rito de la presentación de las ofrendas, según el estilo del Antiguo Testamento, que ofrecía a Dios las primicias de la cosecha. “Es conveniente que la participación de los fieles se manifieste por la presentación del pan y el vino para la celebración de la Eucaristía, o de otros dones con los que se ayude a las necesidades de la iglesia o de los pobres” (Instrucción General del Misal Romano, 140). Cada gesto de la celebración expresa la intención de la comunidad; el rito procesional de la presentación de las ofrendas expresa el movimiento de la comunidad que al caminar en el templo advierte todo lo que ella es, que está rodeada por la gracia. Los bautizados se acercan a Dios ofreciéndole las primicias de la fecundidad de la tierra, para que estos dones sean a su vez, el lugar de la fecundidad eucarística en el pan y en el vino y de la fraternidad histórica en los otros dones que se hacen instrumentos de comunión con los necesitados de la comunidad. Esta disposición de ofrecimiento-comunión con Dios y con los hermanos ayuda a cada miembro de la comunidad cristiana a superar la tentación de la posesión exclusiva de las cosas, como si el hombre fuera su propietario. Éste recoge lo que la tierra produce incluso a través de su trabajo, advierte cómo la gratuidad divina hace fecunda la tierra y fructuoso el cansancio humano. Al presentar las ofrendas, el hombre expresa el sentido de la gratitud a Dios: devuelve con alegría a Dios lo que Él antes le ha ofrecido. La presentación de las ofrendas es una profesión de fe en acto: somos toda gracia y cantamos nuestra gratitud al Creador. En el corazón de cada celebrante vibra la alegría del don, la gratitud a Aquél que es la fuente 84
de toda realidad creada y la exaltación de devolver lo que se ha aceptado de las manos del Dador de todo bien. El gesto de la presentación de las ofrendas es la celebración de la gratitud que envuelve la vida cotidiana del hombre, significa decir en voz alta que Dios es el Creador, el Redentor, el Señor. Esta disposición es particularmente importante en el contexto de la celebración eucarística, donde todo resuena como un gran acto de gratitud por las maravillas realizadas por Dios en la creación y en la redención. Al mismo tiempo, este gesto de ofrecimiento pone en evidencia la pobreza del hombre, quien es plenamente consciente de que está en todo momento enriqueciéndose de Dios. Al presentar a Dios lo que Él ha dado por gracia, la comunidad vive la convicción de que el Señor continuará siendo fecundo en el futuro porque la gratitud del pobre es motivo de la fecundidad inexorable de Dios. Cada agradecimiento dirigido al Altísimo es principio de una nueva gracia y de una renovada comunión con Él. En el hecho de llevar los dones a Dios, el hombre vive la convicción de entrar en familiaridad con Él y de realizar en su procesión hacia el altar el sentido mismo de su existencia. El gesto de la presentación de las ofrendas es signo de la comunidad que con agradecimiento se entrega toda ella al Padre. Las cosas expresan y encarnan la intención de los oferentes: somos todo y sólo gracia para vivir con agradecimiento en la constante oblación en las manos de Dios uno y trino. El agradecimiento, en efecto, no es simplemente ofrecer algo, sino que es destacar que la persona vive en intensa comunión con el donador divino y comparte su alegría de donarse. La reciprocidad anima el signo del llevar las ofrendas al altar. La comunión entonces se refuerza y el hombre se siente cada vez más objeto de la benevolencia divina. En efecto, así como las ofrendas transformadas se convierten en signo de la voluntad oblativa de Cristo que en la cruz quiso reunir a los hijos dispersos, así todo lo que somos y donamos tiene su significado en la reciprocidad fraterna que construye un verdadero camino de unión. Dios en su proyecto de salvación pretende realizar un proceso de comunión incluso entre los hombres. Lo que la tierra produce está también dirigido a alegrar el corazón de los hombres y a hacerlos cada vez más hermanos. El trabajo mismo posee un fuerte valor de comunión. Esta intención de Dios tiene su vigorosa expresión en la participación de los bienes. El gesto “oferente” es al mismo tiempo, expresión de caridad y de formación a la solidaridad. 85
Dios acoge las ofrendas para repartirlas; todo lo que le donamos determina su íntima comunión con los hombres; el privarnos de algo en signo de agradecimiento, tiene por objeto profundizar el sentido genuino de la comunión. Verdadera alegría se deriva de cualquier gesto de ofrecimiento. La exaltación del donar no deriva de la privación, sino de la edificación de la comunión. Las privaciones del yo son la riqueza del nosotros. La presentación de las ofrendas se hace entonces escuela de gran libertad fraterna. Así, se crea un clima verdaderamente mesiánico en que se forman signos de unión y de reciprocidad según el proyecto creativo del Padre. La experiencia de la Iglesia apostólica nos dice que “En el grupo de los creyentes todos pensaban y sentían lo mismo: lo poseían todo en común y nadie consideraba suyo nada de lo que tenía. [...] entre ellos ninguno pasaba necesidad, ya que los que poseían tierras o casas las vendían, llevaban el dinero y lo ponían a disposición de los apóstoles; luego se distribuía según lo que necesitaba cada uno” (Hch 4, 32-35). La fraternidad litúrgica vive de la fraternidad ordinaria que se construye con los gestos de cada día. Cada momento es gracia, cada momento vivido en plenitud es un acto de agradecimiento, cada momento es para regalar, cada momento es fecundidad de comunión fraterna. El rito litúrgico nace de la vida, vive de la dimensión ordinaria y fecunda de la existencia en un desarrollo esencialmente eucarístico. La comunidad se prepara a entrar en la oblación eucarística donde Cristo no nos ofrece cosas materiales, sino a sí mismo y en el ofrecimiento de sí mismo engendra la comunión de la humanidad.
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23.
ENCENDER
La noche de Pascua se distingue por el paso de las tinieblas a la luz. El encender el cirio da la totalidad simbólico-ritual a la celebración de este misterio. La presencia del cirio pascual en la asamblea, iluminado por la pequeña llama que difunde su claridad en la oscuridad que envuelve a los fieles reunidos en la noche santa, es signo del Resucitado que aparece en medio a los suyos, tal como dice la oración de la Iglesia: “Que la luz de Cristo, resucitado y glorioso, disipe las tinieblas de nuestro corazón y nuestro espíritu”. Cristo es la luz del mundo: “Yo soy la luz del mundo: el que me sigue no andará en tinieblas, tendrá la luz de la vida” (Jn 8,12). Encender el cirio significa proclamar nuestra fe. En la opción cristiana, las tinieblas del pecado han sido derrotadas: la asamblea se vuelve a encontrar por pura gracia rodeada de luz. La presencia del signo pascual encendido en la asamblea durante el tiempo pentecostal, es un vivo canto al misterio de la resurrección para que llegue a enraizarse en ella cada vez más profundamente la seguridad de la actualidad del Maestro glorioso, que la inunda de la luz de la fidelidad del Padre. Así, lo que sucedió en esa noche sí se extiende en el tiempo. Este gesto, tan ampliamente solemnizado en la vigilia y en el tiempo pascual, vive de la esperanza presente en el corazón de todo hombre, quien, al llegar de improviso las tinieblas, no ha de verse derrotado, sino que ha de vivir, ha de caminar en forma decidida por los senderos del mundo con el objeto de sentirse en comunión con sus hermanos. El encender cualquier luz al llegar de repente la oscuridad nocturna, es decir con la fuerza de la sencillez del espíritu que el hombre está hecho no para la muerte, sino para la vida y que el alma debe despertarse de todo letargo, tal como nos lo recuerda el apóstol: “Despierta, tú que duermes, levántate de la muerte y te iluminará el Mesías” (Ef 5,14). La luz dice energía, voluntad de vivir, deseo de plenitud, impulso de comunión, superación de todo estatismo o frialdad. En efecto, la pequeña llama, mientras inunda el ambiente de luz, comunica calor, comunica fuerza de vida, comunica superación de toda soledad, comunica don de 87
vitalidad y de calor a las cosas, comunica camino de vida, no obstante las dificultades que hacen pesada la realidad cotidiana. Todo esto se hace entonces signo del Trascendente, que envuelve al hombre y expresa en él un movimiento de vida que canta la victoria del calor de la luz sobre las tinieblas. Hay una estrecha relación entre la luz y el calor, entre el verse y el relacionarse, entre el estar en Cristo luz y arder en el fuego del amor divino. En esta perspectiva, así reza la Iglesia en la oración después de la comunión en la festividad de Todos los Santos: “Dios nuestro, fuente única de toda santidad [...], haz que este sacramento nos encienda en el fuego de tu amor Se invoca la fuerza del Espíritu, así como suplica la Iglesia en la solemnidad de Pentecostés: “Ven, luz santificadora, y entra hasta el fondo del alma de todos los que te adoran. [...] Ven, Espíritu Santo, llena los corazones de tus fieles y enciende en ellos el fuego de tu amor”. En la óptica del misterio de Cristo, al encender una vela se hace vibrar en el alma una multiplicidad de sentimientos que tienen un elemento común: la alegría de vivir y de hacer vivir. La presencia del cirio encendido adquiere además otro significado: el de infundir una constante esperanza en el corazón del hombre, siempre llamado a estar en oración, aunque no siempre lo logre. Entonces, su voluntad lo anima a encender una vela para que ésta exprese en forma incesante su fuerte deseo de oración y de súplica. En el esplendor que arde está el deseo de elevación por parte de un corazón orante que se consume al confiarse completamente en Aquel que es la única seguridad de la vida. Como en la vigilia pascual, el cirio encendido es la expresión de la intensa oración de la comunidad, que en las tinieblas de la muerte vive la fidelidad del Padre que no desilusiona, así el encender un cirio significa concretizar el deseo de oración y de esperanza que es fecundidad de vida en cada fragmento de la historia cotidiana. Cada cirio encendido es un canto a la vida de un corazón orante que vive del Dios que no desilusiona y no puede desilusionar. Este intenso clima de fe y de súplica es la vitalidad misma del bautismo, según su lenguaje celebrador. El padre de familia enciende la vela del cirio pascual que le es presentado para que el don de la fe en Cristo muerto y resucitado no se apague nunca en el corazón del niño, de tal forma que pueda andar al encuentro del Señor cuando venga en su gloria, según la bella imagen de la parábola de las vírgenes (cfr Mt 25, 188
13). La luz encendida significa que se acoge la salvación y se crece en esta salvación para regocijarse con la venida final del Redentor. En el rito del bautismo, el progenitor, teniendo entre sus manos la vela encendida que iluminará al niño, destaca su propio compromiso de educar en la Pascua del Señor al recién bautizado, para que pueda siempre caminar alegre en la luz de Cristo. Encender un cirio es una opción de vida: sólo el Maestro debe iluminar las motivaciones de nuestras decisiones. Él es el compañero de viaje que da resplandor a todo nuestro camino. Encendemos entonces nuestras lámparas en las procesiones, para afirmar frente al mundo que sólo Cristo con su luz da significado a la existencia humana. El caminar en la luz se basa en la concepción de que somos hijos de la luz, como nos dice Pablo: “La noche está avanzada, el día se echa encima: dejemos las actividades propias de las tinieblas y pertrechémonos para actuar en la luz. Comportémonos como en pleno día, [...] revístanse del Señor, Jesús Mesías” (Rom 13,12-14). La vela encendida que ilumina el recorrido procesional de la comunidad, pone en evidencia que Cristo Jesús ilumina el corazón de los creyentes y vence a las tinieblas en su totalidad. El acto de encender el cirio es un gran acto de fe frente a la vida, es el vivo deseo de estar en la luz para destruir toda forma de oscuridad que mata el alma. Con este gesto cantamos el triunfo de Cristo sobre los poderes del mal y damos verdadero y fecundo contenido al anhelo de vivir, que está presente en el corazón de todo hombre. Entonces, estamos diciendo que la esperanza en el camino de la vida viene de lo alto. Seremos una vela que permanece siempre apagada, si no nos acercamos a la luz que da fecundidad a todas nuestras potencialidades. Encender un cirio es signo de que la divinidad nos alcanza y nos ofrece la capacidad de hacer brillar frente al mundo la fuerza del Altísimo. La vela encendida representa el misterio de la encarnación que el Espíritu Santo sabe hacer vivir en cada uno de nosotros. En todo momento ofrecemos nuestra pobreza a Dios para que Él mande su Espíritu a encender en nosotros el fuego de su amor que da a nuestra vida el calor y la luminosidad que nos ofrecen la capacidad de caminar en el tiempo. La Iglesia en la invocación del Espíritu Santo ora
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así: “Ilustra con tu luz nuestros sentidos, del corazón ahuyenta la tibieza, haznos vencer la corporal flaqueza, con tu eterna virtud fortalecidos”.12 Por lo tanto, encender un cirio se convierte en expresión de nuestra firme convicción de que Cristo ilumina toda nuestra persona para que pueda en la vida caminar en la esperanza, en espera del día que no conoce ocaso.
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La versión en español está tomada directamente http://liturgiadelashoras.blogspot.com/2007/08/visperas-entre-7-y-10-de-lanoche.html [nota del traductor].
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de:
24.
PRESIDIR
Nuestras asambleas litúrgicas cuando se reúnen, aspiran desarrollar una profunda comunión de acuerdo a su vocación bautismal. Nos encontramos en nombre del Señor para ser cada vez más del Señor. Al realizar esta actividad, la asamblea no es dejada a sí misma puesto que podría perderse en una espontaneidad infecunda, sino que más bien es guiada por un hermano en la fe, que por lo general es un presbítero que preside las distintas celebraciones sacramentales. Esta realidad que vivimos cada vez que nos encontramos reunidos en el nombre del Señor, está significada por la presencia de la sede del celebrante colocada en el presbiterio. La Instrucción General del Misal Romano se expresa de esta manera: “La sede del sacerdote celebrante debe significar su ministerio de presidente de la asamblea y de moderador de la oración. Por lo tanto, su lugar más adecuado es vuelto hacia el pueblo, al fondo del presbiterio, a no ser que la estructura del edificio u otra circunstancia lo impidan, por ejemplo, si por la gran distancia se torna difícil la comunicación entre el sacerdote y la asamblea congregada, o si el tabernáculo está situado en la mitad, detrás del altar” (n. 310). El elemento que personaliza, así como el arquitectónico, se relacionan entre sí para evidenciar la señoría divina sobre la asamblea convocada en la fe, la esperanza y la caridad. El presbítero se coloca frente a los fieles no tanto como figura autoritaria, sino como signo de un acontecimiento de más relevancia que rodea a la asamblea. El don de la presidencia tiene su razón de ser en el espíritu que anima a quienes se sienten elegidos, llamados, convocados. Nos hace comprender que cualquier reunión se desarrolla bajo una presidencia para que puedan perseguir con orden las finalidades propias de la convocación. En el orden histórico esta estructura presidencial es contingente y caduca, en el orden sacramental su valor es una síntesis de historia y de misterio ya que el principio que anima la convocación es la comunicación que el Eterno hace de sí a los hombres. Todos nosotros nos reunimos en obediencia a las motivaciones interiores del Espíritu, en asamblea. En el signo del 91
ministerio ordenado se significa la presencia de Cristo en medio a los suyos, según la promesa hecha a los discípulos: “donde están dos o tres reunidos apelando a mí, allí, en medio de ellos estoy yo” (Mt 18, 20). “[...] miren que yo estoy con ustedes cada día hasta el fin del mundo” (Mt 28, 20). La convocación eclesial en el signo de la asamblea vive de esta afirmación de fe: Cristo es el Señor. La verdad no puede quedarse como algo abstracto, ha de ser captada en todo su significado por quien está caminando a través del tiempo. En la perspectiva evangélica, la tradición nos ha dado el “signo sacramental” que destaca visiblemente la acción de Cristo, el cual envuelve con su presencia toda la asamblea y la define en su ser y su obrar. En efecto, Cristo nos convoca, nos reúne, nos dirige su Palabra, pone los signos sacramentales, nos envía y nos reenvía en la vida ya que su presencia sacramental se convierte en fermento de esa vida. El ministerio, especialmente el ordenado en sus tres grados, pone en evidencia esta realidad. Consciente de su tarea particular, aquel que es delegado por el Espíritu para presidir, se siente estimulado a formar a la comunidad en el sentido de la presencia divina, en la aceptación de la salvación que viene de lo alto y en el sentido de lo sagrado, pues el Reino de Dios está en medio de los suyos. La alegría de la asamblea se construye y madura pues hay un hermano que en el Espíritu, durante la celebración y a través de su disposición, de su decir, de su actitud, proclama que algo grande está envolviendo a los hermanos, introduciéndolos en la benevolencia divina. Presidir es el signo más significativo del hoy de Cristo que comunica su Pascua a los hermanos convocados en la fe para regenerarlos. Quien preside no sólo está en posición más elevada respecto a la asamblea, sino que también va delante de los hermanos, en el nuevo éxodo, para conducirlos a la Tierra Prometida. La presidencia sacramental vive de la vitalidad del pueblo de Dios que día a día, recibe la vocación de estar en camino a través de una ininterrumpida conversión. La convocación en nombre de la Santísima Trinidad, la proclamación de la Palabra, el hoy del acontecimiento pascual en la oración eucarística, son actos presidenciales en el pueblo de Dios y con el pueblo de Dios para que no se canse de dejarse interpelar por la luz que viene de lo alto con el fin de dejarse atraer hacia los caminos que conducen a la vida. El que preside, además, reviviendo los sentimientos y los ideales de Cristo, procede en forma tal que desarrolla la comunión en la asamblea celebrante. Su ministerio no tiene nada de autoritario, sino que ha de vivir 92
la actitud del Maestro, el verdadero Señor de la asamblea, el cual vino al mundo no para ser servido, sino para servir y dar la vida en rescate de las multitudes, con el fin de reunir a los hijos dispersos en la unidad. El ministerio de la presidencia es un llamado a comunicar, favorecer y desarrollar el don de la unidad que representa la expansión de la vitalidad y de la fecundidad de la Pascua: el presidente debe desaparecer en todas sus particulares subjetividades, para obrar a la luz de la objetividad del acontecimiento, en forma tal que sobre toda la asamblea se expanda el Espíritu que hace reconocer a la Iglesia su vocación pentecostal, como sucedía con los primeros fieles que “Eran constantes en escuchar la enseñanza de los apóstoles y en la comunidad de vida, en el partir el pan y en las oraciones” (Hch 2, 42). El signo del ministerio de la presidencia representa, por consiguiente, una continua llamada a los fieles, los cuales, cuando están reunidos en la asamblea, son regenerados por lo alto y llevados de la mano hacia la plenitud de la salvación. A nivel interior, viven con la mirada dirigida hacia la cruz, porque sólo de ese árbol fluye la salvación, que nos hace comunión y fuente de esperanza para la humanidad entera.
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25.
INCLINARSE
El rito de la celebración eucarística se inicia con el gesto de los ministros que acercándose al altar, con una reverencia, adoptan una actitud de veneración. Esta disposición tiene un doble significado: 1. Expresa la conciencia de estar ante la presencia de la oblación amorosa de Cristo en la Pascua encarnada en el signo del altar, misterio sublime que cautiva al hombre. 2. Expresa la aspiración de realizar el camino de comuniónidentificación con el Maestro. La Iglesia, a través de este gesto, quiere ayudar a la asamblea a entender la necesidad de realizar un intenso proceso interior para que el acontecimiento de la salvación pueda convertirse en el fundamento de la vida de cada uno de nosotros. Estamos llamados como criaturas a ponernos delante de Cristo para ser en Cristo y como Cristo un sacrificio viviente, santo y agradable al Padre. Esta experiencia espiritual es actualizada por el celebrante cada vez que durante la acción litúrgica pasa frente al altar. Este comportamiento invita a los fieles a sentirse convocados en torno al altar del Señor, signo de su presencia salvífica que obra en todos aquellos que en su Pascua reconocen el fundamento de su historia. Esto se destaca en forma particular el domingo y en ocasión de las celebraciones solemnes, en el acto de la proclamación del “Credo”, con el cual todo cristiano hace la profesión fuerte y decisiva de su propia opción de fe. En el gesto de inclinar la cabeza durante la proclamación del Símbolo-Credo, se expresa la conciencia de que en la historia de Jesús está el fundamento de la propia existencia creyente. En el inclinar la cabeza en la fórmula: “y por obra del Espíritu Santo se encarnó de María, la Virgen, y se hizo hombre”, la asamblea se identifica con el anonadamiento del Verbo para poder entrar en posición erguida del cuerpo en la exaltación del misterio pascual (cfr Flp 2, 6-11). En el recorrido interior de la acción litúrgica, cada inclinación rememora esta vitalidad pascual y anima a los celebrantes a penetrar cada vez más en los sentimientos del Maestro, mediante la concreta acción del cuerpo. 94
En este sentido se entiende la indicación de inclinar de manera profunda la cabeza, cuando en la celebración de la Liturgia de las Horas, se proclama al unísono la doxología: “Gloria al Padre, y al Hijo, y al Espíritu Santo” o alguna otra fórmula similar. La himnodia y la salmodia expresan la fecundidad de la historia de la salvación que brota de quienes son los actores principales: el Padre, en el Hijo por obra del Espíritu Santo. El exultante conocimiento de su presencia renovadora conduce a la asamblea a ponerse en contemplación de la Trinidad a través de la doxología final. Quien se deja involucrar en la historia de Dios, con la fe profunda apoyada por el gesto de la inclinación de la cabeza y de toda la perdona, alaba con conmoción contemplativa la vida de las tres Personas divinas, a la manera de los cuatro vivientes que en la regocijante liturgia del Apocalipsis cantan el cántico nuevo (5, 9) y se postran en adoración (5, 14). Toda liturgia nos confiere un estilo contemplativo y nos conecta con la economía de la salvación, por eso en la inclinación orante queremos “naufragar” en la vida de las Personas divinas para probar la belleza fecunda del amor Trinitario. En la lectura histórico-salvífica de la inclinación, se delinea también la figura de los celebrantes: criaturas que en su pobreza, están llamadas a la misión de anunciar las maravillas pascuales del Padre. El diácono, antes de proclamar el Evangelio, se inclina frente al celebrante que preside la asamblea litúrgica para recibir la bendición que lo habilita para desarrollar esta función. El presbítero cuando está por proclamar al anuncio evangélico, se inclina frente al altar en voz baja: “Purifica mi corazón y mis labios, Dios todopoderoso, para que anuncie dignamente tu Evangelio”. Ambos ministros tienen la profunda conciencia de los propios límites frente a la misión de encarnar la persona del Resucitado que continúa alimentando la esperanza en la comunidad eclesial, haciendo resonar las palabras de la salvación. De nuevo el presbítero, durante la proclamación de la primera Plegaria Eucarística (del Canon Romano) al momento del ofrecimiento (“te pedimos humildemente, Dios todopoderoso [...]”), se inclina con las manos juntas para evidenciar su actitud de humildad al ofrecer al Padre los dones eucarísticos e indica la fecundidad de éstos, concluyendo la oración con el pecho erguido y con el signo de la cruz. Sobre quien se inclina al presentar al Padre el ofrecimiento del Hijo, desciende, por pura condescendencia divina, la plenitud de toda gracia y bendición del cielo (“seamos colmados de gracias y bendiciones”, dice el celebrante). En este 95
dinamismo se concretiza el principio evangélico: “Porque a todo el que se encumbra lo bajarán y al que se baja lo encumbrarán” (Lc 14,11). La inclinación forma a cada celebrante en la madurez de la humildad evangélica, ya que es en tal disposición que las tres Personas divinas realizan maravillas, atrayendo a la comunidad trinitaria a todos los discípulos. En la conclusión de la bendición solemne, el diácono se dirige a la asamblea diciendo: “Inclínense para recibir la bendición”. Esta disposición del cuerpo indica la voluntad de construir la propia existencia en una constante disponibilidad al misterio de Cristo en condición de acogida de la gratuidad y de la fuerza divina. La asamblea, reconociendo su propia indignidad frente a la voluntad eucarística de Cristo que envía a los discípulos, cual vivientes y creíbles signos del mundo nuevo, adopta una activa disposición de súplica para que Dios continúe obrando en su historia. I „i asamblea espiritualmente sabe que ha de actualizar la experiencia de los apóstoles en los primeros tiempos de la comunidad cristiana, según lo que describe el evangelista Marcos al precisar su misión: “Ellos se fueron a predicar el mensaje por todas partes y el Señor cooperaba confirmándolo con las señales que los acompañaban” (Mc 16, 20). La inclinación hace explícita la invocación del “pobre de espíritu” que adopta una actitud de acogida ante el don de la salvación bajo el deseo de que el Padre renueve la persona de cada uno de los celebrantes. Es el gesto que expresa la conciencia de que no se da una verdadera disposición de estar ante la presencia divina que no nazca de la actitud de dejarse invadir por la fuerza que viene de lo alto. Con el sucesivo erguirse del cuerpo, los celebrantes expresan la convicción de que la súplica fue atendida y que se da un efectivo cumplimiento al acontecimiento de la salvación. En la existencia cotidiana, el discípulo adopta entonces una constante condición de apertura: actitud propia de las criaturas que buscan siempre en el devenir histórico, ser cada vez más una gloriosa transparencia de la fidelidad del Padre en los afanes de todos los días.
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26.
INTERCAMBIAR LA PAZ
Dentro del contexto de los ritos de comunión, la liturgia romana nos invita a incluir un gesto que es claramente legible: darse la paz o el intercambio de la paz. El presbítero (o el diácono) dirige a la asamblea una de estas invitaciones: “Dense fraternalmente la paz”, “Intercambien ahora un signo de comunión fraterna” (o fórmulas similares, según el Misal nos sugiere). Para comprender bien este rito, es importante hacerse alumnos del texto litúrgico. La Instrucción General del Misal Romano dice: “Sigue el rito de la paz, con el que la Iglesia implora la paz y la unidad para sí misma y para toda la familia humana, y con el que los fieles se expresan la comunión eclesial y la mutua caridad, antes de la comunión sacramental. En cuanto al signo mismo para dar la paz, establezca la Conferencia de Obispos el modo, según la idiosincrasia y ‘as costumbres de los pueblos” (n. 82). Cada una de las disposiciones rituales se fundamenta en las Escrituras y persigue un doble fin: por un lado, intenta hacer creíble el comportamiento que se lleva a cabo y por el otro, busca superar el riesgo de la costumbre de todos los días. El gesto de intercambiar la paz ha de interpretarse en la trama de la entera celebración y sobre el fondo de las narraciones de las apariciones después de la Pascua del Resucitado. La comunidad en ese particular momento de la celebración, es conducida a entrar en el gesto de Jesús que parte el pan con los discípulos para compartir con ellos su misterio de muerte y resurrección. Según el estilo narrativo de los evangelistas (cfr Lc 24, 36; Jn 20,19), el Resucitado se aparece a los suyos y les comunica la vida nueva irradiada por su Pascua: la paz mesiánica prometida en la Última Cena (cfr Jn 14, 27). Precisamente, la oración que en la liturgia precede al intercambio de la paz, coloca éste al interno del acontecimiento de la Última Cena (“Señor Jesucristo, que dijiste a tus apóstoles: ‘La paz les dejo, mi paz les doy’ [...]”) y nos refuerza en la convicción de que el Señor mismo está donándonos su paz (“La paz del Señor esté siempre con ustedes”). El intercambio de la paz ha de provenir de la presencia sacramental del Resucitado con el fin de que los fieles compartan el 97
Espíritu en forma que se pueda generar la comunión fraterna entre ellos según el modelo del Evangelio. Es Cristo quien anima el vínculo invisible que une a los hermanos en la fe y los hace un solo cuerpo y un solo espíritu. Sólo en esta condición fraterna los dones eucarísticos se hacen fecundos. En tal forma se sedimenta en los corazones el clima pascual, que anima a la asamblea y se extiende a la humanidad entera en un abrazo universal. Así, en ese momento, una asamblea eucarística determinada está presente y la humanidad entera está en comunión evangélica. Se entiende entonces la estrecha relación entre el inicio de la celebración eucarística en la cual el Resucitado nos dona su paz y el gesto de comunión con que en la exaltación del Espíritu, probamos el profundo significado pascual de estar juntos para acoger el don del “Cuerpo entregado” y de la “Sangre derramada”. Así, se manifiesta el canto neotestamentario que el apóstol Pablo nos ofrece en la Carta a los Efesios: “Ahora, en cambio, gracias al Mesías Jesús, ustedes los que antes estaban lejos están cerca por la sangre del Mesías, porque él es nuestra paz: él, que de los dos pueblos hizo uno” (Ef 2,13-14). El compartir la señoría de Cristo se expresa a través de ciertas modalidades que manifiestan una verdadera y fecunda experiencia de comunión: el beso de la paz, el estrechar las manos, el abrazo fraterno u otros gestos que las diferentes culturas a través del tiempo han elaborado. Esta expresión de celebración tiene sus raíces en la tradición neotestamentaria. A propósito del intercambio del beso fraterno, así nos aconseja el apóstol Pablo: “[...] hermanos: estén alegres, recóbrense, tengan ánimos y anden de acuerdo; vivan en paz, y el Dios del amor y la paz estará con ustedes. Salúdense unos a otros con el beso ritual. Todos los consagrados los saludan” (2 Cor 13,11-12). El beso es signo del misterio de comunión que une a los celebrantes, que precisamente son los consagrados o los santos (cfr 2 Cor 1, 1); el beso expresa, comunica y comparte el significado que anima la vida de la comunidad que está celebrando los divinos misterios. En esto se evidencia el arrebatamiento de la común pertenencia a la Santísima Trinidad (cfr 2 Cor 13, 13) y la exaltación al comunicar la propia vitalidad interior a los hermanos en forma que juntos crezcamos en la intimidad divina que está por ser ofrecida en los dones eucarísticos. El ‘‘beso de la comunión entre los santos”, abre la puerta a la asunción de los “dones santos” para que la reciprocidad entre los discípulos esté en Cristo y en el Espíritu Santo.
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La verdad de la comunión eucarística se muestra en toda su fuerza, si los discípulos viven la alegría de ser el uno en el otro, según la bella imagen de la vid y los sarmientos (cfr Jn 15,1-5) y si la invitación de Jesús dirigida a sus discípulos para que sean sus auténticos seguidores (cfr Jn 13,15-16) es atendida. También el segundo gesto, el de estrecharse las manos, que precisamente es tradicional, se caracteriza por su profunda carga de reciprocidad, si es que sabemos tomar su significado más profundo. La mano posee su propia vitalidad ya que expresa la riqueza de la vida interior de la persona. En el gesto de acercar las manos por parte de dos personas se observa la comunicación de la experiencia espiritual de ambas personalidades. La mano en la mano indica el inicio fecundo de una intensa reciprocidad interpersonal en la perspectiva de un diálogo marcado por un fuerte componente afectivo. Se da entonces el desarrollo relacional de dos personas que quieren compartir el mismo significado de la vida. Además, el contexto que circunda y marca este gesto define posteriormente el sentido de la reciprocidad. El clima de la celebración está dado por la presencia del Resucitado que no sólo está presente en la asamblea eucarística, sino que está realizando una renovación en la persona de cada uno de los celebrantes. En el intercambio de la paz, a través del estrechamiento de las manos, la asamblea respira la creatividad de comunión que le es propia al Espíritu Santo y pone en evidencia que cada persona quiere donarse al hermano en Cristo Jesús y acoger al hermano como si fuera Cristo mismo. La seriedad al llevar a cabo estos gestos, expresa el intenso clima de oración que anima a los celebrantes y que los introduce en la comunión trinitaria en forma que se realice el principio de la epíclesis de la comunión: “[...] Y concede a cuantos compartimos este pan y este cáliz, que, congregados en un solo cuerpo por el Espíritu Santo, seamos en Cristo víctimas vivas para alabanza de tu gloria” (Plegaria Eucarística IV). El gesto comunica la intensa y fecunda relación entre Cristo y los suyos; relación desigual en la cual Dios se comunica a los hombres y ellos, animados por un enaltecido reconocimiento frente a la generosa gratuidad del Maestro, están en posibilidad de acogerlo en los dones eucarísticos. Este es también el sentido del abrazo que comunica la firme voluntad de hacerse una sola persona en la paz que proviene de Cristo muerto y resucitado y que nos hace aptos para construir la fraternidad eclesial en el don del Espíritu Santo. Se expresa así sensiblemente la fuerza hacia la unidad en Cristo que es el dinamismo clave de la celebración eucarística. 99
El don que la oración eucarística ofrece a la comunidad celebrante puede ser asumido únicamente si los que están preparándose para acoger al Maestro muerto y resucitado en los signos eucarísticos viven intensamente la vida teologal de una fuerte comunión en la Pascua de Jesús y en el Pentecostés del Espíritu Santo. Esta experiencia forma a los discípulos a vivir y a compartir el don “invisible” de la salvación a través de la forma de los gestos sacramentales.
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27.
FRACCIÓN DEL PAN
El misterio eucarístico había asumido en la tradición neotestamentaria también la denominación de “fracción del pan” o de “partir el pan” (cfr Lc 24, 35; Hch 2, 42; 20, 7), que nos permite descubrir que un aspecto particular del entero acontecimiento sacramental dio tal particularidad a todo el rito. Es importante subrayar que es en el ámbito del rito de comunión donde encontramos el gesto de partir el pan, para que los fieles logremos comprender que el don de la asunción de las ofrendas eucarísticas ha de generar una comunión, con la condición de que sepamos acceder al sentido “místico-sacramental” del acto ritual. Así se expresa la Instrucción General del Misal Romano: “El gesto de la fracción del Pan realizado por Cristo en la Última Cena, que en el tiempo apostólico designó a toda la acción eucarística, significa que los fieles siendo muchos, en la Comunión de un solo Pan de vida, que es Cristo muerto y resucitado para la salvación del mundo, forman un solo cuerpo (I Cor 10, 17) [...]” (n. 83). Esta experiencia espiritual se expresa en el hecho de partir el único pan en pequeños fragmentos para compartir con los hermanos en la fe, El significado más profundo de este rito es posteriormente profundizado cuando uno de esos trozos se pone en el cáliz en el contexto de la invocación-aclamación: “Cordero de Dios, que quitas el pecado del mundo”. En seguida, tiene lugar la elevación de las ofrendas eucarísticas por parte del presbítero y de los ministros y la distribución de la comunión a los fieles. Esta partición nos hace entender claramente que el valor del gesto de fraccionar el pan debe orientar a la asamblea litúrgica que está por abrirse al don del pan y del vino eucarísticos. Aquí entramos en un recorrido ritual que expresa el camino espiritual de la comunidad que celebra. Sobre el altar está colocado el único pan, Cristo Jesús, que quiere atraer a todo hombre en su comunión con el Padre. Descubrimos así el recorrido que el misterio eucarístico ofrece a nuestra vida cotidiana: de la inspiración trinitaria culminante en la Pascua de Jesús brota el gesto de partir el pan y de asumir un fragmento. Toda la historia del discípulo vive de comunión y está orientada a la comunión en un 101
misterio que gira en torno a la persona de Jesús muerto y resucitado. Si la proclamación de la Plegaria Eucarística ha introducido a la asamblea celebrante en la historia de la salvación, la ritualidad que caracteriza la comunión debe representar su actualización. El Canto de “Cordero de Dios...” crea el clima oblativo de la cruz. Aquí, Cristo, el nuevo Cordero de Dios, muere para reunir a los hijos dispersos (cfr Jn 11, 52) atrayéndolos hacia Él (cfr Jn 12, 32). Es la fascinación de este misterio de comunión la que envuelve al discípulo que orienta la mirada a Aquel que han traspasado (cfr Jn 19, 37). El acto de partir el pan expresa el deseo del Maestro de que cada hombre viva en comunión con el Padre, como Él mismo oró en la Última Cena: “por ellos me consagro a ti, para que también ellos te queden consagrados de verdad” (Jn 17,19). El gesto que en forma inmediata nos orienta a una función inmediata, tal cual es la distribución del pan eucarístico a todos los fieles, reasume una profunda significación mística y espiritual si se penetra en su relectura creyente y teológica. No se da comunión si en Jesús no se convierte uno en su Cuerpo entregado y en su Sangre derramada. Este profundo valor es evocado por el celebrante cuando pone en el cáliz una pequeña porción de la Hostia fraccionada. En sus orígenes, el gesto ponía en evidencia el don de la comunión al único misterio eucarístico celebrado por el obispo de Roma, quien deseaba “regalar” la comunión eucarística a los presbíteros que celebraban en otras asambleas litúrgicas. En el ámbito teológico y espiritual, este gesto asume una significación de gran alcance para la edificación de una comunidad que quiera llamarse eucarística. El pan en su esencia es una intensa experiencia de comunión: los múltiples granos de trigo se hacen un único pan. Es signo de Cristo que recoge en torno a sí, a la entera humanidad fusionándola en la unidad de su amor oblativo (cfr Didaké, X). Una única asamblea litúrgica, que reunida en torno a la misma mesa del Señor, comparte el mismo pan: está comunicando así un sorprendente misterio de comunión (cfr I Cor, 10, 16). Esta vocación encuentra su propia verdad en la ofrenda que Jesús hace de sí mismo en el Calvario mediante el derramamiento de su sangre (cfr Heb 9, 14.28; 10, 10). El presbítero al poner el fragmento de pan en el cáliz realiza un proceso muy sencillo: el vino impregna el trozo de pan. Aquí tomamos la profundidad del misterio. La Eucaristía es seguramente la fascinación viviente de la vocación a la comunión que identifica a la comunidad cristiana (cfr Jn 17, 22). Sin embargo, este acontecimiento no se da en forma fecunda en toda la comunidad si no es al interior de una existencia de oblación en “imitación” teologal, sacramental y existencial 102
de Cristo que en su sangre derramada ha generado la unificación de la humanidad en sí mismo (cfr Col 1, 20; Ef 1, 10). Es en su persona donada en la libertad del amor y de la comunión, que esta experiencia ilumina la historia de todos los hombres. No se da verdadera participación fraterna si el amor no se hace don de sí para cada hombre, es decir, si no vivimos el corazón oblativo del Maestro. En tal forma se podría entrever que el ofrecimiento de la propia vida por parte de Cristo impregna la vida de comunión en la comunidad y le dona su significación salvífica. El cristiano, que en el canto del Cordero de Dios se deja envolver por la contemplación del Crucificado de quien brotó sangre y agua, aprende a amar su historia como encarnación del ofrecimiento del Maestro para crear un proceso de comunión, tal como el Padre lo ha pensado, Jesús lo ha construido y el Espíritu Santo lo ha llevado a término en la eficacia de la redención. En el cáliz, gracias a la fuerza creadora del Espíritu Santo, se “reconstituye” la unidad de la persona de Cristo: el Cuerpo entregado y la Sangre derramada en el Espíritu Santo se hacen el Cristo que en plenitud se dona a toda la humanidad. En el cáliz, entonces, todo discípulo del Señor redescubre la fuente y el alma de la propia existencia de discípulo: está llamado a hacer suya la Pascua del Maestro para madurar en la comunión trinitaria. Además, este acto de asumir las ofrendas del pan y del vino, expresa la firme voluntad del discípulo de animar las opciones cotidianas a la luz del misterio que está presente en las ofrendas eucarísticas. En efecto, el Cuerpo entregado y la Sangre derramada penetran en la persona de cada discípulo, impregnan sus facultades y potencialidades existenciales y lo orientan a ser el corazón viviente de Cristo en el trayecto cotidiano de la existencia. Únicamente de esta forma, el gesto ritual se hace no sólo la expresión de una profesión de fe en el misterio pascual, sino también el punto de referencia para elaborar un estilo relacional con los hermanos, que esté únicamente iluminado por Aquel que en la cruz atrajo hacia sí a todas las criaturas humanas. Quienes se acercan a las ofrendas eucarísticas deben sentirse involucrados en el misterio de comunión y de oblación de la fracción del pan para hacer verdadera la voluntad de abrir completamente la propia persona a la persona pascual de Cristo. En el Amén que el bautizado profiere cuando el presbítero le presenta las ofrendas eucarísticas: “el Cuerpo y la Sangre de Cristo”, se sedimenta la alegría de querer construir la propia historia como una imitación viviente de Cristo, a través de una creciente pasión por la comunión fraterna, a imagen de la circulación de amor que anima a las tres Personas divinas. El misterio que 103
se “canta” durante la Plegaria Eucarística se asume en el acto de la comunión de las ofrendas eucarísticas para que cada celebrante descubra la propia identidad en la fecundidad pascual del Maestro y comprenda que no se da verdadera unidad si no es en el dejarse asumir en la entrega al Padre y a toda la humanidad. Aquellos que comparten el Cuerpo entregado y la Sangre derramada sienten por eso en sí mismos el apremio de hacerse en Cristo y como Cristo, Cuerpo entregado y Sangre derramada con y para los hermanos para expandir el sentido mismo de la celebración eucarística: que todos los hombres sean una sola realidad a imitación de la comunión que existe entre el Padre y el Hijo.
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28.
IR A MISA
El Espíritu Santo actúa en el corazón de cada cristiano y lo regenera incitándolo a anhelar la verdadera experiencia de comunión con el Maestro y con los hermanos. La Iglesia, a través de la asamblea litúrgica, es el signo de esta constante vocación a avanzar hacia la comunión. Para el discípulo del Señor, por consiguiente, el deseo de acceder al recinto de la celebración litúrgica constituye algo que experimenta normalmente, se podría decir, en forma obvia, pero esto implica un riesgo: no tomar toda la riqueza y el vigor de este deseo y el no asumir una actitud intensa de apertura y asombro, de acogida y crecimiento en cuanto al don de la conversión se refiere. La celebración litúrgica encarna un estilo de vida, traduce la dinámica en acto en el corazón del creyente que siente resonar en su persona la invitación del Maestro: “Acerqúense a mí todos los que están rendidos y abrumados, que yo los aliviaré” (Mt 11, 29). A esta llamada es posible responder de una sola forma: dejar casa, costumbres, actividades, para decidirse al seguimiento de Cristo, verdadera y única luz que ilumina los pasos de las criaturas (cfr Jn 8, 12). El discípulo se siente cada semana invitado a hacer propia la iniciativa de Cristo, quien lo atrae hacia su Persona porque desea que su hijo haga su morada en la intimidad di vino-humana. El sonido mismo de las campanas se convierte en la actualización de la Palabra siempre vigente de Cristo que aún hoy nos guía con toda su fuerza carismática: “Sígueme, deja todo, permíteme vivir en ti mi Pascua para que celebres conmigo el hoy de la libertad propia del Reino de los Cielos”. En efecto, es importante redescubrir el sentido que tiene el sonido de las campanas, como nos lo enseña el rito de la bendición de las campanas en su introducción: “Se remonta a la antigüedad la costumbre de recurrir a signos o a sonidos particulares para convocar al pueblo cristiano a la celebración litúrgica comunitaria y para tenerlo al tanto de los acontecimientos más importantes de la comunidad local. La voz de la campana expresa, así pues, de alguna forma, los sentimientos del pueblo de Dios cuando da saltos de alegría o cuando llora, cuando da gracias y eleva súplicas y cuando reuniéndose en el mismo lugar, manifiesta el misterio de su vida en Cristo Señor” (Bendicional, n. 1032). 105
Desde esta visión, podemos leer nuestro ir a Misa como la continua actualidad del camino “catecumenal” que nos permite celebrar el culto en espíritu y verdad y llegar así a la identificación con Jesús, nuestro Maestro y nuestro Señor. Escuchemos su voz que nos dice: “Vengan y verán, estarán conmigo y probarán mi gloria, entrarán en la comunión con el Padre y habitarán en la gloria que no tiene ocaso”. Con entusiasmo aceptemos su invitación y atraídos por el Espíritu Santo apresurémonos hacia la fuente del agua que salta hacia la vida eterna. El hecho de ir a Misa expresa la fecundidad de la atracción obrada por el Espíritu Santo que nos convoca a celebrar el acontecimiento pascual. Un movimiento similar no tiene su origen en la iniciativa del sujeto porque en este caso el bautizado podría verse tentado a buscarse a sí mismo, sus propias esperanzas y su propia prospectiva existencial. Es Cristo quien actúa en él y que siembra en su corazón la sed y el anhelo de ver el rostro de Dios (cfr Sal 41). La existencia concreta se presenta compleja y oscura y presenta al discípulo un intenso deseo de luz. La esperanza de encontrar la luz que lo ilumine de las tinieblas de la historia y que le inspire opciones en el estilo del Evangelio anima a todo bautizado a ponerse en camino para estar ante la presencia de Dios en la asamblea litúrgica y acoger el “espíritu de revelación” que lo guíe a cumplir la voluntad divina en la vida de todos los días. En consecuencia, dentro de la nube creadora de la iniciativa divina, el discípulo se olvida de sí mismo, abandona todo lo que no pertenece a la verdad de su vida, en el Espíritu va más allá del espacio y del tiempo y se sumerge en la acción recreadora de las tres Personas divinas. Es el gran acontecimiento que se da en la celebración litúrgica. Bajo una lectura histórico-salvífica, el deseo del discípulo de acoger la invitación de Cristo, como condición para poder celebrar las maravillas de Dios, lo coloca en una condición de éxodo, de abandono de un estilo de vida animado únicamente por criterios humanos, lo lleva a adentrarse en una experiencia que lo ilumine y lo regenere en el constante renacer de lo alto. En su paso hacia el templo, el fiel revive la historia del éxodo bíblico. Esta verdad se expresa a través de tres signos que lo acompañan y lo definen en su itinerario: el atrio, la fachada el templo, la puerta de al lugar de la asamblea. Ante todo, el atrio representa la encarnación en la historia del mundo de la experiencia del monje que va al coro pasando a través del claustro. Aquí, en el silencio de su meditación y el asombro de su corazón, es 106
guiado por la vivacidad de la fe a “rumiar” intensamente la historia divina para personalizarla y dejarse llenar por la conmoción que tiende a dilatarse en su corazón tal como debería suceder a todo creyente. De la misma forma, el cristiano que va a Misa escuchando, meditando, rumiando, proclamando las maravillas que el Padre ha sembrado en la historia de la salvación, alimenta el deseo de “subir al monte del Señor” para poder entonar un canto nuevo al Altísimo. La fascinación de Cristo hace lanzar hacia delante toda la persona del bautizado que anhela ser poseída por Aquel que es el soplo vital, que es el sentido y la inspiración del comportamiento de su existencia. Este proceso no está activado por deseos humanos, sino que está iluminado por la dimensión propia del anuncio evangélico expresado por la arquitectura y por la iconografía de la fachada del templo. Frente al ojo del individuo sensible que acoge las imágenes de la historia de la salvación, se abre completamente el corazón del Espíritu para que se enraíce siempre más en la vida de cada celebrante el anhelo de probar cuan agradable es el Señor. La fachada del lugar de culto mediante sus representaciones artísticas y su estructura arquitectónica ilumina el “desierto litúrgico” que es el atrio, para que el camino hacia el templo esté verdaderamente lleno de contenidos. Sobre el fondo de los salmos de ascensión (119-127) y del ingreso al Templo (14 y 23), el bautizado desarrolla el deseo de encontrar a Aquel que lo ha llamado, lo acompaña en el Espíritu y le ofrece el deseo de acceder a la plenitud de la vida. Se revela en tal forma una maravillosa síntesis en el corazón del creyente. En la fuerza del Espíritu Santo, él escucha la invitación de Cristo a seguirlo, entra en comunión con Él en la celebración eucarística, medita la historia de Dios con los ojos del corazón dirigidos a la fachada del templo y mientras camina, siente aumentar en su corazón el deseo de dejarse encontrar en la exaltación espiritual por Aquel que lo ha llamado. La puerta, entonces, realiza la figura joánica de Cristo que es la puerta de las ovejas (cfr Jn 10, 7.9). La conciencia de que sólo el Señor muerto y resucitado lo hace conocer al Padre, estimula al cristiano a vivir en forma cada vez más radical su identificación con la intensidad de la vida del Maestro. El paso de la historia ordinaria a la asamblea litúrgica lo hace recordar que su existencia “está escondida con el Mesías en Dios” (Col 3, 3) y que sólo la plena configuración a la experiencia pascual del Maestro le permite acceder a la participación litúrgica activa y fecunda con los hermanos en la fe. El fiel rememora las palabras de Jesús en la convivencia de la Última Cena: “Yo soy el camino, la verdad y la vida. Nadie se acerca al Padre sino por mí” (Jn 14, 6). Esta verdad lo anima a 107
vivir el gesto de cruzar el umbral como una opción positiva del significado de la propia existencia, ya que sólo en Cristo, celebrado en la comunión fraterna, puede descubrir, vivir y profundizar la belleza de la vida. El creyente sabe que es sólo en el encuentro con el Dios hecho hombre, presente en el recinto ele la asamblea litúrgica, que su persona podrá participar en la luz que no tramonta nunca y que lo guiará en el camino del tiempo, en espera de la plenitud de la Gloria.
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29.
“PUEDEN IR EN PAZ”
La celebración litúrgica ofrece a la comunidad cristiana la posibilidad de acceder al descanso de Dios, de iluminar de eternidad la historia, de regenerar las criaturas humanas en su identidad personal. La acción sacramental hace saborear a los discípulos el don de la revelación de la presencia de Dios y les permite madurar en la experiencia de la salvación. La despedida de la asamblea confía a los discípulos del Señor la tarea de sembrar en la historia de la humanidad la fe, la esperanza, la caridad celebradas y compartidas en los divinos misterios. La Instrucción General del Misal Romano nos dice que la despedida con la cual se da por concluida la asamblea, hace que cada uno “regrese a su bien obrar, alabando y bendiciendo a Dios” (n. 90 c). Esta indicación retoma ritualmente la experiencia que el Resucitado compartió con los suyos cuando se les apareció la mañana de Pascua: “Paz con ustedes. Como el Padre me ha enviado, los envío yo también” (Jn 20, 21). Lo que el evangelista nos ofrece en la narración de las apariciones del Resucitado está siempre presente y operante en las asambleas litúrgicas que vuelven a escuchar la llamada a la misión que el Maestro dio a sus discípulos. Cuando la asamblea reunida oye la invitación del ministro ordenado: “Glorifiquen al Señor con su vida, pueden ir en paz” y en la exaltación por las maravillas divinas, responde: “Demos gracias a Dios”, se siente investida de esta vocación. En este diálogo conclusivo, en efecto, el bautizado se percata del significado de su salida del lugar del culto como un entrar en el tiempo-espacio de los hombres para testimoniar la novedad que el Resucitado ha llevado al mundo, para sembrar la esperanza que viene de Dios, para ofrecer incluso la propia vida en el martirio histórico, para proclamar al mundo que Cristo hace nuevas todas las cosas, para compartir con los hermanos la fuerza hacia la Pascua eterna del Reino. En la celebración, Cristo glorioso le ha ofrecido al fiel los elementos para construir en verdad la propia existencia, el Espíritu Santo lo ha envuelto con su abrazo que extasía, la comunión con los hermanos lo ha invitado a obrar en la historia con la pasión de quien quiere construir un verdadero camino de apertura a todo el mundo para iniciar una auténtica experiencia de fraternidad según el proyecto del Padre. Lo que en el rito se 109
celebra está destinado a distinguir el camino de todos los días. Subsiste, en efecto, una estrecha relación entre lo que se ha celebrado en el misterio y lo que se debe encarnar en la vida ordinaria. Si el al templo ha sido animado por la acogida creyente del Maestro y la celebración ha significado para los discípulos el don de ser transformados en su amor, la salida del templo representa el compromiso de construir la vida en la luz de su Pascua. La dimensión ordinaria de la vida representa el verdadero lugar para la creatividad existencial de los discípulos del Señor, los cuales se sienten llamados a mediar en las opciones cotidianas el amor pascual de las tres Personas de la Santísima Trinidad, las contingencias históricas de todos los días, para que de la existencia pueda verdaderamente fluir el himno cósmico al Padre por Cristo y en el Espíritu Santo. Este recorrido es posible, porque los bautizados han gozado sacramentalmente de la plenitud divina. A través de la dinámica participativa al rito, han sido envueltos de la plenitud del amor trinitario, han gozado del cumplimiento de las promesas divinas, sus personas han sido recreadas por la fuerza del Espíritu Santo, se sienten animadas a asumir en forma cada vez más viva la mentalidad del Maestro. Esta riqueza resulta verdadera cuando se hace exuberancia en la comunicación del Misterio a los hermanos que son lanzados en el deseo hacia la realización de su existencia. La celebración litúrgica constituye un signo profético para la entera humanidad que está continuamente en la búsqueda de dar un sentido a la propia existencia. El atrio se convierte entonces en el espacio del renovado Pentecostés de la comunidad cristiana, que proclama las maravillas de Dios y constituye la ocasión oportuna para contagiar a todos los hombres que en el camino de la historia se encuentran sedientos de verdad, de la búsqueda de fuentes que calmen su sed ardiente. El cristiano que de la liturgia desciende a lo cotidiano es un himno a la belleza de la vida y esta actitud testimonial debería fascinar a los hermanos, que en él pueden encontrar una guía para buscar la luz “que alumbra a todo hombre, [que] estaba llegando al mundo” (Jn 1, 9). Tres podrían ser los compromisos que el Resucitado pide a los que ha regenerado en su amor: el trabajo por el desarrollo de la comunión, la conciencia operante de la provisionalidad de la historia humana, la fuerza hacia el cumplimento de la plenitud de la vida. La asamblea litúrgica, cuando se despide, hace probar a todos que en la experiencia de la fe celebrada, la criatura encuentra la verdad de su vocación: construir la historia de los hombres como una verdadera historia 110
de fraternidad a imagen de la comunión que subsiste en la Santísima Trinidad. La comunión eucarística es al mismo tiempo punto de partida y punto de llegada de este proyecto, que debería distinguir las aspiraciones y las opciones de cada día. En el contexto de la asamblea litúrgica, el corazón de los fieles se abre a la universalidad del don de la salvación, a través del rito, ellos han acogido a la entera humanidad en la inefable atracción espiritual en Cristo Jesús. Esta experiencia se expresa al vivir las relaciones con auténtica apertura hacia todo hombre, cualquiera que sea su historia, para que se realice la comunión universal por la cual Jesús donó su vida. Al mismo tiempo, la conciencia de la provisionalidad de la celebración litúrgica, anima al discípulo a obrar en la historia con la espiritualidad del caminante, que vive intensamente el momento presente. El cristiano, entrando en la historia, no teme actuar en conformidad con el Evangelio, encarnar la mentalidad del Maestro, leer y amar la historia con su amor, porque el sentido de su vida es mucho más profundo. Quien en la celebración sacramental acoge el don de la plenitud del amor divino, prueba en el propio corazón la libertad de Cristo y no se deja aprisionar por las situaciones contingentes. Liberado por Cristo en el Espíritu, el bautizado vive el don de la libertad en las opciones operativas cotidianas, dejándose crucificar por las culturas del mundo para sembrar en el corazón de los hermanos la alegría que viene de lo alto. El trabajo concreto, en consecuencia, estimula a la comunidad a orientar la propia existencia hacia la plenitud de la gloria y el cumplimiento de todo deseo. La celebración litúrgica la coloca en la dimensión de la eternidad bienaventurada y la orienta en una fecunda espera de la donación de la plenitud del amor divino. Esta espera de la Jerusalén Celestial la anima a compartir la señoría de Cristo en el proceso del llegar a ser de los acontecimientos históricos, probando de antemano el al jardín del Edén y el acercamiento al árbol de la vida. Este análisis nos ayuda a comprender el rito de la despedida de la asamblea no como la conclusión de un acto formal y jurídico, sino como el punto de partida para construir el mundo en el arrebatamiento del Espíritu, según el modelo “visto” en la celebración de los divinos misterios y para hacerlo un mundo que sea como el Padre lo ha pensado: lugar de comunión a través del compromiso cotidiano en la perspectiva de la realización del Reino. El cristiano saliendo del templo entra en las calles de la historia difundiendo la belleza fecunda de la señoría de Cristo y el 111
entusiasmo del Espíritu, en un proceso inagotable de libertad, en forma tal que del corazón de cada criatura humana brote el himno de alabanza, fuente y meta de cada deseo humano, en espera de la plena y total transfiguración en la belleza propia de la visión de las tres Personas divinas, pleno cumplimiento de la historia de la humanidad entera.
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30.
AGUA BENDITA
El cristiano al entrar al templo, se humedece los dedos con agua bendita y traza la señal de la cruz sobre sí mismo. A través de este gesto da significado a su entrada a la construcción: toma renovada conciencia de su vocación bautismal de acceder a la comunidad eclesial para celebrar con ella los misterios divinos. Con el bautismo, se convirtió en destinatario del amor gratuito de Dios que en Cristo, lo ha regenerado y en la celebración eclesial, canta su acción de gracias por la misericordia del Padre y se reconoce criatura pecadora renovada siempre por el Espíritu Santo. Por esta razón es importante la presencia de la pila de agua bendita en la puerta del templo para que la verdad del don de la regeneración del agua y del Espíritu esté siempre presente en la mentalidad evangélica de todo bautizado. La expresión de alegría del a la asamblea litúrgica y a la contemplación del Resucitado nace de la renovada toma de conciencia de la vocación bautismal de ser en Cristo criaturas nuevas. Ante todo, es importante tomar el significado del agua bendita. Con este propósito, es particularmente interesante leer la introducción del ritual para preparar el agua bendita fuera de la Misa: “Entre los signos de los que se sirve la Iglesia para bendecir a los fieles, es de uso frecuente, por antigua costumbre, el del agua. El agua bendita evoca en la mente de los fieles a Cristo el Señor; en Él se compendia la bendición divina, que se derrama sobre nosotros; es Él quien se llamó a sí mismo ‘agua viva’ e instituyó para nosotros, en signo de bendición que salva, el Bautismo, sacramento del agua” (Bendicional, n. 1085). El agua posee en sí misma un profundo valor existencial ya que expresa una intensa significación de relación en la construcción de la vida cotidiana. La imagen que subyace en ella es muy eficaz. La criatura humana no puede vivir sin saciar la sed: es cuestión de vida o muerte. Esta profunda verdad constituye el punto de partida del uso que se hace del agua en el lenguaje humano. El gesto de sumergirse en el agua expresa la voluntad del hombre de regresar a la fuente de la vida para salir después de ella regenerado; sólo así tiene la posibilidad de proceder con vigor interior ante los múltiples y complejos trayectos de la vida. Desde este ángulo comprendemos por qué el hombre, cuando desea tomar conciencia de su 113
propia identidad y se encuentra en situación de búsqueda del sentido de la vida, nota en sí mismo una intensa sed de verdad y anhela saciarse en una fuente que lo pueda restaurar e iluminar y que le infunda esperanza en la oscuridad de la historia. Esta dimensión figurativa obra en el interior de la regeneración bautismal. El camino que lleva a la fe adquiere su dinamismo a través de la imagen de la sed para indicar que la criatura humana no puede construirse a sí misma sin la opción de la fe, sin la cual está en riesgo de destruirse. En consecuencia, quien acoge el don de la propia renovación en el agua y en el Espíritu Santo advierte la constante exigencia de profundizar esta sed dejándose atraer a la fuente del agua viva que es Cristo. Es la experiencia joánica de la samaritana (cfr Jn 4). El Espíritu Santo, en efecto, provoca en el bautizado en forma inagotable la sed de Cristo y se lo dona en la celebración de los divinos misterios. En cierto modo, todo creyente revive en su propia persona la experiencia de los salmistas, que expresan el anhelo de reposar en Dios a través de la imagen de la sed (cfr Sal 41, 3) o de la “tierra reseca, agotada, sin agua” (Sal 62, 2). El cristiano a través de la acción de su ingreso en el templo, desea abandonar el cansancio existencial y dramático del yo y revivir la propia iniciación sacramental en Cristo: representa una ruta de constante maduración en la novedad de la vida evangélica (cfr Rom 6,4). En el gesto de humedecer los dedos en agua bendita, el fiel expresa su deseo de sentirse regenerado por el Espíritu para profundizar en la comunidad eclesial el significado existencial de la opción por Cristo, aventura iniciada desde el día de su bautismo. En efecto, la fecundidad de la celebración de los divinos misterios está vinculada a la vivaz espera del encuentro sacramental con el Señor, fuente de agua viva. El drama del bautizado saldría a flote en toda su verdad si él quisiera acceder al encuentro sacramental con el Salvador sin anhelar el misterio con toda su persona. El gesto de humedecer los dedos en la pila de agua bendita debería hacer viva esta situación espiritual, que debería ser una constante en su espíritu. La señal de la cruz, a su vez, especifica el contenido de esta sed: el acontecimiento pascual del Maestro. Si es verdad que todo hombre vive un intenso anhelo de verdad de vida, el discípulo del Señor, en particular, tiene la mirada siempre dirigida a Cristo muerto y resucitado, ya que sólo si se dejar aferrar por Él, por su destino, por su interioridad, puede gozar de la luz que viene de lo alto. El gesto de humedecer los dedos en agua bendita acompañado de la señal de la cruz, comunica un programa de vida de entrega, de profundización en la celebración de los misterios pascuales: se acrecienta la sed de identificación con el acontecimiento pascual ya que 114
sólo aquí la sed de vida puede ser saciada y se puede efectivamente volver a descubrir la verdad de la existencia. Se genera entonces en la estructura ritual, una relación entre humedecer los dedos en la pila de agua bendita, introducir un fragmento de Hostia consagrada en el cáliz lleno de vino y istrar los dones eucarísticos, a través del signo de humedecer el pan en el vino. El gesto de humedecer los dedos en el agua bendita celebra los divinos misterios en el cuerpo de Cristo que es la Iglesia. Esta experiencia de comunión se expresa en el cuerpo eucarístico manifestado en el signo del pan consagrado. Contemplando a Cristo que preside la celebración eucarística, el bautizado advierte que no se da experiencia evangélica de comunión sin la imitación de la oblación de Cristo. Diciendo “Amén” frente al pan humedecido en el vino, el cristiano expresa su fe en la verdad de la comunión en el único cuerpo de Cristo: pan a través de la aceptación de su sangre. En consecuencia, la vida eclesial realiza la comunión sólo si sabe vivir continuamente el deseo, “interactuando” en la voluntad de dar la propia sangre. Se nos presenta entonces el camino de quien quiere ser el discípulo de Cristo. El bautismo, revivido en el gesto de fe personal en el trayecto eclesial, se realiza en la Eucaristía, en la cual Cristo se dona a cada discípulo, realizando las promesas hechas por el Él: “Quien tenga sed, que se acerque a mí; quien crea en mí, que beba” (Jn 7, 38) y “El que se acerca a mí no pasará hambre y el que tiene fe en mí no tendrá nunca sed” (Jn 6, 35). Quien se sumerge en Cristo muerto y resucitado a través de la fe bautismal, colma su sed a través de la sangre del Cordero, respirando la comunión trinitaria. En este cuadro que anima la celebración eucarística, el cristiano accede al banquete del Reino, se deja atraer, nutrir y saciar por el Espíritu Santo; Cristo, en consecuencia, colma su existencia de los bienes mesiánicos (cfr Is 55,1-2), y le ofrece la posibilidad de acceder en la Plegaria Eucarística al rostro del Padre, cumplimiento contemplativo del verdadero significado de la existencia. En el rito que se realiza con la pila de agua bendita colocada a la entrada del templo, todo discípulo del Señor proclama su fe en el misterio pascual, comunica a través del gesto ritual su deseo de vivir cada momento a la luz del Eterno y se deja conducir por el Espíritu Santo para probar en los acontecimientos sacramentales, la belleza y la fecundidad de la vida eclesial, en espera del cumplimiento en la Jerusalén celestial, donde podrá 115
por siempre apagar la sed en el “río de agua viva, luciente como el cristal, que salía del trono de Dios y del Cordero” (Ap 22, 1)
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31. AYUNAR
Una acción que la Iglesia nos ofrece en el tiempo cuaresmal es el ayuno, mismo que en la profundidad de la experiencia litúrgica se hace un acontecimiento sacramental: revivir con el Maestro su ayuno de cuarenta días en el desierto (cfr el prefacio del primer Domingo de Cuaresma). Este gesto es de gran relevancia ya que supone una constante familiaridad con Cristo para poder compartir con Él el acontecimiento pascual de su muerte-sepultura-resurrección (cfr I Cor 15, 3-4). Su aspiración ascética expresa una intensa experiencia contemplativa. En efecto, la verdad fecunda de todo camino concreto se construye sobre el consistente fundamento de la fascinación contemplativa de Cristo. El lenguaje del ayuno expresa la comunión interior con Jesús muerto y sepultado (cfr SC 110) para gozar su resurrección en el cumplimiento del acontecimiento pascual. La oración después de la bendición de la ceniza es muy significativa: “derrama la gracia de tu bendición sobre estos siervos tuyos que van a recibir la ceniza, para que, fieles a las prácticas cuaresmales puedan llegar, con un alma purificada, a celebrar la pascua de tu Hijo”. Ante todo, se requiere siempre recordar que la verdad del lenguaje exterior en el camino orante de la comunidad cristiana presupone una no ordinaria experiencia espiritual. El poner aparte la comida natural es una profesión de fe en la señoría de Cristo en el corazón del discípulo, es “cantar existencialmente” el primado del Absoluto sobre lo contingente. El cristiano tiene la mirada del corazón fija en el Maestro; es el sentido mismo de la vocación al discipulado. La experiencia del ayuno, que honra toda la persona del creyente y en consecuencia, a toda la comunidad cristiana, expresa su deseo orante de que el Señor se haga presente en su vida, ilumine sus decisiones y lo colme de la novedad propia del misterio pascual. El tiempo cuaresmal representa un período particularmente significativo desde este punto de vista; es profecía del empuje ascético que debería acompañar al discípulo del Señor en los cotidianos afanes de la conversión bautismal. Dicho tiempo es por propia naturaleza un período “catecumenal”, durante el cual se profundiza la experiencia de ser discípulos que no pueden vivir sin reconocer el don de la misericordia divina y su propia pobreza radical. Esta disposición interior lleva la 117
atención de la persona completamente a Cristo y a presentar, como consecuencia espontánea, el olvido de las necesidades inmediatas presentes en la criatura humana. La experiencia de la fe exige la capacidad de salir de la esfera del yo, de olvidar la propia persona para volverse a encontrar a sí misma con el objeto de recuperar la alegría de la existencia y subrayar el arrebatamiento interior frente al transcurrir ordinario de la historia. La fascinación de lo bello en el orden de la fe llega a involucrar tanto, que el hombre goza cuando se olvida de sí mismo con el fin de no perder el arrebatamiento ante la contemplación de lo que le atrae y le ofrece el sabor de la vida. Vislumbramos entonces que la experiencia del ayuno representa una profesión de fe de la comunidad cristiana que proclama la señoría del Maestro en su vida. Además, el hecho de que el ayuno esté vinculado al signo de no comer nos permite tomar con mayor fecundidad su significado teologal. La criatura en su itinerario concreto se percata de la exigencia de contar con el alimento para poder existir y para construir las relaciones con sus hermanos. Esta necesidad es primordial para la existencia. La opción por el ayuno exalta el primado de Alguien que es el alimento verdadero y eterno de todo hombre. El bautizado al elegir el ayuno se coloca en un plano superior. Su alimento es Cristo en su misterio de Verbo encarnado, muerto y resucitado; es en relación con Él como adquiere la auténtica realización de su personalidad, para ser como el Padre lo había pensado desde la eternidad. De esta forma, renunciar a la comida material se hace signo eficaz del deseo del alimento celeste: estar sentados en el banquete de la comunión eterna con las tres Personas divinas y con ellas, vivir con todos los hermanos bajo la luz de la Jerusalén celestial. La liturgia, además, asocia la experiencia del ayuno con la imposición de la ceniza bajo una interesante interpretación teológicoespiritual. El proceso cuaresmal conduce al bautizado a una vida renovada a imagen del Señor resucitado. Esta meta es posible si el hombre viejo, a través de la ascesis penitencial en la vivaz contemplación de Cristo, destruye al hombre exterior para hacer renacer del polvo al hombre nuevo creado a imagen y semejanza de Dios, que es viva participación de la gloria del Resucitado. La experiencia del ayuno encarna el sentido pascual de la existencia de todo discípulo, llamado a morir en la y de la muerte de Jesús para resurgir en la y de la resurrección. Esta vitalidad nos permite leer en clave positiva el itinerario penitencial del discípulo, ya que el principio que califica la existencia en su devenir no es otro que el ascender con Cristo hacia la definitiva gloriosa comunión con el Padre, dejándose 118
asumir en su anonadamiento hasta la muerte de cruz. En el ayuno, el bautizado anhela ser alumno de la libertad de Cristo para ascender cada vez más en el misterio de la vida: fecunda participación en la comunión trinitaria. El bautizado anhela respirar dentro de la respiración divina, celebrando el primado de Cristo y la creatividad del Espíritu para hacer de sí mismo una sencilla y esencial glorificación del Padre. El ayuno anima a todo discípulo a enamorarse del hoy divino, anhela verse plasmado por el Espíritu con el fin de ser transparencia del rostro luminoso de Cristo. Este enamoramiento no permanece cerrado en la persona del bautizado, sino que se hace fecundo en la construcción de las relaciones futuras, El ayuno lleva al discípulo del Señor a la progresiva apertura hacia el otro, a asumir las dinámicas y las problemáticas existenciales, a la creación de un itinerario de efectiva solidaridad tanto en lo referente a las experiencias espirituales, como en lo referente a los apremios materiales. El don del Espíritu Santo que lleva a emprender el camino del ayuno a imitación de la actitud de Jesús, habilita al bautizado a estrechar relaciones interpersonales con el objeto de construir una auténtica comunión fraterna. El cristiano, en efecto, sabe que el sentido de cualquier opción o de cualquier actitud que quiera efectivamente llamarse evangélica ha de estar orientada incesantemente a la vida en comunión. Es de acuerdo a esta finalidad, que toda actitud creyente se construye. El punto de referencia es la celebración eucarística. El misterio eucarístico da sentido al ayuno que representa la fuente y la culminación de toda experiencia penitencial que quiera llamarse efectivamente evangélica. Es en la Eucaristía donde la iglesia vuelve a encontrarse a sí misma en su verdad y esencialidad. La tradición de la Iglesia señala a la comunidad cristiana la exigencia de vivir la condición de ayuno antes de acceder a la verdadera y plena participación en el misterio eucarístico. Esta orientación va más allá de toda posible lectura jurídica o moralizante, más bien expresa la conciencia creyente de que todo bautizado, cuando se presenta ante la presencia del Señor, debe tener el corazón puro y liberado, abierto y dócil, para que el Maestro pueda sembrar su Palabra, plasmarlo en su Espíritu y alimentarlo con su cuerpo y con su sangre. La verdad de la celebración sacramental se construye en una persona con un corazón atento y abierto, animado por la súplica creyente, en forma tal que el Señor de la vida aparezca en su horizonte, lo pueda habitar y lo regenere en un itinerario de constante novedad de vida. Entonces, el bautizado, olvidando las realidades contingentes, 119
madura en la realidad eterna y justa, en la asamblea litúrgica, y en la comunión con las tres Personas divinas. Este proceso hará florecer inevitablemente la experiencia de la comunión eclesial y universal que caracteriza la Eucaristía como tal y que en ella es continuamente renovada. En Cristo Jesús está presente la entera humanidad y toda actitud que se deje envolver por el acontecimiento eucarístico debe ser su obvio reflejo. La verdad de la vocación bautismal a la conversión en el lenguaje del ayuno, se expresa en el desarrollo de la sed de comunión fraterna, según el ideal apostólico (cfr Hch 2, 44-45; 4, 32-35). Sólo así la Iglesia puede convertirse en profecía de una nueva humanidad frente a todo el mundo.
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32.
BESAR
Un lenguaje que encontramos también en la tradición litúrgica y en modo particular en la piedad popular, es el uso del beso como experiencia ritual-afectiva. Este gesto, ya mencionado en el signo del intercambio de paz, es particularmente experimentado por el hombre religioso para expresar el deseo de comunión con el Trascendente. En este gesto se encarna la exigencia del hombre de “alimentarse” de la divinidad, para tener una seguridad existencial en el camino oscuro y problemático de la vida cotidiana. Una actitud similar, muy significativa en la piedad popular, encuentra su raíz “evangélica”, si nos acercamos a los gestos de la celebración sacramental. En la vivencia propiamente litúrgica, el parámetro de referencia es el rito de adoración de la santa Cruz en la acción litúrgica del Viernes Santo. La dinámica ritual nos puede guiar en la comprensión del significado del beso en el lenguaje de la celebración. Frente a la presentación del misterio de la Cruz... “Miren el árbol de la Cruz donde estuvo clavado Cristo, el Salvador del mundo” ... la asamblea aclama: “Vengan y adoremos”. En este diálogo de la celebración, captamos que la acogida del don de la salvación pasa a través de la contemplación del objeto de la fe: Cristo pascual se dona al hombre hambriento y sediento del don de la salvación. En esta relación, la palabra “adoración” constituye el elemento clave. Si profundizamos qué significa “adoración”, redescubrimos que dicho término expresa la relación interpersonal que se establece con el beso: el estar efectivamente boca a boca. La adoración es por eso una relación de intimidad relacional, donde uno habita intencionalmente en el otro, en una “manducación inagotable para dilatar la grandeza de la reciprocidad”. Brota la conciencia de poseer el don que el otro hace de sí para la construcción de una íntima reciprocidad que lleva progresivamente a la fusión existencial entre dos personas. 121
El beso a la cruz en la acción litúrgica del Viernes Santo, no representa un gesto meramente piadoso que podría quedarse en un nivel simplemente emocional, sino que contiene el verdadero significado de la opción cristiana: la vocación a identificarse con los sentimientos del Crucificado. A través del signo del beso al Crucificado, el cristiano expresa el deseo creyente de dejarse envolver en su identidad pascual. En dicho beso, los cristianos comunican su voluntad de construir toda opción cotidiana en la comunión efectiva y afectiva según el acontecimiento de salvación. El mismo itinerario de la fe, iluminado por la Palabra de Dios, hace crecer siempre más en el discípulo la búsqueda de identificación con el Maestro, ya que en Él, el hombre va más allá de la soledad histórica y se deja regenerar por la relación que el anuncio pascual del Crucificado le puede ofrecer. Es la imagen de “comer la palabra”, tan recurrida por los profetas y por el Apocalipsis. El deseo de la comunión creyente se hace ahora gesto y en el gesto la criatura encarna su anhelo de comunión y se siente tranquilizada, bajo una constante fuerza hacia la inagotable relación transformadora con Cristo muerto y resucitado. Un sencillo aspecto tiene además su cumplimiento en el momento de la comunión eucarística, que representa la última parte de la acción litúrgica del Viernes Santo. El “comer el kerigma” en el beso se hace el “comer sacramentalmente el cuerpo y la sangre del Señor” en la comunión: aquí la persona vive un momento particularmente intenso, la reciprocidad con el Resucitado que lleva en sí las señales de la pasión; el fiel se alimenta así, de la esperanza, consolación ante la soledad y la aridez de la vida. Se da entonces, el saboreo del banquete eterno del Apocalipsis (19, 9), la imagen del beso en el Cantar de los Cantares (1, 2), retomada en la catequesis mistagógica de san Ambrosio. Esta actitud que la comunidad cristiana vive el Viernes Santo, se expresa en la adoración eucarística, donde se vive en el orden de la fe la voluntad de comunión con Cristo. El comer con la boca, expresado en forma incipiente en el gesto del beso, se hace un comer con los ojos de la fe. El corazón del discípulo que se siente atraído por el Maestro para morar en su cercanía, con los ojos del enamorado “come” a su Señor con el “beso del corazón”. Se revela en esta actitud que el gesto del beso encarna la exigencia presente en cada hombre de estabilizar verdaderas y fecundas reciprocidades con el Señor, fuente y sentido de su existencia. En tal forma, el gesto de besar se purifica de toda sensiblería psicológica y se hace expresión del deseo creyente, mismo que manifiesta ritualmente una vivaz profesión de fe, se hace la manifestación de la vivacidad espiritual 122
de cualquiera que camine en el seguimiento incondicional del divino Maestro. Quien va a la escuela de la liturgia es ayudado a dar un sentido al deseo del hombre religioso de besar objetos sagrados como las imágenes de los santos, las reliquias, las estatuas y los objetos que tienen relación con el mundo de lo sagrado. Un elemento de celebración que nos puede ayudar a vivir como creyentes estas actitudes, es el beso al altar, con el cual los ministros dan inicio a la celebración, que expresa por un lado, la veneración a la centralidad del altar, figura de Cristo ara-sacerdote-víctima del propio sacrificio y por el otro, el intenso deseo de compartir la dimensión oblativa de Cristo. La presencia de las reliquias de un mártir bajo un altar señala “la comunión en el único sacrificio de toda la Iglesia de Cristo, con que confiesa y testimonia, si es necesario incluso con la sangre, la fidelidad a su esposo” (Rito para la dedicación de una iglesia o un altar). El cristiano es en Cristo un sacrificio viviente, santo y agradable a Dios y su beso “devocional” encarna la dimensión oblativa de la fe. Esta visión da fecundidad creyente a cada experiencia religiosa bajo el signo del beso. Al llevar a cabo este rito, el hombre tiene la sensación de entrar verdaderamente en o con la divinidad, siente casi como si llegara a poseerla, en forma tal que le da seguridad en el camino angustiante de la historia de todos los días. El hombre religioso está siempre tentado a acercarse a la divinidad para someterla a sus propias proyecciones, a sus propios deseos, a sus propias expectativas. El sentido de la divinidad es muy fuerte en el corazón del hombre y determina las actitudes rituales correspondientes; su sensibilidad encuentra satisfacción al buscar una relación con ella. Aun si en algunas manifestaciones, el hombre religioso tiene la sensación de la presencia de dinamismos que van más allá de la lógica normal, el anhelo de que la divinidad entre en su persona determina su actitud. En estos mecanismos, la dimensión oral es la que tal vez le permite del mejor modo, percibir este o-posesión. En cierta forma tiene la intensa sensación de que la divinidad penetra en su persona y lo fortalece en las problemáticas existenciales. El resultado es seguramente una momentánea y desgraciadamente precaria paz psicológica. Frente a estos lenguajes instintivos en el hombre religioso, el creyente debe realizar un proceso de purificación. El redescubrimiento del valor de la corporeidad en la cultura actual ayuda a percibir el significado del gesto devocional del beso. El bautizado ha de iluminar la 123
intencionalidad afectiva del corazón, que en la fascinación de Cristo, anhela ser poseído por Él en un camino de inagotable reciprocidad divinohumana. En efecto, el elemento evangélico que nos permite superar posibles lecturas de dimensiones devocionales o mágicas es la constante búsqueda de las motivaciones de quien utilice el gesto del beso. Debemos interpretar lo que en una primera impresión podría resultar instintivo, leyendo sutilmente la profesión de fe de quien acoge con pureza de corazón la gratuidad de Dios a través del beso sobre una imagen, para volver a encontrar la esperanza que viene de lo alto y la docilidad serena y valiente para encarnar el hoy misterioso del Señor en nuestra vida.
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CONCLUSIÓN
El Concilio Vaticano II en sus indicaciones correspondientes a la liturgia y su reforma, ha animado a la comunidad cristiana hacia el redescubrimiento del Misterio escondido por siglos en Dios y revelado en Cristo Jesús a través de la fuerza significativa de los signos. La comprensión del lenguaje de algunos signos presentes en la acción litúrgica, constituye una etapa importante para que el espíritu de los fieles pueda acercarse fructíferamente a la propuesta de salvación que el Padre les presenta en Cristo Jesús y en el Espíritu Santo. Nuestro corazón de discípulos del Señor vive del Invisible y está fascinado de su misterio de muerte y resurrección; desea caminar con el Maestro hacia Jerusalén, para estar asociado definitivamente con su gloria; y guiado por el Espíritu para una plena docilidad a los deseos del Padre; anhela la transfiguración en la luz eterna en comunión definitiva con el Padre, el Elijo y el Espíritu Santo. El poder divino que nos permite establecer en forma fructífera y con fecundidad espiritual los signos litúrgicos, nos hace partícipes del Misterio que está presente en ellos; nos hace ascender con Jesús hacia la Jerusalén celestial, para estar siempre más cerca de la presencia del Padre, contemplando su esplendor; nos permite encarnar la riqueza del amor que ennoblece nuestro corazón y nuestros deseos en la realidad de cada día; nos ofrece la alegría de hacer nuestras las acciones rituales que son los pequeños pasos de nuestra persona llamada a madurar y alcanzar su plena talla en Cristo. La comprensión de las acciones que representan las diferentes celebraciones sacramentales nos debería ayudar a entrar con mayor conciencia en la nube divina, para vivir del Invisible que es Dios uno y trino. En la diversidad de los comportamientos rituales proclamamos con la fuerza de la fe, la alegría de pertenecer a Cristo, el deseo de saborear el Misterio a través del olvido de nosotros mismos, el anhelo de cantar el verdadero significado de la vida, la impelente aspiración de crecer en la fecundidad de la relación eterna. 125
La riqueza presente en las acciones celebradoras no está, sin embargo, apartada del camino cotidiano de la vida de la comunidad; se funda en la dimensión ordinaria de la vida y se traduce en ésta en forma continua. Mediante los signos, Cristo Jesús nos ite en su inefable relación de amor con el Padre, porque a través de los pequeños y sencillos gestos de la vida podemos desarrollar la grandeza del amor que nos ha ofrecido a través del gran acontecimiento de la celebración sacramental. La verdad de la celebración litúrgica es el culto espiritual de la vida de cada día: así proclamamos con todo nuestro ser la plena señoría de Cristo y crecemos en la espera de la manifestación de su gloria. En el signo de su donación, el Invisible se nos manifiesta con toda la densidad de su pobreza y precariedad para hacernos desear el momento del paso de la vida terrena a la gloriosa de la visión divina. El signo vivido en la fe representa, a su vez, una intensa súplica al Padre para que ayude a la comunidad cristiana a anhelar su rostro. La comunión con los hermanos en la alabanza eterna será la realización de la fecundidad de las celebraciones sacramentales. Por eso el esfuerzo de leer con profundidad el valor de las acciones rituales que repetimos con cierta frecuencia, debería ayudarnos a superar la fácil tentación de la costumbre ritual y a percibir, en consecuencia, la maravillosa comunicación divina hacia nosotros. Vivir en forma consciente los signos, significa encarnar la propia fe, pletórica en súplicas, en estas actitudes y comportamientos, y gozar al mismo tiempo la seguridad de la presencia de la fidelidad del Padre, que hace nuevo el corazón de quien a través del signo, canta la propia pobreza y la propia radical adhesión al Misterio pascual de Cristo.
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