LA HERMANDAD DEL HONOR
JORGE FERNÁNDEZ DÍAZ
La hermandad del honor
Historias verídicas sobre la vida y el destino
Fernández Díaz, Jorge La hermandad del honor.- 1ª ed. – Buenos Aires : Planeta, 2011. E-Book ISBN 978-950-49-2560-6
1. Narrativa Argentina. I. Título CDD A863
© 2010, Jorge Fernández Díaz
Derechos exclusivos de edición en castellano
reservados para para todo el mundo:
© 2011, Grupo Editorial Planeta S.A.I.C.
Publicado bajo el sello Planeta®
Independencia 1682, (1100) C.A.B.A.
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Diseño de cubierta: Departamento de Arte de Editorial Planeta
Diseño de interior: Ana María D’Agostino
Primera edición en formato digital: abril de 2011
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ISBN edición digital (ePub): 978-950-49-2560-6
LA HERMANDAD DEL HONOR
Tenía veinticuatro años, volaba a ras del mar y estaba a punto de bombardear un destructor y una fragata misilística. Le decían Piano porque se llamaba Guillermo Dellepiane, y era alférez en una fuerza que no tenía héroes ni próceres porque jamás había entrado en combate. Se trataba de la primera misión de su vida y acababa de despegar de Río Gallegos. Su padre había muerto sin poder cumplir el sueño de realizar en el terreno de la realidad lo que a lo largo de toda su carrera había simulado hacer: la guerra del aire. Tan inquietante como entrar en batalla debe resultar el hecho de consagrar una vida a un acontecimiento que no ocurrirá. Guerreros de la teoría y el entrenamiento, muchos cazadores se reciben, se desarrollan y se retiran sin haber cazado jamás una presa verdadera. El padre de Piano, cerca de la jubilación, había muerto hacía dos años en un accidente absurdo, cuando se derrumbó un ala del edificio Cóndor. Volando hacia el blanco en un A-4B Skyhawk, el hijo venía a cumplir ahora la escena deseada y urdida por el fantasma de su padre. Era el 12 de mayo de 1982 y una escuadrilla de ocho aviones argentinos avanzaba en silencio hacia dos barcos británicos. Los cuatro primeros iban adelante y dispararían primero. Los cuatro halcones de atrás, a una distancia prudencial, tendrían una segunda oportunidad o entrarían a rematarlos. Para Piano, era una misión iniciática, la última lección de un profesional de la guerra: la guerra misma. Hasta entonces todo habían sido aprendizajes y pruebas. Alférez es el primer escalafón de los oficiales, y Dellepiane ni siquiera había experimentado el reabastecimiento en vuelo, una compleja operación que en este caso consistía en acercarse volando a un Hércules, encajar la lanza de la trompa del A-4B en la canasta del combustible y cargar tanques para seguir viaje. Muchos fallaban en ese intento: se ponían nerviosos y no podían meter la
lanza. Mirá si yo no puedo, es una vergüenza, se decía. Estaba más preocupado por ese bochorno que por la muerte. Pero cuando tuvo al Hércules frente a frente no falló, y rápidamente se unió a su jefe, un primer teniente, que ordenó bajar a menos de quince metros de las olas y avanzar a toda máquina. Volaban tan bajo que dejaban estelas en el mar. Con el alma en vilo escucharon que, cinco minutos antes de llegar a blanco, los primeros cuatro aviones atacaban. En el horizonte no se veía nada pero Piano se dio cuenta en seguida de que a sus compañeros no les había ido muy bien. En dos minutos supieron que tres aviones habían sido alcanzados por la artillería antiaérea y que habían sido derribados en medio de hongos de fuego y estampidos de agua. El cuarto avión regresaba por las suyas. El sol volvía espléndido un día negro. Negrísimo. Piano vio de repente los buques enemigos. Eran efectivamente dos y les estaban disparando. En ese momento no pensaba en la patria ni en Dios, sólo veía con una cierta incredulidad esa película fantástica y en technicolor. La veía como si él no fuera parte de ella. Era un espectáculo corto y alucinante pero sin ruidos, porque en la cabina no se oía nada. Fueron fracciones de segundos: Piano contuvo el aliento verificando la velocidad y la altura, y en el momento exacto en el que pasaba por encima de uno de los dos barcos, mientras recibía y eludía disparos de todo tipo, apretó el botón y soltó una bomba de mil libras. Las bombas impactaron en el destructor y le abrieron agujeros horribles y definitivos. Quedó fuera de servicio, pero eso Piano lo supo mucho después porque en ese instante lo único que pudo hacer fue salir rápido de la ratonera evadiendo misiles y huyendo a toda velocidad. Cuando una escuadrilla dispara, los aviones se dispersan y cada uno regresa como puede. El joven alférez se sintió solo unos minutos pero de pronto divisó la nave de su jefe y la alcanzó. No podían hablarse, porque las navegaciones aéreas eran en silencio, pero volaban juntos, como hermanos, a una distancia de doscientos metros uno del otro, con el infierno atrás y el continente adelante. Habían cumplido y volvían con la gloria; era una extraña y grata sensación. Hasta que de repente un proyectil rasante surgido de la niebla pegó en un alerón del avión del primer teniente. Fue un golpe mortal a velocidad infinita que le hizo dar una vuelta de campana, pegarse contra la superficie del océano y explotar en mil pedazos. Todo en un pestañeo de ojos. Piano lo vio sin poder creerlo pero sin dejar de apretar el acelerador. Descendió todavía más y prácticamente aró el mar con un gusto metálico en la boca. Dependía
emocionalmente de su jefe. Había bajado por un momento la guardia, pensando “me va a llevar a casa”, pero ahora estaba solo y desesperado. Ahora dependía únicamente de su propia pericia, o de su suerte. Voló un rato de esa manera, huyendo del diablo, y luego, cuando estuvo seguro de que no lo seguían, avisó al Hércules C-130, que los cazadores le llaman “La Chancha”, e inició el ascenso. “La Chancha” puso la canasta y sin perder el pulso el joven alférez empujó la lanza y recargó combustible. Después voló el último tramo casi a ciegas: el mar había formado una gruesa capa de salitre en el parabrisas del avión. El salitre de la desolación le nublaba a Piano los ojos. Lo más duro era entrar en la habitación de un compañero muerto, juntar su ropa, hacer su valija y dejarla en el vestíbulo del hotel donde pernoctaba su escuadrón. Ese ritual lo esperaba en Río Gallegos al final de aquel día en el que finalmente había tenido su bautismo de fuego en el Atlántico Sur. Los dioses, como decía la vieja sentencia griega, castigan a los hombres cumpliéndoles los sueños.
En los años sucesivos sólo recordaría esa primera misión. Y la última. En el medio únicamente quedaban vuelos de reconocimiento, incursiones en la zona del Fitz Roy, nervios terribles y más caídos y duelos. También el ánimo de los mecánicos, que siempre despedían a los pilotos de combate con banderas y aclamaciones, y el regreso de la base al hotel que, con éxito o sin éxito, con muertos o sin ellos, hacían en un jeep o en una camioneta Ford F100 cantando canciones contra los ingleses. No tenían, por supuesto, la menor idea de cómo iba la guerra. Y cuando los trasladaron a San Julián sufrieron cierta tristeza: ocuparon una hostería y anduvieron por esa pequeña ciudad en estado de alerta total. No eran muy supersticiosos, pero tenían cábalas y de hecho no se sacaban fotos entre ellos porque creían instintivamente que eternizarse en esas imágenes significaba un pasaje directo hacia la desgracia. Nada pensaron, sin embargo, de aquella misión en día 13: estaba nublado y frío, y a Piano y a sus compañeros les ordenaron partir hacia las islas. Decían que los ingleses habían desembarcado y que se luchaba cuerpo a cuerpo en tierra. Los A4B llevaban bombas, cohetes y cañones. Piano estaba, como siempre, ansioso.
Aunque esa ansiedad solía terminarse cuando lo ataban en la cabina y había que salir al ruedo. Los nervios entonces desaparecían, como el torero que siente un nudo en el estómago, hasta que baja a la arena y enfrenta con su capote al toro. Pero el despegue no fue tan fácil. Se rompieron unos caños de líquido hidráulico y hubo que buscar a mil quinientos metros un avión gemelo. Al alférez lo desesperaba que su escuadrilla partiera sin él, de manera que se subió al otro A4B y empezó el rodaje sin cargar el sistema Omega, que permitía coordinar y volar con precisión. Piano no quería quedarse en San Julián, y como los suyos ya se habían marchado llamó al jefe de la segunda escuadrilla y le pidió permiso para plegarse a su grupo. Le dieron el visto bueno y despegó sin tener bien configurado el avión. Ascendió y buscó entre las nubes el rumbo, y encontró en un momento el Hércules, que llevaba doce hombres y tenía la orden de no entrar en la zona de la batalla ni quedar al alcance de los misiles enemigos por ningún motivo. Cargó combustible y siguió a su guía por el norte de las islas Malvinas, luego tomó dirección Este a vuelo rasante y hacia el Sur bajo chaparrones. Y se sorprendió al escuchar que el operador de radar de las islas preguntó si había aviones en vuelo. El jefe de la formación le respondió con un pedido, que les proporcionaran las posiciones de las patrullas de Sea Harriers. Cuando llegó el informe verbal los pilotos argentinos sintieron un escalofrío. Había cuatro patrullas en el aire y una quinta al norte del estrecho de San Carlos. El cielo estaba infestado de aviones ingleses. Era una trampa mortal, y la lógica indicaba regresar de inmediato al continente. Pero ya estaban a cinco minutos del objetivo y el día se había despejado, y entonces el guía tomó la resolución de seguir. Después descubrirían que estaban atacando un enorme vivac armado por los ingleses en Monte Dos Hermanas. Más de dos manzanas con carpas, containers y helicópteros, un campamento desde donde dirigía la guerra el general Jeremy Moore.
Todo ocurría en el término de minutos. Los A-4B iban a ochocientos kilómetros por hora y a veinte metros de distancia entre unos y otros. Los pilotos temían que una fragata misilística les cortara el paso antes de llegar al blanco. No llevaban armamento para atacar un buque; las bombas tenían espoletas para objetivos
terrestres. Por la gran movilización de helicópteros de esa zona los generales de Puerto Argentino habían conjeturado que allí podía estar el mismísimo centro de operaciones de los británicos. Y no se equivocaban. Las cartas de vuelo decían que el ataque debía hacerse a las 12:15. Y faltaban dos minutos. Los cazadores pasaron por encima de la bahía San Luis y el operador del radar de Malvinas les advirtió que los Harriers los habían detectado y que ya convergían sobre ellos. Cuando faltaban un minuto y veinte segundos la escuadrilla casi despeinó a un soldado inglés que subía una loma. Ahora los aviones, en la corrida final, volaban pegados al suelo. Más allá de la elevación apareció el campamento. Y Jeremy Moore evacuó su carpa un minuto antes de que le cayeran los obuses. Dellepiane lanzó sus tres bombas de 250 kilos, provocó destrozos, y percibió que les tiraban con todo lo que tenían. Desde misiles y artillería antiaérea hasta con armas de mano. Era un festival de fuegos artificiales. Y casi todos los pilotos se desprendieron de los tanques de reserva y de los porta-misiles e hicieron una curva para regresar por el Norte, cada uno librado a su inteligencia. Piano voló haciendo maniobras de elusión y acrobacias, y sintió impactos en el fuselaje. Era otra vez un espectáculo increíble y aterrador. A la altura de Monte Kent se topó con un helicóptero Sea King en pleno vuelo y le disparó. Salieron dos proyectiles y se le trabó el cañón, pero una bala pegó en las palas y lo obligó al piloto inglés a un aterrizaje de emergencia. Enseguida, por la izquierda, vio que pasaban dos bolas de fuego que iban directamente hacia el avión de su teniente, así que le gritó por la radio Cierre por derecha y siguió virando hasta ver que los misiles pasaban de largo y se perdían. Más adelante se topó con otro Sea King y volvió a intentar dispararle, pero también fue en vano: el cañón no se destrababa. Así que en el último instante levantó el Skyhawk y pasó a centímetros de las aspas del helicóptero para evitar que el piloto de casco verde lo liquidara con su gatillo. Fue más o menos en ese instante en el que se dio cuenta de que estaba sucediendo algo inesperado: se estaba quedando sin combustible. Un proyectil le había perforado el tanque, y tenía sólo 2.000 libras. Precisaba más del doble para alcanzar la posición de “La Chancha”. Pero no pensaba en ese momento crucial en llegar a ningún lado sino en escapar del acoso de los Harriers. Se desprendió entonces de los portamisiles y siguió volando un trecho pidiéndole al radar de
Malvinas que le dijera, sin tecnicismos y con precisión, dónde estaban sus verdugos. Los Harriers volaban a una distancia considerable, así que ya sobre el norte del estrecho San Carlos dudó si debía eyectarse en la isla o tratar de llegar al Hércules. Sus maestros, en las lecciones teóricas, le habían recomendado siempre que en una situación semejante intentara regresar. Eyectarse significaba perder el avión y caer prisionero. Cruzar significaba enfrentar el riesgo de no lograrlo y terminar en el mar. Si caía no podría sobrevivir más de quince minutos en las aguas heladas, y no había posibilidades operativas de que ninguna nave pudiera rescatarlo a tiempo. Sus compañeros, por radio, trataban de darle consejos y sacarlo del dilema. Pero su jefe tronó: Déjenlo a Piano que decida. Y entonces Piano decidió. Salió a alta mar, se puso en la frecuencia del Hércules y comenzó a conversar con el piloto que lo comandaba. Dos hombres hicieron ese día caso omiso a las órdenes de los altos mandos: el piloto de “La Chancha” salió de su posición de protección, entró en la zona de peligro y avanzó a toda máquina al encuentro del A-4B de Piano, y un oficial de San Julián tuvo un arrebato, se subió a un helicóptero y se metió doscientas millas en el mar a buscarlo, un vuelo completamente irregular y arriesgado que no ayudaba pero que mostró el coraje suicida del piloto y la desesperación con que se seguía en tierra la suerte de aquel cazador herido de combustible que intentaba volver a casa.
El alférez escuchó Vamos a buscarte y trató de mantener el optimismo, pero el liquidómetro le indicaba a cada rato que no conseguiría salir vivo de aquel último viaje. ¿A qué distancia están? —preguntaba cada tres minutos—. ¿A qué distancia están? La radio se llenaba de voces: Dale, pendejo, con fe, con fe que llegás. El alférez sacaba cuentas sobre la cantidad de combustible, que se extinguía dramáticamente, y pronosticaba que se vendría abajo. Y sus oyentes redoblaban los gritos de aliento: ¡Tranquilo, pibe, con eso te alcanza y sobra! Sabía que le estaban mintiendo. Cuando llegó a 200 libras se dio por perdido. De un momento a otro el motor se plantaría y se iría directamente al mar. Comida para peces. Cuando llegó a 150 libras recordó que eso equivalía, más o menos, a dos minutos de vuelo. ¡No me abandonen! —los puteó, porque había silencio en la línea. De repente el piloto del Hércules C-130 creyó verlo, pero era un compañero. Piano pasó de la euforia a la depresión en quince segundos. No rezaba en esas instancias, sólo le venían relámpagos del recuerdo de su
padre. El fantasma estaba dentro de aquella cabina, metido en sus auriculares. Dame una mano, viejo, le pedía guturalmente, con las cuerdas vocales y con los ventrículos del corazón. El liquidómetro marcó entonces cero, y de pronto Piano escuchó que lo habían divisado y vio por fin a “La Chancha”. La vio cruzando el cielo, hacia la derecha y bien abajo. Le pidió al piloto que se pusiera en posición y se largó en picada sin forzar los motores, planeando hacia la canasta salvadora. Cuando la tuvo enfrente le dio máxima potencia con una lágrima de combustible en el tanque y al ponerse a tiro pulsó el freno de vuelo y metió la lanza. Todos atronaban de alegría en la radio y se abrazaban en tierra. Piano también gritaba, pero quería abastecerse rápido, retomar el control y regresar a San Julián por su propia cuenta. Pronto descubrieron que eso no era posible. Todo el combustible que entraba, pasaba al tanque y caía por el orificio. Quedate enganchado, le dijo el piloto del Hércules. No tenían alternativa. Volaron así acoplados el resto del camino, perdiendo combustible y con el riesgo de una explosión o de no llegar a tiempo. Fue otra carrera dramática hasta que vieron el golfo y luego la base. Entonces el A-4B se desprendió y chorreando líquido letal buscó la pista. Piano intentó bajar el tren de aterrizaje pero la rueda de nariz se resistía. Estaba todo el personal de la base de San Julián esperando, y él dando vueltas, dejando estelas de combustible de avión y tratando de lograr que esa maldita rueda bajara. Finalmente bajó, y el alférez aterrizó, se desató rápido, se quitó el casco, saltó al asfalto y se alejó corriendo del enorme lago de combustible que se formaba a los pies del A-4B. Hubo fiesta hasta tarde y felicidad desenfrenada en San Julián. Como Piano se consideraba vivo de milagro se tomó muchas copas y tuvieron que acompañarlo hasta su habitación: se durmió con una sonrisa y se despertó muy tarde. Era el 14 de junio de 1982 y sus compañeros le informaron que la Argentina se había rendido.
Gracias a una licencia providencial, dos días después ya estaba en Buenos Aires. La ciudad permanecía hundida en la ira y en la depresión. Y también en la indiferencia. Cualquiera que se cruzaba con Piano se le acercaba con precaución y al rato le pedía que contara todo lo que había vivido. Pero Piano no tenía ganas
de contar nada. Durante años soñó aquellas piruetas mortales, aquellos vuelos rasantes, aquellas muertes: insomnio pertinaz y espectros atemorizantes que lo perseguían como Sea Harriers impiadosos. Le dieron la Medalla al Valor en Combate, y se mantuvo dentro de la Fuerza Aérea haciendo una callada carrera con foja intachable y mucha capacitación profesional. Hace dos años, fue enviado como agregado aeronáutico a Londres. Los ingleses lo recibieron como a un gran guerrero. En la misma tradición de Wellington y de Napoleón, los ejércitos europeos aún practican el honor para sus antiguos y respetables enemigos. Las aspas atravesadas del Sea King que había derribado Piano en Monte Kent están en el Museo de la Royal Navy, y el helicopterista que conducía aquel día está vivo pero retirado. Piano consiguió su teléfono y conversó afectuosamente con él. Me alegro de no haberlo matado, se dijo. Los veteranos ingleses que lucharon en el Atlántico Sur tienen un enorme respeto por los aviadores argentinos. Y sienten nostalgias por aquellos tiempos: Fue la última guerra convencional —dicen—. Unos frente a los otros por un territorio concreto. Hoy todo se hace a distancia, metidos en terrenos sin fronteras definidas y por causas borrosas, con terrorismos atomizados y combatientes religiosos eternos. Con esos enemigos al final no podemos juntarnos a tomar una cerveza. Aquel alférez, convertido en comodoro, fue invitado una tarde a entregar un premio en la escuela de aviación de la RAF. Por la noche, los pilotos de guerra recién recibidos y sus señores oficiales cenaban en un salón majestuoso de mesas larguísimas. Piano ocupó un lugar privilegiado, y el director de la escuela pidió silencio y habló del piloto argentino. Se sabía su currículum bélico de memoria y en su discurso mostraba el orgullo de tener esa noche a un hombre que había luchado de verdad contra ellos. El año pasado Guillermo Dellepiane asumió como director de la Escuela de Guerra Aérea en Buenos Aires. Ocupa un despacho en el Edificio Cóndor, donde murió su padre. Piano es ahora un cincuentón bajo y gordito. Se le cayó el pelo, es sumamente cordial y tiene un pensamiento moderno, y por supuesto en la calle nadie lo reconoce. Nadie sabe que forma parte de la hermandad del honor, y que es un héroe imborrable de una guerra maldita.
LA SOMBRA DEL SEÑOR PRESIDENTE
Nunca tuvo conciencia de que estaba sacando la Browning 9 milímetros. Después se la encontró en la mano. La razón va en cámara lenta, pero el instinto viaja a la velocidad de la luz. Tampoco tuvo conciencia de que había interrumpido el discurso de un ex presidente arrebatándolo de la tribuna, arrastrándolo hasta el piso y protegiéndolo con su propio cuerpo. Todo eso había ocurrido por acto reflejo, en dos o tres segundos, luego de ver por el rabillo del ojo que abajo, hacia la izquierda, un hombre entre la multitud había extraído un revólver calibre 32 con la intención de matar de un tiro a Raúl Alfonsín. Era una noche calurosa de febrero de 1991, estaban en una calle céntrica de San Nicolás, y el público se desbandaba a los gritos. Daniel Tardivo pertenecía a la División Custodias Especiales, y desde 1983 oficiaba de sombra armada de un gallego cabeza dura que andaba predicando la democracia por cada pueblito del país a pesar de haber tenido que entregar el gobierno antes de tiempo y también de haber caído provisionalmente en desgracia política. Tardivo, esa noche, había colocado a varios de sus hombres en lugares estratégicos. Y de hecho uno de ellos surgió de la muchedumbre que escuchaba a don Raúl y le levantó a último momento el brazo a aquel desconocido que blandía un revólver negro. El desconocido había prestado servicios en Gendarmería Nacional, tenía algunos problemas mentales, y en el instante de ser atrapado intentó igualmente disparar. Gatilló el revólver 32 pero la bala quedó atascada en el cañón, y el custodio atenazó al sujeto, lo desarmó y lo redujo en un santiamén. Arriba del palco, Tardivo se revolvió con la Browning y por unos minutos dio órdenes y mantuvo el alerta. Alfonsín quería incorporarse, pero su guardián no lo dejaba: podían no ser uno sino varios los asesinos, podían atacar el escenario. En esos momentos de confusión todo puede ocurrir y nada debe descartarse. Cuando estuvieron seguros de que el peligro había terminado, Tardivo quiso meter al doctor en un auto y sacarlo de aquella ciudad. Pero Alfonsín se negó enfáticamente, se limpió
y acomodó el traje, tomó el micrófono y minimizó, con pocas palabras, lo que había ocurrido. Recibió una ovación y el acto siguió como si nada. Luego tocaba una cena partidaria en un club, y habían recibido amenazas de bomba. Tardivo trató de persuadir a su “protegido” de que fueran directamente al hotel, pero “el padre de la democracia” lo miró con cariño y le dijo: Mentira, Danielito, nos quieren joder. Vamos a comer igual. Fueron a comer después de que la brigada de explosivos revisara el lugar. Danielito jamás vio un atisbo de miedo en los ojos del abogado de Chascomús. El agresor de aquella noche fue indagado, procesado y condenado. Lo confinaron a un neurosiquiátrico y a los dos años se quitó la vida.
Tardivo entró en la policía por influencia de un vecino y revistó tres años en la Comisaría 32, pero no corrió allí muchas aventuras: sólo atendía al público y hacía tareas de oficina. Un superior que le tenía una confianza ciega influyó para que, con sólo 23 años, integrara la flamante División Custodia Presidencial, que se abría para proteger en democracia al presidente electo dentro y fuera de la Casa Rosada y la residencia de Olivos. La unidad se inspiraba en metodologías del FBI y del servicio secreto norteamericano. Casi todos eran policías jóvenes y sin mucha experiencia operativa. Pero fueron entrenados para la discreción total, para identificar a un sospechoso de una ojeada, para subir a un “protegido” en tiempo récord a un auto, para cubrirlo con su cuerpo, para disparar en movimiento, para armar itinerarios de seguridad y para comprobar entradas y salidas. Tardivo tiene ochenta por ciento de efectividad en tiro de pistola, y aprendió los trucos del escudo humano con rapidez. En 1983 había votado por primera vez en su vida. Y lo había hecho por Raúl Alfonsín. Cuando lo vio en el Hotel Panamericano, donde el líder radical preparaba la transición, sintió por dentro la emoción de esa coincidencia, pero se cuidó mucho de hacerla visible. Tardivo es parco como una sombra. Tardivo es una sombra. Protegió a Alfonsín durante sus años de gobierno, vio por dentro la Semana Santa carapintada y no lo acompañó al Messidor, cuando el gobierno radical se cayó a pedazos, porque su misión consistía precisamente en quedarse a preparar el regreso a Buenos Aires. Lo acababan de trasladar a la División Custodias Especiales, y estaba asignado al ex presidente, que alquiló una casa en el barrio de Belgrano y un estudio en la Boca.
Desde ese momento, Tardivo le dedicó a Raúl Alfonsín días, tardes y noches; de lunes a lunes, con feriados o sin ellos. Lo acompañó a todos los viajes y campañas, y cenó con Alfonsín casi todas las noches de su vida: el ex presidente tenía comidas con políticos y Danielito iba primero, revisaba el restaurante, colocaba un custodio en la vereda y luego ocupaba una silla, mesa por medio, para mirar todo el tiempo de frente a su “protegido” mientras un compañero vigilaba la puerta de calle. La relación entre el viejo caudillo y el joven y silencioso guardaespaldas, que también le servía de chofer y de compañero de paddle, se fue haciendo cada vez más estrecha. Todo lo que Tardivo aprendió en la vida se lo enseñó, por lección, acción u omisión, Raúl Alfonsín. Y al cabo de los años ya era parte de la familia. Daniel Tardivo es un profesional frío y eficiente, pero ese magnífico viejo gruñón lo perdía. En el cruel invierno de 1999, por la ruta provincial 6, que une Bariloche con Ingeniero Jacobacci, se pegó el gran susto de toda su carrera. Fue cuando marchaba en un jeep en medio de la nevisca, abriendo paso y mirando para atrás una y otra vez. En un momento dado percibió que la camioneta donde los seguía Alfonsín con otros dirigentes rionegrinos se había perdido de vista. Retomó de inmediato la ruta escarchada y resbalosa y al volver de frente vio, como en una alucinación, que la camioneta había volcado y que en medio de la nieve yacía un bulto negro: el cuerpo de su “protegido”. El ex presidente nunca quería colocarse el cinturón de seguridad: Es un agravio para el conductor, Danielito —ironizaba—. Colocárselo implica sospechar de la poca pericia del chofer. Daniel trató cien mil veces de convencerlo, pero jamás pudo. Ahora la camioneta había volcado y Alfonsín había atravesado el parabrisas y estaba incrustado en la nieve. Tardivo corrió hacia don Raúl, lo dio vuelta y agradeció escucharlo quejarse porque pensaba seriamente que se había mudado al otro barrio. Lo subieron entre varios a su jeep y lo llevaron inconsciente kilómetros y kilómetros en medio de esa maldita tormenta blanca. Alfonsín gemía de dolor, con los ojos cerrados y la cara acerada. Su ángel guardián sentía impotencia. Ni los celulares tenían señal en aquellos páramos. Llegaron a una precaria sala de auxilios y lo subieron luego a una frágil y destartalada ambulancia. Daniel iba a su lado, sin sentir siquiera el frío y con los testículos en la garganta. Al final internaron al ex presidente en General Roca con un diagnóstico aterrador: “Traumatismo de tórax con once fracturas en las costillas, contusión pulmonar, derrame pericárdico e insuficiencia respiratoria”.
Estuvieron toda la noche en vela, esperando que los médicos dieran un nuevo parte, y recibiendo miles de llamadas de todo el país. Después se decidió su traslado a Buenos Aires y su ingreso a una sala de terapia intensiva del Hospital Italiano. Tardivo montó un cerco de seguridad en el hospital, y pasaron allí cuarenta días angustiantes. Principalmente los primeros: Alfonsín estaba en coma y el médico les recomendaba a los familiares que le hablaran porque eso podía ayudarlo a recuperar el conocimiento. Tardivo entraba a las seis de la tarde a su habitación y lo saludaba, y se quedaba esperando en vano, tímido y respetuoso, que el hombre atado a ese respirador hiciera el mínimo gesto. Alfonsín fue recuperando paulatinamente la lucidez y la motricidad. Lo dieron de alta, pero tardó tres meses en volver a su rutina. Nadie puede proteger al “protegido” de la fatalidad. Se lo puede incluso proteger, y hasta cierto modo, de la muerte inducida. Pero nadie puede proteger a un hombre de su destino.
Apenas dos años más tarde, durante los tristes sucesos de 2001, el guardián sentía la renovada bronca de Alfonsín. Que se vayan todos, que se vayan todos —repetía entre dientes Raúl cuando escuchaba los cánticos—. ¡No somos todos iguales! Ya residía en el octavo piso de un edificio de departamentos de la avenida Santa Fe. En el quinto tenía sus oficinas. La Argentina era un polvorín y no había distingos: todos los políticos estaban acusados de ineptos y de ladrones. Alguien avisó por teléfono a Tardivo que había una manifestación frente al domicilio de don Raúl. Voy a bajar, Danielito, le advirtió. Tardivo manejaba lentamente el coche y trataba de disuadirlo. No, voy a bajar igual, ¿sabés? — insistía Alfonsín, lleno de ira—. Pará acá. ¡Pará ya mismo! Cuando Daniel dobló en la esquina, Alfonsín levantó la traba y abrió la puerta. El custodio tuvo que frenar para que el ex presidente no se lastimara. Alfonsín salió con ánimos de plantar cara y, si era necesario, agarrarse a piñas. Tardivo dio aviso por radio y se tiró desesperadamente a tierra para cubrirlo y sacarlo del tumulto. Eran ochenta contra dos. Los exaltados lo insultaban y Alfonsín les devolvía el obsequio con argumentos gritados y también con puteadas largas. Tardivo se había puesto en el medio, pero no podía impedir que le pegaran por detrás: el caudillo recibió patadas en los tobillos y trompadas en los riñones. Su custodio lo arrastró como pudo, y vio que aparecía un patrullero, y en un impulso lo metió en el edificio y cerró la puerta.
En los últimos tiempos Alfonsín no salía mucho de su casa. Daniel Tardivo había ascendido a comisario y le habían otorgado la jefatura de su unidad, que está a cargo ahora mismo de la seguridad de los ex presidentes, los embajadores de Estados Unidos e Israel, varios jueces de la Nación y muchos de los testigos protegidos. Alfonsín siempre le preguntaba por su pequeño hijo Vicente y por su trabajo, y se alegraba sinceramente de sus progresos. Las últimas veces lo encontró en cama: la sombra se sentaba a su lado y hablaban de cosas incidentales y también de Boca e Independiente. Este año no estoy para el fútbol, Danielito, le dijo en las vísperas con un hilo de voz. Los días previos a la muerte se notaba el movimiento y la gravedad de la situación en el rostro de sus colaboradores más íntimos. El 31 de marzo, a las seis de la tarde, Tardivo decidió quedarse en el quinto piso a esperar las novedades. Cerca de las ocho y media empezaron a llegarle rumores de que su jefe se había muerto. Cuando los medios empezaron a difundir la noticia no pudo más, se acercó al escritorio de Margarita Ronco, la eterna secretaria del “doctor”, y le preguntó si era cierto. Marga se lo confirmó. Medido y elegante, alejado de la imagen tradicional del cana y del lenguaje taquero, ensimismado y racional, el comisario pestañeó un dolor profundo y tragó saliva amarga. Las sombras no ríen ni lloran. Sólo son sombras. Subió al rato a saludar con abrazos a todos, y les pidió permiso a los hijos de Alfonsín para despedirse. Pasó a su cuarto y lo vio dormido, y le agarró la mano y le dio un beso en la frente. No estaba dormido, estaba muerto, y había mucho que hacer. Reunió a su equipo y le dio instrucciones. ¿Cuándo se acaba la responsabilidad de un custodio? Alfonsín ya no corría peligro, la misión había cesado. Pero Tardivo puso a tres hombres suyos en un auto y él mismo subió con el féretro y viajó en el interior del furgón hasta una sala de velatorios de Belgrano. Esperaron en la funeraria que prepararan el cadáver, y luego repecharon solos la larga noche en esa sala helada cerrada al público, haciéndole compañía al hombre muerto como si aún estuviera vivo. A las siete de la mañana siguiente trasladaron el cadáver en su ataúd al Congreso, y Tardivo verificó que todo estuviera en orden dentro del Salón Azul. Muchos le daban el pésame a Daniel: no podían concebir a Raúl Alfonsín separado de su inseparable guardaespaldas. Se mantuvo en guardia setenta horas en ese salón. Sólo se retiró un momento para darse un baño y cambiarse el traje
y la camisa, pero regresó de inmediato a su puesto de comando. Finalmente, acompañó a la familia hasta la Recoleta en aquella larga y emocionante caravana. Y como aquella vez en San Nicolás volvió a actuar por instinto. Al bajar el cajón envuelto en la bandera argentina, por acto reflejo se puso detrás. Siempre se ponía en esa posición cuando Raúl Alfonsín entraba en un lugar o subía a un palco para hablarle a una multitud. La razón va en cámara lenta, pero el instinto viaja a la velocidad de la luz. Las fotos lo inmortalizaron en ese trono, con cara seria y compungida, mientras los granaderos cargaban el ataúd hasta la bóveda de los caídos en la Revolución del Parque. Se quedó con sus hombres hasta que se retiró la última persona y el sol empezó a irse a pique. No atinaba a moverse mientras los empleados del cementerio no terminaran su trabajo en el panteón. Cuando ya no había nada que hacer, uno de sus hombres le dijo: Comisario, ¿y ahora? Era completamente extraño entrar con Raúl Alfonsín a un predio y marcharse luego sin él. Ya no podían llevarlo a ninguna parte y estaban más solos que nunca. Ahora nos vamos, respondió la sombra, dio media vuelta y caminó despacio hacia el olvido.
EL PÁRROCO DE LA CALLE DE LA MUERTE
Che, dale, déjense de joder —dijo el hombre—. Si ya les dimos la guita. Estaba en el piso, rodeado de chicos de ojos turbios y revólveres negros, y se refería al pago del peaje que usualmente le cobraban para entrar en la Villa 21. El hombre se llamaba Ángel, tenía 66 años y era repartidor. Siempre pagaba para entrar a hacer su trabajo, y ahora querían cobrarle también la salida. Callate, viejo, porque te pego un tiro, le respondió uno de los chicos, y como vio que Ángel quiso incorporarse para tratar de hacerlo entrar en razones, le disparó directamente a la cabeza. Fue un balazo seco y Ángel quedó tendido en esta misma calle, Osvaldo Cruz, por la que camino ahora con el corazón en la garganta. Cuando le di la dirección al remisero que me llevaba, se puso blanco. Me rogó que no lo obligara a entrar por esa calle de Barracas a esa ciudad de la pobreza donde viven más de 45.000 personas. Un policía que no tiene jurisdicción en la villa me hace la gauchada de acompañarme hasta la parroquia. Mientras caminamos por esa calle todos nos miran, y el policía va contándome historias oscuras. Muy oscuras. Hace muchos años que no tengo tanto miedo, y siento una vergüenza íntima. Cuando era cronista policial no tenía miedo a nada, pero eso pasó hace mucho tiempo, y ahora soy un pequeño burgués asustado. Sé racionalmente que el noventa y cinco por ciento de los habitantes de una villa es gente trabajadora y noble: los hombres se ocupan como albañiles o vendedores ambulantes, y las mujeres como empleadas domésticas. También sé que esa gente sufre más que nadie la inseguridad, y que la miseria envilece. Pero no puedo evitar pensar en ese cinco por ciento que integran los asaltantes, los traficantes y los adictos desesperados. Yo no cuento con más armas que mi libreta negra y mi mochila, donde llevo recortes de prensa: una reciente cacería humana durante la que asesinaron a cinco personas, ajustes de cuentas entre bandas rivales, homicidios solitarios por alguna bronca, y revelaciones
escalofriantes de un cura.
Todos le dicen padre Pepe, pero se llama José Luis Di Paola, tiene 46 años, oficia de coordinador del Equipo de Sacerdotes de Villas de Emergencia y es el párroco de la calle de la muerte. Hace unas semanas puso la cara en una conferencia de prensa para explicarle al país que el problema no eran los habitantes de la villa sino el narcotráfico y la inacción completa del Estado y la Justicia. Muchos niños y adolescentes portan armas y consumen droga sin que nadie persiga a los traficantes, y entonces hacen de la villa tierra propia, es decir: tierra de nadie. Los sacerdotes hablaban en defensa de los propios pobladores de sus comunidades, que ven con impotencia la llegada de la peor de las plagas: el paco. Hace cuatro o cinco años la “pasta base”, que antes era un mero desecho químico de la cocaína, se transformó en una mercancía de primer orden y se masificó en las zonas marginales. El paco cuesta muy barato y su consumo creció un 200% en la Argentina. A sus consumidores primero los pone eufóricos y luego fisurados; no tarda en volverlos adictos. Rápidamente, entran en una fase de alucinaciones, paranoias y agresiones salvajes. Se los conoce como los “muertos vivos”. Son como vampiros de un elixir que se mezcla con viruta de metal y ceniza, que se arma con latas agujereadas y que conduce a la muerte cerebral en seis meses. La “latita” los vuelve erráticos y violentos, y la desesperación por conseguir dinero, en asesinos voraces. El paco rompió todos los códigos de convivencia. Hasta los códigos de los mismísimos “pibes chorros”. En cualquier esquina de Buenos Aires puede verse a los “muertos vivos” vagar sin rumbo, o tirados en una vereda. A veces, un chico pacífico cambia de pronto de personalidad y comete un crimen sangriento por dos monedas. En ocasiones, los de una bandita actúan como pirañas, atacan todos juntos a cualquiera, lo golpean y lo desvalijan en segundos buscando recursos para seguir comprándoles a los vendedores de paco las dosis de esa misma tarde. Me intriga cómo hace para vivir y luchar contra esta legión de problemas el párroco de la calle Osvaldo Cruz. Cuando entro en la sombra de un edificio humilde, con una iglesia y un patio techado y un aula donde varias mujeres hacen un taller de cerámica, me recibe un arcángel desgreñado. Es un hombre curtido, de pocos dientes y de una dulzura inexplicable, un ayudante de Dios.
Tiene que esperarlo un rato, me aclara. Hago fila con damas taciturnas, y siento que lentamente me vuelve el alma al cuerpo. Imagino afuera a los “muertos vivos” esperándome, pero ahora siento que no se atreverán a pisar tierra santa. Es un pensamiento irracional, que de nuevo me avergüenza, pero no puedo evitarlo. Pasan algunos minutos y aparece un chico corpulento vestido con una remera y tocado por una gorra puesta al revés. Trae cara de pocos amigos, y aunque le cedo amablemente mi lugar no me lo agradece. Tiene la mirada dura. El padre Pepe sale de su despacho y le entrega una llave. Lo estamos recuperando del paco —me explicará después a solas—. Está en plena lucha. Pepe parece más joven de lo que es. A una amiga que lo vio en las fotos de los diarios y en los noticieros televisivos, se le escapó un piropo: Es muy fachero, parece un cura Calvin Klein. La impresión personal le quita glamour: Pepe usa una modesta camisa azul de cura con clergyman y unos jeans gastados, tiene pelo largo y barba, y habla sin ego ni énfasis. Al entrar en su diminuta oficina veo un póster que dice “el hambre es un crimen” y la pared abarrotada de fotos. Entre todas descubro a la Madre Teresa y al Padre Mujica, y unos versos anónimos que terminan con una advocación significativa: “Tú me enseñaste que el hombre es Dios, y un pobre Dios crucificado como tú. Y aquel que está a tu izquierda, en el Gólgota, el mal ladrón, también es un Dios”.
El gladiador vive en una casita trasera y, cuando no hay tiros ni dramas, se duerme a la medianoche leyendo estudios sobre las adicciones. Se despierta a las seis y media de la mañana, se ceba unos mates y se queda cuarenta minutos rezando el breviario. Recién luego comienza a caminar el día. Sus padres viven en Burzaco, pero Pepe fue a un secundario de Caballito. Era un muchacho de clase media subyugado por la tarea evangélica del capellán. Iba caminando a Luján, participaba de grupos cristianos, hacía tareas sociales y dudaba entre ser cura o abogado, entre el Evangelio y el Código Penal. Al final terminó en el seminario y se recibió en la Facultad de Teología de la UCA. Es un ochentista, parte de la generación de Malvinas, y nunca vio como un asunto ideológico su “opción por los pobres”. ira tanto a Mujica y Angelelli como a Don Bosco y Bergoglio. Antes de llegar a la Villa 21 pasó por Ciudad Oculta. Cuando le propusieron ocupar la parroquia de esa calle muchos le preguntaban si estaba castigado. Llegó en 1997 con la idea de armar trabajos de prevención de la droga y la violencia, y también para organizar a los más jóvenes. Y se encontró con un
panorama amenazante y desolador. Había desconfianza, desintegración y violencia. Tuvo en esos primeros tiempos miedo físico y espiritual. Todas las noches se iba a dormir con la misma pregunta: ¿Qué más puedo hacer? ¿Qué más puedo hacer, por Dios? No se ha dejado de preguntar lo mismo en estos doce años. Necesitaba cohesionar y la mejor ocurrencia tuvo que ver con la Virgen de Caacupé. Cuenta la leyenda que en este pueblo del Paraguay había un nativo que era artista de la madera, y que un día se internó en la selva buscando los mejores materiales y que se sintió rodeado por de la peligrosa tribu de los mbayas. Fue entonces que el pobre hombre se arrodilló y le prometió a la Madre de Cristo que esculpiría su imagen si salvaba su vida. El escultor se hizo de pronto invisible por la gracia de Dios y cumplió su promesa tallando la Virgen más venerada del Paraguay. La mayoría de los habitantes de la Villa 21 eran y son paraguayos, y Pepe entendió que era decisivo traer a la Inmaculada a este lugar. El santuario es de 1765 y el párroco no paró hasta que logró enviar a una comisión a buscar una réplica. La llegada a Buenos Aires fue apoteótica. Se hizo una misa en la Catedral y luego una muchedumbre marchó con la Virgen de Caacupé en una larga procesión a pie desde el centro hasta Barracas, parando en distintas parroquias y al final alcanzando su nuevo y definitivo hogar, esa pequeña iglesia de la calle Osvaldo Cruz donde el padre José Di Paola esperaba con miles y miles de devotos de la Villa 21 la entrada de la sagrada imagen. Fue un momento emocionante y decisivo. Esa Virgen articuló la devoción y permitió crear la base del milagro. Di Paola y tres camaradas de sotana comenzaron a llevar el catecismo a las casas, abrieron capillas, organizaron escuelas de deportes y una escuela de oficios. Formaron un grupo de cuatrocientos hombres que militan y trabajan en tareas comunitarias, y convirtieron a cientos de adolescentes en niños exploradores. Los llevaron a campamentos en la provincia de Buenos Aires, y también los hicieron viajar a Tandil y a Bariloche. Jamás hubo en ninguna de esas excursiones la más mínima inconducta. El padre Pepe sabe que el noventa y cinco por ciento de los villeros son honrados y pacíficos. Pero sabe también que el noventa por ciento de los delincuentes provienen de las villas, y que esa inmensa minoría estigmatiza las barriadas pobres y deforma la verdad. Decir que los pobladores de una villa son ladrones equivale a pensar que todos los habitantes de San Isidro son ricos. En San Isidro hay, además de medio pelo y
clase media pauperizada, varias villas miseria. No se imagina Di Paola regresando a un barrio porteño, donde las relaciones son tan individualistas y donde todos practican el autismo y la indeferencia. En su comunidad hay tragedias inconmensurables, pero también una solidaridad, una calidez humana, un amor límpido y desbordante. Una cosa es darle un plato de comida a una persona que tiene hambre. Otra muy distinta, y mucho más valiosa, es darle la mitad de tu plato, la mitad de tu pan, la mitad del cuarto de tu vivienda, la mitad de lo poquísimo que tenés. Dar —decía la santa de Calcuta—. Dar hasta que te duela.
Los policías, los jueces, los ministros. Todos brillan por su ausencia en la Villa 21. La droga está despenalizada y el paco es un tsunami. Con el paco pierden todos, me dice. Se nota un toque de angustia en su cara serena. Es un hombre que ha llorado mucho, y al que se le han secado las lágrimas. Se le confunden en la memoria las palizas, los robos, las violaciones, los tiroteos y las muertes que vio. No quiere hablar de eso. Pero la epidemia de los “muertos vivos” lo tiene anonadado. Nadie hace nada. Todos prometen fondos y ayuda, hablan en los diarios y en la televisión, pero sólo del gobierno vasco logró un pequeño subsidio. Y con ese dinero insuficiente inició un centro de recuperación de adicciones: una salita de día, una granjita y una casa de medio camino, desde donde intentan que los recuperados se inserten de nuevo en la sociedad y no vuelvan a caer. Todo con ayuda de voluntarios, mangueando remedios y a veces haciendo el milagro de la multiplicación de los medicamentos. Puré de clonazepam para chicos alterados que quieren dejar de ser zombies. Tiene en estos momentos ocho chicos en camino de reconvertirse a sí mismos en personas. Ocho. Allá afuera hay dos mil “muertos vivos”. Nacen y mueren varios de ellos todos los días. No puedo dejar de pensar que es un marinero en un bote perforado sacando agua con una cucharita. Me muestra una foto de Pablo, un pibe violento que había sido esclavo del paco y que, con muchísimo esfuerzo, Pepe lo fue rescatando del infierno. Pablo posa junto a un Jesús crucificado. Posa con orgullo. Di Paola le dijo que a él lo mandaban a un retiro espiritual quince días a Córdoba, y le pidió que en esas dos semanas no saliera de su casa. No salgas, Pablo, aguantame que vuelvo —le dijo —. No corras riesgos. No salgas. Pero al cuarto día Pablo se sintió fuerte y confiado, y salió a caminar por la villa. Y sus antiguos enemigos lo acribillaron a
balazos en la calle. Cuando el padre Pepe regresó a su casa en la 21 y se enteró del asesinato se dobló de dolor y le flaqueó seriamente la fe. No la fe en Dios. Sino la fe en sus propias fuerzas, en la tarea de achicar el agua con una cucharita en medio de un maremoto. Pero luego el gladiador se levantó de ese desasosiego, se abrochó el clergyman y siguió adelante. Sembrar, sembrar, sembrar, se dice. Caerse y levantarse. Pero está muy solo. Únicamente lo acompañan sus feligreses, que lo adoran, los otros curitas y su obispo. El cardenal Bergoglio lo visita seguido. Viene en colectivo hasta la villa y confraterniza con los hombres y mujeres de la capilla de la Virgen de Caacupé. Una tarde el hombre que hace dos años pudo haber sido Papa estaba charlando con un grupo grande de albañiles, y uno de ellos se paró y dijo que hacía un tiempo le había ocurrido algo singular. Salía de una obra en un edificio en construcción de un barrio porteño y al subir con sus compañeros al colectivo, mientras hablaban en guaraní y hacían bromas, el albañil divisó sentado en el fondo a Bergoglio. Les avisó a sus compañeros que era el mismísimo jefe de la Iglesia Católica argentina, pero no le creyeron. El albañil no pudo entonces con su genio, se acercó a Bergoglio, le preguntó si era quien era y le pidió la bendición. Cuando bajé del colectivo, padre —declaró el albañil ante el silencio de todos—, les dije a mis compañeros: “Qué bueno tener un obispo que vive como nosotros”. A Bergoglio, que es un estoico, se le llenaron los ojos de lágrimas y lo quebró por un instante el llanto.
Una vez mataron a tiros a un vecino a la salida de una misa, en esa misma calle por la que entré caminando, y por la que Di Paola anda como si fuera una celebridad, acaso el verdadero padre de todos, el jefe de la gran familia. Un padre joven y fachero, que jamás se jacta de nada ni levanta la voz y que logró la unión en la fe de una zona populosa donde la cultura tumbera es minoritaria. Se escuchan mucho más polca, chamamé y canciones populares paraguayas que cumbia villera. Aquí están las víctimas. Los traficantes de droga y los mercaderes de las armas tienen muchos billetes, y viven fuera de estas barriadas. Di Paola visita enfermos, atiende problemas, da la extremaunción, reparte consejos, y por las noches, cuando tocan a su puerta, se pone su coraza de tela azul y acude corriendo a la escena del crimen. Vecinos asesinados. Adolescentes heridos de arma blanca. Niños lastimados. Venganzas. Dramas con gritos y sangre. Acusaciones y lamentos. El padre Pepe llega casi siempre primero: la ambulancia del SAME tarda mucho más porque no entra a la villa sin la custodia
de un patrullero de la Policía Federal. Y el patrullero viene cuando puede. Al caer la noche todo se vuelve más siniestro. La oscuridad, en la tradición cristiana, está vinculada al mal. Y las tinieblas en la Villa 21 son letales. Pepe me está diciendo todo esto mientras vemos, por la ventana, que el último sol se apaga. Pienso en los vampiros del paco, que me aguardan afuera. Di Paola me lee el pensamiento. ¿Cómo viniste hasta acá?, quiere saber. Le explico que el remise partió y le digo, haciéndome el valiente, que no se agite: voy a irme caminando. Son cuatro cuadras hasta Vélez Sarsfield, y ahí tomo un colectivo. No, no —me dice—. La salida es más difícil que la entrada. Pienso en el repartidor de garrafas que mataron hace cuatro semanas de un balazo seco en esta misma calle de la muerte. Salimos del despacho y Di Paola llama al arcángel desgreñado, que viene desde el fondo. Llevalo hasta la avenida, le ordena. El ayudante de Dios asiente y Di Paola y yo nos damos un abrazo. Le digo la verdad. Le digo que fue un honor conocerlo. No sé cómo me va a llevar el arcángel y presiento que quiere que me suba a una bicicleta, porque agarra una y me llama desde el umbral. Vamos, me anima. Salimos a Osvaldo Cruz, y el hombre se pone a mi lado, yo junto a la pared y él caminando con la bicicleta entre los dos. El arcángel como una muralla o un salvoconducto ante las decenas de ojos que nos siguen con la mirada silenciosa del atardecer. Hay mucha más gente que antes, y ya no queda un miserable rayito de sol. En una pared hay un dibujo colorido y una oración al Gauchito Gil. Salimos de la barriada y andamos despacio por ese corredor de asfalto que es más oscuro que la villa misma. El arcángel me va contando dos cosas: la santidad del curita y la maldición del paco. Al llegar a Vélez Sarsfield veo que mi fiel remisero me hace señas desesperadas desde la otra orilla. También veo que sigue pálido como un muerto. Gracias, amigazo, le digo al arcángel y al darle la mano siento los callos y asperezas del trabajador incansable. Ese buen hombre común, ese ayudante de Dios, es como el promedio de todos aquellos siervos de la Virgen de Caacupé. Cruzo la avenida y el remisero me dice que estaba asustado porque yo no salía, y que no sabía si entrar o llamar al diario o avisar a la comisaría 32. Lo tranquilizo un poco. Éste también es un buen tipo. Me subo a su auto y arrancamos. Y a medida que nos vamos metiendo en el centro de la ciudad tengo la impresión de que no puedo volver a ser yo mismo. Me pongo el reloj y prendo el teléfono, que escondí durante todo este tiempo para no convertirme directamente en un blanco móvil, y las calles conocidas me devuelven una falsa sensación de seguridad.
Pero lo real y lo imaginado durante aquel viaje al corazón de la plaga y el dolor no me abandonan. Me persiguen un larguísimo tiempo. Nos detenemos en una esquina céntrica, y yo no puedo dejar de ver a esos tres chicos: no tendrán más de nueve años. Dos de ellos están fisurados, arrojados en una vereda. El otro camina unos metros con una cierta electricidad descoyuntada, errante en la sombra. Muertos vivos cruzando la noche, pienso, y miro el reloj. A esta hora el párroco de la calle de la muerte debe estar caminando los pasillos de su laberinto. Qué cura testarudo. No sabe rendirse.
LOS FANTASMAS DEL NÁUFRAGO
Nadó hacia arriba con todas sus fuerzas y cuando salió a la superficie, en medio de la más oscura de las noches, el hombre pensó dos cosas: su avión había caído al mar y él se había salvado. Estaba solo en la inmensidad, entre olas gigantescas, y no se veía nada, iba vestido con saco y corbata, y le sangraba la cabeza, pero en ese instante sólo podía pensar en la enorme alegría de haber sobrevivido a una tragedia. Una alegría indescriptible y psicológicamente incorrecta. Un optimismo sobrenatural. El ingeniero Roberto Servente tenía treinta y nueve años hace cincuenta, manejaba una empresa de construcción y su familia veraneaba en Mar del Plata. Servente viajaba los fines de semana, lo hacía siempre en auto o en rastrojero, pero ese viernes se inauguraba el vuelo de Austral y entonces compró un pasaje. La nave era un Curtis de la Segunda Guerra Mundial que había sido reciclado como avión de línea, y con tripulación incluida viajaban aquella noche de perros cincuenta y nueve personas. A Servente le tocaron los últimos asientos, después de una demora por problemas meteorológicos. Finalmente el Curtis levantó vuelo a las diez de la noche en medio de una gran tormenta, sorteó las nubes y cruzó el cielo hasta llegar a Mar del Plata. Cuando fue a aterrizar, después de algunas vueltas, el piloto tomó tarde la pista y le quedó corta, por lo que tuvo que ascender de nuevo con el motor a fondo. La azafata les avisó a todos que por problemas técnicos regresaban a Buenos Aires. Servente miró la cara de la chica y le dijo a su compañero: Se la ve muy tranquila, che. Pero el avión había temblado y pronto se dieron cuenta de que perdía altura. Volaba cayendo y cayendo, y en un momento rozó las crestas del océano y el ala derecha se partió con un horrible crujido. Fue entonces cuando el Curtis, por la inercia del golpe, se dobló hacia la izquierda y se clavó en el mar. La superficie del agua era, a esa velocidad, como una pared de concreto, y el choque fue tan duro que cincuenta y cuatro pasajeros murieron desnucados en ese movimiento seco.
Luego las autopsias confirmarían que sólo cuatro de ellos tenían agua en los pulmones: habían muerto ahogados luego de haber sobrevivido al impacto. Pero la inmensa mayoría casi no sufrió; sólo experimentó un dolor corto y fatal. El ingeniero se distinguió del resto porque en un movimiento instintivo se agachó en posición fetal, y a pesar de que se abrió la frente contra el asiento delantero salvó su cuello de ese crac. Cuando levantó la cabeza vio que el techo se quebraba y que se le venía encima una ola enorme de agua verde y brillante. La masa avanzó arrasando todo mientras Servente intentaba desesperadamente soltarse el cinturón y pararse. Hizo a continuación lo que hacía en la playa con las olas grandes: se agachaba y cerraba los ojos mientras era arrastrado hacia atrás. La cola del avión se había desprendido y el ingeniero fue traccionado hacia el mar. De repente abrió los ojos y se dio cuenta de que estaba fuera del avión. Empezó a patalear y a nadar hacia arriba con todas sus fuerzas y al asomarse sintió el aire puro y salvador, y aquella feroz alegría. Su situación no era muy alegre que digamos. Aunque no lo sabía, tenía rotos la tibia, el peroné, varias costillas y una clavícula, y lucía un enorme tajo sangrante en la cabeza. Pero Servente no registraba esos desperfectos del cuerpo, ni siquiera sentía dolor. Sólo saboreaba el oxígeno y la droga de la felicidad del sobreviviente. Estaba en esa ensoñación de su extraña dicha cuando oyó un grito. La oscuridad era total, y el ingeniero intentó aguzar el oído. Era el grito de una mujer, a muchísima distancia. Pero el ingeniero no podía detectar siquiera la dirección, y enseguida dejó de oírlo. Sólo se escuchaba ahora el rumor bramante del mar y del viento. El náufrago no podía ver más allá de un metro, y antes que nada decidió quitarse el saco y deshacerse del pantalón para poder nadar mejor. Luego dio unas vueltas para tratar de divisar la costa. Pero sólo encontró a lo lejos una luz puntual. ¿Qué hago? —se preguntó pataleando para mantenerse a flote—. ¿Me quedo en el lugar para que sepan dónde rescatarme, voy hacia la luz o me dejo llevar por el oleaje? Se trataba de una decisión crucial. Y justo allí, en medio de las inclemencias de la naturaleza, vino a su memoria un libro. Había leído Corazón, de Edmundo De Amicis, durante su niñez y recordaba un cuento donde unos náufragos remaban desesperadamente en un bote salvavidas para tratar de alejarse del barco que se hundía y amenazaba con succionarlos. ¿Dónde está el avión?, se preguntó. Podía ser que una parte del Curtis aún permaneciera flotando por allí y que también se estuviera yendo a pique, y que en su caída lo chupara y lo arrastrara hasta el mismísimo fondo del mar. Tenía
que irse de inmediato de ese sitio. Vamos: ¿la luz o el sentido de las olas? La marea viaja hacia la playa, eso es seguro —razonó con el agua al cuello—. Las olas me tienen que llevar a tierra firme. Fue una buena idea. La luz pertenecía al faro de una lejana escollera, a varios kilómetros de donde se encontraba: hubiera muerto en el intento. Servente descartó nadar crawl o pecho, porque son estilos muy exigentes. Se puso de costado y nadó over, tratando de istrar sus energías al máximo. Su espíritu naturalmente optimista lo salvó de morir. Nunca pensó durante esa larga noche en tiburones ni en más desgracias, ni en abismos. No se enredó en pensamientos oscuros. Mantuvo la fe en sí mismo y en el hecho de que había salido indemne de una catástrofe total. Pensó que el lunes debía pagar la quincena y que el accidente lo había salvado también de ese disgusto. Otros se encargarían del trámite: al fin y al cabo, él no era tan imprescindible. Tal vez cuando llegara a la playa estuvieran incluso esperándolo sus pequeños hijos: se los imaginaba recibiéndolo con alaridos como si él fuera un atleta o una especie de héroe. No pensaba en temas profundos y su optimismo rechazaba todas las cosas negativas. Así en el mar como en la vida, nadó y nadó con confianza, pero aceptando las leyes naturales: se dejaba llevar por las olas hacia delante y no oponía resistencia cuando las olas lo devolvían hacia atrás. De esa manera avanzaba lentamente, pero sin perder las fuerzas. En un momento, horas después, se empezó a adormecer y lo despertó el agua salada invadiéndole la boca. ¿Dónde estoy? —se preguntó—. Voy a morir. ¿Cómo será morir? Servente tenía un concepto elemental pero eficaz de la vida: Lo malo es sufrir y lo bueno es lo contrario —se decía mientras braceaba de costado—. Yo me siento bien y creo que puedo seguir nadando mucho tiempo. Mientras esté despierto, tengo grandes posibilidades de llegar a la playa. Ahora, ¿qué pasa si me duermo? Si me duermo me ahogo. Bueno, pero en ese caso tampoco sufriría. No sufriría nada porque sería como si el mar me durmiera para siempre. Estoy preparado para cualquiera de las dos alternativas. Servente es un ingeniero cartesiano y positivista, y sus cálculos de probabilidades daban suma cero: no había forma de fracasar, aun muriendo. Hay un optimismo hasta en la muerte, ese asunto que el ser humano ha convertido en un drama antinatural y monstruoso. Servente nadaba sin monstruos en medio de las tinieblas. Y cuatro horas después de que el Curtis se clavara en el mar, divisó en la oscuridad una línea blanca: la rompiente. Ese ruido y esa visión lo despabilaron. Siguió el movimiento de la
marea, con paciencia infinita, y de repente tocó algo sólido: una roca. Se aferró a ella como pudo y subió y se sentó unos minutos a descansar. Estaba en camisa y corbata, y calzaba todavía sus zapatos de cuero. Pero el viento tormentoso de aquella noche de enero de 1959 era tan frío que lo ametrallaba. Tenía la ropa mojada y sentía alfilerazos por todo el cuerpo. Bajó de nuevo al agua, que estaba más templada, y siguió nadando y arrastrándose y gateando en la arena y al final percibió que se hallaba en una solitaria playa del norte cerrada por la pared de un acantilado. Por suerte el mar había cavado cuevas en los pies de esa pared, así que el náufrago se metió en una de ellas buscando algún tipo de reparo. En ese punto temblaba dentro de un lago de pesadillas y adormecimientos. La siguiente vez que recuperó la lucidez estaba mirándolo un perro, y al girar vio un bosque de piernas y escuchó unas voces lejanas y tumultuosas. Un cura que estaba en Camet pensó que si había sobrevivientes la marea los arrojaría sobre esas playas remotas. Así que armó un reflector con el faro de un auto, subió a dos o tres policías en su jeep y los llevó a rastrillar la zona. Lo descubrieron escondido en esa cueva porque Servente era alto y sus zapatos sobresalían. Lo envolvieron en un capote y lo subieron al jeep. El ingeniero se desmayó y volvió a recuperar la conciencia cuando los médicos lo revisaban. Había cincuenta médicos esperando a los sobrevivientes. Pero de cincuenta y nueve pasajeros uno solo había salido con vida. Durante cuatro días todos los cadáveres fueron apareciendo en las costas y pudieron ser recuperados. El último fue un niño pequeño. Servente estaba todo magullado y lo trasladaron hasta un sanatorio. Además de las fracturas tenía neumotórax y orinaba sangre. Su hijo de nueve años se quedó alelado al verlo en aquella cama, metido en una carpa de oxígeno. Todos se compadecían del ingeniero, pero él por dentro estaba eufórico. ¿De qué se preocupan tanto todos éstos? —se preguntaba—. ¡No ven que estoy vivo! Había peregrinaciones en la avenida Luro para estar cerca del lugar donde yacía el hombre del milagro. Había gente que viajaba a Mar del Plata para verlo o para seguir de cerca su destino. Cuando volvió a veranear en la playa, hombres y mujeres hacían cola para saludarlo y hablar con el náufrago imposible. Nunca se le pasó por la cabeza un rencor. Fue una fatalidad, se dijo. No quiso indemnización ni juicio ni venganza. Recordó para siempre que no era el centro del mundo, reacondicionó su ego, y aprendió a ejercer la responsabilidad sin desesperación. Siguió con su empresa adelante y se convenció a sí mismo de que el optimismo sobrenatural le había evitado perecer en las aguas negras de esa
noche. Hizo muchas cosas durante su larga vida. Construyó la autopista Buenos AiresLa Plata, estuvo en el negocio de los centros de esquí alrededor del Cerro Catedral, fue dirigente de la Cámara de la Construcción y funcionario de Frondizi y de Guido, y hasta conoció a Perón; consiguió que Alfonsín le pidiera un crédito a España y luego que Menem destrabara la maraña burocrática para construir el edificio de la Biblioteca Nacional, y en el medio fue presidente de Alas, una empresa de aviación, y director de Austral. El colmo de un náufrago: dirigir la empresa de la nave que lo hundió en el mar y que lo hizo vivir una penuria. También se dedicó a preparar a aquel atribulado hijo de nueve años para sucederlo en la empresa. Pero cuando ya tenía 48 años y había tomado su antorcha, al hijo le apareció un melanoma y el padre tuvo que acompañarlo en su agonía y sepultarlo. Su hijo era un hombre de fe cristiana. Servente, en cambio, sólo creía en Dios, pero no seguía sus ritos. En medio de aquella noche de 1959, nadando a oscuras, pensó que debía rezar. Pero de inmediato se dijo: No tengo derecho a pedir misericordia. Debo recibir sólo la ayuda que merezco. Con ese temperamento, con esa filosofía, tomó el más doloroso de los acontecimientos que hombre alguno puede sufrir: la muerte de un hijo. Eso pasó hace diez años, y ahora Roberto Servente tiene 88 y sigue trabajando como todos los días en su oficina de Puerto Madero. Lo salvó el optimismo pero siente un raro sabor de derrota en la boca: a pesar de la pasión y el entusiasmo que puso en este país, las cosas no salieron bien. Me mira perplejo, tratando de interesarme en el análisis de ese misterio nacional, cuando a mí sólo me intriga saber cómo el náufrago sobrevivió a todo. Una vez que íbamos al sur en avión hubo problemas y tuvimos que dar la vuelta en medio de una tempestad —me cuenta encogiéndose de hombros—. Yo hice un rápido cálculo de probabilidades. Soy ingeniero, ¿vio? Después me resigné y me dije: “Si antes los diarios me pusieron en tapa ahora me van a dedicar un titular gigante, qué bueno”. Y me reí de ese pensamiento, y fui optimista y no pasó nada. El accidente del vuelo inaugural de Austral que unía a Buenos Aires con Mar del Plata fue un hecho conmocionante para la Argentina de aquellos años. Sólo la cola del Curtis y dos de sus llantas pudieron recuperarse porque flotaron hasta la playa. El resto del fuselaje permanece hundido frente a Camet, en aguas profundas. Sólo quedan los cincuenta y ocho fantasmas y un trozo del avión que está en un cuadro frente al escritorio de Servente. Hace cincuenta años que el ingeniero lo mira, día tras día, mientras lucha por sobrevivir al gran naufragio. El
naufragio argentino.
UN INFIERNO SIN FRONTERAS
Axna tenía cinco meses y pesaba ochocientos gramos. Permanecía con los ojos cerrados y estaba fría como una muerta. Tenía diarrea crónica, malnutrición y tuberculosis, y Pilar Bauzá Moreno pensó en ese instante que no sobreviviría. La enfermera había llegado a Etiopía hacía muy poco tiempo, y llevaba su uniforme de terreno: pantalones verdes con bolsillos amplios, remera blanca, estetoscopio propio, pinzas, tijeras y poco más. Junto a un grupo de Médicos sin Fronteras habían instalado un hospital de campaña en Oromía, el epicentro de la hambruna. El sur etíope había caído en epidemia de desnutrición por culpa del cambio climático: una cosecha se había perdido, el stock de comida se había acabado y estaban muriendo cientos de personas en un sitio donde no hay forma de generar alimentos. Las principales víctimas eran chicos menores de cinco años: en esa debilidad total un mero resfrío los mataba. Todos los días llegaban al vivac personas en carros, en burros o directamente a pie. Había cien ingresos por jornada, y el interior del campamento era un caos: los médicos y las enfermeras no daban abasto, no sabían a quién atender primero, se sucedían gritos y corridas, y se trabajaba veinte horas seguidas y sin descanso. Pilar venía de Buenos Aires, específicamente de Bella Vista, donde había pasado cuatro meses recuperándose de las secuelas de un secuestro en Somalía que había mantenido al mundo en vilo. Diez hombres armados tomaron por asalto el vehículo donde viajaba un equipo de MSF, se apoderaron de sus teléfonos móviles y raptaron a la joven enfermera argentina y a una médica española. Las dos mujeres vivieron una odisea que duró más de una semana, en zona de montañas, amenazadas de muerte, y al final lograron que sus captores las liberaran cerca de Bosasso. A pesar de su bajo perfil, Pilar fue tapa de varias revistas: allí se la veía con sus veinticinco años, rubia, esbelta, seria y guapa. Una chica porteña promedio, que sin embargo había decidido embarcarse en peligrosas aventuras humanitarias. Uno veía sus fotos tranquilas y pensaba: Después del susto de Somalía lo pensará dos veces. Pero no lo pensó ni una. Pilar quería volver a la guerra.
Los medios llegaron, la cubrieron de fama y la olvidaron. Y su familia y amigos conspiraron cariñosamente para que no se fuera. En Buenos Aires, Pilar comenzó a perder peso. Y los chequeos confirmaron que el estrés postraumático le había producido acalasia, una contracción nerviosa del esófago y del estómago: el anillo muscular se cierra y la comida no pasa. Adelgazó muchos kilos, y tuvieron que operarla y someterla a tratamiento para que lentamente se recuperara de esa fragilidad. Puso todo su empeño en estar perfecta de salud: sabía que un miembro del equipo de Médicos sin Fronteras no puede ser jamás una carga adicional para sus compañeros en medio de la batalla. Buscaba contención en la oficina de la avenida Callao, donde los combatientes hablan de cosas que sólo ellos entienden, en una jerga que incluye términos como “plampy nut”, que es un sobre con alimento hipercalórico para situaciones límite, y el vocablo “expats”, que alude a su condición de eternos expatriados. Pilar deambula por la ciudad y no puede dejar de pensar que al mínimo indicio de apetito uno puede saciarse en un kiosco de una esquina. Pero que existen regiones del mundo en donde no hay comida, ni kioscos ni una maldita cosa con que llenarse la barriga. En las trincheras, Pilar no siente fatiga ni sopor, pero en Buenos Aires se siente cansada. Esa fortaleza mental que le proporciona el hecho de que todavía le falta atender a trescientos chicos al borde de la muerte o la inanición, se deshace en los interregnos urbanos, donde la gente se queja por el calor o el tránsito. Nunca habla de aquel secuestro, porque no quiere borrar las fascinantes cosas que vivió en Somalía: ocho días no borran seis meses de adrenalina y de resultados, ni el cariño insustituible de la gente. Una tonelada hipercalórica de amor fraternal. La vocación de servir, como toda pasión, puede hasta resultar un vicio. Se te ve tan feliz que nos hace sospechar —le dicen irónicamente sus hermanos—. ¿No será que, en realidad, te vas unos meses de vacaciones a las Bahamas y que todo este asunto humanitario es una mentira? Antes de cada viaje, sus amigos tienden a su alrededor un sutil pero persistente boicot para que la enfermera no levante vuelo. Quieren retenerla porque temen por su vida. Cuando todo está perdido, cuando apenas faltan 48 horas para embarcar hacia el infierno, los amigos cambian de posición y comienzan a alentarla. La última vez la despidieron en Ezeiza con abrazos, bromas y lágrimas. Pilar sabía que pronto cambiaría esos rostros por las caras del sufrimiento. La esperaban lugares donde se respira el sufrimiento y donde incluso existe una fisonomía del dolor. Sitios donde la gente agradecida intenta demostrar felicidad sin conseguirlo: le sonríen los labios pero no le sonríen los ojos. Zonas donde una mujer de treinta años parece de sesenta, y donde cunden guerras tribales y religiosas, acciones guerrilleras, catástrofes naturales,
enfermedades olvidadas y cadáveres apilados. Bauzá llegó a Etiopía cuando todo era celeridad y desesperación, ruedas de antibióticos, entrenamiento veloz para los locales, alimentos urgentes, revisaciones, historias clínicas y pesar. En esas carpas de Oromía donde instalaron la base de operaciones, los médicos, las enfermeras y los técnicos corrían contra el reloj mientras los chicos morían cada hora. No hay tiempo para plegarias. Y tampoco para lamentarse demasiado por la muerte de un niño, porque la vida de otros cien está pendiente de que sigas adelante. Suponemos que Dios y la gente lo entenderán. Axna era un niñita de ochocientos gramos que no se movía y que tenía toda la pinta de quedarse en el camino. Su madre, exhausta y malnutrida, no podía amamantarla, y la beba carecía de las fuerzas suficientes como para tomar en cucharita. Pilar lo intentó sin éxito, y entonces le puso a la madre una sonda desde el pezón hasta un vaso de leche, y le pidió que le diera de mamar con esa técnica. Acurrucada en los brazos de su madre, estimulada junto al pezón yermo, Axna instintivamente comenzó a chupar el extremo de la cánula. Con muchísima paciencia, durante días, la hija se fue fortaleciendo y la madre, estimulada por esa succión cercana, logró producir su propia leche, que al final le daba casi con normalidad. Axna, cuyo destino era la muerte, se había salvado. Tenía algo especial, inexplicable. Algo que la distinguió durante aquellos días en los que muchas otras Axna de Oromía se apagaban para siempre. Los compañeros de Pilar armaron un patio con juegos y hamacas para que los chicos que iban despertándose del letargo pudieran jugar, bailar, hacer ejercicio, aprender a caminar y tonificar sus músculos atrofiados. En septiembre comenzó el nuevo tiempo de la cosecha y llegaron el maíz y el trigo, y descendieron las cifras de la muerte. Entonces Pilar Bauzá fue trasladada de urgencia a la India. Se había roto un dique en el límite con Nepal y las aguas habían arrasado kilómetros y kilómetros; casas, hombres y animales. Nunca había habido una inundación de esas proporciones. Tuvieron que poner clínicas móviles y realizar atención primaria. Iban con maletas de emergencia y llevaban kits de supervivencia, mantas, bidones, pastillas de cloro para el agua, plásticos para dormir y plumpy nut. Dos meses en botes o canoas, o caminando con el agua y el barro hasta la cintura para salvar a los aislados. Luego se declaró una epidemia de cólera en Zimbabwe, y Pilar viajó con sus
compañeros al Apocalipsis: el HIV y el cólera se expandían rápido y destrozaban cualquier defensa. Los médicos huían hacia países más consistentes y los hospitales estaban vacíos. Los infectados dejaban sus casas para no contagiar a sus familias y se quedaban en los alrededores de los hospitales desiertos, esperando algún tipo de milagro. Los equipos de Médicos sin Frontera encontraron una clínica llena de gente, rodeada de cientos de cuerpos. Adentro sólo había dos enfermeras heroicas luchando contra la nada. No sabían quiénes estaban muertos y quiénes permanecían vivos. Los del grupo humanitario se pusieron los guantes y comenzaron el macabro inventario. Llenaron de cadáveres el edificio y colocaron a los pacientes en un hospital de campaña que montaron a las corridas a pocos metros, un “campo de cólera” para aislar la enfermedad. En la tienda donde se atendía a los niños, Pilar conoció a Cintia, una pequeña de dos años y ocho meses azotada por las siete plagas. Al revés de Axna, cuando ingresó al campamento no estaba tan mal, aunque Cintia padecía cólera y sida, mostraba la piel lastimada y una grave infección en los ojos. Su madre, sin embargo, se desvivía por ella, y hubo un momento en el que pareció que saldría adelante. De hecho se curó del cólera, pero el HIV era impiadoso con su organismo debilitado. Pilar se dio cuenta de que no había nada que hacer, pero aún así hizo lo imposible para que pudiera morir en su casa, con calor y dignidad. Cintia, sostenida por la madre, estaba en un rincón, y la enfermera iba y volvía para apuntalarla mientras seguía con su maratón de curaciones. A los tres días, Cintia murió. Y la madre sólo decía “gracias, gracias”, una y otra vez. Hay cierto alivio en el desenlace cuando la agonía es larga y penosa. Y Pilar no podía darse el lujo de quebrarse aquel día. Había otros ciento cincuenta pacientes más en situación de riesgo. No había tiempo ni para condolerse: la muerte no espera ni entiende. La muerte no sabe de lisonjas ni agradecimientos. Se movilizaron más tarde hacia el condado rural de Gokwe, en plena época de lluvias, cuando los ríos colapsaban y había que cruzar montañas con porteadores o a lomo de burro para encontrarse con pequeños puestos de salud vacíos, adonde iban a morir los pobladores. Muchas veces los mismos rescatistas se quedaban atrapados a uno u otro lado de un río. Cuando trataron de alcanzar una clínica remota algunos funcionarios locales intentaron disuadirlos: era camino de montaña y no se podía llegar. Llegaron después de caminar horas y horas, bajo la lluvia, como si fueran la caballería, cuando ya los sesenta pacientes que se habían refugiado en un puesto se daban por muertos, y la única enfermera que había en esos parajes perdidos sólo atinaba a repartirles agua y a tomarlos de las
manos. La cara de sorpresa y alivio de aquella última enfermera de Zimbabwe al ver llegar a sus salvadores con sus medicinas no tenía precio. El siguiente destino fue Nigeria, donde se había declarado una epidemia de meningitis. Cada diez años, inevitablemente, los malos vientos traen esa maldición. Pilar tenía cuatro equipos a cargo, y estuvo sin pegar un ojo días y días vacunando a toda velocidad a hombres, mujeres y niños. Vacunaron 600.000 personas en dos semanas. Y hace ocho días regresó a Buenos Aires. La veo serena y recompuesta, sentada al otro lado de la mesa, tomando sorbitos de agua mineral. No hay rasgos de pena en su cara joven. Tampoco de jactancia. Estamos en Callao y Viamonte, lejísimo de la malaria y de los cadáveres. Pero su cabeza está puesta en Etiopía. Quiere volver porque la epidemia ha regresado al sur, y sabe que de un momento a otro la movilizarán. Está hablando conmigo no para ser eternizada como lo que es, una especie de santa laica, sino para tratar de que las sociedades tomen conciencia de la importancia de la ayuda humanitaria. En esos sitios infernales conoció pueblos aguerridos y con avidez por conocer y superarse, como en Somalía, donde la secuestraron y estuvieron a punto de matarla de un balazo. Pero también donde los musulmanes ortodoxos dejaban los prejuicios para estrecharle la mano y donde las muchedumbres le rebosaban amor puro. Ese amor colectivo e incontaminado, en la tierra de las epidemias y las contaminaciones, suplanta por ahora el amor de uno solo. Pilar no tiene tiempo para enamorarse, ni para detenerse en una tragedia única ni para consolar a sus padres ni a sus amigas, que la quieren retener otra vez para protegerla de todo mal. La ilusión de Axna y el fantasma de Cintia la esperan en el lado oscuro de la tierra. Salgo a la calle con mi cuaderno lleno de anotaciones y respiro el aire del centro. No hay mucho tránsito ni demasiado calor. Unos chicos con uniforme escolar caminan de la mano de una mujer: van los tres riendo y hablando de una película de Disney. Se detienen en un kiosco y compran Sugus confitados. El sol brilla como nunca. Es un día maravilloso.
UNA PEQUEÑA HISTORIA DE AMOR
Esta es una pequeña historia de amor. Que duró setenta años. Pequeña y todo, la hazaña de sus protagonistas podría llegar a eclipsar a otros héroes modernos. Vivir setenta años de dicha amorosa, sin máculas ni retorcimientos, sin discusiones ni indiferencias, tiene acaso más mérito que bombardear a los ingleses en Malvinas, o salvarse nadando en la noche de un accidente aéreo. En tiempos de relaciones líquidas y frustraciones rápidas, y conociendo el carácter inestable y paradójicamente maldito del amor, acudo lleno de incredulidad a esa casita de La Plata donde, me han dicho, viven como novios un hombre de 92 años y su esposa de 88. Me condujeron en el universo de los longevos, para la ocasión, dos geriatras. Yo buscaba hombres y mujeres centenarios, pero mis lazarillos me explicaron que a pesar de la extensión de la vida y de que hay cada vez más personas que llegan y cruzan ese umbral etario, me convenía más la lucidez plena, real y conjunta de Germán Gonaldi y Catalina Torres, dos viejos que llevan siete décadas de matrimonio romántico y que son un ejemplo de cómo se puede compartir todo y además vivir mucho y mejor. Cata desciende de longevos y los últimos análisis de Germán le auguran larga vida: Moriré en perfecto estado de salud, ironiza. No sé si quiero vivir tanto, no creo en los amores perfectos, no me interesan las historias edulcoradas, y sin embargo aquí estoy, buscando el pelo en la leche y tratando de hacer la tarea más difícil que puede abordar un cronista: narrar una historia feliz. La pareja estelar tiene tres hijos de 62, 66 y 68 años; ocho nietos y diez bisnietos. Algunos de esa familia montan guardia en el living para escuchar lo que susurramos en el comedor, e intervienen con risas o exclamaciones cuando los patriarcas revelan algún detalle de su pasado que ellos no conocen. Los “novios” son descendientes de inmigrantes italianos y españoles, gente de campo y, desde hace ya mucho, integrantes de la pequeña
burguesía platense. Son oriundos de América, un pueblo ubicado entre Trenque Lauquen y General Villegas. Pero él vivía en el taller donde su padre mecánico arreglaba coches, tractores y cosechadoras, y ella con su su familia de chacareros en las afueras, donde sembraban trigo y criaban corderos y vacas. Se conocieron cuando Cata tenía tres años y aquel pibe de siete le robaba la muñeca mientras sus padres conversaban sobre motores: el mecánico reparaba las máquinas del chacarero, y tenían buena relación. Con tan extraordinaria memoria, ni Cata ni Germán pueden sin embargo recordar cuándo se dieron cuenta de que eran el uno para el otro. Como si el amor entre ellos viniera del fondo de la historia y creciera con naturalidad. Como un árbol, que no necesita explicarse a sí mismo. Caen escenas de otros tiempos por los ojos claros y acuosos de Germán y por la mirada vivaz de Catalina. Me hablan de un mundo ingenuo y a la vez duro, donde se fiaba y donde se trabajaba de sol a sol. Ahí está él aprendiendo el oficio de su padre y también a tocar el bandoneón: escuchaba tangos y valsecitos en la radio y se daba maña con el fuelle y el doble teclado. Ahí está ella recordando las plagas de los años treinta: un día de abril se levantaron y vieron que había una capa de veinte centímetros de nieve en el suelo. Luego percibieron que no era nieve sino ceniza. Una ceniza sobrenatural que provenía de un volcán chileno y que arruinaba el campo y hundía los coches. Y que obligaba a Catalina a ir a caballo una legua entera cada mañana para no perderse las clases. Cuando se retiró la ceniza, arreciaron sequías devastadoras, y después llegaron las langostas. Pero mientras esas maldiciones se sucedían, el extraño amor de los hijos del chacarero y el mecánico evolucionaba silenciosamente. Daban la vuelta al perro y se buscaban de ojito. Esas rondas eran el único paseo posible en aquellos tiempos remotos: girar y girar alrededor de una plaza de pueblo. Aunque como el tren llegaba cada muerte de obispo, también era todo un paseo ir a verlo, vestidos de domingo, y comentar la llegada de los forasteros y las novedades de los pobladores que iban y volvían. Germán se arrimaba a una orquesta de campaña y tocaba pasodobles y rancheras en las fiestas campesinas, y dicen que en un caserío que luego se transformó en un pueblo fantasma y fue rematado y comprado por un terrateniente, los amantes predestinados acercaron posiciones. Igualmente, el o definitivo ocurrió más tarde, en el andén de la estación, cuando compungido por tener que dejarla para irse al servicio militar, Germán la sorprendió con un beso en la boca. Fue tan sorpresivo para ella ese impulso que se le cayó el ramo de flores que
llevaba prendido en el pecho. Germán se subió al vagón y se marchó sin decirle nada. Y a partir de entonces hubo cartas de amor y se dio por supuesto que estaban comprometidos. La familia de Cata vendió el campo y se mudó a Ramos Mejía, donde el novio pidió la mano. La novia estudió corte y confección. Al terminar la colimba, Germán se fue a vivir con su hermano a La Plata y terminó alquilando una casa aquí en el barrio de Tolosa. Se casaron y se fueron de luna de miel a Chivilcoy. Germán había entrado en el Cuerpo de Patrulleros, que custodiaba al gobernador y a los ministros, un trabajo conveniente pero que no le gustaba ni un poquito: ocho motoristas como él murieron en accidentes durante aquellos siete años. Germán iba en moto acompañando los autos oficiales y cargaba una pistola Bereta 44, que felizmente jamás utilizó. Luego entró en Gas del Estado como peón y terminó sus días laborales a cargo de una cooperativa del ramo. En aquellos primeros años de transportista casi no tenía tiempo para su familia: Cata crió a nuestros hijos, ella es la verdadera responsable de que hayan salido personas de bien, me dice. Tan ocupado estaba que no podía ni siquiera tocar sus tanguitos, por lo que vendió el bandoneón. Quince años después un amigo coleccionista se apiadó del músico silenciado y le regaló otro instrumento, y entonces el hombre siguió con su afición, participó de orquestitas en La Plata, ganó competiciones y deleitó a su familia. Catalina, en las malas, cosía para afuera y llegó a tener cuarenta y siete alumnas en el barrio. Y créanme: no hay más. En setenta años no tuvieron jamás conflictos entre ellos ni con terceros. Ni siquiera con sus hijos, que cuando eran adolescentes lo cuestionaban todo. En esa casa se podía cuestionar cualquier cosa menos la bondad de esos patriarcas unidos para siempre. Los examino por el derecho y por el revés, utilizo a sus familiares para hacerles pisar el palito, pero no cae un problema grave, una lucha de intereses, una esgrima verbal fuera de tono. ¿El secreto de la eterna juventud estará en la bondad?, les pregunto, un tanto perplejo. Asienten como si fuera una posibilidad, no están seguros. Por las dudas me remarcan que nunca discutieron en toda su vida. No les creo. Ni por la más mínima cosa, me dicen ellos, y la prole del living certifica con la cabeza. Mi mamá se llamaba Crista y murió recién a los 101 años —me explica Catalina—. Ella siempre me recomendaba: “Usted cuando viene el marido con ansias de pelea y discusión se pone un trago de agua en la boca y deja pasar la tormenta”. Cata tomó muy en serio esa táctica: durante años dejó pasar los momentos tensos, se mantuvo callada, y como a los tres días, cuando todo se había calmado, arregló tranquilamente la cuestión: Vistos con frialdad —asegura— al final casi siempre son problemitas. El bandoneonista de Tolosa ite que era un poco celoso, pero nunca le dieron razones verdaderas y jamás dejó que ese fuego lo quemara. Son longevos porque
se toman la vida de una manera armónica. Una geriatra que los conoce muy bien dice que Germán es una especie de monje del Himalaya: vive en paz total y jamás se pone tenso. ¿Ni siquiera por asuntos políticos?, le pregunto. Nunca — responde con ingenuidad—. ¿Cómo me voy a poner nervioso si soy peronista? Cuando ven algo desagradable en la televisión, Catalina la apaga sin más: no se dejan intoxicar por ese mundo siniestro. Tomamos la vida como viene, con música y sentido del humor —dicen—. Y jamás envidiamos. Consideramos que quien envidia es mala persona. Creen que todo está escrito por el destino y se relajan pensando que deben dejarse llevar por la corriente. Naturalmente optimistas y creyentes, pero no fanáticos, ella es católica y él protestante. Aunque esa levísima diferencia jamás fue motivo de debate o disputa: durante años Germán la llevaba a misa y la esperaba una hora en el auto. Hay que acordarse de olvidar todo lo malo y de recordar todo lo bueno, me dicen con sinceridad. Pienso en un chiste de Gila: un tipo le pregunta a un anciano asombrosamente conservado cómo hizo para llegar tan bien a esa edad, y el viejo le revela su secreto: no discutir. El tipo, descreído, le dice: Vamos, no puede ser por eso. Y el viejo se encoge de hombros y le responde: Y bueno, no será por eso. Algo que viene del campo, de los tiempos de una Argentina noble y sencilla, algo que surge de la conexión con la verdadera esencia de los seres humanos y no de los valores artificiales de la modernidad, una cosa que surge de la tierra y del cielo y que pervive en algunos paisanos, tienen estos dos enamorados del barrio de Tolosa. Presiento ahora que no habrá más revelaciones: no se cuidan demasiado con las comidas, pero no conocen el delivery. Todo es cocina natural y casera. Se despiertan temprano, y Germán prepara el desayuno para su amada, y toca el bandoneón mientras ella cocina. El vals preferido de Catalina es Siempre te recuerdo. Duermen la siesta y salen a pasear del brazo, para sostenerse bien, pero también de la mano. Miran la tele y reciben en casa a algún hijo, nieto o bisnieto todos los días. Se duermen juntos temprano: nunca más allá de las 10:30. Y vuelven a empezar. Hace dos años, aquellas desgracias del treinta regresaron en serie. No fueron la ceniza, ni la sequía ni la langosta. Esta vez fueron las desgracias médicas. En un asado, Catalina se quebró la cadera, y a Germán se le arrugó el corazón. En el sanatorio, por tanta inmovilidad, Cata padeció también un edema pulmonar. Y luego en el apuro por sacarla de la cama, le produjeron un desplazamiento de la prótesis y hubo que volver a intervenirla quirúrgicamente. Estuvo quieta y
acostada cuarenta días más, y le agarró una trombosis. Tuvieron que internarla cuatro o cinco veces. Y Germán pensaba lo peor. Rezaba todas las noches, sin hacer promesas, pero transido de dolor y de espanto. ¿Qué voy a hacer si se me muere la viejita? —se preguntaba—. Si se va, yo me voy enseguida con ella. Pero Catalina sobrevivió a todas las acechanzas, y fue saliendo lentamente de la emergencia y la postración. Ya se la ve como siempre, muerta de risa, y Germán la mira con un amor, con una fe en ella, que de tan fuerte incomoda. Setenta años después siguen tan enamorados como entonces, aunque la simbiosis de su relación se ha profundizado. No son dos personas sino una, incluso cuando él toma el bandoneón, se lo pone en las rodillas y toca un tango con una digitación sobresaliente. Es un instrumento difícil, pero el bandoneonista de Tolosa lo doblega. Toca luego el vals de su novia infinita. Se me quedó en la memoria sólo un verso: “Yo siempre te recuerdo sin cesar”. Me doy cuenta, en ese límite, mientras les toman las fotografías, que no hay fórmulas para el amor perpetuo ni para la longevidad. Los “novios” de La Plata sólo tienen una manera de vivir. Y esa filosofía de vida no se elige. Es la filosofía la que lo elige a uno. Ambos aceptaron lo que vino y tuvieron la suerte de que no los arrollaran el drama o la tragedia. Rechazaron los chantajes de la ambición, no aceptaron las presiones de la vanidad, ni se metieron en las competencias del ego. No aspiraron a la grandeza y precisamente por ello la alcanzaron. Ahora les creo que se aman y que ni siquiera discutieron en setenta años de amor dulce y envolvente. Me entristece, sin embargo, no poder ser como ellos. Y saber que como todos nosotros al final fracasarán. Sí, la vida es cruel: sabemos perfectamente que no podemos salir vivos de ella. Pero en este momento especial, en este instante glorioso, hablan con el fotógrafo, los rodean sus hijos y hacen bromas y bromas. Son tan felices. Son tan felices que son eternos.
MIL BALAS Y UN BISTURÍ
El hombre que no podía morir finalmente se murió de un tiro en el Bajo Flores. Pero el veterano cirujano de guardia lo recuerda como el baleado más reincidente de la historia. Lo atendió cuando llegó al hospital con una bala en el abdomen. Lo salvaron por muy poquito, pero tuvieron que sacarle un riñón porque el plomo había llegado demasiado lejos. A los pocos meses, el tipo regresó con un proyectil en el tórax. Era un muchacho chileno de 18 años que se dedicaba a ir de caño. Convaleciente aún de su antigua desventura renal, había vuelto a las calles con un revólver y se había tropezado con otro disparo. El cirujano recuerda también que a los pocos días logró huir del hospital dentro del carro de comida. La policía lo persiguió, lo encontró a las quince cuadras, le gritó que se detuviera y le metió un balazo en el colon. Luego lo devolvieron a la guardia del Piñero, donde David Eduardo Eskenazi atiende desde hace veinte años, y tuvieron que intervenirlo por tercera vez y hacerle una colostomía, es decir: un colon contra natura. Era un tipo bravo ese chileno: pateaba, escupía e insultaba a todos, incluyendo a los médicos que le estaban salvando la vida. Más tarde fue a parar a la cárcel pero salió rápido, vaya a saber con qué argucias, y alguien le dio el tiro del final. Es así como el hombre que no podía morir finalmente se murió, y cómo Ezkenazi explica ahora, con frialdad quirúrgica, las cosas que pasan si uno trabaja en las proximidades de la Villa 1.11.14. Esa gigantesca barriada en la que viven miles de trabajadores pauperizados de la Argentina moderna ganó triste fama por culpa de la mafia de narcotraficantes peruanos que opera en ella, y de una frecuente guerra de bandas que angustia a los pacíficos pobladores de la villa y que produce todo el tiempo muertos, heridos y contusos. A esas víctimas y victimarios, se suman delincuentes comunes envalentonados por la cocaína y el paco de otros asentamientos, vecinos que ejercen justicia informal a punta de pistola, o pibes que zanjan diferencias a navajazo limpio en una bailanta. Casi todos ellos terminan en la Morgue o en la Guardia del Hospital Piñero, donde Eskenazi lo ha visto todo.
Un miembro de la Sociedad de Medicina y Cirugía del Trauma me lo recomendó cuando le dije que quería conocer a un “cirujano de combate”. Un verdadero tiburón blanco. Eskenazi es un médico de gran reputación por su trabajo alrededor del concepto del “trauma”, una enfermedad quirúrgica que se relaciona precisamente con las heridas de cuchillo, armas de fuego, choques automovilísticos y otras secuelas de la fatalidad y de la violencia física. Este médico fue uno de los primeros en adaptar a la Argentina el famoso curso del Comité de Trauma del American College of Surgeons, y es instructor de cirujanos alrededor de las destrezas y cuidados de urgencia del “paciente traumatizado”, principalmente en la llamada “hora de oro”, donde los artesanos del bisturí toman decisiones de vida o muerte. Tiene 48 años y un hijo pequeño, es corpulento y se destacan sus manos enormes pero delicadas y sus ojos traslúcidos pero cansados. A pesar de ser un héroe social, que lidia con los peores momentos del ser humano, Eskenazi ni siquiera parece un idealista. Hay una vieja teoría según la cual si cada uno realizara bien su trabajo no harían falta revoluciones ni grandes políticas de Estado. No se lo pregunté, pero me imagino que el cirujano de la guardia del averno adscribe instintivamente a esa manera de pensar. Eso no le evita señalar, por supuesto, que el sistema de hospitales públicos está colapsado en la Argentina y que a nadie parece importarle. Pasan los gobiernos y pasan los discursos oficiales, pero crece la población, aumenta el delito y ralean los médicos jóvenes con vocación suicida. Los lunes el cirujano hace guardias de 24 horas y duerme con un ojo abierto, esperando entrar en acción. Durante la mañana de este mismo lunes en que nos encontramos, un hombre que no se resignaba a guardar su turno hizo un escándalo en la sala de espera. En hospitales públicos y exhaustos no hay más alternativa que esperar. ¡Me duele el estómago! —gritaba el impaciente—. Acá te tenés que morir para que te atiendan. ¡Te tenés que morir y yo me estoy muriendo! Una y otra vez gritaba poniendo nerviosos a todos, mientras el médico clínico se encargaba de una verdadera urgencia. Fue entonces cuando Eskenazi apareció en escena: salió despacio al corredor con andar pesado y rostro endurecido, y lo hizo pasar con un gesto. Lo revisó a conciencia y le dio secamente una buena noticia: no tenía nada serio. Ahora salga —le ordenó el cirujano de manos enormes—. Salga y dígale a todos que era mentira lo que estaba gritando, que de esto no se va a morir. Tiene buenas maneras pero tiene también cara ojerosa de pocos amigos.
No puede o no quiere recordar los hechos extraordinarios que presenció a lo largo de dos décadas de heridos, muertos y resucitados. Pero puede dar una lección sobre balística. Me la da mientras nos tomamos un café. Hablamos de revólveres y de pistolas. Me asegura, por ejemplo, que la 9 milímetros no tiene mucho poder de choque ni gran efecto destructivo. Que la 45 destroza mucho más. Y que las balas calibre 22, que son paradójicamente las más chicas, rebotan por todos lados y hacen un gran daño. Recuerda una mujer embarazada casi a término que ingresó con un balazo en el pecho. Estaba inconsciente y trataron de hacer dos cosas a la vez: salvarla a ella y a su bebé. No era posible, así que tomaron en un segundo la decisión de practicarle allí mismo una cesárea: la mujer murió, pero el chico nació milagrosamente de ese cuerpo terminado. No hay milagros —me corrige—. No vi ningún milagro en veinte años de profesión. Sólo buena y mala suerte. A pesar de eso Eskenazi salvó a varios hombres a los que les había penetrado una bala directamente en el corazón, y a muchos más con heridas gravísimas en la cabeza. A un paciente en especial, un proyectil le había pegado en la frente y se le había quedado ahí alojado, haciéndolo sangrar a chorros pero sin producir un hematoma interno que lo hubiera mandado directo a la tumba. Con el barbijo y el bisturí, el cirujano extirpa siempre esas balas imposibles, se cambia y se va a su casa como si hubiera arreglado un calefón. También atiende, claro está, apuñalados de toda estirpe y todo color. Al principio, los coreanos se abrían la panza los unos a los otros con catana, una especie de alfanje oriental. Y ahora Eskenazi cuenta las salvajadas de los narcos peruanos como si estuviera relatando un partido tedioso de la primera C. Aunque, por supuesto, no le resulta nada fácil salir del quirófano y comunicarles a los hermanos de un agredido que el paciente se ha quedado en la operación. En ocasiones, escucha que los familiares salen corriendo con sed de venganza, mientras gritan en un llanto: ¡Lo voy a matar, lo voy matar! Y el cirujano les comenta entonces a sus compañeros: Preparemos el quirófano porque en cualquier momento viene otro. A veces, operados y encadenados por la policía en las camas del hospital, tuvo al homicida y a su propia víctima, o a dos enemigos enconados que querían seguir matándose. El hospital está en el epicentro de los traumas y la guardia del Piñero es noticia casi todos los días. Una niña muere allí a causa de una bala perdida durante un tiroteo en Flores. Un chico llega con una sobredosis. Un hincha de San Lorenzo ingresa con un balazo en las entrañas. Alguien viene con señas de tortura
policial: cráneo partido, hemorragias internas, parálisis en brazo y pierna, y pérdida del sentido del tacto en una mano. Llega un policía agonizante a quien dispararon al azar en la calle. Traen a una anciana de 90 años que asaltaron en Parque Avellaneda. Y más tarde a una mujer que durmieron con una inyección para robarle. Un futbolista de Nueva Chicago con dos balas en el cuello. Un niño de tres años y medio con politraumatismo a raíz de un asalto y una persecución. Una jefa de preceptores de una escuela técnica que ha recibido puntazos de arma blanca. Lesionados múltiples en una ruidosa fiesta de egresados. Un delincuente a punto de morir porque una mujer policía le tiró con su Browning reglamentaria. Una chica violada en Villa Luro. Un custodio herido de muerte. Un quiosquero de Villa Soldati que se resistió y le dispararon. Un jubilado al borde del abismo con una esposa herida de extrema gravedad por culpa de dos pibes que quisieron desvalijarlos en Floresta. Un tipo que nació de nuevo: el percutor de la pistola del delincuente que lo apuntaba se le trabó y sólo recibió cortes en el cuero cabelludo. Un diariero atacado a quemarropa en Parque Chacabuco. Un adolescente al borde de la muerte por culpa de la agresión de un dark. Una víctima de los motochorros y otra de un misterioso francotirador. Barrabravas de varios clubes con tajos impresionantes y proyectiles en el cuerpo recibidos durante emboscadas y refriegas. Una cajera de supermercado en los últimos alientos por culpa de un ex novio que, para cobrarle un desamor, la fue a buscar con un revólver a Boedo. Me detengo en dos o tres recortes de la realidad. Aquel camillero del hospital a quien llamaron de la guardia para que trasladara a un detenido y al llegar al quirófano se encontró con que se trataba de su propio hijo menor. O aquel propietario de una inmobiliaria de Caballito que fue reducido por dos ladrones y como tardó, por su sobrepeso, en tirarse al piso le gatillaron el revólver de cerca. Una ambulancia del SAME lo llevó al Piñero pero el plomo había entrado por el parietal derecho y estaba haciendo estragos: no había nada que hacer. Es evidente que tiene un yelmo de acero inoxidable el cirujano del trauma. Una segunda piel que le permite sobrevivir, con humor negro, a todas estas asperezas de trinchera. A veces, de noche y en su casa, Eduardo Eskezani mira Dr.House y se ríe de su personalidad cínica. Comprende que los hombres que han decidido vivir al borde del fuego necesitan trajes de amianto psicológicos para mantener la cordura. Ha viajado a otros países y sabe que no existen diferencias sustanciales entre esos médicos de película y los médicos argentinos. La única diferencia es el presupuesto, que permite más personal auxiliar, mejor aparatología y más instrumentos al alcance de la mano. Eskenazi se crió en un
país donde los médicos trabajan sin elementos y con sueldos módicos, pero con enormes dosis de vocación y creatividad. Él mismo tiene varios trabajos para parar la olla, a pesar de ser uno de los más grandes cirujanos del país. La falsa idea de que los cirujanos se hacen ricos, sin embargo, lo lleva a un diálogo irónico. Dice que un mecánico le explicaba una vez a un cirujano que él también abría y revisaba el corazón del auto, cambiaba válvulas, obturaba caños, reparaba pequeñas piezas y luego volvía a cerrarlo. ¿Por qué entonces gano menos que usted si yo hago lo mismo?, le preguntó. El cirujano le respondió suavemente: ¿Y usted intentó alguna vez hacer todo eso con el motor encendido? A Eskenazi no se le puede parar el motor. No hay segundas oportunidades en la “hora de oro”. Y la analogía con el mecánico no le parece nada mal. De hecho se ve a sí mismo como un mecánico que arregla cuerpos. La mayoría de las veces, los cuerpos de pacientes combativos que están enojados con el mundo y lo insultan en su delirio cocaínico, bajo el shock de la droga y de la violencia. Tranquilo que estoy acá para curarte, les dice de buena manera. Pero a veces no hay caso, y tiene que imponerse con su vozarrón temible. Ha pasado su vida entera en esas salas dolorosas de la crispación: cumpleaños, feriados, navidades. Pero no tiene fantasmas ni estrés, ni quiere ser un héroe ni busca el chantaje del sentimentalismo ni la compasión bienpensante. Sólo es un profesional en un país donde esta palabra no tiene ni siquiera buena prensa. Me pide que no cuente cien chistes de humor negro que se hacen los médicos para sobrevivir al pesar de la guerra. Porque ahí afuera hay una guerra diaria que nadie puede detener. Le pregunto si padece el síndrome de Dios. ¿Me preguntás si me lo creo? —quiere saber—. Para nada. Hay una gran diferencia entre Dios y un cirujano. Dios no sabe operar. Y sonríe. Me sonríe con sus ojos cansados.
EL ALIENTO DE LA BESTIA
El operario tenía atrapado su brazo en el rodillo de una rotativa y pedía a gritos que se lo amputaran. Golpeado por el terrible dolor y por el pánico del momento creía todavía posible que el rodillo siguiera moviéndose y que aquel monstruo mecánico se lo terminara deglutiendo sin que nadie pudiese hacer nada. Lo rodeaban compañeros desesperados e impotentes, y no le caía una gota de sangre porque el acero presionaba sobre el húmero a la manera de un feroz torquinete. Pero el dolor lo hacía temblar y el miedo lo cegaba: como no había forma de liberarlo ni de hacer retroceder el rodillo, rogaba dramáticamente que le cortaran el brazo. Diego Maximiliano Vilariño llegó en seguida con un grupo de bomberos y trató de calmar al operario y de mover los engranajes de esa máquina infernal que lo aplastaba, pero manualmente la operación resultaba imposible. El ambiente estaba cargado de histeria y de suspenso. Maxi, sin embargo, lo escuchaba todo como en sordina. El bombero estaba concentrado únicamente en descubrir cómo aflojar el mecanismo. Se tiró al piso y se metió debajo de la rotativa como si se tratara de un automóvil, y empezó a examinar los tornillos y las tuercas. Fue entonces cuando descubrió que desarmar la rotativa llevaría horas. Había que romperla por algún lado, no quedaba otra. Pidió a sus compañeros que le alcanzaran una cortadora y estuvo trabajando sobre el metal, separando las planchas con una expansora hidráulica y colocando tacos de madera para sostenerlas, y abriéndose paso lentamente hasta que de pronto sintió las primeras gotas rojas que le caían sobre la cabeza y se dio cuenta de que arriba los rodillos por fin cedían y que el brazo del operario empezaba a sangrar porque el “torquinete” se aflojaba. Los enfermeros del SAME y los compañeros del pobre herido tiraron en ese momento del brazo y lo liberaron, y se llevaron al operario en una ambulancia hasta un hospital de agudos. Como siempre, como cada bombero de esta ciudad, Vilariño regresó esa tarde a su cuartel sin esperar nada de nada. Pero un tiempo después le otorgaron una
medalla de oro por esa pequeña acción y un domingo por la tarde recibió una llamada extraña. El sargento de guardia le dijo: Atendé, Maxi, que es para vos. Maxi levantó el teléfono y vio que el sargento venía llorando por el pasillo. Mi nombre no te va a decir nada —dijo la voz—. Soy el tipo que pedía a los gritos que le amputaran el brazo. Llamaba para agradecer, algo totalmente exótico en esta sociedad de ingratos. Y entonces Maxi lo escuchaba con lágrimas en los ojos: aunque le habían quedado algunas dificultades motrices, el operario había salvado el brazo y podría volver en breve a trabajar. Vilariño es ahora inspector y jefe de turno del Cuartel 3 de Barracas, pero recuerda con exactitud y detalle esos y otros cien episodios en los que estuvo metido. Le avisé a la Superintendencia de Bomberos de la Policía Federal que quería conocer a un héroe de verdad, y se tomaron varios días para elegir entre muchos destacados a este joven veterano de 36 años con varias condecoraciones y cicatrices. Maxi sabe que está representando a sus compañeros de ruta, especialmente a su generación, y me muestra por dentro el cuartel central, el puesto de comando, la solitaria hilera de equipos antiflama, botas y cascos, y finalmente el casino de oficiales donde nos sentamos a charlar. Maxi es flaco y atlético, y no parece un policía. Creció en San Martín escuchando una sirena a lo lejos y viendo cómo un vecino salía rápido, tomaba su bicicleta y se iba pedaleando. Cuando, un poco más grande, se dio cuenta de que esa sirena prefiguraba un incendio o un accidente, y que aquel vecino era un bombero voluntario, empezó a soñar con ese riesgoso oficio. A los 16 años le pidió a su madre que le firmara una autorización para entrar en ese cuerpo, pero ella tuvo miedo y se la denegó. Hizo la conscripción en la infantería de Marina y luego siguió el profesorado de gimnasia, pero el día que explotó la AMIA estaba viendo la televisión, el lento rescate de los cuerpos, las caras compungidas y de repente se topó con la imagen de cuatro bomberos que se hicieron a un lado justo cuando una pared se les derrumbaba encima. En aquel instante algo hizo clanc en la cabeza de Vilariño. Ya era mayor de edad así que se anotó en la academia de policía y a los tres años pasó a la escuela de especialidades, donde fue entrenado para la emergencia. Egresó de allí con el mejor promedio y el primer caso real que le tocó fue una chica embarazada que intentando arreglar una canilla de la bañadera había metido un dedo de la mano y se le había quedado adentro. No salía ni con detergente, y había que romper la pared y luego cortar el grifo con elementos de alta precisión. En ese momento fundamental, a Vilariño se le ocurrió hacerle un chiste de humor negro y la chica se largó a llorar, y su jefe le pegó flor de reto. Un bombero vive situaciones tragicómicas casi todos
los días. Están llenos de anécdotas inocentes y cuentos impublicables esos cuarteles de hombres duros, que se llaman a sí mismos “combatientes” porque combaten a la Bestia. Le dicen la Bestia al fuego, a quien temen y adoran como un dios maligno y fascinante. Entré y pensé que podía, pero de golpe me cacheteó la Bestia y tuve que salir, es escucha entre esas paredes. El propio Vilariño en un momento relata un incendio y me cuenta: Entonces vimos a la Bestia, era impresionante, y nos miramos entre nosotros a los ojos, no podíamos creerlo. El joven que creció escuchando una sirena tenía tanta vocación que se anotaba en todas las misiones y andaba día y noche por toda la ciudad buscando a la Bestia. Cuando suena la chicharra y se encienden las luces codificadas y se oyen los altoparlantes, el bombero tiene conciencia de que sale a la incertidumbre. No sabe exactamente qué le espera, no conoce el lugar, ni la magnitud del fuego, si hay o no víctimas, y cómo deberá atacar el problema. Lleva por toda arma un cilindro de aire comprimido para treinta minutos, una máscara sellada, un casco de plástico resistente, botas con punteras de acero, un chaquetón grueso y una “monjita”, especie de capucha antiflama. Es un incendio lindo, se entusiasma cuando el caso es difícil. Y al terminar, el bombero se da la mano con sus camaradas y regresa con ellos en la autobomba: van todos cansados pero felices. Hay felicidad en la desgracia porque hay dicha en un trabajo bien hecho. En este oficio como en otro cualquiera. El inspector estuvo en rascacielos y en terceros y cuartos subsuelos de un edificio, verdaderas ratoneras de humo negro. Formó parte del equipo que luchó contra el incendio del depósito de Canal 13, cuando tuvieron que atacar en nueve líneas durante horas y horas. Fue trasladado luego al cuartel de Villa Urquiza, donde ya tenía que tomar solo las decisiones, y realizó incontables salvamentos. Durante la crisis de 2001 arreciaban los hombres y mujeres que, deprimidos por la devaluación y el desempleo, se arrojaban al paso del tren. Un hombre lo hizo de la peor manera: se paró en el centro de las vías y esperó a la locomotora de frente. La formación lo golpeó de tal manera que se fue hacia atrás, cayó tieso de espaldas y quedó encastrado en los fierros inferiores de la máquina, que de inmediato se detuvo. El frustrado suicida estaba lastimado pero vivo, y Maxi se tiró al piso, se arrastró y quedó junto al cuerpo sangrante. Al llegar a la víctima escuchó que le decía con un hilo de voz: No me dejés, sacame de acá. No me dejés. Maxi lo abrazó y le dijo: Te voy a sacar, te lo prometo. Hubo que hacer algunas maniobras, inmovilizarlo sobre una tabla y luego entregarlo a una ambulancia. Cuando el inspector llegó al Hospital Pirovano para recuperar su
camilla el médico lo llevó hacia un costado y le reveló que el paciente tenía sida, y dedujeron entonces que en el shock de su dolor, envuelto en sangre, temía que nadie quisiera tocarlo. Siento escalofríos cuando Vilariño me muestra una foto donde hay un Ford Falcon arrugado. Las hazañas de los bomberos están bastante expuestas: los canales abiertos y las cadenas noticiosas tienen ahora cámaras en todos lados y los fotógrafos de la prensa gráfica llegan enseguida. Los bomberos trabajan muchas veces dentro de la gran pecera mediática, con dramas en vivo y en directo. Los otros días, al volver de un incendio que había durado doce horas, Vilariño tenía en su celular llamados de toda su familia y un mensaje de su pequeña hija. El casco de Maxi tiene una cruz y él usa una gran linterna amarilla en un costado: es fácil reconocerlo en el barquillo del autoelevador. Papi, no me gustó verte ahí colgado, le decía la niña, que lo había visto en el noticiero. A pesar de que el bombero tenía ya el cuero curtido, la vocecita de su hija le entró como un misil en el corazón. Me cuenta el asunto del Falcon. Era un remise que venía con cuatro personas y que en una subida de la Autopista 9 de Julio quedó compactado entre un camión con cemento que se demoraba en subir y un Scania que se distrajo y se lo llevó por delante: cuando Vilariño llegó al lugar el Falcon era un acordeón irreconocible. No tenía cola y el techo estaba hundido. Comenzaron a cortar el metal y escucharon que una de las mujeres pedía que atendieran con urgencia a un chico de doce años que tenía los ojos cerrados: su sobrino. Maxi percibió de inmediato que el niño había muerto, pero no podía decírselo a la tía porque desataría una crisis y además les sería imposible sacarla de allí sin antes sacar al chico, que bloqueaba el paso para el salvamento. Por mandato judicial, los bomberos tienen prohibido mover un cadáver, pero aquella vez era una cuestión de vida o muerte. De manera que se abocaron al chico simulando que estaba vivo, le colocaron ante los ojos de su tía un cuello cervical, lo alzaron de las axilas y lo acostaron en una tabla. Luego fue más fácil sacar a los demás, uno por uno, en medio del calor bochornoso de aquel día negro, ante decenas de cámaras de televisión que transmitían la tragedia desde la banquina. Un amigo de Maxi, que los miraba por la tele, festejaba cada rescate como si fuera un gol. Al final se los llevaron a los tres con vida y los bomberos se abrazaron en un destello de alegría que se apagó cuando llegó el padre del chico muerto y lo vieron quebrarse en el asfalto. Maxi se miró la punta de sus botas y cerró unos instantes los ojos. Es la hora fatal de los combatientes. Cuando nada ni nadie puede salvarlos.
Hubo dos ocasiones en los que la Bestia le rozó el corazón al inspector Diego Maximiliano Vilariño. Una fue en los intestinos de un edificio público cuando, manguera en mano, luchaba contra el fuego y de pronto vio dentro de su máscara la cara espectral de su propia hija. Parecía una advertencia celestial o un mal presagio, y de hecho no pudo sobrellevar la imagen y salió para replantear el ataque: su posición efectivamente era suicida. En ese mismo incendio se quemó un hombro con vapor de agua. La segunda vez que la Bestia lo arañó con su garra hirviente fue cuando se incendió la Galería Jardín. Maxi estaba de franco y se enteró de que había un bombero desaparecido. Se presentó en el cuartel, se colocó su equipo y salió para la escena de los hechos. El bombero apareció carbonizado. Cuando las víctimas son propias tiembla la moral de los combatientes. Estaban todos destruidos. Bomberos que permanecían de licencia la suspendían; todos convergían en el cuartel donde se velaba el fantasma de un compañero. Estamos conversando en el casino de oficiales donde ocurren esos encuentros y pesadumbres. Entran tres expertos de la División Siniestros que se dedican a analizar los incendios para descubrir sus causas, y los detectives del fuego saludan con afecto a Maxi antes de sentarse a almorzar. Hablemos de la Bestia, le propongo. Vilariño distingue todos los colores del fuego y sabe qué quiere decir cada tonalidad del humo. Estuvo en el incendio de Ciudad Cotillón, una fábrica de varios pisos ubicada en el barrio del Once, que no paraba de quemarse. Recuerda haberse asomado, desde la planta baja, al hueco de la escalera y haber divisado una bóveda naranja, demoníaca y vivaz. En esas habitaciones de llamas puras hay cerca de ochocientos grados centígrados, y es imprescindible buscar siempre el piso porque la temperatura allí desciende a ciento cincuenta. No se podía entrar en ese infierno. Maxi comenzó a lanzar agua desde una escalera externa, y luego se pasó a la plataforma del hidroelevador. Le dispararon durante tres días enteros, con sus noches, en turnos rotativos y tratando de darle al núcleo. Sabían que el fuego estaba adentro. Lo sabían por el humo. Pero la Bestia no se presentaba, así que tuvieron que romper ventanas y paredes para denunciarla. Ahí estaba la Bestia con todo su colorido mortal, y los combatientes le dieron entonces con rabia. Setenta y dos horas después sólo quedaban cenizas en ese edificio chamuscado que aún así permaneció
milagrosamente de pie. Fue uno de los incendios más grandes de la historia moderna. No estuve en Cromagnon —me aclara—. Ese día tenía franco y al llamar al cuartel me dijeron que no hacía falta que viniera. Ya estaba todo perdido. Cromagnon no fue una tragedia de fuego lento. Fue una tragedia de asfixia rápida. Me relata con precisión otros incendios tristemente inolvidables y de pronto trata de levantarme el ánimo contándome cómo actúan los hados en determinadas circunstancias. Una vez, cuando se quemaban dos departamentos, advirtieron que había un muchacho sentadito en un aire acondicionado amurado al exterior del piso 19, desde donde miraba fríamente su propia encrucijada: las llamas o el abismo. Maxi subió por las escaleras interiores, se metió en el departamento incendiado, corrió agachado para no ser calcinado por el calor, atravesó el humo y alcanzó la ventana. Aquel flaco, que pendía de un aparato a setenta metros de altura, no tenía más de 19 años y estaba completamente sereno a pesar de que la sombra de la muerte lo rondaba. Vilariño lo tomó por sorpresa desde atrás, lo abrazó para que no se asustara y lo roció con agua. Luego lo metió de un tirón, lo llevó hasta el baño y le colocó un momento el equipo de respiración. Le pidió que tomara una bocanada profunda y atravesaron el averno a velocidad inaudita, bajaron las escaleras y se salvaron por muy poco. Miro al inspector Vilariño y le adivino el pensamiento. Este oficio peligroso, que envejece prematuramente a los hombres, no es por la paga ni por las condecoraciones. También Vilariño forma parte de esa extraña hermandad del honor que no aparece en los diarios ni se jacta de sus heroísmos, y que no puede ni podrá jamás jubilarse, a pesar de que el Estado lo pase a retiro. Los héroes verdaderos son invisibles y no se retiran nunca. Estamos a punto de despedirnos y le pido que me narre brevemente cómo rescató hace un año a una mujer que intentaba tirarse desde la terraza de un edificio de la avenida Carlos Pellegrini. Nadie sabe cómo consiguió esa señora robusta y desesperada eludir la seguridad y alcanzar las alturas de ese edificio público. Lo cierto es que al mirar hacia arriba Vilariño la vio ese día sentada en una viga. Maxi se colocó el arnés con ganchos de acero, subió a la terraza y ató la soga a las patas de un tanque de agua. Mientras venía el grupo de rescate y se amontonaba gente en la calle, diez pisos más abajo, la mujer reclamaba que Maxi no se le acercara por nada del mundo. Me tiro, decía. Maxi empezó a hablarle con su voz de novio confiable.
Me voy a tirar, estoy jugada, decía la mujer de la cornisa: TN, C5N y Crónica TV filmaban en directo. No te acerqués más, hijo de puta, porque me tiro, seguía. No estaba bromeando. El grupo de rescatistas finalmente llegó a la escena, que Maxi les había descrito con lujo de detalles por radio. Uno de ellos ya le rozaba la mano a la mujer, otro preparaba un lazo. En un instante de distracción, el rescatista la enlazó y la apretó contra el hierro. Fue un movimiento rápido y sincronizado: el enlazador quedó colgando del vacío y Maxi encaramado a la cornisa. Una médica del SAME le había dado una hipodérmica con un calmante para dejar a la suicida fuera de combate, y Maxi no veía el momento de poder atraparla y clavarle la aguja. Ya subía el hidroelevador, en ese lapso donde todos se bamboleaban como en un trapecio sin red. Le ataron una pierna a la mujer, que gritaba y se resistía, y entonces le dieron un jeringazo en el muslo. El inspector se arrojó a la plataforma del hidroelevador, tomó de las piernas a la dama, la metió de prepo en la barquilla y se le tiró encima para que no pudiera mover una ceja. Ya la mujer estaba sin fuerzas, como entregada. Comenzó a llorar mientras el hidroelevador bajaba y por las ventanas los oficinistas sacaban fotos con sus celulares y aplaudían. Era 9 de enero y Maxi llegó a la vereda empapado en sudor. Abajo había un enjambre de periodistas: los bomberos tendrían diez horas de fama televisiva y luego volverían a caer en el olvido. No hay quejas, así funcionan las cosas. Aquel mismo chico que creció escuchando la sirena se secó la cara con la manga del overol y aceptó un trago de agua fresca. Era el agua más rica del mundo.
LA BALADA DE LOS NIÑOS PERDIDOS
Nunca soñaba que recuperaba a sus hijos. Luis soñaba que jamás los había perdido. Y al despertar volvía a la triste irrealidad: después del trabajo repartía folletos por el sur, y los fines de semana caminaba horas y horas por el Tigre, San Fernando y San Isidro, repartiendo volantes con las caras de ellos y con el número del juzgado. Hablaba con cientos de personas y contaba una y otra vez su destino, dejaba los papeles impresos en parabrisas, postes, carteleras y comercios, y regresaba agotado a su casa de Quilmes. Volvía con las manos vacías. Luis tiene manos callosas y castigadas de mecánico: trabaja en una fábrica metalúrgica de Wilde. Es inimaginable ese sentimiento de ausencia provisoria. Al menos el dolor de la muerte permite un duelo, y a veces es verdad que la incertidumbre resulta peor que el dolor. Los domingos por la noche Luis se sentía completamente abatido. Pero los lunes repechaba la pendiente y volvía a aferrarse a una vaga esperanza. No es religioso, y por lo tanto nunca pudo ni siquiera colgarse de Dios, pero cuando le pregunto en qué cree me dice: En las ganas. Se refiere a la voluntad, a trabajar día tras día, a seguir y no darse por vencido. Estoy en su casa de Quilmes y aunque hay calefacción yo siento frío en los huesos. Llegué a Luis gracias a Missing Children. Es la primera vez que alguien acepta contarle a un periodista argentino el derrotero íntimo de un padre que buscó y encontró a sus hijos perdidos después de casi dos años de angustia. Me produce tanto dolor lo que me cuenta que casi me arrepiento. Si la historia no fuera valiosa para otros cientos de padres que viven actualmente el mismo drama y si no sirviera todo esto para llamar la atención de la opinión pública sobre la necesidad de ayudar, hubiera pasado de largo de esta crónica. Hubiera preferido algún otro tipo de héroe profesional o de peripecia interesante. Pero esta crónica es dolorosamente necesaria: Missing Children está buscando a 189 chicos
perdidos y en nueve años de trabajo recibió más de 3.800 denuncias. Cada 24 horas desaparece un chico en este país, y esta organización sin fines de lucro tiene nulo apoyo estatal, tibios aportes privados y una estructura mínima, a pulmón, que carece incluso de un 0800. Su organización equivalente en Estados Unidos cuenta con subsidios estatales y rango judicial, trabaja en conjunto con el FBI y la Interpol, es ayudada por ex detectives de ciudades pequeñas, y cuenta con donaciones de grandes empresas. Un alerta de Google decía, hace unas semanas, que Walmart le había hecho una donación de 500 mil dólares sólo para modernizar su sitio de Internet. Aquí hay cuatro mujeres heroicas con sus celulares, y catorce voluntarios, que viven para atender a los padres que buscan desesperadamente a sus hijos extraviados. Quien comanda a ese equipo extenuado, que sin embargo ya ha recuperado cerca de 3.500 chicos, es alguien que no conoce el cansancio: Lidia Grichener, una mujer que se metió por vocación de servicio y porque encontrar a un niño perdido le parece la mayor recompensa que puede darle la vida. Lidia me recomienda que haga una excepción, en estas historias “con nombre y apellido” y que llame simplemente Luis a su protagonista. Les pongo María y José a sus hijos. Tengo también sus fotos, pero decido no publicarlas: no quiero exponerlos, ya tuvieron suficiente. Los estoy viendo en estos momentos a los tres. Luis tiene 37 años, y es un pelado fibroso y contenido que se parece un poco a Bruce Willis. María es una adolescente retraída y bella: tiene 15 años. José es un chico cariñoso y despierto: cumplió 12 y padece hemiparesia, una enfermedad de nacimiento que le provoca disminución de la fuerza muscular de una mitad del cuerpo. Lidia fue durante veinte meses esa voz en el teléfono que Luis escuchaba mientras los buscaba por cielo y tierra. El padre me cuenta de entrada dos datos: la Justicia le otorgó la tenencia definitiva de los chicos, la madre tiene pedido de captura y el caso está caratulado como sustracción parental y abandono de persona. Esta última figura tiene que ver con José, que no recibió durante los veinte meses en que estuvo desaparecido un solo día de tratamiento. Lidia dice que la mayoría de los chicos perdidos suelen ser adolescentes entre 12 y 16 años, preferentemente mujeres, que abandonan su hogar por abusos y conflictos familiares, fracaso escolar o uso irresponsable de Internet: suben fotos y datos a la web y se transforman en blancos fáciles de desconocidos, en algunos casos de depravados o traficantes de personas. Un ocho por ciento de los chicos perdidos tiene que ver con alguna discapacidad mental y otro ocho por ciento, con razones inexplicables: un niño se suelta de la mano y se esfuma, una niña va al quiosco y no aparece más.
Sesenta chicos denunciados en Missing Children aparecieron muertos. Pero un porcentaje más que estimable (11%) corresponde a casos donde los padres secuestran a sus hijos después de una separación. Son padres que usan a sus hijos como rehenes. Es algo difícil de entender, pero ocurre con frecuencia — dice Lidia—. Conocemos el caso de un padre que llevó incluso a sus hijos al cementerio y les señaló la supuesta tumba de su madre, para hacerles creer que había fallecido y que no debían abrigar ninguna esperanza de que volviera. Eso era, naturalmente, falso. La madre los buscaba y al final los encontró. Le pido a Luis que empecemos por el principio. Su esposa quedó embarazada y luego se casaron. Tres años después hubo una discusión terminal y Luis se vino a vivir a esta casita de clase media proletaria y emigrante que tienen sus padres en Quilmes. A los pocos meses su ex mujer vivía con un artesano que le llevaba quince años: se habían comprado un viejo colectivo donde vivían y con el que recorrerían el país vendiendo aros, collares, pulseras y sahumerios. Desde el comienzo mismo hubo clima tenso entre las partes, y problemas para concertar un régimen lógico de visitas. En diciembre de 1999 la mujer le informó a su ex marido que se iban a trabajar a la Costa y que se llevaban a los chicos. No había número al que llamarlos, de manera que Luis esperó que se comunicaran. Pasó todo el verano, y no había noticias. En mayo llamaron para informarle que estaban en Córdoba, pero no le daban la dirección con la excusa de que el micro sin asientos donde vivían iba de acá para allá. Luis empezó a preocuparse en serio. Le pasaban con María pero la nena hablaba con letra de la madre. No te puedo decir, papi, le decía cuando Luis preguntaba cosas concretas: siempre se escuchaba detrás la voz de un mayor; siempre llamaban desde un teléfono público. Pero las llamadas se repitieron y un día la nena se equivocó y dijo el nombre de la escuela. Luis sacó un pasaje a Córdoba Capital y acechó la salida del colegio. Vio que salía María sucia y descuidada, con ropa vieja y rota, y luego vio dónde vivían todos: el micro estaba estacionado en un baldío. Subsistían vendiendo chucherías, al margen del mundo, como nuevos hippies, sin ingreso fijo. Luis tuvo la enorme tentación de entrar por la fuerza, sacar a sus hijos y traérselos a casa, pero se dominó a último momento, tomó el ómnibus de vuelta, regresó llorando y puteando a Buenos Aires e interpuso un recurso en el juzgado: la situación era completamente irregular, pero además José necesitaba una escuela especial y una rehabilitación urgente. El juzgado libró un oficio, y los padres de Luis lo convencieron de que sería mejor que fueran ellos quienes viajaran para recibir a los chicos: no querían que Luis se descontrolara y empezara a las piñas. La policía entró por una ventana del colectivo y retiró a los chicos, que estaban solos y aterrados. Los abuelos trajeron a Quilmes a María y a
José, y Luis los bañó, les compró ropa y los llevó a un médico para que les hicieran exámenes físicos. A los quince días la madre se presentó en el juzgado y reclamó un régimen de visitas. Con sus antecedentes, sólo le permitieron que los viera dos horas por semana en una oficina de tribunales. Pero esa dispensa duró poco: necesitaban la oficina y entonces resolvieron que podía visitar la casa de sus ex suegros. Los problemas continuaron: ella nunca llegaba a horario y había corto circuitos. El juzgado determinó que los encuentros sucedieran en un lugar público, el patio de comidas de un supermercado. El régimen implicaba que fuera dentro de los límites específicos de ese espacio, pero la madre transgredía y se los llevaba a pasear. Con el paso de las semanas, el sistema se fue abriendo, y en un momento la ex mujer y el artesano lograron alquilar una casa en Virreyes y tener a los dos chicos los fines de semana. Un domingo, cuando Luis los iba a buscar, se encontró con que el artesano le decía que habían caído enfermos, que los estaban nebulizando y que los fuera a buscar otro día. Luis intentó resistirse, pero el artesano fue tajante: No te los doy, y si no andá al juzgado. Fue a la comisaría, pero la policía sólo corroboró la veracidad de la denuncia: no hizo nada. Volvió el obrero metalúrgico de Quilmes a refrenar sus deseos de patear la puerta y llevarse a sus hijos. Pero avisó al juzgado, y esperó que lo llamara su ex mujer, o sus hijos, o que el artesano se dignara traerlos a casa. Nada de eso ocurrió, y se libró una orden de allanamiento. Luis iba en el patrullero. Cuando la policía golpeó la puerta de la casa de Virreyes, nadie atendió. Un vecino les contó que la familia se había mudado hacía una semana y que nadie sabía adónde.
A Luis pareció caerle un edificio de hormigón en la cabeza. Sentía una mezcla a partes iguales de bronca, desilusión y miedo. El último sentimiento se relacionaba con la posibilidad de que su ex mujer se hubiera robado a sus hijos para siempre. La mujer y el artesano eran nómades, no votaban ni usaban papeles o documentos, tenían una casa rodante, una filosofía de vida despegada de la civilización y la chance de trabajar en cualquier sitio y volverse invisibles. Podían estacionar el colectivo a diez cuadras de su casa y Luis jamás los hubiera hallado. Me morí de vuelta —se dijo—. Me morí. Se recriminaba hasta las lágrimas haberse tragado el cuento y no haber actuado con más bravura. Ahora sabía que no podía descansar en la policía ni en la justicia, tenía que emprender un camino solo.
Comenzó por investigar en el barrio, luego ubicó a la ex esposa del artesano, que no lo veía desde hacía tiempo, y a su propia ex suegra, que era una persona mayor con un temperamento neutral. Nadie sabía qué había pasado y dónde podían encontrarse. Recurrió en seguida a los amigos comunes de la pareja. No sólo quería pistas sino alguna explicación. ¿Por qué quiere herirme, por qué toma de trofeo a nuestros hijos? No había respuestas razonables. Una tía lo convenció de recurrir a Missing Children. Pocas veces tuvimos un padre con más participación y militancia —cuenta Lidia—. No faltaba nunca a nuestras convocatorias, siempre estaba dispuesto a todo. No perdía tiempo ni energía en odiar ni en hablar mal de nadie. Su frase era: “Quiero encontrar a mis hijos”. Y la repetía en todo momento y en todo lugar. Vivía para eso. El resto de su vida pasó a tener una importancia mínima. Luis no podía, sin embargo, dejar de trabajar en la fábrica de Wilde. Uno de sus grandes amigos era el dueño de esa empresa y le propuso enviar a todas las ferreterías del país, dentro de los bolsones de herramientas que fabricaban, fotocopias con las caras y las señas de sus niños perdidos. Todos sus compañeros tomaron partido en la búsqueda. Y Luis llegó a imprimir 30.000 volantes para repartir en todos los puntos cardinales. Una amiga se iba de vacaciones a Córdoba, y Luis le encajaba un pilón de 150 folletos. Un pariente viajaba a Santa Fe, y Luis le daba 200 papeles para que los distribuyera en las grandes ciudades y en las estaciones de servicio. Missing consiguió que la imagen de María y José estuviera metida en facturas de servicio y pegada en las cajas registradoras de Carrefour. Y que Canal 7 trasmitiera esas imágenes, que La Nación las publicara y que Mariano Grondona le hiciera una nota al padre atribulado en su programa de televisión. Luis también asistió a un Boca-River junto a otros padres en similar circunstancia, hizo una silenciosa procesión junto a esos camaradas del dolor y la pérdida, y mostró su gran afiche a sesenta mil personas que lo miraban. Miren, miren bien —decía Luis para adentro de cara a la multitud—. Uno de ustedes los tuvo que ver. Pero nadie parecía haber visto a nadie. Varias veces fueron a estadios o a plazas donde el periodismo les tomaba fotografías y declaraciones. Lidia y sus compañeras llamaban para el día del niño y para el día del padre, y Luis siempre preguntaba: ¿Hay alguna novedad? No había ninguna. Una vez fueron sesenta padres a una presentación en la Plaza de los Ingleses, y Luis pudo intercambiar con otros compañeros de infortunio impresiones sobre
esa ausencia que le vaciaba el pecho. La gente, por la calle, al verlo pegar sus folletos le preguntaba qué había pasado, y al escuchar su breve historia, le decía: Los vas a encontrar. Era una expresión de deseos, pero también algo así como una premonición. Veían en aquel desconocido el instinto paternal y las ganas. Los vas a encontrar. Hubo falsas alarmas. Parecía que alguien había visto a sus hijos. Pero luego se comprobaba que no. Muchas veces Luis se quedaba esperando frente al teléfono una llamada. Soná, que suene, por favor, que suene y que sean ellos. Veinte meses después de haberse esfumado, cuando la causa judicial amenazaba con cerrarse, el teléfono finalmente sonó.
Un vecino de un comisario de Tigre que vivía en Ingeniero Maschwitz creía haber reconocido a María gracias a uno de los 30.000 volantes. Eran las once de la mañana, y Luis comenzó a fumar un cigarrillo tras otro. Pasada la una de la tarde les avisaron: El domicilio está rodeado. Luis no podía trabajar ni manejar su propio auto, así que su amigo y su tía lo llevaron de Quilmes a San Isidro. A esa hora, no tardaban más de ochenta minutos, pero a Luis le parecía que era una semana entera. Llamaron desde el celular a Lidia a puro gritos y llanto. Lidia, al otro lado de la línea, se puso a llorar. Pero Luis se mantenía un poco incrédulo. Estaba acostumbrado a las frustraciones y quería protegerse de otra gran tristeza. ¿Y qué pasa si entro y no son ellos? —se preguntaba—. Si no son ellos, hago como que soy un oficinista del juzgado, arreglo unos papeles, salgo y me voy. Llegaron a San Isidro en esa tarde imborrable, y les avisaron que estaban en una oficina del subsuelo. Los compañeros de Luis, sus familiares y amigos, los voluntarios de Missing Children, los funcionarios, todos aguardaban el momento de la verdad con el aliento cortado. A Luis le temblaba el alma. Lo condujeron escaleras abajo y tomó aire antes de trasponer el último umbral. Al hacerlo los vio. Fue un momento vibrante. Eran efectivamente María y José, estaban asustadísimos y no sabían cómo reaccionar ante la súbita aparición de aquel fantasma. No sabían tampoco si los iban a retar, y si aquel hombre era bueno o malo. Les habían dicho durante aquellos meses que no debían comunicarse con Luis porque él iba a querer raptarlos. Estaban flacos y sucios. María tenía rapada la cabeza, para no ser reconocida, y no asistía al colegio. José no había evolucionado por falta de medicinas y tratamiento. Los mandaban a comer a un salón comunitario para indigentes de una iglesia evangelista. Luis sonrió, y los
chicos sonrieron de inmediato, y se abrazaron con intensidad. Luis tuvo que reconquistar lentamente a su hija y remontar la imagen negativa que le habían plantado. Le compró ropa y la envió a la escuela: es una excelente alumna. A José lo puso bajo tratamiento kinesiológico: tiene dificultades pero evolucionó con rapidez. El gran festejo del reencuentro se hizo en un salón de Quilmes. Cumplía años María, y su padre no quiso que faltaran las mujeres de Missing Children. Habitualmente, para protegerse de las emociones fuertes, Lidia y sus adláteres tratan de cortar el vínculo con las familias una vez que los chicos son recuperados. Es notable cómo viven meses y hasta años comprometidos día a día con esos padres huérfanos y cómo dejan de verlos y hablarles en el mismo momento en que la causa triunfa. Con Luis hicieron una excepción. Luis es el modelo del padre que no se rinde y no quisieron fallarle. Al llegar al saloncito de fiestas, María se les adelantó y les dijo: Gracias por ayudar a mi papá. Lidia me lo cuenta con un nudo en la garganta. Jura que jamás volverá a frecuentar esos epílogos. Pasaron cuatro años desde el reencuentro. En estos cuarenta y ocho meses ese padre y esos hijos volvieron a tener una vida normal. La madre no ha vuelto a ponerse en o. Dicen que tuvo otros hijos con el artesano, que se volvió evangelista y que algún día reaparecerá. Les doy un beso a los chicos encontrados y lo abrazo a Luis en la puerta. Ya me voy. Me dice: Cuento todo esto para esos padres que siguen buscando. Para que no bajen los brazos. La luna de Quilmes está alta y cubierta de nubes. No es que haga tanto frío. Es que tengo el corazón helado.
LA MELODÍA QUE TUERCE LOS DESTINOS
Un chico toca una melodía de Bach con su propio violín en una casa de la Villa 31, y los vecinos y los pibes de la calle se van juntando para escucharlo en silencio religioso. Parece algo inaudito, una música mágica e inesperada que de repente baja y lo cambia todo. Luego una chica toca unos compases de Brahms con su flamante clarinete en la zona más marginal de Lugano, y cesan todos los ruidos y se callan todas las bocas como si Dios hubiera irrumpido en los páramos con una luz analgésica y cegadora. Esa clase de imágenes surrealistas pero verdaderas no están vinculadas a una película sino a un pianista: Claudio Espector, niño prodigio que surgió del frío y padre de todos esos milagros. Ahora le dicen el “maestro” porque lo es, pero en 1978 sólo era un tecladista excepcional que tocaba música clásica y que había hecho un curso decisivo con el artista emérito de un país que ya no existe. El artista se llamaba Rudolf Kerer y el país era la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas. Al año siguiente el pibe argentino ganó una beca del Conservatorio de Moscú, y sus padres y su novia fueron a despedirlo a Ezeiza: todos lloraban. Claudio iba a subirse a un avión por primera vez en su vida y se marchaba por ocho años al otro lado del mundo. A una ciudad donde no conocía a nadie, donde no se hablaba español ni inglés, con un sistema político y humano absolutamente distinto, y una sociedad llena de soledades y cosas desconocidas. Cuando llegó a la capital del socialismo real lo pusieron en una sala del aeropuerto y le pidieron que esperara. Estuvo esperando horas y horas en silencio, hasta que a la una de la mañana pasaron a buscarlo en un ómnibus vacío. Durmió en una residencia helada con unos estudiantes palestinos, y al día siguiente finalmente lo hospedaron en el edificio del Conservatorio: le tocó compartir habitación con un mexicano; tenían un piano vertical en cada cuarto. Y estaban obligados a levantarse a las seis de la mañana para hacer fila y acceder a los pianos de cola que abarrotaban el subsuelo. Los pianos de cola no alcanzaban para todos y había que madrugar
mucho para tocar siete horas seguidas, ensimismados en las partituras y febriles en el arte de la digitación. Lo primero que le impresionó a Espector fue comprobar el prestigio popular que tenía en Rusia el oficio de músico académico. Los taxistas y los comerciantes de la calle veneraban a los alumnos del Conservatorio, y los chicos de ocho o nueve años que tocaban allí tenían un nivel asombroso. La música había alcanzado una masividad y una democratización únicas. Ocho años después, al regresar a Buenos Aires y chocarse con la realidad de un país que no valoraba demasiado a sus artistas ni la formación musical de los niños, Claudio sintió el impacto profundo y la necesidad imperiosa de hacer algo. En principio, abordó conciertos profesionales e integró un sexteto exquisito bajo la dirección de Alicia Terzian: el Grupo Encuentro de Música Contemporánea, con el que dio varias veces la vuelta al mundo. Pero más tarde, en 1998, lo llamaron de la Secretaría de Educación del Gobierno de la Ciudad para ver qué se podía hacer con la repetición y el fracaso escolar. Espector les propuso crear escuelas de música, orquestas en barrios pobres. No existía la demanda, pero había que crear la oferta. Le aceptaron el convite, y entonces Claudio se abocó a los colegios de Lugano, y lanzó invitaciones para tocar violín, violoncelo, flauta traversa y clarinete. Las lanzó con cierto escepticismo, pero para sorpresa de todos se anotaron trescientos chicos. Espector formó un grupo de docentes que eran solistas en las principales orquestas de Buenos Aires, y después realizó una primera selección: tuvo que elegir a sesenta chicos porque no daban abasto. Los niños se acercaban respetuosamente a los instrumentos, los probaban, y elegían por instinto aquel que le calzaba mejor. Es milagroso ese momento crucial en el que un músico novato descubre que su sensibilidad y hasta su cuerpo están hechos para un violín o para un chelo. La música reordenó a muchos, les ayudó a mejorar la escolaridad. A otros no, pero las orquestas les generaron a todos por igual rigor y aplicación, responsabilidad y orden. Chicos que rayaban el pupitre pasaron a cuidar con esmero y delicadeza sus instrumentos. La orquesta es un sistema colectivo y civilizador donde hay que escuchar al otro o acompañarlo o retrucarle, con movimientos suaves y a veces fuertes, y donde se pone en juego la capacidad para superar esa frustración que hay siempre entre lo que un artista cree que es y lo que efectivamente resulta: la música que escucha dentro de su propia cabeza y la que de verdad es capaz de producir. Hicieron su primera presentación en sociedad con un cuento musical lleno de
onomatopeyas que los chicos producían con sus instrumentos. Sus padres no podían creer lo que habían evolucionado. Desde ese instante inaugural hasta hoy han pasado once años. Espector ha logrado armar 14 orquestas en Barracas, la Boca, Constitución, Once, Lugano, Parque Avellaneda, Mataderos, Retiro y Flores. Para esa monumental tarea, consiguió aglutinar a 150 profesores que provienen de sinfónicas, filarmónicas y otras formaciones de primer nivel de la Argentina. Y a más de mil chicos de clase media y baja, muchos de ellos carenciados y habitantes de villas de emergencia. Hay orquestas integradas completamente por chicos de esos asentamientos abandonados por el Estado: pequeños grandes músicos que viven en la 21, en la 31, en la 1.11.14, y que tocan Beethoven, Bartok y Stravinsky. Hay ochenta chicos de la sede de Mataderos que viven en Ciudad Oculta, hijos de trabajadores inmigrantes de los talleres textiles en la orquesta de Parque Avellaneda, músicos amateurs pero camino a ser profesionales que habitan casas tomadas en Constitución y Once. Pero no hay diferencias entre ellos y los chicos de las clases medias con quienes se sientan a hacer música. Ningún miembro de las orquestas fue alguna vez preso, ni produjo hechos vandálicos, aunque a los profesores se les parte el corazón al ver a veces los estragos de la desnutrición en niños pequeños o la violencia que algún padre borracho ejerce sobre sus hijos. Por lo general, sin embargo, la música los ha convertido a esos chicos en personajes irados dentro de sus propias comunidades. Hace unos días un percusionista de Flores se sacó de las casillas porque habían llevado preso a su padre durante una razzia. Al pibe lo habían echado de un par de escuelas y estaba haciendo bardo en la orquesta. Voy a seguir hasta que me echen, les dijo a sus maestros. No te vamos a echar, le dijeron ellos. ¿Ah, no? Ya vamos a ver, los desafió. Boicoteó todos los ensayos, pero al viernes siguiente, ante el público, a la hora de la verdad, tocó con una pericia y unos matices extraordinarios: lo aplaudieron de pie. Pibes endiablados llegan a los ensayos antes que los profesores y están horas abstraídos con sus tersas melodías. Profesores renombrados trasladan en sus autos particulares los instrumentos que se necesitan. La música lucha contra el destino, y en ocasiones lo vence. Espector se ríe al recordar un congreso de educación informal que se hizo en Bariloche y donde asistieron docentes de todas partes del mundo. El maestro viajó con quince chicos de entre 12 y 16 años, un grupo de cámara que quería conocer la nieve. Pero la nieve faltó a su cita, y los chicos se sacaron los zapatos en el Hotel Llao Llao y anduvieron descalzos por el lobby riéndose y maravillándose de todo. Luego, dirigidos por Claudio, tocaron en el congreso y
dejaron con la boca abierta a los asistentes. El modelo de las orquestas, con los profesores detrás de los atriles enseñando a los alumnos de un modo personalizado, y sobre todo el resultado demoledor de la música fascinó a los docentes que venían de Europa: ovacionaron hasta el delirio temas de Piazzola, fragmentos de Cuadros de una exposición de Mussorgsky y, hacia el final, también una versión deslumbrante de Caminito. Las orquestas tocaron varias veces en el Colón, el San Martín y el Coliseo, y participaron con éxito notable del Festival Martha Argerich. También fueron teloneros de Queen y de los Fabulosos Cadillacs. Hay cerca de 150 chicos que tocan a un nivel superior, un clarinetista está en la Sinfónica Nacional y varios se impusieron en concursos de la Orquesta Académica del Colón. Muchos ya se ganan la vida tocando y enseñando música. Uno de ellos se llama Ezequiel. Entró a los ocho años en la orquesta de Lugano con la idea de tocar el clarinete pero cuando agarró el violín descubrió que ese instrumento, esa postura y ese sonido estaban hechos a su medida. No llegaba a esa instancia con una gran vocación musical, pero durante ese primer año descolló de una manera tan grande que el director de la escuela hizo una excepción y le regaló un violín. Llevar un violín al barrio y tocarlo todas las noches era un hecho revolucionario. El violín se convirtió de pronto en un objeto de superación. Como Paganini, que aprendió jugando e investigando, Ezequiel leía apasionadamente libros de técnica y tocaba a Vivaldi, mientras su vecino salía al patio trasero y se sentaba a escucharlo con devoción. Bach y Vivaldi no le impiden liderar también una banda de metal y practicar kung fu, aunque últimamente ya no tiene tanto tiempo, entre las presentaciones profesionales, sus clases en el Conservatorio Nacional, las lecciones que está tomando para ser luthier y las enseñazas que él mismo imparte, ahora como profesor, en la orquesta de Lugano. La música no salva pero abre puertas —me explica el violinista—. Un pibe virtuoso rompe todos los prejuicios que hay contra los pobres en esta sociedad. La música te da atajos. En Lugano el maestro Espector me señala a otra instrumentista notable: Cecilia, una flautista que entró a los diez años en la orquesta. Ya estudiaba danza clásica y teatro, y sus padres no estaban muy de acuerdo en agregar la enseñanza de un instrumento a tanta actividad creativa. Aceptaron bajo una resignada suposición. Que se trataba de un berretín pasajero. Al llegar a la escuela, ese primer día,
resulta que la niña no estaba anotada y se puso a llorar. Los profesores no pudieron resistir ese llanto, y la dejaron pasar igual. A la tercera semana ya tocaba flauta traversa, guiada por un profesor de la orquesta estable del Colón. Se lució en muchos teatros importantes y en cines de barrio a sala llena, pero el momento más emotivo le sucedió precisamente en el Colón, cuando hace siete años tocaron quinientos chicos latinoamericanos y para llegar bien a ese día mítico y deseado tuvieron que redoblar la marcha, sobreexigirse y aprender en tiempo récord obras complejas de grandes genios de la lírica que estaban por encima de sus posibilidades técnicas. El concierto fue estruendosamente bueno, y Cecilia estuvo a punto de quebrarse en lágrimas mientras saludaba en el escenario. Al contrario de la experiencia vivida por Ezequiel, nadie le regaló a Cecilia una flauta, con lo que su práctica se reducía a tocar durante los ensayos de la orquesta oficial o en el Conservatorio Manuel de Falla, donde estudia para el profesorado. Ella y su familia estuvieron ahorrando todo un año, peso sobre peso, para comprar una flauta traversa. Cecilia la compró usada, y recuerda que viajó abrazada a ella en el colectivo, llorando de felicidad, y que al llegar a su casa vaciló en ponerse a tocar ya mismo, y que en una brevísima ceremonia la extrajo de su estuche y comenzó a probarla. Estuvo tocando toda la tarde y toda la noche. No podía dejar de tocar. Tocó hasta el día siguiente. La música cambia a las personas —me dice—. Los padres valorizan más a sus hijos. La música cambió mi vida. Y Claudio Espector fue la persona que nos dio esa oportunidad. El sueño de aquel pianista poseído por los demonios de la música que tocaba en el subsuelo del conservatorio de un país que ya no existe, consistía en tomar a un niño de seis años, enseñarle todo lo que había aprendido, presentarlo al mundo y convertirlo en una megaestrella. No podía imaginar todavía, bajo la nieve de Moscú, que la música cambiaría también su destino y que a cambio de un genio único y egoísta lo esperarían cientos y cientos de chicos entrañables salvados del olvido. Miro al flaco Espector, ya canoso y sonriente, y escucho imaginariamente a Bach. Lo están tocando en estos momentos un violinista en una casa de la villa del Bajo Flores, y otro en la zona oeste de la villa 31, y hay un clarinete sonando en una calle de Constitución, y una flauta abriéndose paso en Mataderos. La música ataca por todos lados. Ataca y nos deja perplejos. Tiene una luz intensa. Milagrosa.
RESCATANDO AL SARGENTO VILLEGAS
Los aviones ingleses bombardeaban a toda hora o pasaban a baja altura y ametrallaban las posiciones. Los combates cuerpo a cuerpo se habían desatado a pocos kilómetros del vivac y llegaban noticias de que las refriegas eran sangrientas en San Carlos y en Darwin. Todos los días había “alerta roja”, explotaban los misiles tierra-aire y la lluvia constante inundaba los pozos de zorro y los obligaba a levantar chozas con palos y chapas enmascaradas con pasto. Así y todo, hasta al horror de la guerra se acostumbra el hombre: la Compañía “A” dejó al soldado Esteban Tríes de cuartelero y marchó alegremente a bañarse. Tríes recorría el campamento vacío cuando de repente escuchó que alguien tiraba de la corredera de una 9 milímetros reglamentaria. Dentro de un pozo de zorro un compañero tenía apoyado el cañón de su pistola en la sien. Tríes había cumplido el servicio militar obligatorio en esa compañía del Regimiento de Infantería Mecanizado 3 de la Tablada: antiguamente sus oficiales y suboficiales llevaban una pechera amarilla, es por eso que algunos todavía lo llamaban con orgullo “El 3 de Oro”. Y cuando Tríes ya estaba trabajando afuera y estudiando ingeniería, había recibido el 8 de abril de 1982 en su casa de Villa Ballester un aviso de reincorporación. Un negrazo valiente que vivía en González Catán y que había instruido a Tríes lo quería a su lado en la guerra: el sargento Manuel Villegas, conocido por su extrema dureza y a la vez por su extraña sensibilidad de hombre bueno. Sesenta días después, Tríes ya no era un simple conscripto intentando disuadir a un soldado de que no se volara la tapa de los sesos. Era un guerrero de Villegas con la responsabilidad de que no se perdiera ni un hombre ni una bala. Estuvo una hora entera tratando de que el soldado superara la depresión, creyera que saldrían vivos de aquella guerra, soltara la pistola y abandonara el pozo de zorro.
Al final lo logró, y cuando Villegas regresó con el resto de la compañía no se dio cuenta de lo que había ocurrido. El soldado que había querido suicidarse en Malvinas entró luego en combate y fue herido, pero regresó entero a su casa. Y Tríes calló aquel pequeño pero grave incidente a pesar de que le debía lealtad total a su jefe, a quien había insultado por lo bajo durante la instrucción a raíz del rigor y fiereza con que Villegas los preparaba para la lucha. Pero con quien luego estableció una relación de respeto y cariño, y con el tiempo de amistad profunda. Villegas era duro pero jamás cruel ni arbitrario. Un líder nato seguido por una soldadesca capaz de acompañarlo hasta el mismísimo infierno. La Compañía “A” acampaba en medio de la nada, a varios kilómetros de Puerto Argentino. Nevisca, frío, hambre y tristeza. Y las detonaciones de las baterías enemigas cada vez más cerca. Villegas se parecía a aquellos sargentos de los westerns de John Ford: hombres con más corazón que odio. Su debilidad era otro soldado débil a quien todos llamaban Lupin, un huérfano total apellidado Serrezuela, que desde los siete años había vivido en el campo sin familia y sin destino, y a quien nadie jamás le había enviado una carta. A Villegas le daba lástima esa carencia. Así que le ordenó a un conscripto del grupo que le pidiera a su novia un favor: debía buscar a una amiga para que ésta escribiera de su puño letra una misiva dirigida a Lupin. Cuando se hacían los corros para recibir la correspondencia, Lupin se quedaba atrás descansando o cumpliendo tareas. Sabía que en ese rito deseado no había nada para él. Pero un día el encargado del correo voceó por primera vez su apellido: ¡Serrezuela! Y entonces Villegas vio que Lupin ni siquiera se mosqueaba. Como si no lo hubiera oído. ¡Serrezuela!, repitieron varias veces. Y nada. Lupin miraba distraídamente el horizonte. Villegas lo enfrentó: Che, boludo, ¿usted no es Serrezuela? Lupin pareció regresar del más allá: Sí, pero yo no recibo cartas, mi sargento. Debe ser un Serrezuela de otra compañía. Villegas tomó el sobre y se lo entregó. La cara de Lupin se transformó como si hubiera descubierto un tesoro. Abrió lenta y cuidadosamente el sobre, leyó esas pocas líneas dirigidas a él y a nadie más, y después arrugó la carta contra el pecho y caminó mirando al cielo: Gracias, Dios mío, gracias, gracias. Eso no impidió que el sargento lo castigara con dureza por maltratar a su fusil, un pecado mortal en tiempos de batalla. El fusil es como la novia, soldado: se lo cuida, se lo mima y se lo lleva siempre consigo. No hacerlo equivale a poner en peligro a todos. Y Serrezuela no lo limpiaba y se lo olvidaba en cualquier rincón. Villegas no tenía forma de saber que Serrezuela le salvaría la vida cuando le impuso una tarea extenuante: vaciar de agua aquellos pozos de zorro durante
todos los días de la semana. Una noche Lupin se acercó a la tienda de su jefe y pidió cruzar unas palabras con el sargento. Villegas salió al frío de mala gana, y entonces Serrezuela le dijo, en voz muy baja: Máteme, mi sargento, yo no sirvo para esto, soy un estorbo. Pégueme un tiro; acá nadie se va a enterar que fue usted y nadie me va a extrañar. Villegas le pegó un abrazo de oso y le soltó: Pedazo de hijo de puta, no digas eso. Se lo dijo con los dientes apretados y conteniendo las lágrimas. No le gustaba a Villegas mostrar los sentimientos. Ni las flaquezas. A nadie había contado que cuando eran atacados el 1º de mayo por las ráfagas inglesas el sargento más bravo había empezado a temblar como una hoja. Por suerte, su tropa no lo había visto en esos renuncios, pero a partir de esa vergüenza íntima el sargento cargaba su propio calvario. Le rezaba todas las noches a Dios para que le diera temple en el combate y para que pudiera llevarse de este mundo a cuatro o cinco enemigos antes de morir. No rezaba para salvarse. Rezaba para irse al otro barrio con los honores que siempre había soñado. A las dos de la madrugada del 14 de junio, el regimiento recibió la orden de cargar armamento y municiones y avanzar sobre el cerro Tumbledown, vadeando el arroyo de Moody Brook. Se combatía en todas partes, y ese riacho no era muy ancho pero resultaba profundo y traicionero. Había luna llena y el cielo estaba plagado de rumores, bengalas, luces de misiles y toda clase de fuegos artificiales cuando Villegas y sus hombres se metieron en el agua y cruzaron dificultosamente con los fusiles en alto. Llegaron con frío y sin fuerzas a la otra orilla, pero escucharon la orden ¡A lo gaucho, carrera march! ¡Viva la Patria, carajo! Y se pusieron de pie y empezaron a escalar el monte lleno de rocas. Villegas, contra lo aconsejable, iba delante de todos trepando por esa ladera escarpada, cuando desde arriba los haces de luz de dos fusiles M16 con mira infrarroja le resbalaron por el cuerpo. Saltó en un segundo hacia el costado y evitó un proyectil, pero el segundo le entró por el abdomen y le estalló en el hueso de la cadera. Villegas se tomó la panza y vio que le salía sangre a borbotones y que comenzaba a arderle como si le hubieran arrojado encima dos paladas de brasas de carbón. Tiren —les gritó a sus soldados—. Tiren que están escondidos detrás de esas rocas. Tríes no podía disparar sin correr el riesgo de balear a su propio sargento. Corrasé, que le voy a pegar, le gritó entre las piedras. Tire igual que yo ya estoy listo. Como Tríes y Serrezuela no le hacían caso, Villegas se estiró para agarrar el fusil y entonces el francotirador le atravesó una mano de otro balazo.
El inglés podía eliminarlo, pero prefería dejarlo fuera de combate. No tanto quizás por razones humanitarias sino por cuestiones estrictamente operativas: el manual indica que un herido ocupa a dos o tres soldados, y que hace más daño eso que matar lisa y llanamente a un enemigo. Tríes le dijo a Serrezuela: Vamos a buscarlo. El sargento se empezó a sacar el correaje y le gritó: Tríes, quedate porque te va matar. Tríes y Serrezuela se miraron en la oscuridad. Luego se incorporaron, arrojaron ostensiblemente los fusiles al suelo y levantaron las manos. Subieron en esa posición audaz quince metros hasta su jefe, lo tomaron de los brazos y lo bajaron hasta el lugar donde se habían parapetado. El inglés que los tenía en la mira dejó que hicieran todo eso sin apretar el gatillo. Villegas pedía desesperadamente agua. Tríes le dio una botellita de whisky y le llenó la boca con trozos de nieve. Había que retroceder ya mismo. Tríes —lo llamó Villegas—. No creas que me pongo en héroe, pero quiero que le avises a mi familia que me quedo acá. Contales de la forma que les duela lo menos posible, ¿sabés? A mí mujer decile que lamento no haberme casado con ella y a mi nena de tres años decile que, decile. En ese momento se fue en llanto. Pero se contuvo. Lo agarró a Tríes de la solapa y le dijo, en un hilo de voz: Meteme un tiro. Son ocho kilómetros hasta el pueblo. Yo ya estoy listo. Meteme un tiro, no me dejés sufriendo. El soldado parpadeaba, anonadado por la orden. De pronto se rehízo y le dijo: De ninguna manera, usted me debe un asado. Y entonces Lupin y Tríes agarraron al sargento, que pegaba alaridos de bronca y se resistía, le hicieron sillita de oro y lo pasaron por un pequeño puente sin que ningún inglés les disparara, mientras el combate seguía atrás y se tornaba cada vez más virulento. La marcha de esos dos soldados llevando al sargento herido en la noche de luna llena fue penosa. Caminaron y caminaron, y Villegas perdió sangre y conciencia, y al final lograron encontrar una ambulancia. Subieron los tres y el chofer trató de llevarlos hasta el hospital de campaña, pero había demasiado hielo, resbalaron y volcaron en una cuneta. Salieron como pudieron de entre los hierros y siguieron adelante. Llegaron con el último aliento a ese hospital lleno de amputados y heridos, y le entregaron el cuerpo maltrecho de Villegas a los cirujanos. El sargento escuchó a uno de ellos que decía: Le queda poco. Villegas alcanzó a decirles que no lo amputaran, que lo durmieran para siempre. Al despertarse, varias horas después, vio a varios ingleses con fusiles en la mano. No entiendo nada, susurró. Un enfermero le respondió: No te preocupes, ya se arregló todo. Villegas seguía sin comprender. Nos rendimos, macho —le aclararon—. Nos rendimos. Y Villegas se echó a llorar.
Tríes y Serrezuela ayudaron a los heridos y se acoplaron a otras tropas. Tríes recuerda que iban corriendo por Puerto Argentino y que las casas explotaban a su lado. También que algunos soldados comentaban los maltratos y las defecciones y cobardías de algunos jefes. Regresaron a casa en el Camberra y se separaron para siempre en El Palomar. Eran fruto de una causa amada y luego aborrecida, venían derrotados y su karma era la marginalidad y el olvido. El sargento regresó en un buque hospital. Tríes hizo lo que los superiores de su sargento no hicieron: lo visitó en el hospital de Campo de Mayo, donde Villegas estuvo un año y medio internado. Pero lo vio tan amargado y tan mal, que no quiso volver. Tampoco quiso hablar de Malvinas. Estuvo veinte años vendiendo autos, haciendo negocios en el nefasto sube y baja económico del país y eludiendo prolijamente las anécdotas del pasado. Un día hizo un clic y lloró por primera vez, y comenzó a arse con los veteranos y a buscar a Villegas, a quien después de la kinesiología y de años y años de asistencia psiquiátrica, le decretaron un 45% de incapacidad y lo borraron de la carrera. El viejo sargento estaba resentido con el ejército: se fue a trabajar de chofer de colectivos y de remisero. Tuvo hijos y nietos. Y ya de grande quiso reencontrarse con Tríes. Lo buscó por Castelar y finalmente lo encontró. Poco después los sacaron a los dos por la radio y hablaron por primera vez de lo que habían vivido en el cerro Tumbledown, en el arroyo de Moody Brook y luego en aquel monte siniestro donde los francotiradores ingleses estuvieron a punto de borrarlos del mapa. Desde ese cruce se hicieron íntimos amigos. Asistieron juntos a escuelas a dar charlas, ayudaron a los veteranos más desvalidos, presentaron a sus familias, y comieron muchos asados. Hay un afecto especial entre ellos. Esa clase de sentimiento entre hermanos que florece solamente en la trinchera y en la solidaridad del dolor. Un día, sin embargo, Villegas le dijo a Tríes que tenía una asignatura pendiente: encontrar a Serrezuela y explicarle por qué lo había castigado tan duramente en aquellas vísperas. Le debía esa explicación además de deberle la vida. Lo rastrearon a Lupin por toda la provincia de Buenos Aires, y sólo tuvieron una pista firme en el velatorio de un ex soldado. Tenemos a un Serrezuela en Olivos —les dijo un veterano—. Pero apúrense porque tiene cáncer de pulmón y se está muriendo. Hacía quince días que no se levantaba de la cama ni se afeitaba. Tríes le avisó a su esposa que él y Villegas lo visitarían esa tarde. La cita era a las dos, y Lupin
hizo un terrible esfuerzo para levantarse, bañarse y pegarse una afeitada. Estuvo sentado en una silla esperándolos a los dos, que se atrasaron y recién pudieron llegar a las cuatro de la tarde. Les caían las lágrimas a los tres. Lupin lo llamaba “mi sargento”, a pesar de que Villegas ya no tenía cargos ni ganas de tenerlos. Usted va a ser siempre mi sargento —le dijo aquel huérfano congénito—. Usted ha sido mi papá. Villegas tragó saliva y le respondió: Yo vengo a pedirte disculpas, Lupin, y a explicarte por qué te castigué aquella vez. No hacía ninguna falta, pero se quedaron hablando horas y horas de aquellos tiempos en los que fueron gloriosamente vencidos. El viernes de la semana siguiente repitieron la visita, pero esa vez Lupin no pudo levantarse de la cama. Esta noche me voy, les dijo, y lo mandaron afectuosamente a la mierda. Al día siguiente, cuando Villegas cruzaba un peaje, sonó su celular. Era la mujer de Serrezuela: su esposo acababa de morir. Dio la vuelta, llamó a Tríes y llegaron cuando el cadáver todavía estaba tibio. En el velorio, los veteranos de la zona pedían hablar con Villegas y abrazarlo como si fuera el sargento Cabral. Lupin les había hablado durante veinte años de aquel héroe personal que los había guiado durante sesenta días de sangre y fuego. Acaban de filmar un documental con las odiseas calladas de este puñado de hombres. Su título es significativo: “14 de junio: lo que nunca se perdió”. En noviembre la esposa de Villegas lo llamó a Tríes para decirle que el viejo sargento había sufrido un golpe de presión y que no podía hablar bien. El viejo soldado sacó el auto y condujo a gran velocidad por el conurbano hasta encontrar a Villegas. Lo subió de apuro y apretó el acelerador por la autopista en busca del Hospital Militar. Otra vez llevándote a un hospital, sargento —le dijo Tríes—. La puta madre, ya me estoy cansado de andar salvándote la vida. Comenzaron a reírse. Todavía se están riendo.
LA MUJER QUE TENÍA DOS SECRETOS
Hace cuatro años la mujer citó a sus seis nietos para contarles dos terribles secretos que había ocultado durante décadas y que involucraban un suicidio, la falsa identidad de su hijo y el horror del Ghetto de Varsovia. Los invitó a cenar en su departamento del barrio de Belgrano con sus respectivas parejas, y cuando todos pasaron al living les pidió a sus empleadas que sirvieran café, desconectaran los teléfonos y se retiraran. Uno de los nietos encendió una cámara para filmar el momento histórico. Y entonces Mira Ostromoglinsky, que acababa de enviudar, los hizo llorar y estremecer con su historia de amor, persecución, homicidios, ocultamientos, esperanzas y redenciones. Los nietos conocían sólo partes de la odisea de aquella familia judía, y quienes sabían esos secretos jamás se habían atrevido a comentarlos delante de su abuela. Esa noche inolvidable oyeron de su propia boca que por deudas con un prestamista el padre de Mira se había suicidado aspirando gas a través de la manguera de un calentador. Eso que se calló durante tanto tiempo sucedió en 1929, en la ciudad polaca de Lodz, donde Mira y su hermana mayor Edwarda fueron criadas y desde donde tuvieron que emigrar para ganarse la vida. Varsovia era, en 1932, una urbe enorme y moderna donde se aceptaba a los judíos a regañadientes. Tres años más tarde Hitler ganaba las elecciones en Alemania. Edwarda conoció allí a un hombre rubio que trabajaba en una fábrica textil: Boris Lewin. Se enamoró, se casó, quedó embarazada y dio a luz a Teo, el otro protagonista de esta historia. A los 17 años Mira también comenzó a trabajar y a escuchar la BBC de Londres: los nazis atacaban las casas y los negocios de los judíos en toda Alemania. El 1º de septiembre de 1939, los alemanes comenzaron sus maniobras para invadir Polonia. Preventivamente, a Mira la despidieron por judía. Pronto comenzaron los bombardeos, las sirenas, las corridas, los temblores
y el dolor. Cayó el gobierno polaco y las tropas hitlerianas entraron en Varsovia con la nieve. Las hermanas Ostromoglinsky tenían una esperanza, que no las reconocieran como hebreas. Edek Erlich, el mejor empleado de la fábrica, se les unió en la desgracia. Era un hombre guapo de ojos azules, y a Mira le pareció hermoso. Pasaron esos primeros días todos encerrados en un sótano, y cuando salieron a la superficie comprobaron que una cuarta parte de Varsovia era puro escombro. Vieron que llevaban pilas de cadáveres en carros, y que había cientos de mutilados y niños huérfanos. Pero la fábrica todavía necesitaba de la pericia de Boris y de Edek, de modo que ellos se reintegraron a sus puestos, mientras los nazis cerraban diarios y confiscaban radios para aislar a los polacos del mundo. Y expropiaban las tiendas y las fábricas de los judíos, y los obligaban a bajar la mirada al cruzarse con un alemán y a llevar un brazalete con la estrella de David. Mira intentó vender sombreros y guantes en las calles, pero una patrulla alemana le arrebató la mercadería. Luego entró a trabajar en la fábrica con Edek, que al principio parecía ignorarla. Un día un grupo de alemanes se llevó a las hermanas al cuartel de la Gestapo para que limpiaran los pisos y un soldado intentó violar a Mira. La salvaron los gritos desesperados de Edwarda y la intervención de un oficial de alto rango. En Varsovia todo era desolación y saqueo. Los propios judíos debieron poner los postes, tender los alambres de púas y levantar un muro de 18 kilómetros para construir ese barrio tristemente célebre. Pero dentro de sus límites Mira y Edek construyeron su amor, y Boris y Edwarda criaron a Teo, mientras una epidemia de tifus liquidaba a miles de personas por día y los cadáveres sembraban la nieve con su hedor. Mira vio en una esquina cómo unos niños le hacían cosquillas al cuerpo inerte de un anciano que había sido asesinado de un tiro en la frente. Los nazis ahogaron a treinta niños judíos en los pozos de arcilla de la calle Okopowa y la difteria estuvo a punto de acabar con la vida de Teo. Las dos cosas persuadieron a sus padres de que debían tomar una decisión dolorosa: hacerlo pasar por católico y entregarlo a una familia polaca para que lo criara mientras durara la invasión. A cambio de ese delicado servicio, le entregaron un cofre con todo el dinero y las joyas que habían podido esconder. Mira todavía recuerda a su hermana y a su cuñado abrazados en luto, y al día siguiente sus caras al recibir la noticia de que lo habían sacado a Teo del Ghetto por las alcantarillas y que estaba en la casa de la señora Stempke.
Pocos días más tarde el líder del Consejo Judío del Ghetto de Varsovia se quitó la vida y Mira y los demás se dieron cuenta de que se avecinaba lo peor. Los nazis comenzaron, en efecto, a ofrecer raciones dobles de alimento para quienes se presentaran como voluntarios a ser deportados. Los hambrientos se anotaban en masa, aunque ninguno sabía adónde iba a ser enviado ni por qué motivo. Junto a las mesas había una montaña de efectos personales: en el sitio al que se dirigían no necesitarían nada —les aseguraban— Se les proveería de todo lo necesario para comenzar una nueva vida. Los llevaban luego en camiones hasta el tren, que los sacaba de Varsovia. La ciudad fue vaciándose a gran velocidad: al final los nazis entraban en las casas y capturaban a cualquier judío que no pudiera trabajar para “deportarlo”. Ya habían bajado a 85 calorías diarias la alimentación: eso equivalía a media rodaja de pan. Se trataba claramente de una campaña de exterminio. Un día de agosto las SS los arrearon hacia la zona del registro. Un judío intentó escapar y lo asesinaron de un disparo. Formaron dos filas y Boris, Edwarda y Mira lograron colocarse en la cola de la derecha: sabían que por lo general formaban allí los que se salvaban. Edek quedó en la fila izquierda, pero un ingeniero polaco que lo estimaba empezó a empujarlo y a insultarlo de arriba abajo frente a las sonrisas de los alemanes. Tanto lo empujó que fue a parar a la fila de la derecha y así evitó por un pelo el traslado final. La madre de las hermanas murió en aquellos días infaustos, y el pequeño grupo de familia tuvo la certidumbre de que ellos no pasarían la próxima “selección”. Edek aprovechó el interregno para proponerle a Mira casamiento. Se casaron en un cuarto polvoriento y se juramentaron atravesar juntos la terrible tempestad del destino. El día en que Mira cumplió 21 años tuvieron la plena seguridad de que los nazis matarían a todos los judíos que quedaran en el ghetto. La resistencia había comenzado a arrojar molotovs y a formar barricadas. Ellos se escondieron en un sótano, bajo una escalera, junto con otros hombres y con una mujer que llevaba un bebé en brazos. El habitáculo era estrecho e irrespirable. Debían permanecer en silencio absoluto y en oscuridad total. Afuera había disparos y explosiones, y alarmas de toque de queda, y gritos de dolor y de festejo. Pasaron horas y horas. Un hombre pidió perdón y se orinó encima. Y lo siguieron los otros. Pasaban todo el día y la noche ciegos y mudos, allí escondidos, comiendo de cuando en cuando trozos de pan y bebiendo pequeños sorbos de vino. Al quinto día se
acabó la comida, y el bebé comenzó a llorar. No podían pararlo con nada. Pasadas las bombas y los otros estruendos, caída la noche, el llanto seguía y era peligrosísimo. Mira trató de calmarlo y en la oscuridad vio que el padre sacaba de sus bolsillos un sobre de color blanco. Es cianuro —dijo—. Dénselo al niño antes de que nos delate. Yo no puedo, soy el padre. Lo sacaron carpiendo. No valía la pena matar a un niño para salvar diez vidas. Pero allí se veían nítidamente los extremos horrorosos del género humano. El niño se durmió, agotado de tanto llorar, y al noveno día los vinieron a buscar unos de la resistencia. Después de nueve días de oscuridad y silencio, Mira sentía un frío demencial en el cuerpo y en el alma. Las calles estaban infestadas de soldados y francotiradores, y un amigo de la antigua fábrica colocó a Edek y a su flamante esposa dentro de una caja de madera, selló los bordes con enormes clavos y dejó que trasladaran el “paquete” fuera del ghetto: se suponía que en su interior iba una máquina valiosa. De un sótano a una caja: Mira ya prefería las balas al encierro. Se quedó dormida después de los zarandeos y a poco de despertar los sacaron de la caja de madera y les permitieron quedarse un momento en una casa de la zona aria. Allí les informaron que Teo crecía fuerte y sano, y totalmente integrado a la vida cristiana de la familia Stempke. Enseguida se reunieron con Edwarda y Boris, que también habían escapado del ghetto, y se quedaron escondidos en la casa de una familia polaca, que bajo una alfombra tenía una especie de fosa de mecánico para las emergencias. Edwarda se iraba de la suerte de Mira, y era fatalista acerca de su propio sino. Le apretaba las manos y le decía: Tenés que salvarte para cuidar a Teo. Mira rechazaba esos malos augurios pero al poco tiempo los nazis apretaron el cerco sobre los polacos que escondían judíos, y las dos parejas tuvieron que meterse en la fosa. La situación se volvió insostenible: los cuatro abandonaron la casa e ingresaron en la resistencia a órdenes de una partisana comunista. Los Aliados estaban invadiendo Francia y Stalin venía en camino. En septiembre, Edwarda no podía más. Quería saber de Teo. Era un riesgo demasiado alto: Si descubren que el niño es judío conseguirá que lo deporten. No podrá acercarse a él, ni hablarle, sólo podrá verlo de lejos, le dijeron. La madre aceptó llorando, y cuando una anciana trajo a tres niños rubios, desde lejos la hermana de Mira reconoció al suyo. Teo se apartó en un momento para orinar en un árbol apartado de un jardín, y Edwarda se le acercó para ayudarlo
sin decirle una palabra, vibrando de impotencia. El niño terminó, la miró en silencio, le besó la frente y se fue con sus “hermanos”. En la resistencia polaca, los dos hombres integraron un grupo que lanzaban por las noches bombas a los coches y a los tanques alemanes, y las mujeres otro dedicado a tareas de logística. Una vez, haciendo un inventario en una despensa, Mira revisó una enorme bolsa de porotos y encontró en su interior una caja de metal con una fortuna en billetes. Alguien, en la desesperación, había guardado allí sus ahorros. Las hermanas se dividieron el dinero, y aguantaron con sus maridos el bombardeo de la Ciudad Vieja: la resistencia no tenía artillería antiaérea y los rusos no terminaban de llegar. Llegó entonces la evacuación de la zona. La orden era escapar en tandas. Las hermanas se despidieron y quedaron en encontrarse luego. Mira y Edek se metieron por los túneles de las cloacas y atravesaron la ciudad, cambiaron ropas en la zona oeste, durmieron abrazados en un portal y estuvieron esperando dos días a Edwarda y a Boris. Varsovia había quedado reducida a cenizas. Boris apareció solo y llorando, sin saber qué había pasado con Edwarda. Ella y otros partisanos, se supo después, quedaron atrapados abajo porque una bomba había bloqueado la salida del túnel y los había obligado a vagar como fantasmas por las entrañas de la tierra. Boris Lewin se quedó atrás con un grupo, y ellos siguieron hacia el bosque, y en un momento quedaron solos. Absolutamente solos. Lo que sigue es una fuga por campos y caminos mortales, entre pelotones de las SS, tropas soviéticas y polacos de dudosas intenciones. Cayeron prisioneros y lograron escapar en medio de un ataque del Ejército Rojo. Un baño reparador después de muchísimo tiempo, la culpa de haber sobrevivido y la búsqueda en vano de Boris, Edwarda y los demás. Era obvio que los nazis los habían aniquilado, pero tardaron un tiempo en darlo casi todo por perdido. Quedaba, obviamente, el pequeño Teo. ¿Lo devolvería la señora Stempke después de tenerlo tanto tiempo dentro de su familia? Mira y su marido viajaron a Varsovia para buscarlo. Atravesaron esa molienda de edificios y recuerdos, y llegaron con el corazón en la boca a la casa de aquella polaca bajo una lluvia torrencial. Sólo había ruinas. Y el solitario e inútil marco de la puerta. Mira gritó en un ataque de odio. Insultó al mundo entero y maldijo la suerte de todos, pero de repente advirtió que bajo una piedra había un papel mancillado por el fango. Decía simplemente: Estamos en Praga. Y una dirección del barrio popular al otro lado del río. Una piedra, un papel en medio del infierno, la soledad y la tormenta: un milagro.
La señora Stempke la hizo pasar y le contó que Edwarda, durante el levantamiento, había pasado por allí y le había entregado, para pagar los gastos de su hijo, el dinero que había hallado en la bolsa de porotos. Le expliqué a su hermana que podía quedarse, pero no quería poner en peligro a Teo, aseguró la polaca. Quiero llevarme a Teo, soy su tía, le dijo Mira llorando. Déjeme su dirección y en Pascua le llevaré al niño, le respondió. Pero cuando cerró la puerta, llegó a los oídos de Mira la voz de la señora Stempke diciéndole a su amante: ¿Qué haremos? ¿Le daremos el niño? Finalmente se lo dieron. Estaba grande y fornido, y muy desconfiado. Stempke dejó a uno de sus propios hijos para que lo acompañara en la adaptación. Y Mira y Edek lo mimaron con pasión. Al despedirse de su “hermano”, dos o tres semanas después, Teo los culpó a ellos de su gran dolor. Fueron días intensos y difíciles. Hitler se había pegado un tiro en su bunker, había caído la bomba de Hiroshima y se anunciaban los juicios de Nürenberg. Pero Mira sólo tenía una preocupación: Teo. Ganarse al niño, y protegerlo de todo mal. Protegerlo, por ejemplo, de la invasión rusa. Tenemos que irnos de aquí, le dijo a Edek. No poseían papeles, ni siquiera un acta de nacimiento, y escapar de Polonia significaba contradecir la voluntad del régimen soviético. Vivieron un sinfín de peripecias, se instalaron un tiempo en Frankfurt, Mira quedó embarazada y dio a luz una niña, y Edek consiguió trabajos y en Francia desarrolló negocios textiles. Cada vez que Mira, para mantener viva la imagen de su hermana muerta, le hablaba a Teo de ella, el niño sufría y cambiaba de tema. Así que Mira y Edek evitaron el asunto. Un amigo le propuso a Edek una aventura: ser su socio en una fábrica textil ubicada en un país ignoto. Ese país era la Argentina. Hubo que fraguar pasaportes para viajar a esa nación pujante que dirigían unos militares nacionalistas. El hombre fuerte del régimen se llamaba Juan Domingo Perón, y sólo le había declarado la guerra a Alemania cuando ésta ya se estaba desbarrancando. Ocultaron la condición de judíos para conseguir la visa argentina. Un judío convertido en cura católico les consiguió un certificado falso. Y dos amigos aseguraron bajo juramento que eran marido y mujer, y que Teo y la niña eran sus hijos. Sacar de Europa a un sobrino era otra complicación. Teo se había adaptado completamente a ellos, funcionaba como un hijo más, pero seguía reaccionando con llantos y mutismo cuando Edek o Mira le hablaban de sus verdaderos padres. Entonces ella le dijo: Si alguna vez querés saber quiénes fueron tus
verdaderos padres y qué les pasó, no tenés más que preguntar. Y agregó: Si vos no me preguntás, yo nunca más voy a hablar de esto. Ese pacto de silencio entre los tres duró más de cincuenta años. Llegaron a Buenos Aires en 1952 y descubrieron que era una sociedad abierta, formada de inmigrantes, y que a nadie le preocupaba si eran españoles, italianos o sefardíes. Rememoraron el miedo aquel día en que los aviones de la Marina bombardearon la Plaza de Mayo, pero la vida en la Argentina les resultó benigna. Prosperaron y mucho. Para absolutamente todos, amigos y familiares, Teo era el hijo de Mira y Edek. Cuando el chico salió del secundario quiso estudiar ingeniería textil, y pidió hacer la carrera en Canadá. La hizo y volvió. Y se casó con una católica. Y aunque Mira y Edek viajaron por negocios y placer muchas veces a Europa nunca se atrevieron a volver a Varsovia. Hasta que ya ancianos, en 1987, padres e hijos compartieron esa travesía al pasado. La ciudad estaba totalmente cambiada, pero fue un reencuentro conmovedor. El último viaje fue en 1995 con sus nietos. Acá estamos, Polonia, sobrevivimos, dijo Mira. Una tarde descendieron a las cloacas por las que habían escapado. Esas alcantarillas eran ahora un monumento a la memoria. El gran secreto de Teo ya no era tan secreto. Los hijos y nietos lo sabían: se los habían comunicado los unos a los otros en murmullos pero bajo la prohibición total de hablar con los viejos. A los nietos no les cerraban las historias vagas de Mira y Edek acerca de aquellos días del Holocausto, y cada uno tenía una composición de lugar. Pero sólo cuando Edek murió, hace cuatro años, Mira decidió quebrantar con permiso de Teo aquel pacto. Ahora están todos en este living, donde me ofrecen un té con dulces manjares. Mira es una mujer de 86 años que está vestida y peinada para la foto. Sus hijos y sus nietos la rodean, e intervienen en la conversación. Teo derrama lágrimas. Quiere que se conozca esta historia, terminar de algún modo con la clandestinidad. Son judíos que no han sido educados en el odio, pero sí en el silencio del perseguido. Teo me cuenta que vivió y estudió en Canadá como católico para no tener problemas, y que recién hace unos años, cuando se reencontró con sus viejos compañeros y comprobó que ese país se había modernizado y vuelto mucho más tolerante, les dijo al fin la verdad. Iba a misa y a retiros espirituales; cumplía los ritos católicos para sobrevivir. Y tardó años en entender que tenía derechos.
Me avergüenzan las sociedades que consienten la intolerancia. También me impactan los héroes que han sobrevivido a la maldad absoluta. Le doy un abrazo a Teo y beso a Mira. Le digo a ella que es un honor conocerla. Y veo algo extraño en el fondo de sus ojos. Veo la sombra de Edek, el hombre que la amó en el infierno, y más allá diviso la nieve, la sangre, los gritos, las risas, las esperanzas y el muro derribado para siempre del Ghetto de Varsovia.
EL VIEJO Y LA PELOTA DE TRAPO
El primer aviso mafioso llegó un viernes. Ocho hombres prolijos, bien vestidos y armados para una guerra tomaron por asalto el taller de la escuela gráfica de los chicos pobres, los amenazaron de muerte y se llevaron unos pocos pesos. El segundo aviso fue dado casi tres meses después: encapuchados secuestraron a un adolescente de la Obra Juan XXIII, lo pasearon en un auto bordó y le advirtieron que quemarían tres edificios de la Fundación Pelota de Trapo. Sesenta días más tarde enviaron el tercer aviso. Levantaron de la calle a un educador, lo metieron en una Ford EcoSport y le dijeron: Alejate de esa campaña de mierda contra el hambre; éste es el último aviso. Lo golpearon fuertemente, le apuntaron con una pistola y lo dejaron a quince cuadras de la estación Gerli. La tercera fue la vencida, y entonces Alberto Morlachetti, creador de esa fundación famosa, coordinador del Movimiento Nacional de los Chicos del Pueblo e impulsor de la campaña nacional “El hambre es un crimen”, se convenció de que la mafia no se detendría y que todos estaban en peligro de muerte. No se equivocaba. Desde ese momento ocurrirían todavía cinco ataques más. Interceptaron a una docente en Temperley. Luego raptaron, golpearon y le realizaron perversas heridas leves con un cúter en brazos y piernas a otra educadora de ese movimiento humanitario. A los diez días se la llevaron de nuevo en José C. Paz, la narcotizaron y la dejaron tendida boca arriba en una plaza frente al Cementerio de Chacarita. Lo mismo hicieron con otro maestro de un hogar para niños, que apareció tirado en Plaza Constitución, y también con un voluntario que dejaron libre en el hipermercado Coto de Lanús después de un viaje de miedo y aprietes. La razón de tanto ensañamiento es, aunque resulte increíble, una campaña pacífica pero multitudinaria que se lleva a cabo en todas las provincias y que tiene un fin noble: difundir la inconcebible hambruna por la que pasan millones
de argentinos. La noticia llegó hace unos meses hasta el diario El País de Madrid, que comenzaba el artículo con esta estadística: “Ocho niños menores de cinco años mueren por desnutrición al día en la Argentina, uno de los mayores exportadores de alimentos del mundo”. El protagonista de esta movida no gubernamental y de esta campaña amenazada es un hombre singular que empezó como canillita, estudió sociología en la Universidad de Buenos Aires, dedicó su vida a los chicos pobres porque él mismo lo fue, y está sentado ahora frente a mí, en una casa de Avellaneda, adonde va Serrat de vez en cuando a tomarse unos mates y donde el Viejo —así le dicen todos con cariño— fuma indolentemente un cigarrillo tras otro. Bordea los 66 años, tiene cáncer de próstata y arde en deseos de terminar el tratamiento y estar mejor para volver a vivir en la sede de la Fundación porque extraña terriblemente a los niños. Le señalo el cigarrillo, y Alberto se ríe: Fumé toda la vida, esto no tiene nada que ver con la próstata. Así que no me jodas, pudo haber agregado, pero se guarda el pensamiento por cortesía de recién conocido. Vengo a contar su historia, y el Viejo lo sabe. Pocas veces accede a notas. No le gusta la exposición, y me pide que no abunde demasiado en su enfermedad porque hay buenos pronósticos y porque no quiere aparecer vulnerable ante sus “hijos”. Se lo ve bien, lúcido y afable. Los secuestros del año pasado se detuvieron misteriosamente, pero todavía siguen enviando de vez en cuando mensajes intimidatorios a sus celulares. ¿Quiénes son? ¿Quiénes pretenden desarticular una idea que busca concientizar sobre el gran drama argentino? ¿Existe una especie de nueva Triple A en la provincia de Buenos Aires? No hay respuestas, y entonces yo le pido que me cuente algo. Me cuenta una vida. Morlachetti nació en el campo, pero su patria es Avellaneda. Vivía en un conventillo, en el tiempo del empedrado y el tranvía, cuando esa zona todavía estaba cruzada por la ética del trabajo. Alberto andaba todo el tiempo en la calle. Hay delitos que para los pobres nunca prescriben —me dice recordando correrías que no quiere precisar—. La pobreza es dura, una cicatriz abierta. Todavía existía el gallego del café de la esquina que lo escondía de la policía o le daba algo para comer. Igualmente recuerda esa sensación inolvidable: tener hambre, padecer ese dolor de estómago vuelto amargura y desesperanza. Alberto se salvó de lo peor porque sus padres lo mandaron al colegio y porque en el puesto de diarios se hizo adicto a la lectura. Pero muchos de sus compañeros se quedaron en el camino: La pobreza no es una elección —me explica como si hiciera falta en esta sociedad frívola—. La pobreza es una imposición: te pone
una pistola en la cabeza. Alberto tiene una pena inmensa por esos pibes que no pudieron salir del laberinto. A mis amigos les saquearon las palabras, me dice. La lucidez del lector, la posibilidad de amueblar la vida con libros, lo rescataron a él de un destino trágico. En su adolescencia, leía de todo: diarios, revistas, novelas; Camus, Marx, el Nuevo Testamento. Y se quedaba en los potreros del crepúsculo pensando que era posible construir un paraíso en la tierra. De forma natural, comenzó a organizar partidos de fútbol y después campeonatos, y a dirigir a equipos con chicos de la calle. Todavía era muy pobre cuando se anotó en la UBA y estudió sociología. Trabajaba y estudiaba, y era un exotismo en el barrio. Alberto era sesentista. Los años sesenta eran los años de los sueños. Pero su madre era católica. Le dejó un legado preciso: Cuando algún día la vida te trate duramente, tomá la mano de un pobre. Gracias al fútbol Alberto arrancó con su plan. Creó primero los “sábados de chocolate”: partido y chocolateada con facturas, que garroneaba en panaderías del barrio. No lo hacía como una cuestión política ni por simple caridad. Lo hacía con amor legítimo por esos chicos, que provenían de villas, de orfandades, de la nada oscura. Lentamente comenzaron a plegarse clubes, sociedades de fomento, vecinos. El Viejo era joven, pero sabía perfectamente que debía construir un territorio. Lo hizo. Con rifas, con donaciones, con trabajos y rebusques, logró comprar dos lotes y levantar la Casa del Niño de Avellaneda. Desde ese dificultoso comienzo hasta ahora han pasado cerca de treinta años. Hoy tienen una imprenta, una panadería, dos hogares, una granja, bibliotecas, consultorios, y sobre todo una organización nacional donde comparten alegrías y fuerzas con otros trescientos emprendimientos solidarios de todo el país, como la Red El Encuentro de José C. Paz o el Hogar Juan XXIII de Avellaneda. Cuando en los inicios Alberto Morlachetti abrió la sede de la Fundación y se mudó a ella con chicos de la calle, todo el mundo le decía que estaba loco. ¿Cómo era posible que alguien con tanta capacidad intelectual, que era docente universitario y había leído a Marcuse y seguido de cerca los textos de la Escuela de Frankfurt, perdiera el tiempo en esos menesteres y se pusiera a tiro de esos chicos difíciles? Más allá de las convicciones, estaba la íntima necesidad de compartir su vida con aquellos niños de modales distintos y problemáticas duras pero que sabían querer mejor que nadie. Los primeros fueron recogidos de cuevas indignas ubicadas detrás de la Facultad de Derecho. Alberto les dio cobijo, instrucción, horizonte y certidumbre. En 1977 comenzó el aluvión de los chicos callejeros, y Pelota de Trapo dio refugio a
muchos de ellos. Alberto era el “padre” de todos, y al principio tragaba saliva, en medio de sus contradicciones. Esos niños bravos tenían costumbres salvajes y lenguaje duro. Yo tuve que aprender de ellos —me dice—. Tuve que aprender para enseñarles. Se enfrentó a la droga, que antes era la cocaína y el poxiran y hoy es el paco, y a la prepotencia de la policía y sobre todo al prejuicio social. Morlachetti presenció, a lo largo de estas décadas, cómo se dinamitaban en la Argentina los puentes de comunicación entre los grandes y los chicos de todas las clases sociales, y también cómo la sociedad iba colocando al niño en el lugar de victimario y enemigo áspero. Cuando un chico comete un error no es hora de estigmatizarlo y castigarlo con rigor sino de abrazarlo fuerte —explica—. A veces algunos de esos actos desesperados (no me refiero por supuesto a los homicidios ni a violencias graves) son incluso un buen signo. Un gesto de vida. Esas conductas violentas, transgresoras, antisociales, son una esperanza, como dice Winnicot, un notable de la Psiquiatría. Mirá, los pibes librados a su suerte, los chicos abandonados, son un tema muy complejo. Si construir un vínculo no es algo espontáneo ni con el recién nacido, cuando toda la historia está por escribirse, ¿cómo se va a gestar un vínculo con el chico de la calle cuando en su historia nada pasó por seducirlo para la vida sino todo lo contrario? Suelto de madre es necesario domiciliarlo en un vínculo amoroso. No hay pedagogía sin ternura. No puedo sino pensar en las noticias violentas que tienen a los menores como protagonistas absolutos. Pero también percibo, como en un ramalazo de luz, dos cosas: este hombre no es meramente un teórico, y como el padre Pepe de la Villa 21 y tantos otros soldados laicos o religiosos, políticos o apolíticos, de derecha o de izquierda, como tantos héroes en la trinchera de la miseria y el hambre, Alberto Morlachetti sabe de lo que habla aunque intente sacar el agua de un bote agujereado con la ayuda de un pocillo. Está solo en medio del mar. El Estado no lo acompaña más que con algunas becas y subsidios menores. El Estado no está ni para la foto. Sigue adelante con los médicos de la Fundación Garrahan, con donaciones y sobre todo con la buena voluntad de la gente. Las grandes tesorerías de la política de cualquier signo faltan a la cita. Tal vez con esas tesorerías se podría practicar con eficiencia y masividad la política de la paciencia y la ternura, y no la ley de la reja y el gatillo. Pero más allá de discursos progresistas, hoy no hay plata para eso. Se ve que la plata rinde más en otro lado.
Muchos de aquellos niños rebeldes que al Viejo le daban dolores de cabeza hoy son señores con oficios y cargos bien rentados en empresas. Le traen ahora a sus nietos y le cuentan sus progresos. Son hombres hechos y derechos con la cultura del trabajo totalmente incorporada. Alberto recuerda cuando tenía que retarlos, cuando los esperaba despierto toda la noche hasta que volvían, cuando afrontaba con preocupación y a veces con humor sus diabluras. Una vez vienen a contarme que en una excursión uno de mis chicos, Ernesto, había robado manzanas de un puesto —recuerda con una sonrisa lluviosa—. Lo agarré al pibe y le dije: ¿cómo se te ocurre hacer eso? Momento, Alberto —me contestó—. No es así. Yo vi las manzanas rojas y sentí que me llamaban. “Ernesto, lleváme. Ernesto, lleváme”, me decían las manzanas. Yo no las robé, sólo accedí a lo que me pedían. Ernesto hoy es fotógrafo y sigue cantando tangos, y tiene una buena familia. Era, en aquellos viejos tiempos, un residuo de la sociedad. No piensa el Viejo que no haya que castigar el delito. Todo lo contrario: sostiene que se debe ser severo. Pero introduce una salvedad: Los delitos grandes no los hacen los chicos. Le asombra el poco conocimiento que tienen los funcionarios sobre la problemática de la minoridad carenciada. Le dan vergüenza ajena. Y lo asusta que, comparados a los primeros chicos que él sacó del pozo, los pibes de esta década están más empobrecidos. Ahora el paco directamente los discapacita. La droga, más allá del lucro, es funcional al sistema de dominación, dice enojado. De pronto irrumpe en esa casa el hijo de una colaboradora cercana. Es un niño pequeño y Alberto deja la entrevista y la frente arrugada para abrazarlo y jugar con él con una felicidad impúdica. Es tan feliz ese hombre viejo con ese niño sonriente que quedo descolocado, como el involuntario voyeur de una intimidad sublime. Me doy cuenta en un gesto cuánto amor hizo falta para levantar todo esto. Y que ese amor no es impostado y racional, sino un torrente natural que le viene de muy adentro al canillita que se volvió campeón. Luego nos recomienda que visitemos la panadería que levantaron en una esquina pelada. Quisiera venir con nosotros pero el tratamiento lo tiene cansado. Los chicos de Alberto están, a esa hora, en la trastienda con el repostero. Preparan manjares. Los miro y me pregunto quién podría querer dañarlos. ¿Quiénes secuestraron, golpearon y amenazaron a esas personas buenas? ¿Quiénes envían todavía amenazas de muerte a celulares? ¿Existen incipientes escuadrones de la muerte en la provincia de Buenos Aires? ¿A quién beneficia callar la verdad? El hambre es un crimen. Qué duda cabe. Una panadera de 17 años se sube a un
banquito y anota, en un pizarrón donde hay una receta de pionono, esta frase: “Aquí no sólo se amasa el pan. Cobran sentido nuestros sueños. Echan a andar nuestros proyectos. Amasamos el país que amamos”. Deja el lápiz. Está prolija y orgullosa. Alguna vez esta chica tuvo la mirada opaca y fría. Pero ahora me mira con ojos brillantes. Asiento con la cabeza y salgo a la intemperie. Pienso en el Viejo. Tiene que recuperarse rápido, Viejo, hay mucho trabajo. No me falle. Cae la tarde sobre Avellaneda.
EL EXORCISTA DE LA CALLE 6
A Miguel se le aparecía en sueños una monjita que le señalaba el rostro de un hombre. En su desesperación, Miguel soñaba que esa mujer piadosa y consagrada le decía sin palabras este hombre puede salvarte del averno. Miguel vivía en Entre Ríos y trabajaba con un miembro de una secta satánica que lo pretendía en amores. Se había resistido a ese requerimiento, había probado alimentos que el mago le había cocinado a modo de galante obsequio y a partir de entonces había sufrido convulsiones, violencias y toda clase de fenómenos autodestructivos. Lo habían tratado médicos y siquiatras, y un sacerdote local le había diagnosticado “posesión diabólica”. Al borde del suicidio, creyendo verdaderamente que estaba tomado por el demonio, llegó a la provincia de Buenos Aires y buscó a través de unos parientes alarmados a un exorcista. Carlos Mancuso era el párroco del templo de San José, sobre la calle 6, y el cura autorizado por el Obispado de La Plata para realizar el ritual más misterioso y estremecedor de la liturgia católica. Cuando Mancuso examinó en su despacho al paciente, y comprobó que no se trataba de un asunto meramente siquiátrico, Miguel reconoció en sus facciones la cara del hombre providencial que le señalaba en sueños aquella monja ignota. El exorcismo se produjo poco después, en esa iglesia cerrada, sobre una frazada y con ayuda de cinco hombres que sostenían al poseso mientras Mancuso trabajaba con las oraciones en latín, el crucifijo y el agua bendita. En la realidad, los exorcismos son mucho menos espectaculares que en la ficción. No hay levitaciones, telequinesis, multiplicidad de voces ni pronunciación de distintas lenguas. Al menos el padre Mancuso, que lleva veinte años cumpliendo ese ritual redactado en 1614 y que tuvo leves enmiendas en 1984 bajo el papado de Juan Pablo II, asegura que jamás vio semejantes piruetas o clichés del folklore. No por eso, la ceremonia resultaba menos aterradora. Miguel se sacudía, gruñía, pateaba, insultaba y de vez en cuando miraba el fondo de los ojos del exorcista y
le hablaba en nombre de otro. Tu Dios no existe, le dijo en un momento. ¿Ah, no? —respondió Mancuso—. ¿Y a vos quién te mandó al infierno? Miguel, o su ardiente inquilino, pasó de la negación al lamento: Dios me ha abandonado. El sacerdote tiene orden de su obispo de no confraternizar ni entrar en diálogos, pero no pudo en esa ocasión evitar la ironía: Ah, claro, ahora resulta que te abandonó. Miguel se movía con una fuerza impresionante, y era doblegado una y otra vez por los auxiliares y atacado con las armas del ritual. En un momento, exhausto por el esfuerzo, sonrió de un modo escalofriante: Bueno, ahora podemos negociar, le dijo al cura. No había negocio posible. Y al final se entregó. Lo hizo adoptando un alivio absoluto, una paz nueva, un silencio limpio. Regresó a casa de sus parientes con la sensación de que había vuelto a ser él mismo después de tanto tiempo. Y antes de viajar a Entre Ríos, fue a escuchar misa y a darle gracias a Dios a la Catedral de La Plata. También visitó distraídamente la santería y entre todas las estampitas vio una de Sor María Ludovica, una mujer legendaria que realizó una gran tarea en el Hospital de Niños de la ciudad y murió en 1962. Ésa era la monjita —aseguró Miguel, alelado— que se le aparecía en sueños mostrando la cara redonda pero seria del padre Mancuso. Este episodio ocurrió hace dos años y a pesar de que el párroco de San José es uno de los más notables exorcistas de la Iglesia Católica argentina y que no se trata de un sacerdote ramplón y ciego sino de un hombre intelectual y estudioso de la siquiatría, no puedo creer en lo que acaba de contarme. Puedo creer que me cuenta la verdad. Pero no puedo creer de verdad que existan anticristos ni posesiones satánicas. No puedo creer —le digo—. Pero a veces creo en los que creen. Fui educado en un colegio salesiano pero luego conocí el materialismo histórico y me deslicé por la ciencia y la razón a este agnosticismo culposo: ahora envidio a los que tienen fe. Y me fascinan los ritos milenarios de la Iglesia que resisten la modernidad. Pero me gustan las historias de exorcistas como me gustan los cuentos de fantasmas y de vampiros. Me encantan como lector los monstruos aunque no puedo creer verdaderamente en ellos. En mi concepción racionalista, Miguel tenía un delirio místico y necesitaba un curador que entrara en su lógica, creyendo profundamente en ella, y que lo curara de esa sugestión. El exorcista y el poseso tenían así algo en común: creían que Satanás existía y que podía invadir un cuerpo humano. Para muchos de la propia Iglesia el diablo es sólo una metáfora del mal. Una figura jamás corpórea ni parlante. Otros sectores tienen la seguridad plena de lo contrario. Se reconoce que Juan Pablo II realizó tres exorcismos y se recuerda que hace poco Benedicto XVI saludó a la Asociación de Exorcistas Italianos diciéndoles: Ustedes ejercen un
importante ministerio al servicio de la Iglesia. Lo concreto es que, en la era de las computadoras y más allá de polémicas internas o externas, el exorcismo se sigue practicando discretamente en casi todo el mundo. Y Mancuso se ha convertido en un referente de esa praxis. Lo llaman y escriben desde los Estados Unidos y Europa, y lo invitan a realizar exorcismos en Centroamérica. Hace dos años tuvo que dar una conferencia en el Congreso Internacional de Psiquiatría, que se realizó en el Hotel Panamericano. El exorcista ha estudiado mucho esa materia, y los siquiatras lo rodeaban pidiéndole que les relatara los casos más impresionantes. Su principal trabajo consiste en dilucidar cuándo verdaderamente se trata de un hecho de posesión. En muchas ocasiones, descubre detrás de esos síntomas esquizofrenia, histeria o paranoia, y deriva a los pacientes hacia centros de salud mental. Muchas veces percibe que es simplemente trabajo para los médicos clínicos o para los neurólogos. Es que los exorcistas dividen los problemas en tres planos: el físico, el psíquico y el espiritual. Y sólo pueden intervenir cuando en los dos primeros no se ha encontrado la razón última del disturbio. Si tengo que optar entre la mente y el alma, particularmente yo me quedo con la mente porque puedo diseccionarla, pero no se me ocurre discutir del tema con alguien que estudia día y noche teología, psiquiatría, parapsicología y tratados de demonología. Estamos en su despacho, donde habitualmente atiende cercado por libros antiguos, y me doy cuenta de que le teme más a la influenza que al demonio. Es cierto —se ríe —. Tengo la estufa prendida todo el día y me pongo el abrigo para salir al corredor porque hace frío: soy diabético y no quiero enfermarme. Vivo solo en este edificio y nunca tuve miedo a cosas sobrenaturales. El cielo y la tierra están llenos de asuntos que no comprendemos, y tengo la impresión de que no me queda más alternativa que escuchar y narrar algunas experiencias límites del exorcista sin juzgar si la suya es medicina real o simple placebo. El primer caso de posesión que Carlos Mancuso vio de cerca ocurrió en los años ochenta y la protagonista del evento resultó ser una catequista. La chica estaba de novia y todo marchaba bien, directo al casamiento, a pesar de que la inminente “suegra” pensaba que ella no era un buen partido y que la relación era un error. Al parecer, la mujer consultó un brujo y pagó por un maleficio. El mago le dio un preparado especial y le pidió que lo mezclara con frutillas e hiciera con ellas una torta para la catequista. Se trataba de un “trabajo” importante, y la madre del novio siguió las indicaciones al pie de la letra. Después de comer
varias porciones, la chica comenzó a vomitar y a perder la conciencia, cambió radicalmente su personalidad y entró en un túnel de insultos y reacciones demenciales que duró días y días, y que ningún médico atinaba a frenar. El ángel se había convertido en un demonio. Y el cura de su parroquia, cuando la cosa se volvió inmanejable y escuchó que ella misma aseveraba tener dentro una presencia maligna, fue a buscar a Mancuso. Era una noche de luna y el cura de la calle 6 caminó por un largo pasillo y tocó a la puerta de la casa. Lo hicieron pasar y vio que la catequista estaba en cama, con su madre a un lado y un sacerdote, amigo de la familia, del otro. Inmediatamente entró, la chica le gritó a Mancuso: ¡Fuera, basura! Y comenzó a escupirlo. Mancuso le acercó el crucifijo y le advirtió: Éste te va a vencer. La catequista respondió, con voz ronca: A ése yo ya lo vencí. Al día siguiente Mancuso visitó al padre Antonio Sagrera, un sacerdote español que tenía 85 años y que era el exorcista oficial de la diócesis. Sagrera estaba trabajando en el jardín. En cuanto Mancuso empezó a relatarle los detalles del caso de la catequista, sin dejar de cortar los brotes con su tijera, el veterano guerrero de la oscuridad dictaminó: Está endemoniada. Lo hizo sin pestañear y sin dejar de podar su parra. Mancuso quedó impresionado por la seguridad de su maestro. Luego también él adquiriría ese ojo clínico. En aquel entonces, para practicar un exorcismo en la zona había que pedir permiso a monseñor Antonio Plaza. Hoy el obispo Héctor Aguer le ha dado permiso especial a Mancuso para llevar a cabo esas ceremonias según su criterio: confía absolutamente en los razonamientos de su párroco. Plaza le dijo a Mancuso: Háganlo pero con mucha prudencia, tal vez no se trate de una poseída sino de una enferma. Los familiares de la catequista la trajeron a la rastra a la iglesia a las diez de la mañana. Cerraron el templo al público y pusieron una manta en el piso. Pese a que Sagrera dirigía la operación, Mancuso se adelantó y les dijo a los auxiliares: Agárrenla entre todos. La catequista lo miró con sorna: Ah, me tenés miedo. A órdenes del padre Antonio comenzaron los ritos y las unciones, y su sucedieron los pataleos e insultos procaces. En un momento pararon para descansar y uno de los auxiliares le dijo: La bronca es con usted, Mancuso. Era cierto: Sagrera manejaba el exorcismo pero el odio de ella no se concentraba en el maestro sino en el aprendiz. Fue como un aviso —me dice Mancuso—. Una premonición y un aviso por todos los combates que libraríamos él y yo a partir de entonces. Después de luchar y resistirse, después de un escándalo de voces y forcejeos, repentinamente todos escucharon una voz: Abandono. Y la chica volvió dolorosamente de su furia ciega a sus cabales. Un
estudiante de medicina, que presenciaba las maniobras, la había examinado en el pico máximo de tensión: la catequista registraba los valores vitales normales. En medio de la ira sin límite y los puñetazos tenía sólo 72 pulsaciones, como si estuviera tomando una apacible siesta. El crecimiento del ocultismo y la magia negra, la proliferación de las sectas satánicas y las cofradías secretas, la multiplicación de hechiceros, curanderos y adivinadores, y la progresiva experimentación del espiritismo han sido el principal caldo de cultivo de los pacientes que el padre Mancuso ha venido atendiendo. La mayoría proviene de la provincia de Buenos Aires y de la Capital Federal. Sin embargo, el caso más resonante del exorcista de la calle 6 vino de Santiago del Estero. En 1985 un joven de veinte años llamado Gonzalo entró en una secta y firmó un pacto diabólico. Se les prometía, a quienes pactaban, placeres y dichas a cambio de ofrendas cada vez más exigentes. A Gonzalo le pidieron, en una escalada final, la vida de un ser querido: que asesinara a un sobrino de ocho años. El joven no pudo cumplir con ese sacrificio y comenzó a tener comportamientos perversos; a manifestar que cargaba con una venganza infernal y que llevaba en su interior un espíritu demoníaco. Lo revisaron siquiatras y médicos, y lo trajeron a La Plata en ambulancia: allí vivía su madre, que lo hizo ver en institutos de alta tecnología médica. Gonzalo cometía locuras en períodos irregulares y de manera intermitente. Lo ingresaron finalmente en un manicomio y, después de unos días de observación, un siquiatra encaró a la familia: Llévenlo a un sacerdote especializado para que lo curen de la parte espiritual. Un jueves de ceniza un párroco de la zona, atribulado por el caso, recurrió a los exorcistas. Mancuso examinó detenidamente el asunto y decidió que harían la ceremonia. Él y sus auxiliares ayunaron durante unos días y estuvieron en oración permanente. Luego se reunieron con parientes de Gonzalo y con un médico catedrático de la Universidad de La Plata, que quería presenciar el exorcismo, y partieron hacia la zona de Lisandro Olmos. Gonzalo estaba viviendo solo en una casa humilde. Los vecinos decían haberlo visto masticar vidrios, tragar cuentas de rosario y destruir crucifijos. Había intentado pegarle a su madre, había tratado de estrangular a un hombre, había roto ventanas y dormía en el piso como un animal. Tenía, sin embargo, lapsos de lucidez y por lo tanto de congoja. Mancuso entró en la casa y alzó su crucifijo, rodeado de su grupo de ayudantes,
y Gonzalo se acercó en cuatro patas gruñendo como un cerdo y se detuvo, echó a correr en sentido contrario y se lanzó afuera por una ventana. Corrió a campo traviesa sin que pudieran alcanzarlo. Y tuvieron que volver a la parroquia con las manos vacías. Pero después de almorzar, les avisaron a los sacerdotes que lo habían finalmente apresado y que lo llevaban maniatado en una camioneta hasta la Iglesia de San Cayetano. El exorcismo se realizó en esa misma iglesia, con el apoyo de una veintena de personas, que lograban sujetar a Gonzalo a duras penas. El joven tenía una fuerza inverosímil y cuando Mancuso intentó ungirle la frente se sacudió con violencia. Lo dieron vuelta y lo pusieron boca abajo para que no pudiera lastimar a nadie ni zafarse, y los curas comenzaron el ritual en latín y no lo acabaron hasta que Gonzalo se aplacó y pudieron sentarlo en una silla. Allí terminaron los alaridos y extraños balbuceos. Estaba ahora calmado y abatido, y narró el acuerdo diabólico que había firmado y por qué se había producido la posesión. Y luego, en señal de arrepentimiento, pidió que lo llevaran en andas hasta el sagrario y allí besó los pies de Jesucristo: todo había terminado. Gonzalo murió veinte años después, hace poco —me dice Mancuso—. Muerte súbita. Le falló el corazón. Supongamos, le propongo, que un tipo cree estar endemoniado pero no lo está y ustedes le realizan un exorcismo. No siempre podemos estar seguros de que no simulan la posesión —confiesa encogiéndose de hombros—. Pero si la persona se va de acá mejor, hemos hecho un bien, ¿no cree? Me gusta creer que el exorcista no tiene forma entonces de hacer el mal. Me habla de paso de San Benito de Nursia, que fundó la orden de los benedictinos, fue un poderoso exorcista y es “invocado con efectividad” para conseguir la protección contra los espíritus diabólicos. Mancuso se coloca nuevamente el abrigo y me acompaña hasta la puerta atravesando la fría austeridad de su parroquia. Está preparándose porque en pocos días más le traerán a un muchacho que vive en una villa miseria de la Capital. Dicen que está poseído y que al nacer su madre en lugar de bautizarlo lo consagró a Satán durante una misa sangrienta. Por cada hecho diurno hay un hecho nocturno. Hay una Biblia y una biblia negra, y un Cristo y un Anticristo, un derecho y un revés, una diestra y una siniestra. Y un duelo entre los cultores del Diablo y este gladiador de Dios. Aún en mi incredulidad más absoluta, le digo que fue un honor conocerlo. Mancuso no puede con su genio y me recuerda una vieja sentencia católica: Al infierno van aquellos que dicen que no existe el infierno.
EL CHICO QUE TENÍA DOS NOMBRES Y DOS MADRES
Tardaron menos de una hora en explicarle a Claudio Novoa, en el living de su casa, que aquél no era su verdadero nombre, que su padre había sido asesinado en Garín, que su madre había sido fusilada a mansalva en San Nicolás, que su abuela lo buscaba con ahínco desde hacía 19 años y que en algún lugar tenía un hermano y que era bajista de una banda de rock. Este último dato surrealista lo obligó a levantarse del sillón y a revisar sus discos. Abrió un álbum de Los Pericos buscando la cara de su hermano, se despidió del hombre que venía a traerle esas extraordinarias noticias y se abrazó en silencio con su madre adoptiva. Ése fue el comienzo de la nueva vida de Manuel Gonçalves, el chico que ahora toma un té en el Café Roma con una sonrisa triste y que vino para narrarme un delito horroroso, perpetrado por el Estado, que se encuentra por encima de cualquier ideología o polémica histórica: el robo de bebés. Dos juzgados de menores le otorgaron hace 31 años la adopción de un niño a dos vecinos de clase media de la zona sur: un contador público, que murió de cáncer poco después, y un ama de casa que tuvo que pelearla de abajo: Elena. Nunca se le ocultó a Manuel que era adoptado. En su fuero interno, el chico tenía miedo de haber sido abandonado y por lo tanto no quería conocer su origen: temía la confirmación de esas sospechas. Muchas veces se preguntaba, sin hablar con nadie, cómo era posible que lo hubiesen tirado a su suerte: Y si mis padres murieron, ¿no había abuelos, tíos o primos que se hicieran cargo? Como era tan doloroso, evadía el tema y se dejaba malcriar por Elena. Vivió feliz en Quilmes, Longchamps y luego en Guernica, arropado por esa madre bravía y cariñosa, y rodeado por sus amigos. Se recuerda con uno de ellos, sentados los dos en el interior de un Taunus verde y escuchando un disco de Los Pericos sin sospechar
lo que urdía el destino para todos ellos. Asistió a colegios y jamás lo anotició maestra o profesor alguno sobre la dictadura militar y sobre los sucesos trágicos de los setenta. Tal vez si alguien le hubiera contado que ciertos grupos de tareas robaban chicos y los entregaban a cualquiera, Claudio Novoa, como se llamaba entonces, hubiera sacado algunas conclusiones y se hubiera interesado por buscar su origen. De hecho, aquel joven flaco y expresivo se sentía distinto de sus compañeros: tenía un documento diferente y además percibía con las entrañas que él de alguna manera no pertenecía a ese lugar. Esa misteriosa sensación subió a la superficie y finalmente se materializó cuando un antropólogo forense que trabaja para las Abuelas de Plaza de Mayo tocó a su puerta y le contó, en el living, su verdadera historia. Aquella noche Manuel había salido con su auto y por un momento creyó que el desconocido era un policía y que venía a reclamarle una infracción o algo por el estilo. A ver si me mandé una macana y no me avivé, pensaba con mal disimulado nerviosismo. Pasó de la tensión al alivio en unos minutos, y más tarde del alivio al estupor. El antropólogo había hablado en la calle con Elena, y le había preguntado si su hijo sabía que era adoptado. ¿Por qué?, le preguntó Elena con el corazón en la garganta. Porque su familia biológica lo está buscando, respondió el hombre. Elena lo hizo pasar, les sirvió café y los dejó un poco solos para que hablaran tranquilos. Tus papás están desaparecidos, y tenés una abuela, un hermano y una familia —le explicó el antropólogo—. Pero tu abuela se conforma con saber que estás bien. Manuel reaccionó de inmediato: Sí, pero yo no me conformo. Cuando el antropólogo se retiró, Elena y su “hijo” quedaron abrazados y aturdidos. Elena sentía que la casa entera se le caía encima. Eso es lo que siente cualquier madre adoptiva cuando la prehistoria se presenta de repente y viene a ajustar cuentas y a desajustar vidas: la peor pesadilla vuelta realidad. Manuel, en cambio, sentía algo muy distinto. No sólo no lo habían abandonado, sino que lo habían estado buscando durante casi dos décadas, sin perder las esperanzas ni el empeño. Sólo en ese momento me di cuenta cuánto me importaba verdaderamente ese detalle, me dice Manuel. Sus verdaderos padres se llamaban Gastón y Ana María, y eran militantes de la
Juventud Peronista. El 24 de marzo de 1976 secuestraron a Gastón en la zona de Garín. Fue visto cuatro días más tarde dentro de un camión celular con otros presos políticos, junto a la comisaría de Escobar y con signos de haber sido torturado. El 2 de abril su cuerpo lacerado, junto al de otros tres militantes, apareció en orillas del río Luján. Los bomberos levantaron los cuatro cadáveres y los enterraron en una fosa común del cementerio de Escobar. Su esposa Ana María, embarazada de cinco meses, pasó por la casa de su suegra, Matilde Pérez, para despedirse. Se esfumaba por un tiempo, hasta que el peligro pasara. A los tres minutos de que Ana María se fuera, volaron la puerta de la casa de la abuela de Manuel buscando a la embarazada. Era una patota de policías con armas largas y gestos crispados. Todo había sido tan rápido que Matilde pensó que su nuera aún estaba en el edificio, pero en verdad se les había escapado por un pelo. Ataron a la señora a una silla y comenzaron a golpearla, y mientras tanto a revolver toda la casa. Luego la cargaron en un auto y comenzaron a pasearla por las calles oscuras, y la encerraron al final en un cuartucho. Al día siguiente le dijeron que se fuera de inmediato. Pero no tengo nada, se quejó ella. Cuando salió a la vereda se dio cuenta de que, a pesar de tantas vueltas, estaba alojada en la comisaría de su barrio. Llegó a su domicilio caminando y descubrió que los policías se habían robado todo: televisor, heladera, cocina, muebles, objetos, prendas. ¿Adónde va?, le preguntó el portero al ver que Matilde volvía a salir. A hacer la denuncia, respondió ella. En la comisaría no podían creerlo: la misma mujer que había estado prisionera volvía ahora para denunciar el saqueo de su casa. Tuvo suerte: lo único que le hicieron fue sacarla pitando. Ana María huyó hacia la ciudad de San Nicolás. Y se escondió en un chalet junto con un matrimonio y dos hijos pequeños. En esa zona dio a luz a Manuel, y aguantó un tiempo en aquella casa modesta pero acogedora hasta que a las 6 de una mañana de un día de noviembre, un grupo integrado por cuarenta militares y policías federales y bonaerenses rodearon la casa, lanzaron granadas de mano, y dispararon treinta cartuchos de gases lacrimógenos y miles de balas de ametralladora. Ese concierto de estruendos y ese ballet de proyectiles que entraban por todos lados, obligó a Ana María a meter a su bebé en un armario, y a dejarlo allí rodeado de almohadones. Los otros dos chicos de la casa fueron colocados en el baño: se salvaron de los impactos pero murieron por asfixia. El único sobreviviente, al acallarse las detonaciones, fue aquel bebé que los efectivos
encontraron al final, cuando estaban casi todos muertos y ya revisaban la casa hecha escombros y astillas sangrientas. Manuel fue trasladado a un hospital y colocado en una sala apartada. Patética imagen: un bebé de meses custodiado día y noche por dos policías. Luego un juzgado de menores, borrada por completo su identidad, lo ofreció en simple adopción.
Al enterarse de esos horrores, la madre adoptiva de Manuel lo acompañó en ese proceso de verdad, aunque sin dejar de entender que su “hijo” debía emprender el camino de regreso absolutamente solo, como un hombre que se busca a sí mismo y que intenta reconstruir el rompecabezas de su vida. Manuel visitó a Matilde en su departamento de Caballito. Tocó el portero eléctrico y escuchó “ya voy”. Le pareció una eternidad el lapso que transcurrió hasta que Matilde apareció en el pasillo, le abrió la puerta y le dio un gran abrazo. Después lo hizo pasar y le sirvió platos de abuela y le contó historias. El chico se sentía extrañamente feliz. A las pocas semanas conoció a su hermano, hijo de un anterior matrimonio de Gastón, el bajista de Los Pericos. La banda estaba de gira por España cuando les llegó la buena nueva. Se emborracharon de alegría: el niño perdido durante 19 años había sido finalmente encontrado. El bajista tenía un hermano, que además fortuitamente era su fan, y se iban a conocer en Buenos Aires. Lo hicieron, y esa primera vez estuvieron nueve horas seguidas hablando y hablando, poniéndose al día. Desde entonces se mantuvieron unidos e incluso fueron juntos a hacerse el análisis de adn. Manuel iba aterrorizado: ¿Y si después de tantas alegrías resulta que no soy?, le susurró a su hermano. Sos, lo cortó el bajista. El adn fue concluyente y no hizo más que ratificar lo que todos veían: Manuel era hijo de Gastón y se le parecía muchísimo. Los viejos amigos de su padre lo abrazaban llorando al verlo: no podían creer que fuera Gastón revivido y que se hubiera salvado del extravío y de la muerte. También afrontaron juntos la noticia de que habían hallado la fosa común en el cementerio de Escobar, con el cadáver de Gastón adentro. Se descubrió que era efectivamente Gonçalves porque tenía una prótesis inconfundible en el fémur, producto de un antiguo accidente de moto. Sus hijos lo sepultaron en el
cementerio de Flores, acompañados de otros nietos recuperados que venían en solidaridad y de viejos compañeros de infortunio de sus padres, que se les acercaban con emoción silenciosa.
Toda la escala de valores de Manuel se dio vuelta. Era el sobreviviente de una masacre, y le habían sustraído la identidad. Comenzó a investigar los pormenores, a meterse en los expedientes y a peregrinar por los lugares de la tragedia: las casas donde habían vivido sus padres, los sitios donde habían muerto, los puntos cardinales de aquel escalofriante relato lleno de testigos. Mientras andaba por esas latitudes trataba de acomodar los muebles de su cabeza. Tenía, para empezar, dos nombres. Hasta los 19 años era Claudio Novoa, y a partir de entonces Manuel Gonçalves. Era un pibe tironeado por dos identidades que debían integrarse de algún modo. Inició un juicio de filiación, logró que se anulara la adopción y reclamó la identidad biológica. Cuando los jueces le preguntaron cómo quería llamarse, existía la posibilidad de ponerse Claudio Manuel o Manuel Claudio. Pero entonces se dijo: Claudio es la consecuencia de una mentira atroz, tengo que llamarme solamente Manuel. A pesar de que algunos amigos siguen aún hoy llamándolo Claudio, él se siente definidamente Manuel Gonçalves. Y aunque habla de su madre muerta sigue teniendo una madre viva. Una madre imaginaria y una madre de carne y hueso. Todavía le resulta un poco raro que su mamá le hable de “tu madre” cuando se refiere a Ana María. Elena y Matilde se conocieron, y la abuela le agradeció que hubiera cuidado tan bien de su nieto. Matilde murió de una neumonía en junio de 2007, y Manuel sintió el terrible dolor de haber perdido tan pronto lo que había costado tanto conseguir y además de no haber tenido tiempo para devolver todo lo que esa vieja heroica había hecho por él: años y años de búsqueda incansable y doliente. En pago por todo eso, y con legítima vocación, Manuel se dedica ahora a ayudar en la búsqueda de otros niños perdidos. Faltan todavía aparecer cuatrocientos. El secuestro y la desaparición de bebés llevados a cabo por de las fuerzas armadas de un país cualquiera es un delito aberrante sin defensa posible. La concepción de los jerarcas de la guerra sucia incluía la necesidad de no dejar ni descendencia de los militantes revolucionarios. En lugar de entregar los bebés a sus familiares, y siguiendo la praxis de exterminio consagrada por el nazismo, tenían maternidades clandestinas, dejaban parir a las mujeres antes de asesinarlas
y entregaban luego a los chicos, con documentos apócrifos, a personas conocidas o a juzgados que los daban en adopción. Ahora Manuel tiene 33 años y una hija de 8. Trabajó en producción cinematográfica y en prensa, y es dueño de una calidez personal extraordinaria. Siempre flota alrededor suyo una nube de bonhomía. Una paz que sólo se alcanza después de un largo llanto. Eso no le impide, sin embargo, empujar una causa judicial contra el ex comisario Luis Patti, de quien se sospecha que tuvo vinculaciones con las represiones de Escobar. En esas represiones ilegales murió Gastón Gonçalves, pero Manuel no quiere que su vida quede marcada por esas diligencias. No me quiero cargar de odio —me dice tomando el último sorbo de té—. El odio no ayuda. Su drama no es de izquierda ni de derecha. Su drama es universal, y lamentablemente argentino. Salimos juntos a la calle. Presiento en este instante esos otros dolores que también ha padecido, durante estos doce años, su madre adoptiva. Casi puedo sentirlos. Lo abrazo. Pero mientras lo hago, la estoy abrazando también a ella.
ALCOHOL, PASTILLAS Y OJOS AZULES
Una vez a Laura le colocaron un chaleco químico. Un cóctel de medicamentos a prueba de adicciones. Algo así como dormir y estar despierto. Encorsetada y aturdida, Laura no sentía alegría ni tristeza, aunque se daba cuenta de todo, como en aquella película de terror donde un hombre yacía muerto, pero consciente, a merced de los médicos y sepultureros que lo preparaban para el funeral. El hombre intentaba mover un dedo y no lo conseguía, y avisaba a los gritos que estaba vivo, pero sus ojos no se abrían y sus labios permanecían sellados. Laura Lampreabe probó el chaleco químico después de haber consumido durante años el alcohol y las anfetaminas, el vino y el clonazepam. En esos trances, amurada y por dentro, Laura se preguntaba cómo había contraído una adicción tan violenta y destructiva. Parece difícil, pero en realidad es muy sencillo que el dolor existencial te lleve a la anestesia del alcohol o de las drogas legales. Es un camino corto, sensual e imperceptible, y aunque no lo parece, le puede pasar a cualquiera. Sos cada vez más vulnerable y dependiente, y un día estás proponiéndote seriamente que sólo tomarás los viernes y los sábados, y encarás la semana creyendo que cumplirás con vos mismo y, a la vez, contando las horas para que ese momento deseado llegue lo antes posible. Pero te duele el alma, y el cuerpo te pide que anticipes el recreo: abrís entonces una botella, calmás la sed, tomás unas pastillas y adormecés de nuevo esa maldita amargura de vivir mientras todo se va al diablo. En los años setenta, mucho antes de aquel drama, Laura era una rubia de ojos azules que quitaba el aliento. Tenía dos abuelas irlandesas y su familia era propietaria en Trenque Lauquen de una chacra donde criaban caballos. Luego vivieron en Suipacha y en Mercedes, y Laura se mudó de muy joven a la Capital
para estudiar derecho y sociología. Los valores familiares eran el intelecto y la honestidad. Pronto Laura se vio arrastrada por el fervor de la participación y el recurrente sueño de la patria socialista: militó en la JP, conoció al padre Mujica y marchó a Ezeiza junto con Marilina Ross y Pino Solanas, y tantos otros artistas comprometidos de la época, a recibir a Juan Domingo Perón: se tiró al piso cuando empezaron los balazos. Su biografía de aquellos años turbulentos está llena de manifestaciones, noticias sangrientas, ideales extremos y amores y pasión. La chica de los ojos azules quedó embarazada, dio a luz a un niño y estaba en la Plaza de Mayo cuando el General los llamó “imberbes”. Ese día corrió como tantos compañeros de ruta y se refugió en un bar del centro. Nunca participó en organizaciones armadas, pero supo que debía levantar campamento y emigrar porque se avecinaba la peor de las tempestades. Por aquellos tiempos la muerte súbita borró a su hijito de la faz de la tierra. La muerte de un hijo es una de las mayores tragedias que puede sufrir un ser humano. Pero la muerte súbita, en particular, coloca a los padres frente a un inconmensurable sentimiento de culpa. Laura llevó siempre consigo esa herida que no tiene cura ni remedio. Viajó mucho, tuvo más hijos y nuevas parejas, vivió su autoexilio en Europa, vendió ropa, se conectó con el arte y con cierto hippismo espiritualista, y aunque ya tomaba alcohol no pasaba de ser una bebedora social. Al regresar las cosas empeoraron. La Argentina estaba llena de fantasmas y de amigos muertos, los nuevos jóvenes parecían individualistas y pasteurizados, y entre tantos hombres que la rondaban eligió a uno propenso a la violencia doméstica. Elegí una persona enferma porque yo estaba enferma, me dice, y no hay una pizca de autoindulgencia en ella. Estamos en una sala vacía y helada de la fundación Casa del Sur, donde Laura Lampreabe trabaja ahora como “operadora”, cuidando y tratando de sacar del pozo a adolescentes que provienen de las villas y del paco. Es una mujer estudiosa y efusiva, y a cada rato se arrepiente de narrar sus intimidades. Pero al segundo comprende que su testimonio puede ayudar a mucha gente y vuelve valientemente al ruedo. Cuenta atropelladamente su caída. Aclara que nada fue de golpe, que todo fue progresivo.
Primero vinieron la confusión y los deseos de no pensar. El vino, que aplaca las penas y luego las ahonda. Anfetaminas para adelgazar. Clonazepam para dormir. Nadie elige ser adicto, como nadie elige ser diabético o hipertenso. Pero Laura, como muchos otros alcohólicos, negaba su enfermedad y el vino iba teniendo el control absoluto de su vida. Se había transformado paulatinamente en una obsesión que organizaba los días y las noches. Un tirano vergonzante e invisible que le istraba la voluntad. La chica de los ojos azules caía en frecuentes intoxicaciones. Y en paranoias y alucinaciones sensoriales. Sentía que máquinas inconcebibles la pinchaban, que cuando se duchaba misteriosas picanas le recorrían el cuerpo y que la perseguían siniestras organizaciones paraestatales. Recelaba de todos, pensaba que la vigilaban, anotaba la chapa de autos sospechosos y bebía. Hubo muchas etapas y recuerdos turbios. Llegó a caminar por Libertador varias cuadras con el tránsito de frente. Imagino a los automovilistas pegando frenazos y tocando bocina, o eludiendo por centímetros a ese espectro que andaba sin rumbo fijo buscando la muerte. También las firmes decisiones fallidas: no tomo más y, al rato, tomo un poquito, y, enseguida, al mismo pantano de siempre. Un peligroso pantano de silencio y humillaciones. Laura fue a Alcohólicos Anónimos y aprendió a pensar su problema en voz alta. Adicto significa “el que se quedó sin palabras”. La adicción es la punta del iceberg: hay que sumergirse hondo para reparar el daño. Si no se repara, si la base no se modifica, todo seguirá igual en la superficie. Laura anduvo todavía a los tumbos, sin lograr dominarse ni cambiar sus conductas, arruinando con pequeñas tentaciones honestos períodos de sobriedad. Tengo que salir, es la última vez. Y por la tarde tomo un poquito y por la noche estoy en la misma estación de la que partí. Y esa estación está en llamas y el fuego me come vivo. Nadie puede controlar ese círculo vicioso, esa espiral descendente. Laura recurrió a todo. Incluso al chaleco químico, que en realidad no soluciona el conflicto de fondo porque no permite mover las tuercas flojas y rearmar la carcasa psicológica formada por los genes, la infancia, la violencia doméstica o pública, los grandes dolores puntuales como aquella muerte súbita, la precariedad afectiva y percances que uno se procura o que se empeña en tejernos el caprichoso destino. Finalmente, consiguió salir a flote gracias a que su familia intervino y logró
ponerla bajo custodia de un juzgado. El adicto no puede tomar esa decisión solo. Porque no está solo sino mal acompañado. Lo sigue a todo sitio, como su sombra fiel pero nefasta, su propia adicción, que habla por él. La chica de los ojos azules aguantó el encierro. Estuvo temblando tres meses. Temblando. De noche lloraba y pedía morirse. Y cuando pasaron los primeros ataques, buscó recuperar su cabeza. Ella, que últimamente era incapaz de hacerse la cama, comenzó a ejercitar su mente repasando las tablas de multiplicar; regresó a las lecturas, fue recuperando su autoestima y se sometió a conciencia a todas las fases del tratamiento. Su familia, en un solo bloque, como una verdadera institución, la contuvo. Y gracias a un terapeuta especializado en familia pudo romper, con sus hijos, aquellos silencios y malentendidos que los habían distanciado. Se descargaron juntos en esas sesiones, y hablaron, que es el único modo de cauterizar las llagas del corazón. Y así fue como Laura pasó de ser una muerta en vida a ser una persona limpia y con ganas de trabajar. Estudió los métodos de las comunidades terapéuticas, los secretos del programa y de su autofinanciación, se metió en la istración, leyó sobre los medicamentos específicos y abrazó el apostolado de acompañar a los que sufren hoy lo que ella sufrió antes.
Casa del Sur es una impresionante asociación civil sin fines de lucro que dirige el psicólogo José Rshaid, uno de los mejores especialistas en adicciones del país. Y Laura es muy útil como operadora —me cuenta—. Está en la trinchera, ayudando a los chicos del paco. Los “operadores” son más escuchados por los adictos que nosotros. Es que son “del palo”, pueden entenderlos mejor y resultan un espejo donde los chicos miran con esperanzas su futuro. Casa del Sur es la más grande comunidad terapéutica del país. Tiene 12 casas para adictos en recuperación, un departamento de salud mental, un instituto de capacitación docente y un centro cultural. Opera sobre pacientes judicializados: todo menor detenido por delitos graves es enviado por la Justicia a esas casas. Cuando el sistema no sabe qué hacer ante un caso de adicción al paco seguido de violencia, piensa en Rshaid y su equipo de cincuenta profesionales, que reciben al pibe intoxicado de pasta base que nadie más quiere, y emprenden
laboriosamente el intento de salvarlo. Hace veinte años era un privilegio para cualquiera de nosotros poder entrar en el Programa Andrés —recuerda José—. Nos peleábamos por estar. Pero a partir del fenómeno del paco los profesionales dedicados a la adicción no damos abasto. Tienen hoy 500 chicos en tratamiento y un atraso de seis meses en el cobro de los subsidios correspondientes. Hacen malabarismos para que a los chicos no les falte nada; profesionales, auxiliares y operadores dejan sus magros sueldos para lo último y sostienen el funcionamiento de las casas a pulmón y por prepotencia de trabajo. Cuando le roban a un gerente o a un ejecutivo en la esquina suelen acordarse de la necesidad de combatir el paco y recuperar a los adictos que asaltan para consumir. Pero luego las empresas privadas miran para otro lado y, salvo excepciones, no se sienten comprometidas a aportar económicamente en estas instituciones vitales. El Estado, últimamente tan presente en tantas áreas de la economía, tiene floja intervención en esta decisiva batalla. Y algunos de sus funcionarios amenazan incluso con impulsar una ley supuestamente progresista según la cual habría que darles libertad de tratamiento a los menores adictos, una idea reaccionaria que desnuda total ignorancia en la materia: los adictos no pueden decidir eso, porque habitualmente el paco decide por ellos. Muchos jueces que envían allí a los detenidos se sienten irados y agradecidos por el trabajo de Casa del Sur y por los progresos rápidos de esos chicos, que hasta ayer nomás podían ser feroces delincuentes y que reaparecen convertidos en seres humanos lógicos y amables. Cuando esos adictos llegan, Rshaid los coloca en terapia intensiva psicológica. En un régimen de casa cerrada, que no es una cárcel, pero que tiene algunas medidas de seguridad. Los chicos no suelen escaparse del lugar donde, de repente, les dan calor y comida, y donde encuentran cariño y comprensión. El afecto y la contención humana curan las adicciones. En muchas ocasiones, no se trata más que de eso: estos menores vienen de la hostilidad de una existencia donde no conocen más que el odio y el áspero desprecio a la vida. Y el afecto es un shock que los transforma en otros. Igualmente, el primer mes es muy difícil: el paco produce un grado de destrucción mayor que cualquier droga tradicional. Un adicto que ha consumido pasta base durante doce meses tiene a veces similar grado de deterioro que alguien que lleva 15 años aspirando cocaína.
Antes del paco los adictos provenían de clases medias y altas. Hoy surgen mayoritariamente de los sectores más humildes y marginales. Laura, que está en la lucha cuerpo a cuerpo, sabe que la internación puede durar de ocho meses a un año, pero que lo más difícil es crearles luego las circunstancias para que no regresen a la misma retaguardia hambreada y violenta, con parientes abusadores y anomia. Al mismo barrio donde pululan los mismos grupos enfermos sin la cultura del trabajo y la superación. Los chicos pueden dejar atrás la adicción, pero también pueden recaer con facilidad si no logran adoptar hábitos nuevos. Acá se han rehabilitado muchos, pero el problema es cómo reinsertarlos —dice Laura, con desesperación—. Algunos son hijos de los planes sociales. ¿Cómo rescatarlos de la pasividad y darles una chance en la sociedad del trabajo? El conurbano está plagado de estos chicos sin ganas ni lugar ni destino. La chica de los ojos azules es hoy una veterana aguerrida. Estuvo cuatro años en la comunidad de mujeres, en San Martín, y trató con adolescentes que llegaban semidesnudas, desnutridas o anoréxicas, a veces en un estado primitivo: no tenían noción de lo que era un baño y hacían sus necesidades en cualquier lugar. Algunas lograron apartarse de la adicción y encaminarse. Trabajan de peluqueras o se las rebuscan en comercios, y le escriben mensajes de texto contándole sus vidas y enviándole besos agradecidos. A todas Laura les explica una verdad glacial: hay que sufrir para dejar de sufrir. Laura Lampreabe hizo cursos y se acercó al taoísmo como forma de autoconocimiento y búsqueda de la armonía. Sigue pensando que el sistema capitalista trajo muchas calamidades, porque está basado en producir, consumir y descartar. Pero ya no cree en grandes revoluciones. Piensa, más bien, que se debe salvar de a uno en uno. Si yo cambio, alguien más va a cambiar —me dice, con filosofía—. Yo soy la primera pieza, y sé que habrá un efecto dominó. Siente, de todos modos, que está haciendo trabajo de base, como en los setenta, y que abraza otro tipo de militancia. Tiene mayor tolerancia al fracaso, aprendió a saber esperar y está convencida de que con el dolor se crece. Vamos hasta la puerta y le digo irónicamente que la antigua pecadora se ha vuelto una heroína social. Se agarra la cabeza y lo niega con vehemencia. No quiere protagonismo ni halagos. Sólo quiere que su historia le sirva a alguien, si es posible. Accedió a esta charla porque Rshaid la señaló entre varias operadoras ejemplares de Casa del Sur.
También es una ecologista convencida y se encarga ahora de una granja abierta en la comunidad de hombres. Se exige todos los días fuerzas e ideas para sacar a los adolescentes que atiende de la indolencia absoluta en la que están metidos. Sabe que si no salen de esa abulia, de ese aplastamiento exasperante, la droga los estará esperando en la calle con sus dientes afilados. Ayer cumplió 58 años y el mejor regalo lo recibió de dos adictos en recuperación. Al llegar a la huerta, Laura vio que punteaban la tierra y que lo hacían por iniciativa propia. Vio en ese instante que toda su odisea tenía un sentido. Que esos chicos del paco estaban sembrando su redención.
UN DIBUJANTE EN EL PURGATORIO
Raúl Soldi descubrió en la cárcel de Villa Devoto que el mejor ladrón de casas y joyas del país era a la vez un brillante retratista a lápiz. Esta extraordinaria conjunción de talentos le fue revelada al gran pintor argentino en la capilla de la prisión, cuando entre los cuadros que habían hecho los presos surgió un impresionante retrato de Borges. Averiguó de inmediato quién era el autor y luego quiso comprárselo. Pero Carlos Frattini, dueño de esas raras habilidades, le dijo la verdad: significaría para él todo un honor que el maestro lo tomara como un regalo. Me gustaría verlo cuando salga en libertad, le respondió Soldi. Y cumplió con su palabra. Lo apadrinó y lo ayudó para que hiciera una exposición de dibujos en el centro de Buenos Aires: ese día Frattini tuvo sus quince minutos de fama. Vinieron de la radio y la televisión, le hicieron notas para una revista, y conoció entre canapés a grandes personajes del arte y el espectáculo. Soldi le recomendó que, con semejante talento, se dedicara a dibujar día y noche, pero la vida en libertad no era tan sencilla. Y al cabo de un tiempo, Frattini desilusionó al maestro volviendo a su viejo oficio: el de escruchante. La novelesca desventura de Frattini, que pasó veintitrés años en la cárcel, comenzó mucho tiempo atrás. Específicamente en julio de 1931, cuando su madre murió al darlo a luz y su padre lo regaló a una familia de Pompeya. Ese padre jamás le perdonó aquella muerte, pero cuando volvió a casarse regresó intempestivamente, dos años después, para recuperar a su hijo y llevárselo por la fuerza a un conventillo de la Boca. Alcohólico y golpeador, un día el padre inició un pleito en la mesa y echó al chico de siete años de la casa. Frattini deambuló toda la noche por las calles de Constitución y en un edificio de cinco pisos descubrió que bajo las botellas vacías de leche los vecinos dejaban monedas para el repartidor. Juntó las monedas que pudo, entró en un bar, se compró un diario, pidió un tazón de café con leche y medialunas, y desayunó como un hombre a pesar de que casi no sabía leer y de que sus pies no le llegaban al piso. Mientras estudiaba en una escuela y se aficionaba secretamente al dibujo,
Frattini trabajaba como vendedor de carne y pescado, canillita y mandadero. Una madrugada su padre lo hizo subir a un barco, quitarse la ropa y colocarse diez relojes en cada brazo para pasar de contrabando. Otro día el hombre volvió enfurecido y asustado porque había sido despedido de la empresa, y llevó a su hijo hasta la calle Tacuarí, apalabró a un funcionario y lo dejó solo y sin explicaciones en ese caserón oscuro: un reformatorio. En esa escuela del delito, donde intentó fugas y recibió garrotazos, aprendió los códigos tumberos. A los quince años aprovechó el descuido de una mujer y le robó todo lo que llevaba en el auto mientras ella hacía un trámite. Al revisar sus bolsos encontró un fajo gordo de billetes. Más tarde entró como cadete en una boutique de la calle Florida, y se reencontró con un ex compañero de la Tumba. De una cartera arrebatada sacó una dirección y unas llaves, y entró cuando no había nadie en un departamento de Cabildo y se llevó efectivo, oros y brillantes. Así anduvo un tiempo, en su doble vida, viviendo en una pensión y haciendo plata como podía. Hasta que conoció en un bar a una viuda que le llevaba veinte años y que se volvió loca de pasión por aquel joven vigoroso. Ella vivía en Pueyrredón y Santa Fe, tenía una excelente renta, y lo convenció de abandonar la boutique y dejarse llevar por la vida. Se dejó llevar. La dama le compró ropas, lo invitó a los mejores restaurantes, lo llevó de viaje, lo animó a que dibujara y al final le reveló que tenía cáncer y que se iba a morir. Se murió nomás, y Frattini quedó en Pampa y la vía. Empezó de nuevo en la calle y en la soledad más absoluta, porque su padre no hacía más que expulsarlo de su lado y caer preso. Siguiendo el ejemplo paterno, contrabandeó mercadería y fue rebuscándosela para salir adelante. Cuando le empezó a ir demasiado bien unos policías lo secuestraron, lo metieron en una casa y le dieron picana hasta hacerle prometer que lo vendería todo y que les entregaría el botín sin chistar. Se lo entregó, y tuvo que volver a las yales y a las “petisas”, las llaves que más se utilizaban en aquellos años ingenuos. Los escruchantes eran, en esos tiempos, amigos de lo ajeno que jamás usaban pistolas ni cuchillos ni violencia. Y tampoco ganzúas: Frattini cargaba en la cintura, tapados por el saco, dos pesados llaveros. Probaba una tras otra y rara vez se le resistía una cerradura. Aprovechaba la hora de la siesta, donde los vecinos están en el trabajo y los porteros descansan, para entrar en edificios céntricos y opulentos. Robaba todo lo que tenía valor, y revendía el oro y las joyas en la calle Libertad. Así de simple. Con mucho riesgo y adrenalina, pero sin producir rasguños ni daño personal.
Nunca le gustaron las armas a Frattini, pero aceptó guardarles dos pistolas a unos ex compañeros de correrías. Una mañana se encontró con el cañón de una 45 en la frente. Era otro grupo de la Federal: alguien lo había “vendido” y cuando lo sacaron a golpes de la cama encontraron bajo el colchón las dos armas de guerra. Fue a parar por primera vez a Devoto, donde se reencontró con otro ex compañero del reformatorio, un chico rubiecito a quien un preso viejo codiciaba. Mirá la rubia qué buena que está, dijo el matón. Frattini tomó un calentador de kerosene y le partió la cara. El matón fue al hospital del penal y Frattini a una celda asfixiante, pero entre esa muestra de fuerza y la versión jamás desmentida de que en la calle andaba calzado con dos pistolas de grueso calibre, nadie volvió a molestar al escruchante. Todo lo contrario. Jorge Villarino, alias el rey de las fugas, un personaje legendario que se había escapado de todas las prisiones, lo invitó a integrar su equipo de fútbol. Villarino era “caño” y Frattini era “llave”, pero igualmente se llevaron bien. Frattini era muy hábil con la pelota, y el pistolero le tomó cariño. Jorge, usted no es ladrón, le dijo una vez. Sonaba a ofensa, y por mucho menos Villarino le habría quebrado la cabeza a cualquiera. El ladrón verdadero no pide la guita, la roba —dijo Frattini sonriendo como si explicara un acto de magia—. Usted encañona y la pide. En cambio, yo simplemente la robo. Eran otras épocas. Prácticamente no existía la droga y se respetaban ciertas reglas de honor interno. Cuando escuchábamos que un ladrón moría en la calle se apagaba la radio, no se oía música y guardábamos luto en Devoto —cuenta—. Hoy no hay respeto ni códigos. Hay paco. La droga y la corrupción pudrieron todo. El escruchante presenció fugas y peleas, y salió libre en 1955. Intentó una y otra vez que su padre lo aceptara nuevamente en su casa, porque adoraba a su madrastra y a sus hermanas. Pero siempre el hombre se interponía y le cerraba la puerta en las narices.
Más allá de esa picaresca del ladrón elegante que Frattini encarnaba, el chico real trataba de no caer al otro lado de la línea, pero era también un barrilete sin cola y la correntada del destino lo devolvía una y otra vez a las cerraduras y a las alhajas. Regresó a Devoto dos años más tarde. Pasó luego a la Penitenciaría de Las Heras y después al penal de Santa Rosa, donde encabezó un motín por una injusta golpiza que los guardiacárceles le habían propinado a un camarada. Cuando recuperó la libertad se dedicó a pulir hasta la perfección el arte del escruche. Operaba en las zonas de Barrio Norte, Palermo y Caballito. Lo hacía
de 13 a 16, sin francos, desvalijando departamentos lujosos y casas solitarias. Tenía, de vez en cuando, algún tropiezo: una vecina que volvía antes de tiempo o un portero empeñoso. Pero la cosa no pasaba de un empujón y una corrida. Los amigos de la calle Libertad pagaban bien la reventa, y Frattini se compró trajes caros y un Cadillac convertible. Para ese entonces había podido ahorrar un millón de pesos, y pensaba seriamente en invertir en un negocio legal y abandonar el yeite. Pero la ambición lo perdía, y no lo dejaba soltar ese fierro caliente: cuando no robaba se sentía culpable, como si estuviera en falta. Como un trabajador adicto que sufre en los fines de semana largos. Cuando Dios da un don da un látigo, dice el refrán, y suena a herejía en este caso. Pero es que los caminos de Dios son misteriosos. Frattini andaba de novio con una mujer a quien le decía que era un próspero comerciante. Y estuvo incluso a punto de creérselo: quería casarse. Una tarde iba para el cine pero no pudo con su genio y entró en un departamento de Moreno y Piedras. Había efectivo y joyas, y un valioso reloj de bronce sobre la cómoda. En eso estaba cuando seis policías irrumpieron en el lugar y lo detuvieron. Te salvaste porque no llevabas encima ni un cortaplumas, le dijeron. Si lo hubiera portado no contaba el cuento: Te boleteábamos. Le estuvieron dando puñetazos y patadas tres días. Perdió la novia, el Cadillac y los ahorros, que fueron a parar a sus abogados. Terminó en Devoto, donde lo recibieron con apremios ilegales y con treinta días en solitario, a pan y agua, y con un frío paralizante. Cuando llegó al pabellón, se acomodó como pudo y comenzó a hacer retratos. Los presos le daban la foto de la novia o de la madre, y le pedían un dibujo. Frattini les cumplía y canjeaba sus retratos fidedignos por alimentos. Junto con un amigo comenzó a enviar cartas al correo de una revista brasileña. Lo hacía por diversión y para levantarse chicas. Firmaba Carlos Alberto del Solar Frattini y decía que era estudiante del barrio de Devoto. Las respuestas que venían eran escandalosas. Hubo un momento en el que algunas mujeres se les declaraban enamoradas, y había que decirles que ellos estaban presos. Eso no hacía mella, sin embargo, en el corazón femenino. Al salir, Frattini fue en busca incluso de una de ellas. Eran romances postales pero romances al fin. Viajó a Uruguay para eso, y para hacer de paso algunos “trabajos”. Cuando salía de un chalet lujoso lo esperaba un pelotón de policías orientales. Se lo llevaron, lo pusieron sobre el elástico desnudo de una cama y le dieron horas y horas de picana eléctrica. Estuvo tres meses preso y al regresar a la Argentina conoció a Graciela, una mujer en serio, y se casó con ella a fines de 1968 con la idea de abandonar la mala vida.
No tuvo, por supuesto, la voluntad para hacerlo. Y hasta aprovechaba las vacaciones playeras con ella para robar chalets y mansiones en la Costa. Finalmente, cuando la comedia fue insostenible y ella quedó embarazada, Carlos le dijo a Graciela la verdad. Su esposa estuvo todo un día en silencio, tratando de asimilar el golpe, y al final le dijo que lo amaba pero que debía ponerle fin a su carrera. Al nacer su hija Clara, la presión por enmendarse aumentó. Una mañana, leyendo el diario, Carlos descubrió una nota titulada “Émulos de Raffles”, donde se lo acusaba con nombre y apellido de haber robado dos joyerías. No era cierto, pero parecía que toda la policía del país lo andaba buscando. Estuvo escondido un tiempo, lleno de paranoias, y luego volvió a las andadas. Su mujer no preguntaba demasiado: Frattini robaba casas en Buenos Aires, en Mar del Plata y en Punta del Este. Tuvo dos años de “trabajo” intenso y aunque lo capturaron dos veces, pagó a los policías bajo la mesa y siguió adelante. Pero la tercera fue la vencida: un comisario que quería ascender ordenó picanearlo hasta dejarlo agonizante. Seguían con la idea de que había cometido el robo más grande de la década. Los investigadores de todas las brigadas desfilaban para verlo como si fuera un animal exótico. Graciela y Clarita, abatidas por la situación, lo visitaban en la sombra. Frattini, muerto de vergüenza, volvió a las ranchadas y a los dibujos. Fue durante aquellos años en los que Raúl Soldi se interesó por su trabajo de retratista, y cuando al regresar a la calle intentó ser pintor y vivir honestamente de las artes plásticas. Graciela quedó de nuevo embarazada y dio a luz a un niño: Hernán. Se les venía encima la dictadura militar, y Frattini no podía mantener a su familia vendiendo un cuadro por mes. Le dijo a Graciela que lo había contratado una inmobiliaria y volvió a los llaveros. Y después de un sinfín de desventuras, a la comisaría, a la picana, a las palizas y a la cárcel por grave reincidencia. La condena era inapelable: once años de prisión. Frattini le pidió perdón por última vez a Graciela, y ésta llevó a los chicos a la segunda visita, les pidió que se despidieran de su padre y cuando Carlos vio que se iban se dio cuenta de que lo hacían para siempre. Las rejas se cerraron, y el escruchante tuvo la lucidez de entender que había perdido a su familia, y que no tenía nada. Que la suma daba cero. La soledad que había sentido aquellos primeros días de su infancia, y que no lo había abandonado nunca, se había hecho profunda, amarga y lacerante. Tenía que remontar el larguísimo, interminable encierro, y tenía que hacerlo como Cristo en su calvario, sin ahorrarse ningún paso.
No se ahorró nada. Vivió su penitencia en esa catedral de la miseria, el vicio y la crueldad. Y fue trasladado al cabo de varios años a la Unidad 9, un penal federal de máxima seguridad que queda en Neuquén. Viejo y domesticado, sin el glamour ni la picardía ni los ánimos de antes, Frattini fue puesto en libertad un día, beneficiado por su buena conducta. Lo dejaron en esa ciudad desconocida. No tenía más que un bolsito y un número de teléfono: Graciela le respondió que no quería verlo más. Carlos se hizo cocinero y dibujante, buscó y buscó un trabajo estable y jamás volvió al robo ni al hurto. La policía lo acosaba cada tanto y le quería colgar algún sanbenito, pero Frattini se mantuvo limpio y fuera del asunto. Le negaban un empleo en cualquier empresa privada y una vez estuvieron a punto de contratarlo como portero de un edificio. ¿Quién mejor que un escruchante redimido para esa faena? Pero sus antecedentes le desbarataban todos los deseos. Hizo amigos decentes y verdaderos en la Patagonia y a la primera de cambio viajó a Buenos Aires en micro y trató de que le permitieran ver a Clarita. Tampoco lo consiguió. Le dejó un ramo de flores en el umbral de su casa y al día siguiente volvió a la carga: sabía que estudiaba en un secundario comercial cercano a una boca del subte. Recorrió todas las escuelas de la Capital que estaban cerca de alguna línea subterránea. Preguntaba y preguntaba, y nadie la conocía. En Plaza Lezica, unos jubilados le hablaron de un colegio a cinco cuadras de la estación Río de Janeiro de la línea A. Estoy buscando a mi hija — le dijo a la directora—. Hace casi siete años que no la veo. Vengo desde Neuquén solamente para verla. La portera trajo a Clara Frattini a la dirección. Carlos no podía abrir la boca. Su padre quiere hablar con usted, dijo la directora. La chica posó sus ojos en Carlos y le dijo: Hola, papá. El curtido ladrón de casas se quebró en un llanto largo y la abrazó: Nunca quise abandonarlos, te lo juro — le decía—. Te lo juro. Lo conocí a Carlos Frattini cuando yo era todavía un cronista policial de paso por el sur. Estuve cinco años viviendo en esa ciudad, y cuando leí su testimonio, conocí a la gente que lo quería y vi los dibujos que trazaba, sentí una irresistible simpatía por aquel perdedor. Durante años planificamos un libro que nunca escribí, y que iba a tratar de explicar, sin justificación alguna, cómo la delincuencia se forja en la primera niñez y por qué luego se transforma en un laberinto sin salida. Frattini me enseñó de paso muchas cosas sobre ese mundo lleno de héroes y canallas. Donde a veces los héroes hacen grandes canalladas y
los canallas son capaces de actos heroicos. Donde en ocasiones, no se trata de una lucha de buenos contra malos. Sino de malos contra peores. Y donde las cosas nunca son lo que parecen. Se enamoró de una viuda con hijos llamada Cristina, y tardó mucho en atreverse a revelarle su pasado. Cristina lo aceptó tal como era: ahora sus nietos le dicen “abuelo”. Carlos lleva 25 años alejado de las cárceles y de los robos, 18 años de feliz matrimonio y 12 años de empleado ejemplar del Patronato de Liberados de Neuquén. En esa dependencia oficial, durante los primeros tiempos, Frattini se reunía con reclusos y ex convictos. A todos trataba de convencer de que el delito era mal negocio. Les mostraba, como si fuera una ecuación matemática, que en esas actividades se perdía más de lo que se ganaba, y que eso ponía en discusión quién era verdaderamente el vivo y quién era un gil. Hizo varias exposiciones con sus dibujos sombríos y a la vez vivaces, su cuadro Mesa de café estuvo colgado en el Palais de Glace y ahora intentan hacer un documental sobre su periplo. No fuma, no bebe, está a punto de cumplir 78 años, se siguió viendo con su hija Clarita y hace unas semanas recibió una llamada sorpresiva. Su hijo Hernán, que jamás había querido verlo, telefoneó a su casa de Cipolletti. Frattini hacía rato que había perdido las ilusiones. Los mensajes que le enviaba a través de Clara caían en saco roto y Carlos no quería forzar ningún encuentro. Después de 33 años de silencio y ausencia, Hernán le dijo: Mirá, papá, hay cosas que todavía no me cierran de vos, pero nos vamos a ver. Sólo que me tengo que preparar. Frattini, con lágrimas en los ojos, le respondió: Yo tengo toda la culpa. Toda, toda. De lo único que no tengo la culpa es de haberte abandonado, hijo. Porque no te abandoné. Creémelo. Hernán le dijo simplemente que lo volvería a llamar. Cuando colgó, Frattini se quedó mudo, mirando la pared. El precio es tan alto. Es tan alto que no hay negocio que lo pague, muchachos. Si ahora pudiera retratarse a sí mismo, con aquella pericia que Soldi tanto iraba, Frattini se dibujaría en esa misma posición. Taciturno. Esperando aquella llamada que no termina de llegar.
EL HOMBRE DE LA MONTAÑA
Cuando el hombre de la montaña cierra los ojos le vienen a la memoria aquellos 17 cóndores que lo visitaban en el precipicio. Llegaban de dos en dos a curiosear y lo seguían camino arriba, y el peregrino les sacaba fotos y podía sentir de cerca el batir de las alas y ver cómo torcían al pasar sus majestuosas cabezas para observarlo. Se le terminó rápidamente el rollo y hubo un momento en el que sintió que las 17 sombras lo sobrevolaban y le nublaban el día. Estaba tranquilo porque esas aves generalmente se alimentan de animales muertos, aunque con el instinto se daba cuenta de que tal vez no fuera una danza de bienvenida sino la luctuosa ronda de una espera. Los cóndores esperaban acaso que el solitario andinista resbalara y cayera, y pudieran entonces merendárselo con premura. Ellos empiezan siempre por los puntos más blandos de los cadáveres: los ojos y la lengua. Tienen picos poderosos y cortantes, y dicen los zoólogos que pueden deglutir hasta cinco kilos de carne por día. Nada de esto, sin embargo, inquietaba a Carlo Bottazzi, que pocas veces siente temor en las altas cumbres. Bottazzi es un emigrante que llegó de Italia en 1948 huyendo de la miseria y de las secuelas amargas del fascismo, que se asentó en San Carlos de Bariloche y que realizó durante tres décadas rescates dramáticos en montañas, cerros, montes y ventisqueros. Fue 16 años jefe de la Comisión de Auxilio del Club Andino, y tuvo una vida llena de aventuras. Es ahora un anciano retacón de manos diminutas pero recias: garras para sostenerse en los abismos. Nos encontramos en un café de Bariloche donde la gente no deja de saludarlo y sonreírle. Algunos, sin embargo, no le tienen tanta simpatía en esta ciudad. Bottazi tropezó hace no mucho con una montaña metafórica pero muy filosa llamada Erich Priebke, quedó herido ante la opinión pública y lo sobrevolaron sombras carroñeras. Quiere hablarme ahora de esa desgraciada expedición hacia el desengaño, pero yo prefiero concentrarme
primero en los arriesgados escalamientos y en las frías cordilleras. La prehistoria de sus andanzas está sembrada de trabajo. Fue técnico en máquinas de escribir y de coser, y puso un taller para reparar radios, motos y cocinas. Vendió autos y fabricó artículos de andinismo: mosquetones, clavos, grampones, martillos y piquetas. Construyó galpones, comercializó material fotográfico, alfajores y galletitas; abrió un restaurante y istró la concesión del telesférico Cerro Otto. Tuvo subidas y bajadas, reveses económicos, hipotecas y disgustos. Durante la dictadura militar encabezó el “barilochazo”, y fue detenido y llevado a los cuarteles, donde experimentó más miedo que en ninguna ladera montañosa. Un teniente general, que lucía una esvástica en su escritorio, lo recibió acusándolo a los gritos de “subversivo”. Se salvó porque Bottazzi era lo que se denominaba “un caracterizado vecino” del lugar: actuaba en defensa civil, era directivo del Rotary Club y había salvado muchas vidas acudiendo en auxilio de escaladores imprudentes y extraviados. Después militó en el radicalismo y fue incluso votado como concejal, aunque la política evidentemente no era lo suyo. Lo suyo era dormir con la mochila armada junto a la cama y estar dispuesto a recibir una llamada a cualquier hora, dejar todo de lado, organizar por teléfono un rescate y subir a una montaña sin saber con certeza si regresaría a su casa sano y salvo. Su vocación queda en evidencia cuando entona en italiano la vieja canción de los montañistas, que era un código de clase en los fogones y refugios alpinos: “Allá arriba por las montañas, entre bosques y valles de oro, tras rocas y piedras, se escucha una canción de amor”. Descubrió de muy joven que ese paraje de la Patagonia era su lugar en el mundo, y trabó relación con andinistas entusiastas pero modestos que le enseñaron a trepar por paredes escarpadas. Trepó en solitario la pared Leürs, que es el lado difícil de un cerro fácil: el López. No llevó sogas y cuando alcanzó un sobresaliente de la pared vio que se le habían acabado los clavos. Se salvó porque efectivamente debe existir nomás el Dios de los principiantes. Desde entonces no se privó de escalar las vías más tortuosas del Catedral y el Tronador, dos montañas bajas; el Lanín, los Hielos Continentales y el maldito Fitz Roy, que es uno de los objetivos más riesgosos y sacrificados del mundo. Después de que los ses hicieron cumbre en 1952, Bottazzi y sus amigos improvisaron un ascenso por la supercanaleta, el camino de mayor pendiente. Con piquetas, grampones y cuerdas anticuadas los argentinos subieron 1.500
metros por un plano vertical donde había que dormir colgado y aguantar los días cortos y las intemperies largas. No pudieron hacer cumbre y volvieron a intentarlo en verano, donde hay avalanchas frecuentes y también deshielos con desprendimientos del tamaño de heladeras que les pasan raspando a los escaladores mientras intentan subir. Cuando faltaban nada más que 400 metros para llegar a la meta, extremadamente cansados, Bottazzi y su compañero percibieron que tenían una tormenta encima y que seguir adelante era una verdadera locura. Pero de esas demencias están hechas precisamente las grandes tragedias de los Andes. Tomaron entonces una decisión valiente: fueron cobardes. A veces la humildad te salva el pellejo. Si hubieran seguido unos metros los hubiera arrasado el temporal, el hielo y las piedras. Se tragaron el orgullo y emprendieron el regreso. Infinidad de veces Bottazzi y sus amigos se largaban a esas expediciones suicidas sólo para librarse del aburrimiento. La tarea de rescatista lo volvió más responsable y consciente. Es que de pronto se acostumbró a buscar días enteros a chicos perdidos en la montaña y a bajar heridos graves en camillas o cadáveres en bolsas de lona. En una de sus primeras misiones, Carlo formó parte de la patrulla que buscaba un avión desaparecido, un Viking que según inferían podría haberse estrellado en algún rincón de la falda del cerro Pontoneros. Partieron desde el refugio a pie y en una noche de lluvia, y caminaron en la helada oscuridad hasta el amanecer. Unos baquianos los ayudaron a localizar el Viking: todos sus ocupantes habían muerto. El hombre de la montaña fue desarrollando una necesaria indiferencia frente al horror. Conoció voluntarios que se espeluznaban frente al espectáculo y había que bajarlos también a ellos en camilla. Bottazzi adoptó un temperamento de cirujano, y en el momento justo nunca se dejaba impresionar. Sólo mucho después, cuando ya estaba en su casa tomando una sopa caliente o un trago, percibía que algo sutil y profundo le había cambiado por dentro. Volvió a intervenir a propósito de otro accidente aéreo cuando en 1973 salió a buscar un avión oficial que había chocado contra el cerro Pichi Leufú. Las patrullas se dispersaron y recorrieron un laberinto nevado de kilómetros y kilómetros sin tener noticias y sin radios para comunicarse, completamente ciegos por un viento blanco que no traía buenos augurios. Bottazzi tuvo principio de congelamiento en un dedo del pie, y se vio en la encrucijada de abandonar la búsqueda. Esas decisiones, en la alta montaña, son las más difíciles. Al final encontraron la nave quebrada y los cadáveres. Entre ellos yacía
un médico y compañero de los rescatistas: estaba destrozado. No fue la última vez en que Carlo debió recoger los restos de un amigo: un día lo llamaron para que subiera al López y trajera de regreso a otro camarada experimentado que sin embargo había cometido un error de novato, se había desbarrancado y se había roto la cabeza. Los hombres de Bottazi subieron y bajaron enlutados. Todos ellos trabajaban ad honorem y a destajo, sin esperar reconocimientos y jugándose el cuello. Les tocaron épocas tecnológicas menos benignas: no tenían celulares ni handies, las herramientas eran pesadas y todo se hacía con más coraje que logística. Cada vez que alguien desaparecía en una montaña, la radio local convocaba a los de la Comisión de Auxilio, había cadena de avisos por teléfono y se detenían las funciones de cine para hacer un llamado a los socorristas que podían estar esa tarde o noche entre el público. Ateo convencido, pero respetuoso de las creencias ajenas, Carlo reconoce que las experiencias le moldearon el carácter, le dieron temple y un sentido de la paciencia, y lo prepararon para las incongruencias de la vida cotidiana. Ya retirado, ya noble anciano, Bottazzi estudia filosofía para entender mejor de qué trata la existencia. Es curioso: no hay nada productivo en subir una montaña. Pienso, y se lo digo en este café de Bariloche donde estamos conversando, que los hombres nos inventamos montañas verdaderas o imaginarias sólo para poder vencerlas. Agustín Viale, un viejo escalador, me ha contado que él y Bottazzi subieron la picada del Cerro Tronador cuando eran jóvenes y que lo hicieron en pleno invierno, sólo para demostrarse a sí mismos que podían desafiar los peligros y las dificultades. Afortunadamente, los hizo recapacitar una tormenta y cuando regresaban, descubrieron que se inundaban los terrenos y desbordaban los ríos y lagos. Bottazzi, que iba adelante con una linterna, cayó en un pozo profundo. Viale vio la luz cuatro o cinco metros bajo el agua. Ni Viale ni Bottazi sentían fatiga: era divertido jugar a la ruleta rusa y salir con vida para contarlo. Clavo, anilla y rapel. Sogas, trepadas y descensos. Oxígeno, esperanzas y dolor. La ruta de Carlo está signada por esos elementos y sensaciones. Voló a Chile con el ejército por el terremoto del volcán Osorno, subió hasta el refugio y rescató de entre las ruinas de madera a unos pocos sobrevivientes. Tiene tantas anécdotas y estuvo en tantas operaciones, que podríamos quedarnos una semana entera recordándolas. Se detiene, al azar, en el refugio Jacob, cuando a tres adolescentes, como a tantos otros, se los tragó la montaña. Abajo esperaban los padres, ateridos de terror y dudas. Carlo guió a sus hombres hasta cerca de
Colonia Suiza y ascendió a pie, buscando con la vista y el corazón, en aquel desierto blanco. Los hallaron sobre una piedra: dos de ellos todavía respiraban, semicongelados, dentro de bolsas de dormir. El tercero había caído varios metros más allá: parecía desmayado pero estaba muerto. Una noche sin abrigo en la cordillera es suficiente para morir. Les dieron masajes y ginebra a los bellos durmientes, los bajaron a pulso por la picada y los internaron en el hospital de Bariloche. La irresponsabilidad de los turistas amateurs produce infinidad de casos idénticos todos los años. Los rescatistas no pueden hablar mucho puesto que antes de ser andinistas responsables fueron irresponsables escaladores de lo imposible. En 1977 el gobernador de Santa Cruz, un comodoro que viajaba con su esposa y varios subordinados, insistió en que su avión Twin Otter levantara vuelo del aeropuerto de Bariloche a pesar del mal tiempo. Era agosto y hacía un frío terrible. En minutos se cortaron todas las comunicaciones y comenzó la búsqueda desesperada. Gendarmería, el Ejército y la Fuerza Aérea lo rastreaban por toda la zona. Finalmente, lo localizaron en la ladera oeste del Cerro Paleta. Bottazzi iba en el helicóptero de reconocimiento: tenía ese extraño privilegio porque el lugar era inaccesible por aire y lo necesitaban para que se formara un mapa aproximado del siniestro y luego pudiera guiar con certezas a una comisión terrestre. Bottazzi subió al cerro por un bosque espeso, con nieve de dos metros, y lo primero que encontró fue una cabeza. El cadáver de la mujer del comodoro había sido decapitado. Y había unos metros más arriba un bolso lleno de joyas. El Twin Otter estaba deshecho en el fondo de una garganta y todos los tripulantes habían fallecido en el instante mismo del golpe. Bottazzi sabía que su tiempo se terminaba, que ya no tenía tantas energías como antes, pero tardó todavía varios años en aceptar el retiro. Al final lo hizo con honores, y se dedicó a la política y a los negocios, y a estudiar para aprender y para mantener lúcida su mente. Habría tenido realmente un suave aterrizaje otoñal si no hubiera sido porque conocía a Erich Priebke y, como la mayoría de la sociedad barilochense, le guardaba una gran estima. Priebke fue durante cincuenta años un vecino ejemplar y solidario después de haber sido un cruel e imperdonable asesino. En 1994, creyendo que los horrores de la memoria también prescribían, cedió al ego de darle una entrevista a una cadena de noticias internacional. Los fantasmas de 335 italianos ultimados en lo
que se denominó la Masacre de las Fosas Ardeatinas, regresaron de pronto para ajustar cuentas. Priebke fue miembro de las SS y cumplió una orden de Hitler: por cada alemán muerto a manos de la resistencia debían ejecutar a diez italianos. El 24 de marzo de 1944 Priebke y sus camaradas llevaron a 335 personas a unas minas abandonadas en las afueras de Roma y las mataron, en grupos de a cinco, con tiros en la nuca. Luego el nazi huyó a la Argentina y se radicó en Bariloche, donde se reconvirtió en el más pacífico y activo habitante de esa comunidad bucólica. Bottazzi era vicecónsul de Italia en Bariloche y no podía creer que aquel hombre aparentemente cabal hubiese cometido semejante carnicería. Desde esa llanura sintió que la opinión pública cometía una terrible injusticia con su vecino y que él estaba obligado, por honor, a escalar esa montaña y rescatarlo. Lo hizo con el mismo empeño y ardorosa bravura con que había emprendido otras misiones. Se volvió ciego y sordo a los argumentos y, acostumbrado a dar la palabra, confió en la palabra de Priebke, quien le juraba inocencia. Carlo renunció al consulado y dio batalla, ganándose involuntariamente enemigos donde él tenía grandes amigos de siempre: en la comunidad judía. De pronto, Carlo Bottazzi, antifascista, crítico público de la dictadura, militante radical, concejal de la democracia y propalador de las ideas libertarias y de la tolerancia, estaba en el centro de las broncas y del huracán. Una tarde, Carlo visitó a Priebke, que ya estaba bajo custodia, y le dijo: Vos sos inocente; no esperes la extradición. Presentate en Roma y aclará todo. Priebke le respondió que no confiaba en la justicia italiana. Bueno, entonces andá directamente a la Corte de La Haya, le sugirió el hombre de la montaña. Pero el alemán no estaba dispuesto. Carlo se fue aquella tarde con una espina de incredulidad clavada en el corazón. Luego vio que Priebke había contratado a un costoso abogado que antes había defendido a los genocidas del Proceso, y ese dato le dio escalofríos. El nazi fue deportado a Italia y juzgado con severidad, y tiene actualmente detención domiciliaria. Bottazzi sabe finalmente que su vecino es culpable, y siente los raspones en el alma que le dejó aquella fiera equivocación. Priebke fue, al fin de cuentas, la montaña más resbaladiza de toda su carrera. Hace poco Carlo le envió una carta pidiéndole que antes de morir abriera la ventana y gritara su culpabilidad por “haber aceptado formar parte de las SS y también por haber aceptado la barbarie que ello significaba. Gritá que estás arrepentido y que el grito sea tan fuerte como para que lo escuchen los vivos y los muertos.
Abandoná tu insensato orgullo militar… Gritalo fuerte antes de morir”. Al final la carta de Carlo Bottazzi señalaba: “Yo que también estuve junto a vos, y me he sentido engañado y por eso me alejé, si escuchara ese grito me sentiría reconfortado y lloraría contigo por todos los que ya no están”. Priebke jamás respondió a esa carta dolida. Ahora Bottazzi tiene los ojos nublados, y entonces le pido que nos alejemos de las Fosas Ardeatinas y volvamos a la montaña. Carlo recupera un poco el brillo y me pregunta qué quiero. Es muy simple. Quiero que cierre los ojos como si se estuviera muriendo y me cuente qué ve allá en las altas nieves. Ve a los 17 cóndores, y también las huellas de un puma dentro de las huellas de un venado. El rescatista seguía al puma y éste al venado: una extraña persecución inútil que duró horas y que simboliza acaso los vanos pero gloriosos intentos del ser humano por alcanzar lo inalcanzable. Carlo me dice, con los ojos cerrados, que hay un refugio y un fogón. Las caras tiznadas por el cansancio y el viento. Y el café y las voces nostalgiosas de lo que se ha perdido o perderá: “Allá arriba por las montañas, entre bosques y valles de oro, tras rocas y piedras, se escucha una canción de amor”.
LLORAR DE RODILLAS
Un tipo calmo y bien vestido se bajó del auto que le habían cruzado a la rubia en la calle, se le acercó educadamente y le mostró la culata del revólver que llevaba en la cintura. Tranquila —le susurró sin emociones—. Tranquila porque si no te mato un hijo. Susana Chaia de Garnil venía del banco con dos de sus chicos y una empleada, y se dio cuenta de que le estaban haciendo una típica “salidera” y que no tenía más alternativa que obedecer. Entregó la plata que había extraído de su cuenta y también las llaves del coche. El asaltante educado le avisó que arrojaría el llavero en la esquina y se fue por donde había venido. Susana es una médica ginecóloga y una rubia destacada, pero no tiene propiedades ni fortuna. Vivía y vive todavía en una buena casa de la zona norte, en un barrio donde residen familias mucho más pudientes en mansiones mucho más lujosas. Pero el sino de la violencia la perseguía particularmente a ella. Un mediodía de domingo, algunos años después, Susana frenó su Peugeot 405 en una esquina de San Isidro con la intención de meterse en un Banelco, y otro sujeto se le fue encima. Esta vez no se trataba de un profesional educado: venía nervioso y la amenazaba con el fondo de una botella rota. La rubia empezó a gritar y a forcejear mientras el asaltante se le metía adentro y le rozaba la cara y el cuello con el vidrio dentado. Tuvo que hacerse luego tres cirugías para recuperar la fisonomía original. Pero en ese momento no estaba para pensar en cuestiones estéticas: se arrojó del auto sangrando y pegando gritos de auxilio. Y el delincuente hizo veinte metros con el Peugeot, se le apagó el motor y forzó tanto el encendido que lo terminó quemando. Después se apeó y echó a correr, y unos vecinos lo persiguieron, lo atraparon y lo redujeron. Fue horrible ir a la Fiscalía de San Isidro a identificarlo a través de una mirilla. Aquel barrio donde sus tres hijos habían crecido jugando en las callecitas y andando libremente en bicicleta, ya no era el mismo. A su marido Carlos, que también es médico y trabaja de ecografista, le quedó muy en claro ese cambio una mañana cuando salió a correr con dos amigos y éstos le iban señalando una por una las casas y
los robos y asaltos tremendos que habían sufrido. Era un mapa de pánico y humillaciones. Con todos estos antecedentes, Susana Chaia se negaba sin embargo a tener miedo. Ella y su marido eran dos médicos duchos en tratar con el sufrimiento y habían criado a sus hijos lejos de la hipocondría y la paranoia. Esa sana despreocupación signó el 25 de julio de 2004, cuando después de celebrar con flores su “aniversario de novios” y de ver todos juntos la final de la Copa América, Susana le propuso a su hijo Nicolás que la acompañara a misa de siete y media. Nico tenía 18 años, y Susana pensó: Si me dice que no tiene ganas, no voy. Pero Nico, sin sospechar que un simple desgano lo hubiera salvado, aceptó el convite. Salieron juntos de La Horqueta y fueron interceptados a pocas cuadras. Un desconocido vino de atrás, le abrió la puerta a Nicolás, que iba al volante, y le ordenó con voz dura: Bajate. El chico murmuró tranquila, mamá, y obedeció. El auto tenía caja automática y siguió adelante con Susana adentro, que miraba desconcertada la maniobra de los raptores sin saber que lo eran. El auto chocó contra una pared y se detuvo, y entonces la rubia se bajó y comprobó que no era un asalto sino un secuestro y que se habían llevado a su hijo. Fue el momento más triste de toda su vida. Se enroscó llorando y gritando, y miró al cielo y le recriminó a Dios: ¿Cómo permitiste esto? ¡Si encima íbamos a misa, mi Dios! Llegó el marido y la policía, y tres horas más tarde, recibieron la primera llamada: Si querés volver a verlo tenés que darnos 300 mil pesos. El padre de Nico respondía lo que pensaba: que se habían equivocado, que ellos eran médicos asalariados y no empresarios fuertes, y que no disponían de semejante suma. A los secuestradores les importaban un bledo esos lloriqueantes argumentos económicos. Al día siguiente se instalaron en la casa dos policías, dos psicólogas y un negociador de la brigada antisecuestros. Y cuatro matrimonios amigos armaron un esquema de rotación horaria para acompañar siempre a la familia. Susana tomaba todo el tiempo Alplax. Cuando se le iba el efecto del tranquilizante comenzaba a temblar como una hoja. Pensaba día y noche, obsesivamente, en la suerte de su hijo, que a varios kilómetros de su casa yacía acostado, esposado a una cama y en compañía de dos parcos “cuidadores”. Cuando la prensa se dio cuenta de lo que ocurría montó guardia en la calle, y cientos de personas comunes comenzaron a llegar a la calle Julián Navarro para
dejar cartas de apoyo y consuelo, estampitas e imágenes. Al principio, Susana pensaba que esas adhesiones espontáneas no servían de mucho, pero con el tiempo se fue dando cuenta de su importancia. Personas de todas las clases sociales le ofrecían sus ahorros y armaban cadenas de rezos, y le escribían con un amor desbordado buscando alguna clase de alivio en la vigilia. La sociedad entera se estaba moviendo: la indiferencia hubiera sido mucho más devastadora para los Garnil y para cualquiera. En la tormenta, Susana se aferró a esos gestos y también a la imagen de una Virgen. Formaron con esa imagen, con una foto de Nico y con las cartas una especie de santuario en el living, donde ocurrió la mayor parte de este drama y donde ahora estamos conversando. Nunca más pude reclamarle a Dios —me dice—. Dios no violenta la libertad. En aquellos días rezamos mucho y todos juntos. Venían sacerdotes y se hacían misas en muchas iglesias de la zona. Me está a punto de contar algo increíble. Después de varias negociaciones dramáticas, mientras los Garnil vendían el auto y armaban con sus amigos una vaca para el rescate, a lo largo de aquellos días interminables de encierro e incertidumbres, la idea de que ya habían asesinado a Nico taladraba la estoica racionalidad de sus padres. Un día Susana sintió que desfallecía. Yo estaba sentada en este mismo sofá hablando con un amigo, y recuerdo que le dije: Basta, me muero, basta. Necesito dormir hasta que aparezca. En ese preciso momento se abrió la puerta y el negociador irrumpió con un papel en la mano: ¿Ésta es la letra de Nico?, le preguntó de modo apremiante. Sí, era efectivamente su letra. Los secuestradores habían dejado una prueba de vida en la iglesia de Santa Rita. ¡Ésta es la Virgen!, dijo Susana y se arrodilló. Un rayito de sol pegó en un espejo y el reflejo rebotó en un vidrio interno y alrededor de la Virgen se formó un aura de luz. Susana le sacó una foto al extraño fenómeno lumínico. Todavía la tiene y me la muestra. Intuye que desde mi escepticismo no puedo pensar en algo más que en una impresionante casualidad. Pero no nos decimos nada. En su cautiverio, Nicolás trataba de recordar cosas graciosas, anécdotas o viajes, e intentaba alejar de su mente los primeros miedos: A ver si entran y me cortan un dedo, se alarmaba recordando un caso reciente que había visto en televisión. Ya en la segunda semana empezó a confiar: No van a matarme, se decía. Le dejaban escuchar música en la FM de la 98.3, y le traían diarios. Saber que su madre estaba tan angustiada lo angustiaba terriblemente. Susana se levantó una mañana, escribió una carta y después de algunos cabildeos
con el negociador, que eligió la oportunidad mediática, ella salió a la vereda. Todas las cámaras y los micrófonos la apuntaban. El país contenía el aliento. La rubia no pudo hablar demasiado. Sólo dijo: Estoy de rodillas ante ustedes. Se refería a los hombres que habían raptado a Nico. La carta era conmovedora, y al escucharla, uno de los carceleros de Nicolás se le acercó: Cuando vuelvas decile a tu vieja que nos perdone. Había banderas blancas en todo el barrio y un desfile de personajes preocupados. Por ejemplo, el Premio Nobel de la Paz, Adolfo Pérez Esquivel, que se acercó a solidarizarse rompiendo el viejo axioma según el cual una víctima de un secuestro no entra en el radar de los derechos humanos. Dos semanas y media después de la captura, comenzó el proceso del pago. Tras algunos amagos, le indicaron a Carlos que pusiera la plata en un bolso y se tomara un tren en el horario pico. Los vagones iban abarrotados y el padre de Nicolás viajaba colgado y hablando a los gritos por teléfono: con tanto ruido apenas podía escuchar las instrucciones y muchos pasajeros se iban pasando la voz. Al rato todo el mundo sabía en ese vagón que se estaba pagando un rescate. Si arrojaba en un descampado el bolso, Carlos se arriesgaba a que varios desesperados se tiraran detrás a buscarlo. Tres veces se frustró la entrega porque los secuestradores eran incapaces de organizarla bien. Asustadísimos, los Garnil se arrodillaron y rezaron un rosario para que la Virgen iluminara las mentes de los raptores y les permitiera encontrar un modo cabal. Finalmente, la última llamada llegó: tenían que ir en auto hasta una calle oscura de Boulogne. Carlos condujo con el corazón en la boca hasta esa coordenada y en un momento oyó desde la penumbra una voz imperativa: Tirala. Carlos arrojó el bolso, siguió de largo y regresó a casa. Pasó un día entero desde ese instante hasta que en la medianoche del sábado sonó el teléfono. Susana vio que Carlos atendía y que gritaba: ¡Nico! ¡Nico! Y entonces ella literalmente se derrumbó en la alfombra. Lo habían liberado en Ingeniero Maschwitz. Después de estar atado a una cama durante 21 días, el chico caminaba con dificultad. Estaba sucio y desgreñado, y asustó a unos vecinos humildes de Garín que al verlo siguieron de largo creyendo que era un sujeto peligroso. Nico se puso a llorar, y entonces el vecino se condolió. No se asusten, soy Nicolás Garnil, el chico que secuestraron en San Isidro —balbuceó el fantasma—. Necesito que me presten un teléfono. No podían creerlo. La mujer llamó a La Horqueta y le dijo a Carlos: Nicolás está sanito, no tiene golpes ni está lastimado. Quédense tranquilos: nosotros somos gente de bien.
Nico se fumó un cigarrillo y luego se dejó llevar en patrullero a la casa de Julián Navarro. Susana lo abrazó interminablemente; había clima de algarabía en todos lados. Los canales y las radios transmitían en directo desde afuera la noticia sensacional, y los diarios preparaban febrilmente la segunda edición. Los Garnil salieron al jardín trasero y estuvieron juntos y abrazados hablando un largo rato. Una psicóloga de la policía le había dicho a Susana una verdad que resonaba en su cabeza: Ojo, traten ahora de no secuestrarlo ustedes. Era un consejo certero. Sobreprotegerlo y mantenerlo confinado a una vida de vigilancias y cuidados era un riesgo enorme. Nico se quedó esa noche despierto, comentando a solas con su hermana lo que le había tocado, y anduvo serio unos cuantos días, pero los Garnil le permitieron que fuera al viaje de egresados a Bariloche, y cuando regresó de esa fiesta Susana notó que su hijo era la misma persona de siempre. Son gente peculiar: aseguran que el asunto ni siquiera les dejó secuelas. Ni paranoias ni resentimiento ni cosa parecida. Lo único que cambió fue el activismo inmediato que, por solidaridad y convicción, abrazó Susana Chaia, quien despertó las iras del gobierno nacional al enviarle una durísima carta abierta al entonces presidente Néstor Kirchner donde le reclamaba políticas concretas de seguridad. Las usinas políticas del oficialismo salieron a estigmatizarla como una mujer de derecha y hasta hubo una operación sucia para revelar “sus os militares”. Esta operación se basaba en que su padre había sido mayor del Ejército. Pero resulta que lo habían despedido en 1962, durante la asonada de Azules y Colorados, y que había muerto hacía más de veinte años. Tengo algunas cosas de derecha y algunas de izquierda, me dice Susana, asombrada todavía con que el tema de la seguridad sea cruzado en este país por esas añejas categorías y prejuicios. También la vincularon con la individualista y poco compasiva alta burguesía que reclamaba mano dura contra los pobres. Pero Susana se metió en tarea social y ayudó a crear la Mesa de Integración para trabajar en las villas con planes de urbanización y programas educativos. Conoció gente muy valiosa en La Cava y se sorprendió al escuchar cómo algunos vecinos de esa villa querían castigar a la delincuencia con mucho mayor dureza que ella. Es que los pobres no tienen alarmas ni cercos ni dinero para psicólogos ni atención de la opinión pública. Los pobres están mucho más indefensos que nadie frente a la violencia armada. Cada 15 de agosto, Susana organiza una cena en su casa. Ésa fue la fecha, hace cinco años, en la que Nico recuperó la libertad y comenzó su segunda vida. Lo celebran con alegría, como si fuera un cumpleaños. Asisten el eficaz negociador
y los cuatro matrimonios que tanto los apoyaron en aquellas tres semanas penosas. No tienen marcas, traumas ni rencores. Brindan siempre por eso. Pero Susana no olvida. Cada vez que se entera de un secuestro, siente un escalofrío, llama a la madre de la víctima y trata de confortarla con su experiencia. Recuerda íntimamente aquel rayito de luz que aquel día pegó en un espejo, rebotó en un vidrio y produjo un aura. Un aura de esperanza.
EL LARGO VUELO DEL MURCIÉLAGO HACIA LA LUZ
Borges decía que la ceguera es una forma de la soledad. Pero se equivocaba. La sala de preembarque de Ezeiza estaba atestada de turistas silenciosos, enfrascados en sí mismos, que esperaban turno para volar. Parecían personas solitarias y aburridas. En un costado, un grupo de tipos vestidos con ropas deportivas y provistos de bastones blancos plegados se hacían bromas agudas los unos a los otros para pasar el tiempo. Ellos parecían, en cambio, los únicos seres auténticamente felices y conectados de todo el piso. Un pasajero los estuvo mirando un rato con la boca abierta, y de pronto se dio vuelta y gritó: ¡Un aplauso para Los Murciélagos! Empezaron a aplaudir diez y los siguieron veinte y treinta, y de repente había cientos de argentinos que ovacionaban a la selección nacional de fútbol para ciegos, que viajaba a jugarse la vida en los Paraolímpicos de Pekín. El capitán de ese equipo increíble tiene un apellido irónico. Se llama Silvio Velo y es considerado el Maradona de los no videntes, el mejor jugador del mundo. Velo a Silvio, me sugirieron cuando se me ocurrió meterme en la piel de un “murciélago”. Silvio me citó en el Cenard y salió a buscarme al vestíbulo para guiarme por ese laberinto como si el ciego fuera yo. Tiene una permanente sonrisa contagiosa y un humor ácido. Es oriundo de los Bajos de San Pedro, donde pescaba y donde también jugaba siempre a las escondidas con sus amigos, a pesar de que jamás encontraba a nadie. Me cuenta que su madre sufrió, durante el embarazo, el azote de la toxoplasmosis y que por eso él nació ciego. Pero enseguida le resta importancia al asunto. Sus once hermanos, desde muy chico, lo llevaron a jugar a la pelota como si viera tanto como ellos o mejor, sin instrucciones especiales ni ventajas. Un chico
ciego que jugaba con chicos grandes que podían ver los colores y las formas, adivinar los peligros y reconocer las oportunidades. A los diez años, cuando sus padres lo internaron en un instituto para no videntes y los profesores lo probaron con una pelota sonora, a Velo todo eso le parecía demasiado fácil. Usaban en esos tiempos un balón que llevaba cosido al cuero una argolla de llaves y chapitas aplastadas y perforadas. Ese rebusque hacía las veces de cascabel. Hoy, la técnica es más sofisticada: los “cascabeles” se ubican entre el cuero y la cámara. Pedimos un café y regresamos un momento a San Pedro. En mi niñez yo no le daba bola a la ceguera, me asegura, después de decirme que a pesar de la “mishiadura” su familia nunca pasó hambre y que los once hijos gozaron de una infancia plena de alegrías simples y profundas. Su padre era albañil y su madre, empleada doméstica. Silvio participaba como cualquiera en todas las actividades del potrero. Sólo decía: Che, hablame, cuando una imagen lo dejaba fuera de algo. Pero no guarda un solo recuerdo angustiante de aquellos tiempos. Tampoco de su ingreso al Instituto Román Rosell, de San Isidro, que a través de un sistema pupilo enseña Braille, escuela y oficios a cien discapacitados visuales. Allí hizo la primaria, aprendió carpintería y electricidad, y se desarrolló como deportista: atleta de salto en largo y velocista, y, por supuesto, jugador de fútbol. Hay tres clases de ciegos: los totales, los que distinguen luces y bultos, y los que son capaces de vislumbrar siluetas de personas. Es por eso por lo que en ese fútbol todos ellos son igualados con parches oculares y antiparras. Enrique Nardone, legendario profesor de educación física del Román Rosell, pasa por la mesa y nos saluda. Fue el primer director técnico de Los Murciélagos y, además, quien acordó con el entrenador español y el brasileño el reglamento internacional del fútbol para no videntes. Entre esas reglas están las características de la pelota, la igualación de las antiparras y las dimensiones de la cancha: 40 metros por 20, con vallas alrededor del campo, porque los jugadores no pueden ver las líneas. Y también un curioso seguro de fair play : cada vez que un jugador está a punto de disputar fuerte una pelota debe anunciarse diciendo “voy”, para que el otro se arme y no se lastime. El arquero es vidente, y detrás del arco contrario siempre hay un guía, que funciona como el ojo de los jugadores en el área de la definición.
Nardone descubrió a Velo en los picados del instituto. Y el Cenard se transformó en la sede de los primeros Panamericanos y de los Juegos Deportivos para Disminuidos Visuales. El debut de la selección fue malo, pero siguieron adelante. Cuatro años después, ya se entrenaban para el mundial. El primer día llegaron en un colectivo escolar destartalado, y en la entrada se encontraron con un lujoso micro de dos pisos para el seleccionado de vóleibol: sus integrantes formaban con uniformes inmaculados. Los Murciélagos no tenían uniforme; vestían ropas dispares y muy humildes, y todos los miraban con suspicacias y sorpresa. Aunque no lo parezca, ésta también es una selección —le dijo Nardone al entrenador del equipo de vóleibol—. Y te cuento que dentro de muy poco tiempo seremos tan prestigiosos como ustedes. Fueron subcampeones del mundo en 1998, y volvieron a serlo dos años más tarde. En 2002 vencieron a España en Río de Janeiro y se coronaron por primera vez campeones mundiales. En 2004 recibieron una medalla de plata en los Juegos Paraolímpicos de Atenas, donde perdieron la final por penales. Y saltaron a la fama con una publicidad que reproducía las instancias de un partido verdadero que el equipo de Silvio Velo jugó una tarde fría en la cancha del Cenard con un conjunto integrado por Riquelme, Crespo, Almeida, Bonano y el Piojo López. Los futbolistas convencionales aceptaron utilizar, para la ocasión, las antiparras: a los quince minutos los ciegos les ganaban siete a cero. Para ese entonces, Velo ya era considerado el mejor jugador del mundo en su categoría, y hacía rato que se había casado con Claudia, una chica de visión perfecta que conoció en el Tigre y a quien había dejado embarazada. Tienen cinco hijos; a ninguno le sorprende la popularidad del crack ciego que tira caños, hace sombreritos y patea cañonazos. Martín Demonte, su actual técnico, asegura que Velo es un fenómeno sin parangón. Le pega como Batistuta o más fuerte, maneja con pausas el equipo al estilo de Riquelme y tiene ojos en la nuca, como tenía Bochini: coloca de espaldas pases al vacío con alta precisión. En Corea metió un gol de taco y los coreanos amagaron con denunciar que Silvio era un tramposo, un vidente que simulaba ser ciego. A fines de noviembre de 2006, durante la final mundialista que se jugó en Buenos Aires, la selección de Brasil tuvo en un arco todo el partido a la Argentina. Los brasileños estrellaron dos tiros en los palos y ejecutaron un penal que el arquero argentino desvió por muy poco. La situación de Los Murciélagos era desesperante. De pronto, una pelota disputada se abrió y Silvio la recibió en
el medio campo, encaró en velocidad y esquivó por izquierda a un jugador que le salió al paso. En ese instante, Velo se dio cuenta de que iba quedándose sin ángulo e imaginó, en fracciones de segundos, dónde estaba el arco y hacia dónde se tiraría el arquero. Imaginó que el brasileño esperaría un bombazo al primer palo. Y entonces, sin verlo, Velo pensó que podría engañarlo: le apuntó al segundo palo, le pegó con “tres dedos” y estremecedora suavidad. La pelota se elevó en cámara lenta, hizo una comba hacia arriba y hacia adentro, y se clavó violentamente en el ángulo contrario. Fue tal la conmoción que Brasil se quedó desarmado y frío. Ese gol de oro valió un mundial, una vuelta olímpica y una fiesta interminable. Velo era el héroe invencible, capaz de todo. Me pregunto cómo es posible concebir esa maniobra sin ver la pelota, el área, el arco y al arquero. No se lo digo, pero por primera vez sospecho que muchísimas cosas dependen menos de la vista que del instinto. Que la vista está incluso sobrestimada en este mundo de la imagen y que la imagen distrae de la esencia de la vida. Silvio no ve el fútbol, pero lo siente. No sabe cómo son los colores y las formas, pero las sospecha. Muchas veces advierte lo que nadie. Por ejemplo, que su director técnico tuvo un problema en su casa: lo descubre sólo por el tono de voz o por ciertos silencios. Porque está atento, porque no está distraído, porque escucha de verdad al otro, porque es ciego. En ocasiones se entristece durante una conversación en público porque está oyendo, con oído de tísico, las maledicencias que murmura un tercero a diez metros de distancia. Sabe que hay una pared porque chasquea los dedos y siente cómo rebota el sonido contra el cemento. Y en la calle se deja ayudar aunque no lo necesite. Sólo para que esos desconocidos sientan que están haciendo el bien y para que alguna vez lo repitan con otros discapacitados visuales. Deja al desnudo mi extrañeza cuando me dice que los brasileños ciegos juegan igual que los brasileños videntes, que los argentinos tienen las mismas mañas en uno y en otro fútbol, y que los paraguayos son tan aguerridos en unas canchas como en otras. Una vez, un paraguayo me apretó los testículos, le pegué y me sacaron tarjeta roja, se acuerda con una carcajada. ¿Cómo se crea la identidad futbolística? ¿Estamos seguros de que se crea viendo fútbol? Silvio nunca lo vio. Sólo escucha a su ídolo de todos los tiempos: Víctor Hugo Morales, y se imagina como todos el trámite de una final, el dramatismo de una jugada, la frustración de un tiro libre mal ejecutado, la gambeta de un pícaro. La misma intriga me despierta su felicidad innata. Silvio no se siente discriminado y es capaz de confesarme que él, como cualquiera, a veces también
discrimina, sin querer. Soy campeón del mundo; tengo una buena familia; abracé a Dios de grande y me hice evangélico; tengo muchos amigos; tengo la capacidad de no recordar lo malo; estoy todo el día haciendo chistes; me río de los problemas; me conecto con las cosas que importan y no siento que esté disminuido ni atado a nada, me dice, para desarmarme. Recuerdo la escena de Ezeiza y le creo. Atados están los indigentes, los presos de sí mismos, los esclavos del mandato, los envidiosos, los que necesitan mucho y los que hacen oídos sordos al telegrama de la vida. Nos abrazamos; ya es hora de volver al entrenamiento. Los Murciélagos lo esperan afuera. Vuelvo a pensar que Borges estaba equivocado. No hay hombre menos solo que Silvio Velo. Trato de reescribir de memoria “El poema de los dones”: “Nadie rebaje a lágrima o reproche esta declaración de la maestría de Dios, que con magnífica ironía me dio a la vez el fútbol y la noche”. Al salir escucho a lo lejos la pelota de cascabeles. Gira, rebota, cae. El mago de la oscuridad practica su magia.
VIAJE AL FONDO DE LOS MARES DEL SUR
A las siete y media de la mañana, Alejandro Maegli estaba a punto de entregar la guardia y meterse en la cama cuando de pronto el sonarista del submarino le dijo una frase que lo dejó helado: Señor, tengo un rumor hidrofónico. El teniente de fragata pegó un respingo queriendo creer que el operador se había equivocado. A veces las ballenas o el krill producen “rumores biológicos” y pueden confundir al más experimentado de los técnicos del sonar. Pero el ruido venía del noreste y sus características se iban confirmando con el correr de los minutos. Maegli era jefe de comunicaciones y tenía la obligación de levantar al comandante. Lo hizo: Despiértelos a todos, uno por uno, y colóquelos en sus puestos de combate, le ordenó el capitán. A Maegli se le puso la piel de gallina. En ese momento sólo podía sospechar lo que iba a ocurrir. Pero no podía saber con certeza que comenzaría la primera batalla submarina del Atlántico Sur, que venían hacia ellos helicópteros ingleses al ras del mar, seguidos de cerca por la Royal Navy, y que los esperaban 23 horas de miedo, suspenso, persecución y explosiones. Era el 1º de mayo de 1982 y el submarino San Luis tendría su bautismo de fuego en la guerra de las Malvinas. Maegli hoy es contralmirante y director del área Material Naval, y tiene a su cargo la difícil decisión de reparar o sacar de servicio para siempre a esa nave llena de recuerdos que espera en silencio, roja por la pintura antióxido, en una dársena del puerto de Buenos Aires. ¿Cómo resolver con la cabeza un asunto del corazón? Alejandro encontró su vocación en Mar del Plata a los cuatro años durante una visita escolar. Aquel submarino reposaba en silencio pero traía consigo ecos de aventuras, y Alejandro se metió luego en la Escuela Naval con el único propósito
de surcar bajo el agua los mares del mundo. Hizo una experiencia en un buque barreminas. Para ser oficial barreminas no hay que ser loco pero te ayuda bastante, dice el refrán. Y después sirvió en un buque de apoyo. Finalmente, ingresó en la Escuela de Submarinos, que es muy exigente, y aprendió de memoria uno por uno los múltiples mecanismos internos de esa nave. La primera vez que entró al San Luis todo se le venía encima. Parecía realmente un lugar de confinamiento. El submarino es un cilindro que mide 50 metros desde el timón a la proa, 11 metros desde la quilla hasta el tope de la vela, y 5 metros y veinte centímetros de lado a lado: ése es el diámetro de un caño donde deben vivir, trabajar, dormir y recrearse treinta y cinco hombres durante semanas y a veces meses de travesía submarina. Donde se habla en voz baja, se come poco “porque la navegación te quita el hambre”, y donde luego de la vibrante marcha en superficie y las maniobras de inmersión sobreviene una extraña serenidad espacial. El submarino había sido comprado a Alemania en los años setenta, había llegado desarmado a la Argentina y había sido montado pieza por pieza en Buenos Aires. Pero últimamente presentaba algunos problemas: no podía desarrollar velocidades de inmersión superiores a los 14 nudos y uno de los cuatro motores diésel, que permiten cargar las baterías a través de un snorkel, no funcionaba. Así y todo, Maegli no estaba tan preocupado por estas limitaciones como por su mujer, que se encontraba embarazada y a punto de dar a luz. En marzo de 1982, ese padre primerizo, que apenas tenía 27 años, tuvo que zarpar en misión de adiestramiento y subirse por las paredes del submarino esperando la buena nueva. Estaban haciendo ejercicios con tres corbetas cuando llegó la noticia de que había nacido su hija María Inés. Los festejos a bordo fueron discretos pero afectuosos. A mediados de mes llegó otra orden: debían suspender los simulacros y retornar al puerto de Mar del Plata. Un amigo de Alejandro se lo encontró en tierra. Partía al día siguiente en el submarino Santa Fe. Flaco —le dijo a Maegli en un susurro—, me voy a Malvinas. Alejandro sospechaba que algo grande se avecinaba pero no tenía tiempo de meditar demasiado: corrió a ver a su mujer y a conocer a su hija, y los acontecimientos del 2 de abril lo sorprendieron como a casi todos nosotros. Sintió entonces una íntima contradicción: alegría patriótica mezclada con angustia y extrañeza. Hacía pocos meses había confraternizado con los oficiales del submarino inglés HSM Endurance, que había hecho escala en Mar del Plata. El Endurance atacaría luego con torpedos y helicópteros al submarino Santa Fe. Recibieron la orden de alistarse contra reloj y hacerse a la mar el 11 de abril.
Salieron de noche con órdenes secretas. Cuando abrieron el sobre descubrieron, tragando saliva y con los ojos bien abiertos, que debían patrullar el “Área Enriqueta”, frente a Puerto Deseado. La luna brillaba en la dársena: navegaron hasta la altura de Cabo Corrientes y se sumergieron. Maegli preparó las cartas de navegación y leyó la consigna: “Autorizado uso de armas en defensa”. No podían atacar a nadie porque las negociaciones diplomáticas no se habían agotado. Pero ese despacho lo obligó a procesar psicológicamente el hecho de que por primera vez no se trataba de un entrenamiento. Se trataba de la guerra. Pasaron varios días haciendo recorridos y subiendo el snorkel media hora para obtener energía y oxígeno: ésos eran los momentos de mayor vulnerabilidad de la nave. Luego todo fue esperar y madurar la idea del combate. Salvo, claro está, cuando sucedió lo imprevisto: una avería en la computadora de control de tiro. Llevaban a bordo 10 torpedos alemanes y 14 estadounidenses. Pero sin esa computadora, la única alternativa era lanzarlos de manera manual. Trataron de repararla pero no tenían a bordo los elementos con qué hacerlo, y el 27 de abril recibieron otro mensaje: “Destacarse y ocupar Área María. Todo o es enemigo”. Eso significaba que debían desplazarse a una zona cercana a la Isla Soledad y que allí no había buques argentinos. Cualquier “rumor hidrofónico” tenía entonces que ser forzosamente una nave inglesa, y la orden era dispararle sin dudar. El 1º de mayo Maegli juntó a todo su equipo de informaciones de combate. Se sentaron alrededor de una mesa minúscula y él descubrió que le temblaban las piernas y que no podía levantar la cara. Cuando la levantó vio que sus camaradas estaban en idéntica actitud de pánico. Vadeó como pudo ese pantano y comenzó la reunión de análisis. Luego se colocó los auriculares: el blanco venía hacia ellos y el comandante ordenaba preparar tubos de torpedos y movimientos submarinos para encontrar la mejor posición de tiro. En un momento el sonarista oyó explosiones y hélices de helicópteros. Se aproximaban tres helicópteros antisubmarinos con los sonares desplegados y largando cargas de profundidad a ciegas. A medida que analizaban los sonidos y señales se daban cuenta de que los Sea King avanzaban abriéndoles camino franco y seguro a varios buques británicos de guerra. Cuando estaban a 9.000 yardas, Maegli le dijo a su capitán: Señor, datos de blanco ajustados. El comandante gritó: ¡Fuego! Y el torpedo salió disparado con trepidaciones y ruidos escalofriantes. Llevaba consigo un cable de guía a través del cual se podía teledirigir su dirección. Pero a los pocos
minutos un oficial informó que el cable se había cortado. El torpedo seguía ahora corriendo aunque de manera autónoma, y estaba programado para ir ascendiendo con el objeto de asegurar el impacto. El problema es que al hacerlo se hacía visible. En cinco minutos absolutamente todos los buques ingleses desaparecieron del sonar, y el torpedo se perdió en la nada. No era difícil para los helicopteristas ingleses ver el trazado del disparo y calcular la posición del San Luis. A Maegli se le secó la boca. Pasarían de cazadores a presas en segundos; los ingleses a gran velocidad, los argentinos en cámara lenta. El capitán ordenó evasión a toda máquina y el sonarista dijo: Splash de torpedo en el agua. Les habían disparado y ya se sentían los sonidos de alta frecuencia que el proyectil inglés emitía al acercarse. Máxima profundidad, ordenó el comandante. Y a continuación mandó lanzar falsos blancos. Se usaban señuelos, pastillas gigantes que en o con el agua hacían burbujas y confundían con sus ecos apócrifos. Los llamaban irónicamente “Alka Seltzer”. Después de expulsar los dos señuelos, el sonarista informó algo que galvanizó a todos: Torpedo cerca de la popa. Maegli pensó: Cagamos, nos está persiguiendo, nos va a reventar. El sonarista agregó: Torpedo en la popa. Diez segundos y un año después, el operador dijo con su voz metálica: Torpedo pasó a la otra banda. Una alegría silenciosa, un cierto alivio recorrió el cilindro: el torpedo inglés había pasado de largo y se perdía en el mar. Se habían salvado por centímetros. En ese instante mismo comenzó el hostigamiento. Los Sea King se acercaron lanzando sus cargas y sacudiendo el océano. Tiraban todavía sin tener la posición exacta del San Luis, que bajaba y bajaba. Pescaban con bombas a unos quinientos metros del mentón del teniente Maegli. El submarino fue reduciendo su velocidad y se asentó con un golpe en el fondo de arena. Cada veinte minutos los helicópteros llegaban y soltaban sus explosivos, reemplazándose los unos a los otros en la tarea, durante horas y horas. Las ondas expansivas no llegaban y entonces el máximo problema era el oxígeno. Sin poder sacar el snorkel, el dióxido de carbono subía y el peligro aumentaba. El comandante ordenó que la tripulación abandonara sus puestos de combate y se metiera en la cama: había que gastar lo menos posible. Meterse en la cama y dormir en un submarino que está en el fondo del mar y al que le siguen
disparando debe ser una de las experiencias más inquietantes de la vida. A pesar de ella, Maegli pensó: el problema no es el miedo sino cómo controlarlo, y se quedó dormido. Veintitrés horas después del primer “rumor hidrofónico”, el sonarista anunció que el área estaba despejada. El San Luis emergió a plano de periscopio, sacó el snorkel y la antena, y recibió la triste información de que habían hundido al Santa Fe en las Georgias. El teniente pensó en su amigo y en los oficiales del Endurance, y luego no pensó más que en hacerse fuerte y seguir haciendo su trabajo. Ya teníamos callosidades en el alma, ya éramos diferentes, dice hoy al recordar aquel bautismo. Cinco días más tarde, en un teatro de operaciones infestado de naves enemigas, los sensores acústicos volvieron a detectar “ruido hidrofónico”. Posible submarino, dictaminó el operador. Y el comandante ordenó de nuevo que todos ocuparan sus puestos de combate y que el San Luis avanzara hacia el blanco, que tenía un extraño comportamiento zigzagueante. Blanco alfa muy cerca, dijo el operador. Estaba a unos 1.500 metros. Dispararon un torpedo antisubmarino de recorrido corto y escucharon una detonación tremenda. Pero nunca pudieron determinar a qué le habían pegado. En la madrugada del 11 de mayo, Maegli estaba nuevamente de guardia cuando el sonar detectó una fragata misilística que venía del este, y al poco rato otra del norte. Todos estaban en sus puestos. Y allí, provisionalmente en pausa de combate, les sirvieron un memorable arroz con tomate que los submarinistas comieron con los músculos en tensión como si fuera lo último que probarían antes de morir. Luego comprendieron que los dos buques británicos convergían sobre el estrecho de San Carlos y el capitán ordenó atacar el blanco más cercano a la costa. ¡Fuego!, volvió a gritar a una distancia de 5.200 yardas. Tardó tres minutos en cortar cable. Pero todos los tripulantes acompañaban mentalmente la corrida del torpedo. Hasta que de repente Maegli escuchó un planc. Un alarmante ruido de chapa. El sonarista informó que los blancos huían a toda máquina. El proyectil había pegado en el casco pero no había explotado. El proyectil, una vez más, no estaba en buenas condiciones. Los dos buques ingleses venían de hundir con artillería al ARA Isla de los Estados, un barco argentino que transportaba municiones y combustible de avión. Habían muerto más de veinte hombres en ese naufragio. Cuando el capitán comunicó al comando de Operaciones Navales las fallas del
torpedo y les recordó las dificultades en el sistema de tiro, recibió una directiva terminante: volver a casa. Regresaban a Puerto Belgrano de noche y en silencio: no habían logrado hundir ningún buque y aunque habían generado, tal como confesaron luego los ingleses, una verdadera psicosis en el mar y habían logrado retardar con su amenaza submarina el desembarco en las islas, llevaban un regusto amargo. La prevención, el desgaste de energía y el temor que genera un submarino es terrible, me explica el contralmirante Maegli, pero se nota que aquella amargura no se le ha borrado de la boca. Atracaron en secreto en la base naval y comenzaron a realistar el San Luis metiéndolo a dique. El teniente llegó a su departamento de casado estresado, barbudo y con la misma ropa con que había salido de Mar del Plata, y durante una semana no respondió preguntas ni salió de la cocina de dos por dos: sólo se sentía seguro en lugares reducidos. Nunca el San Luis pudo volver al teatro de operaciones. Trajeron a dos expertos para repararlo, pero tardaron cuarenta días y eso dejó al submarino y a su tripulación fuera de la guerra. El 14 de junio los tapó la tristeza. Pero Maegli siguió prestando servicio en el San Luis, y en 1983 lograron que los técnicos alemanes revisaran los mecanismos, explicaran las razones de los desperfectos en sus torpedos y en el sistema de tiro que habían fabricado, y pudieran entonces hacerse las modificaciones necesarias. Alejandro siguió una larga carrera de perfeccionamiento profesional. Fue comandante del submarino Salta, director dos veces de la Escuela de Submarinos y agregado de Defensa en Canadá. Un amigo de Ottawa le regaló un libro donde figuraban las grandes batallas submarinas de la historia. Un historiador británico, especializado en el tema, narraba allí las dramáticas aventuras de un submarino argentino que había escapado de milagro al acecho de la Royal Navy: el San Luis. Maegli no quiso leerlo así como no quiere visitar el submarino rojo que duerme en un astillero de la Costanera Sur a la espera de ser convertido en un museo o regresar al mar. Es viejo, pero no es anticuado —lo defiende el director de Material Naval de la Armada Argentina—. Si me preguntás qué quiero te respondo algo muy simple: sólo un buen final. Volvió al astillero para hacerse unas fotografías. Pero lo hizo a regañadientes. Las ánimas vestían de rojo. Costó hacerlo subir al puente del San Luis. Maegli finalmente subió y recordó en un pestañeo el momento exacto en el que se abrió la escotilla y salió a la luz después de 37 días sumergidos en el Atlántico Sur sin ver el océano ni el cielo ni el sol. Maegli asomó su cara agotada de 1982 y
respiró profundamente. Lo sorprendió en ese momento el olor puro del mar. El imborrable olor de la vida.
LA NIÑA Y LA MUÑECA ROTA
A los niños les encantaba escaparse de casa, bajar a la playa y ver cómo los aviones bombardeaban la ciudad. Era un espectáculo emocionante, con explosiones, humaredas y rugido de motores, y ellos eran demasiado pequeños como para entender cabalmente el drama que implicaban aquellas piruetas nazis, aquellos fuegos fatuos. A Begoña le decían Begoña, pero a Dolores la llamaban Lolis y a José, Chiqui. Tenían quince, diez y ocho años, respectivamente, y habían nacido en Las Arenas, una ciudad sobre el Cantábrico que está cerca de Bilbao, en el corazón del País Vasco. Para los hijos de Pepe Barquín, todo era un juego, como esconderse en cualquier sitio cuando venían los fascistas a caballo con aire amenazante. La vida era bella. Pepe estaba casado con María, trabajaba de contador y militaba en el nacionalismo vasco. Mayo de 1937 fue un hito para los Barquín, y Lolis lo recuerda ahora con un cigarrito Virginia Slim entre los dedos. Estamos sentados en un bar de Pueyrredón y Santa Fe, tomando una lágrima, y ella es una dama guapa y perspicaz de 82 años que logra con su cinematográfico relato de fugas y peripecias borrar durante cuatro horas esta ciudad soleada y llena de pesadumbres argentinas. En mayo de 1937 el gobierno vasco impulsó la idea de enviar fuera del área de conflicto a la mayor cantidad posible de niños. Transcurría la sangrienta Guerra Civil Española y los alemanes, en solidaridad con el falangismo, acababan de bombardear la ciudad de Guernika. Habían muerto cientos de vascos en esa operación. Y Barquín era inflexible: a pesar de las protestas y ruegos, sus dos hijos menores debían marchar de inmediato con los demás. Es para seguridad de los niños, se consolaba. La madre y los abuelos les prepararon a Lolis y a Chiqui una valijita y un paquete con chocolates y galletas. Y los despidieron en Bilbao
con llantos desgarradores. El hermano menor de Lolis se aferraba a su falda, asustado por aquel barco y aquella travesía hacia la soledad y lo desconocido. Había otros trescientos niños de la guerra, algunos sin ropa y hambrientos: Lolis les repartió todos los chocolates y todas las galletitas porque le daban mucha pena. Se quedó solamente con un bizcocho que los marineros les habían regalado en cubierta. El buque partió protegido por naves inglesas y de pronto todos pudieron ver cómo un crucero ligero de los nacionales apuntaba sus cañones contra el barco de los niños. Los ingleses apuntaron a su vez al crucero, y lo disuadieron a último momento. Y fue así como los niños lograron llegar a Francia. Allí los hijos de comunistas siguieron viaje hacia Rusia, algunos se embarcaron a Inglaterra y los “niños católicos” fueron destinados a Bélgica. Lolis y Chiqui eran católicos y terminaron en un caserón antiguo, ubicado en un pueblo francés indescrifrable, donde los vacunaron y los trataron con aspereza. Les daban pésima comida que les destruía el estómago y los despiojaban despiadadamente con rasuras y querosén. Lolis organizó enseguida una fuga. Salieron de noche con dos o tres nuevos amigos, cruzaron a pie el monte en la más grande oscuridad y tuvieron que regresar porque los chicos lloraban de miedo. A Lolis le dieron, al volver, dos bofetones y la mandaron para la cama. Estuvieron tres meses de incertidumbre en aquel caserón hasta que llegó la orden de trasladarlos a Burdeos. De ahí en tren a Bélgica. Llegaron a Bruselas y los metieron en un colegio abandonado. Durmieron sobre pajas y lonas, y fueron a misa ese mismo domingo: los belgas veían en la iglesia a esos chicos desamparados y lloraban de tristeza. Ellos espiaban los manjares de las confiterías. Les sirvieron un desayuno magnífico en el colegio, pero cuenta Lolis que no podían comer bien porque seguían con el estómago arruinado a causa de los platos horripilantes servidos en aquel pueblo francés. Empezó luego la subasta. Grupos de belgas llegaban con el objeto de escoger, entre todos los niños, uno o dos para llevarse a sus hogares. Elegían por la pinta, y el matrimonio Speibrouc manifestó que quería llevarse a María Dolores Barquín pero no a su hermano. Bueno, Chiqui, no llores —le decía Lolis abrazándolo—. Ya nos encontraremos, verás que sí. Chiqui fue llevado por una condesa y Lolis fue conducida hasta la casa de los Speibrouc, que fabricaban embutidos en su sótano. Al llegar, la niña descubrió que le habían comprado muchos juguetes. Una pequeña y entrañable muñeca
alemana se transformó en su gran compañía. Ellos no entendían el castellano y Lolis no comprendía el francés, de manera que andaban todo el día de aquí para allá con un diccionario bilingüe. Al poco tiempo, una maestra llevó a Chiqui de visita. El niño lloraba todo el día a pesar de que la condesa lo había recibido como a un hijo más. Lolis, ¿cómo te tratan estos viejos?, le preguntó en un susurro. Bien, ¿y a ti?, le respondió. Chiqui asentía. Pero quiero estar contigo, se quejó haciendo puchero. Mira, vivimos cerca y nos veremos seguido, le prometió Lolis, que fue siempre muy madura. El hermano regresó más tranquilo con la condesa, y ella empezó en la escuela sin saber el idioma. La sentaron con la mejor alumna y se la pasaba copiando, sin entender ni jota, renglón por renglón. Al mes ya hablaba en francés. Y paseaba con los Speibrouc. Para Navidad, los padres sustitutos preparaban los regalos de Santa Claus y ella se hacía la dormida para no desilusionarlos. Sus compañeras de clase le tenían afecto y respeto. Todas querían tener su madurez y llamarse “Dolores”. Le preguntaban: ¿Es cierto que en España todos son gitanos? Lolis les respondía: Sí, por supuesto, y las mujeres andan siempre con la daga en la liga. Las llenaba de historias y embustes ingeniosos y fantásticos. Les enseñaba también a tirar al techo chicles con muñequitos de papel y otras travesuras menores. Un día la directora la llamó aparte, le dijo ha traído la revolución española al colegio y le quitó los bonos de buena conducta. Tres años pasaron los hermanos Barquín como huérfanos y adoptados, en un país extraño y sin certeza alguna de poder ver de nuevo a sus verdaderos padres con vida. Pepe Barquín estaba en la resistencia vasca, y cruzaba con frecuencia a Francia para llevar documentación. Una madrugada tocaron a la puerta donde vivía con María, y le avisaron a ella dos cosas: ambos tenían dictada la pena de muerte por su ligazón con el partido, y los nacionales habían entrado en Bilbao y venían fusilando. La madre de Lolis, con su hermana y su hija Begoña, escaparon en un barco pesquero hasta Santander. Allí estaba lleno de comunistas y de santos decapitados dentro de las parroquias. María se hizo pasar por una locuaz militante del marxismo leninismo y consiguió comida. Luego navegó hacia Francia, donde Pepe acababa de ser anoticiado de que los falangistas habían desvalijado y destrozado su casa de Las Arenas, y que su mujer y su hija se habían fugado y estaban desaparecidas. Lograron, después de muchas vueltas y averiguaciones, encontrarse en suelo
francés, juntar unos pesos con el trabajo y cruzar a Bélgica con identidad cambiada para encontrar a los niños de la guerra. Vivieron en una pensión barata y Pepe buscó con desesperación un trabajo, pero sólo lo aceptaban como ilegal y clandestino, y sus jefes tenían que esconderlo en el baño cuando pasaban los inspectores. Fue en esa época en que los cinco de la familia volvieron a encontrarse. Los belgas que tenían a Lolis y a Chiqui tragaban saliva. En el fondo, querían que esos padres originales no hubieran reaparecido y quedarse para siempre con aquellos hermanos, por quienes sentían devoción. Pero afortunadamente no mostraron esos deseos inconfesables. Y los cinco Barquín se abrazaron con alivio y alegría. Pepe, sin embargo, quiso ser realista: Lolis, no puedo pagarte un colegio tan caro —le dijo a su hija menor—. Tienes que quedarte a vivir con los belgas. No había más remedio. Los perseguidos no pueden elegir. Al tiempo, lograron también enviar a Begoña a España para que se quedara en casa de sus abuelos y para tener una boca menos que alimentar en el exilio. Después de mucho penar, Pepe Barquín consiguió un trabajo en una fábrica de provincia y pudo alquilar un departamentito: finalmente los niños dejaron a la condesa y al matrimonio Speibrouc, para gran consternación de ellos, y se mudaron con sus padres. Al mes apareció de visita una prima suya, casada con un misterioso inglés que parecía realizar acciones de espionaje: le traían un gran fajo de dólares desde el País Vasco que les enviaba el abuelo. El pronóstico no era favorable: la guerra se extendía por Europa y en ningún sitio estarían a salvo. Los vecinos de los Barquín eran jóvenes, y el hombre estaba en la trinchera. Pero una noche Pepe escuchó ruidos, se levantó y tocó a la puerta. El soldado salió y le dijo: Sí, Barquín, se ha roto el frente, los alemanes están entrando, he venido a buscar a mi mujer para huir con ella en bicicleta. Barquín despertó a María y a los dos niños, les ordenó que juntaran lo esencial, corrió hasta la fábrica y robó un camión. Con ese camión regresaron a Bruselas, y los niños provisoriamente a sus hogares sustitutos. Caían bombas sobre la ciudad sitiada mientras los niños se escondían en los sótanos y los padres buscaban alojamiento. Con los dólares en la mano Pepe consiguió convencer al chofer de un auto para que los llevara a la frontera. Los Speibrouc le pidieron que no se fuera con los
niños, trataron de convencerlo de que sin ellos iría más rápido. Una vez los dejé —les respondió—. Nunca más voy a hacerlo. Escapar de los fascistas italianos, de los nazis y de los franquistas, de los bombardeos y las ejecuciones sumarias, atravesar la campiña en medio de ingleses y alemanes que se disparaban con pasión, esperar un tren bajo lluvia de agua y de bombas, cruzar a Francia y ser detenidos en la aduana. Burlar la prohibición de ser extranjero e ingresar en ese país con la ayuda de un descuido. Todo eso experimentaron los Barquín antes de vivir cientos de nuevas y amargas aventuras. Aprovecharon un cambio de guardia para mentirle a un oficial que eran belgas, pasaron a desayunar a una confitería fronteriza, salieron por la otra puerta y se adentraron, libres y furtivos, en territorio francés. Luego tomaron otro taxi y le dijeron: A París. Llegaron a la capital cercada y los vascos que residían allí les advirtieron que nadie podía salir de ella. Yo saldré, porfió Pepe, y consiguió otro taxi. Puso rumbo a Biarritz, y alquiló un chalecito sabiendo que no podía dejarse engañar: pronto los nazis entrarían en París y se les vendrían encima. Mandó a Lolis y a Chiqui a casa de sus abuelos con aquel enigmático amigo inglés proclive al espionaje que aparecía una y otra vez en sus vidas. Y mientras Pepe cruzó caminando esas escabrosas distancias de regreso a casa, María volvió de contrabando en tren a Bilbao, entró disfrazada con chambergo a la casa de su suegro, se reencontró con los tres hijos y vivió seis meses sin salir ni dejarse ver, escondida de quienes le tenían jurada la muerte. Eligieron la Argentina porque quedaba lejos de todo. Pepe se tenía que adelantar para preparar el terreno. Tardó más de un año en llegar. Se embarcó en un buque que paró dos veces en Casablanca, donde estuvo prisionero en un campo de concentración y luego en sus calles a merced de bandidos y cuchillazos; logró escapar a Cuba y más tarde a México. Todo el mundo le parecía menos peligroso que Buenos Aires, donde la comunidad vasca lo recibió y lo ayudó a aterrizar. Mientras tanto, sus tres hijos iban a las playas del Cantábrico, y los guardias civiles les preguntaban con rencor: ¿Dónde está tu padre? Ellos respondían siempre lo mismo: En Caracas. Salir de España no fue tampoco sencillo. Eran la familia de un fugado, y hostigaban todo el día a su abuelo. Sólo la amistad, que a veces se pone por encima de la política, evitó que la cosa pasara a mayores y facilitó que les autorizaran finalmente los pasaportes. Todos ellos llevaban un sello significativo: “Sin regreso”. Pero aun así viajaron a la Argentina con el corazón en la boca, esperando que de un momento a otro el policía que iba a bordo los denunciara y ordenase que los deportaran a España. Era 1942, y en ese
mismo barco venían el legendario cantante malagueño Miguel de Molina y su troupe. El pianista del grupo, cuando se emborrachaba, tocaba el himno nacional español y los Barquín hacían lo imposible para esfumarse puesto que había que cantarlo de pie y con el brazo derecho en alto. Al final, cuando el barco de carga atracó en Buenos Aires, el policía español que los vigilaba se le acercó a la niña de la guerra y le dijo: Bueno, Lolis, que sean muy felices. Y le guiñó un ojo. Más corazón que odio. Al pisar suelo argentino y reencontrarse con Pepe Barquín lo celebraron en grande. Por fin eran libres. Se habían salvado. La vida que les esperaba era, como a todos, agridulce. Les fue aproximadamente bien a esos vascos laboriosos y cabeza dura. María engordó veinte kilos y vivió 92 años. Pepe hizo dinero y murió del corazón en 1966. Begoña se hizo monja y Chiqui falleció el año pasado después de tener cinco hijos y seis nietos. Durante todo aquel tiempo, Lolis se casó y enviudó, tuvo dos hijos y tres nietos, y a pesar de que fuma cigarritos Virginia Slim como si tuviera treinta años, sus pulmones están milagrosamente intactos. Nunca dejó de escribirse con el matrimonio Speibrouc, por quien tenía verdadero cariño. Un día la belga mandó una carta donde le pedía permiso para regalarles sus juguetes a los emigrantes húngaros. No se había atrevido a tocar en todas aquellas décadas de ausencia los juguetes de ella. Luego una sobrina le envió otra carta a Lolis informándola de que ambos habían muerto con pocas semanas de diferencia y que le enviaba una encomienda con aquella muñequita alemana que tanto la había acompañado en los años de orfandad. Viajaba con ella una medalla con cadena que había pertenecido a los Speibrouc. Ese matrimonio marchito no había querido deshacerse de aquella muñeca. Como si hubieran querido retener con ella, hasta la muerte, algo de lo que habían atesorado y perdido. Lolis se dirigió a la aduana y abrió la caja. La cadena y la medalla habían sido birladas, y los ladrones habían destrozado la muñeca buscando algún tesoro oculto en su interior. El tesoro, naturalmente, no existía. Sólo existían los recuerdos, y eso nadie podía robárselo a Dolores Barquín. Tomá —le dijo Lolis al funcionario—. Tomá, y que les aproveche. Prendió un cigarrito y caminó sola hacia la melancolía.
FANTASMAS DE CHERNOBYL
Larisa Vaynarovska estaba durmiendo cuando sintió el temblor. Tenía 25 años y dos hijos pequeños, vivía en la ciudad de Pripiat y era electricista de montaje de la planta de Chernobyl. Es ahora rubia y desvaída, vive en Buenos Aires, tiene en los ojos un profundo cansancio, y me cuenta con pena que el 26 de abril de 1986 se asomó a la ventana del quinto piso y vio en el horizonte un rayo lumínico en medio de un hongo de humo y fuego. A pesar de que el televisor estaba desenchufado parecía encendido, y por unos segundos su mente se sentía aletargada por una onda inaudible. Larisa no sabía ni cómo se llamaba en esos momentos. Se metió en la cama y se volvió a dormir. Una de las acepciones de la palabra “chernobyl” podría ser “ajenjo”. En la antigüedad se creía que esa bebida amarga era mortal y se la usaba como sinónimo de “veneno”. En la Biblia, específicamente en Apocalipsis 8:10-11, puede leerse un pasaje curioso: “El tercer ángel tocó la trompeta y cayó del cielo una gran estrella, ardiendo como una antorcha, y cayó sobre la tercera parte de los ríos, y sobre las fuentes de las aguas. Y el nombre de la estrella es Ajenjo. Y la tercera parte de las aguas se convirtió en ajenjo; y muchos hombres murieron a causa de esas aguas, porque se hicieron amargas”. Al día siguiente de aquellos temblores, de aquel relámpago y de aquel hongo siniestro, Larisa se desayunó con la noticia. Un repentino incremento de potencia en el reactor 4 había recalentado el centro de la usina nuclear. La explosión terminó con la vida de 31 personas, pero el material radiactivo que se desparramó fue quinientas veces superior que en Hiroshima. Ucrania era parte integral de la Unión Soviética, gobernaba Mijail Gorvachov y a pesar de la glasnost la información pública seguía silenciada. Pripiat era una ciudad de cincuenta mil habitantes destinada a operarios de la planta de Chernobyl, un pequeño paraíso de provincias construido alrededor de un generador de energía atómica. Y nadie le dijo a Larisa con claridad estos detalles y la gravedad del asunto. Nadie le dijo tampoco que su vida cambiaría para siempre.
Tuvo, sin embargo, un presentimiento cuando ese mismo sábado le repartieron a la población pastillas contra las lesiones de tiroides. La radiación ataca con nódulos a repetición, muchas veces mortalmente cancerígenos. La radiación entra primero por la garganta. No lo sabía Larisa Vaynarovska, pero en ese momento los vientos esparcían la radiación por todo el país y se contaminaban la tierra y las aguas. La vida cotidiana en Pripiat seguía como si nada hubiera ocurrido. Sólo al día siguiente, después de otra noche de insomnio, oyeron por radio la orden de evacuación. Nos vamos por tres días, les comunicaban. Había que llevarse lo mínimo, una bolsita y poco más. Larisa tomó a sus dos hijos y se subió a un ómnibus sin saber que no regresaría. O que lo haría brevemente y por fuerza mayor. Volví a los tres meses con botas y barbijos, y todo estaba tal como lo dejé, hasta con el mismo olor —me relata con voz tenue—. Me flaqueaban las rodillas. Metí todo lo que pude en tres valijas y me fui. Pero hoy me levanto a diario llorando. Estoy en la Argentina y pasaron más de veinte años, y sin embargo sueño cada noche que estoy en esa casa. Sueño con los objetos perdidos. Me muestra una foto en blanco y negro de Pripiat. Luego entro en Internet y me detengo en una toma reciente. Sigue siendo una ciudad fantasmal e inaccesible, árboles extraños y malformados cubren como garras monstruosas los monoblocks. Estoy ahora en una oficina diminuta y opresiva en Barrio Norte, y los cinco fantasmas argentinos de Chernobyl me hablan en precario castellano y me sostienen miradas líquidas y fatigadas. Por un convenio incompleto ellos y miles de ucranianos más vinieron a la Argentina en busca de sosiego. El gobierno soviético los ha barrido bajo la alfombra, la república independiente se diluye en impotencias y el Estado argentino no fue capaz en todos estos años de cumplir con la otra parte del trato: darles algún tipo de protección social, enseñarles el idioma, permitirles las reválidas de sus títulos universitarios, seleccionarlos por oficio y enviarlos a las provincias donde su mano de obra calificada fuera útil. Eran parias en Ucrania y son parias en la Argentina. Algunos de ellos tienen que limpiar pisos para sobrevivir. Valentina Akhmedziaova se vino en 2001, cuando este país estallaba en mil pedazos. La crisis argentina le parecía, no obstante, menos tenebrosa que la radiación. Se trata de una gringa de ojos azules que estudió música en Moscú, se recibió de profesora, es una gran instrumentista y toca maravillosamente una variación local del acordeón a piano llamado baian. En aquel año fatídico de la
explosión, integraba una orquesta estatal de cien músicos. A la semana de la tragedia, les dieron la orden de viajar a la zona y dar un concierto. Llegaron a esa ciudad vacía y todo lo que recibieron fue vodka, para relajarlos y porque supuestamente los protegía de la radiación nuclear. Ella no podía salir del colectivo. Ya había perdido todas las fuerzas. Un tiempo después envió una carta al Ministerio de Cultura para mostrar que las secuelas eran terribles, y los burócratas le respondieron que jamás habían enviado esa orquesta a la zona de Chernobyl. Esa gira había sido borrada de los libros y expedientes oficiales. No había tenido lugar. A Valentina la atacan enormes nódulos a repetición y la han sometido a operaciones quirúrgicas. Tiene las defensas bajas y poca fuerza en las manos. La eximia instrumentista vive pobremente de ocasionales y muy escasos alumnos, y de tareas de limpieza, que hace para seguir comiendo. Me pide permiso para irse temprano. Vive en José León Suárez, viaja colgada de un tren y tiene miedo cuando cae la noche. Se nota que está profundamente sola. En realidad, la primera que me habla es Ludmila Panasetsva, otra rubia de ojos traslúcidos que vivía, con su marido ferroviario y su hijo de dos años, en un edifico a menos de dos kilómetros de la planta nuclear. Ludmila estaba embarazada de ocho meses cuando los vasos y los platos comenzaron a temblar en su departamento. Las primeras horas nadie los informaba: el incidente tampoco había tenido lugar. Viajó con lo puesto a la capital de la provincia y contó lo que se había ido enterando: nadie podía creerlo. Cuando los rumores se fueron confirmando parcialmente, su marido tuvo que volver para ayudar con las evacuaciones masivas y su suegra comenzó a tener temblores nerviosos. Esas convulsiones, producto de la radiación, evolucionaron hacia un falso pero devastador Parkinson. La ola invisible de la radiación nuclear produce extrañas afecciones, dolores de garganta perpetuos, cáncer de lengua y ataques de hígado: Ludmila no podía comer nada sin tener una pataleta. A los 25 años parecía vieja. Le hormigueaban los brazos, y sufría mala circulación de sangre, anemia crónica y dolores de cabeza. Las jaquecas volvían loco al ferroviario. Ahora somos gente olvidada —me dice ella—. A nuestro consulado no le importa lo que nos pasa. Siguen eludiendo el tema. Y nadie quiere hablar del impacto que produce la radiación. El 14% de la población ucraniana tiene alguna discapacidad principalmente por las secuelas directas o indirectas de Chernobyl. Porque cierta historia que se impone como oficial intenta refutar las evidencias.
Intenta refutar las estelas catastróficas que dejó el incidente nuclear. Poderosos intereses políticos y económicos, en un mundo cada vez más necesitado de energía, operan para dejar las cosas como están y no hacer más olas. Los expertos nucleares han logrado que se diga que se exageran las consecuencias y que no son científicamente comprobables. Sin embargo, muchos países europeos protegieron su cadena alimentaria y resistieron la entrada de setas comestibles, leche y otras producciones ucranianas. Finlandia y Suecia no permiten que pase por su frontera el ganado. Y Alemania, Polonia, Italia y Austria han detectado alto nivel de veneno radiactivo en jabalíes, ciervos, bayas y peces. Leo que en un área de cuatro kilómetros cuadrados de pino, alrededor de Chernobyl, el bosque se volvió marrón y dorado, los animales de la zona perecieron y una manada de caballos abandonada en una isla ubicada a seis kilómetros del accidente “se extinguió al desintegrarse sus glándulas tiroides”. Tengo además cinco testigos de cargo frente a mí. Cinco ucranianos con historias elocuentes. Esas historias rompen el cerco de silencio que tendieron la política y la indiferencia. Me cuentan que chicos de seis o siete años sufren infartos y que se les caen los dientes: en esa generación el material radiactivo está dañando el corazón y las áreas óseas. Llamamos a Ucrania y nuestros amigos mueren del corazón aproximadamente a los 45 años —agrega Ludmila—. Las mujeres sólo sobreviven dos años a una operación de mamas. Interviene Tatiana Kachanova para decir que en su boda, hace más de treinta años, había cien parientes invitados, y que hoy no queda con vida ni uno solo. Los propagandistas del lobby nuclear dirían que fallecieron de muerte natural. Pero parece quedar poco de “natural” en las zonas de influencia de Chernobyl. Tatiana se lamenta de que su marido Sergio, geólogo, no pueda estar presente en esta conversación: está internado luchando por su vida. Después de exponerse como voluntario en la planta nuclear fue azotado por todo tipo de enfermedades: cirrosis, pancreatitis, diabetes, cardiopatías. Tatiana y Sergio vivían en Kiev cuando se produjo la explosión. Tenían dos hijos de 4 y 6 años. Salieron a la calle el 27 de abril de 1986 y las caras y las manos de los niños se les pusieron rojas, y la piel reseca. Los profesores de la escuela sugirieron que volvieran al hogar y cerraran todo. El viento envenenado soplaba sobre ellos y los charcos de agua de las esquinas tenían bellas pero tenebrosas tonalidades verdes y azules. “Y muchos hombres murieron a causa de esas aguas, porque se hicieron amargas”, decía el Apocalipsis. El geólogo llegó de Siberia en esos días y trajo consigo un aparato para medir la
radiación. Revisó la casa objeto por objeto, y encontró niveles radiactivos altísimos en cada uno de ellos. Tiraron la alfombra, el televisor, y se deshicieron de elementos de cocina y ropas de toda clase, y a partir de entonces eludieron el agua sin hervir, los huevos y la carne. Todo estaba contaminado o era sospechoso. Pero esas prevenciones sirvieron de poco. Sergio cometió en 1988 un grave error. Hubo un llamamiento general para ir cuatro meses a la planta de Chernobyl a reparar lo irreparable y el geólogo no pudo con su genio y se anotó como voluntario. Salió con alto grado de discapacidad de esa experiencia. Seguimos viviendo en Kiev —me dice Tatiana con ojos grandes y vehementes —. Me acuerdo que las frutillas se ponían como tomates, y que cuatro familiares nuestros las comían y tuvieron cáncer de lengua: murieron en el término de un año. En 1994, Sergio tomó un mapa y me dijo: Argentina es el país más limpio del mundo. Es por eso que nos vinimos. Pero no cobramos jubilaciones ni tenemos coberturas médicas ni fuerzas para trabajar. Nos enfrentamos día y noche con la burocracia y también con el silencio y con el olvido. La embajada de Ucrania en la Argentina no relativiza la gravedad del asunto. Es una istración nueva y está tejiendo la firma de dos convenios con nuestro Gobierno: uno para equiparar los títulos universitarios y otro para generar algún tipo de protección médica. Pero las buenas intenciones suben por la escalera y la desesperación usa el ascensor. La democracia ucraniana es joven e inexperta, el colapso soviético la dejó a la intemperie, y ahora juran que no hay recursos financieros suficientes para hacer frente a esa herencia masiva y catastrófica, sin parangón en la historia de la Humanidad. Larisa, Valentina, Ludmila y Tatiana ya se han marchado. Me quedo con Oleksandr Zakorodnyuk, un hombre rudo que trabajaba de chofer en otra planta nuclear de Ucrania y que el 1º de septiembre de aquel año fatídico fue elegido a dedo y obligado a viajar a Chernobyl para seguir con las tareas de “reparación”. Estuvo 25 días viviendo en una escuela evacuada, en jornadas de doce horas, trasladando tierra para separar la laguna del río, a doscientos metros del agujero negro. Cada uno de aquellos operarios venía con un aparatito para medir la radiación: se los quitaron el primer día. Sólo estaban protegidos por guantes y barbijos, pero no tenían miedo. No creían estar en peligro real, aunque luego comenzaron los problemas: presión en los riñones, hormigueos en el lado izquierdo del cuerpo.
Salgo a la calle con Oleksandr. Tiene manos ásperas de trabajador. Me cuenta que hace de todo: albañil, carpintero, lo que venga para darle de comer a su hija de nueve años. Se casó con una peruana y como otros 15.000 ucranianos intenta adaptarse a este país del sur del mundo. Me menciona al pasar la palabra “Atucha”. Pienso en una explosión, en vientos cargados, aguas envenenadas, ciudades desoladas y vacías, vidas arruinadas, plagas eternas. Oleksandr me da la mano rugosa y me sonríe: tiene un diente de metal que sugiere una vida proletaria y valiente. Toma el subte y se dirige al Bajo Flores. Está cayendo la noche y se van prendiendo con fuerza las luces de la ciudad. No puedo sacarme de la cabeza esa maldita palabra. La palabra “Atucha”. Y me duele la garganta. Es como si la empatía o la sugestión me la hubieran cerrado a lo largo de la tarde. El precio de la imaginación es el miedo. Imagino que nadie está a salvo.
LA MAFIA DEL MAR
Lola tenía 91 años, estaba paralizada por la artrosis y sus familiares le inventaban todo el tiempo e-mails y cartas donde Pablo Valls, su nieto aventurero, contaba peripecias laborales y apócrifas en un lejano astillero de Brasil y le mandaba besos y abrazos. Cuando Lola empeoró y se vieron obligados a darle morfina contra el dolor, ella tuvo paradójicamente un momento de lucidez. Fue cuando les dijo: Se ahogó. Yo sueño que Pablo se está ahogando. Pablo se ahogó. La abuela finalmente murió, y Christian Valls, el padre de Pablo, supo que ya no había ningún impedimento para decir la verdad. Para que los periodistas argentinos publicaran su inquietante historia de naufragio y misterios. El padre de la víctima es un técnico aeronáutico que fabricó más de sesenta embarcaciones y que tiene una microempresa dedicada a confeccionar cascos para policías, militares y motociclistas civiles. Hace 42 años que vive en una vieja casa de Liniers al Sur. Pero tuvo siempre predilección por la naturaleza, el paracaidismo y otros deportes de riesgo. Tuvo también dos hijos varones, y cuando eran chicos los tres jugaban a nadar hasta el horizonte. Salían de la playa dando brazadas y después de dos horas y media de buen ritmo llegaban a un punto en el que ya no veían la línea de la tierra. Recién entonces regresaban. Pablo Valls había cumplido los 37 años, tenía la misma profesión de su padre y era además profesor de Natación y Guardavidas, un título que le había extendido la Cruz Roja Internacional. En la costa atlántica había salvado más de cien vidas. Era alto, atlético y rubio como un vikingo, trabajaba de skiper profesional trasladando barcos y vivía en el Mariana I, un velero que tenía amarrado en el puerto de San Isidro. Conocía al dedillo el oficio del mar y sus amigos le decían “El Perro” porque, como Patán, se reía entre dientes. Riguroso y obsesivo por el trabajo a bordo, pasó las navidades de 2002 acondicionando el velero. Se había jugado el bigote con un camarada hacía unos meses, cuando llevaban dos barcos a Mar del Plata y enfrentaban una tormenta.
Por VHF, Pablo le dijo que se afeitaba si lograban atravesarla. Y así fue. Ésa era la clase de hombre indomable en que se había transformado, un tipo que medía los riesgos pero los corría, y que necesitaba de vez en cuando una inyección de adrenalina para seguir viviendo a pleno. Su padre, acostumbrado a todo, le pidió sin embargo que lo llamara desde un locutorio de La Paloma, adonde se dirigía en su primera escala. Sólo para saber que llegaste bien, le recalcó. Pero Pablo temía dejar el velero solo porque en esos puertos siempre hay hurtos, de manera que pasaron veinte días sin noticias y sin que el padre se extrañara demasiado. La preocupación empezó alrededor del 15 de febrero, cuando Christian llamó a los amigos y se dio cuenta de que nadie sabía nada. No te preocupes —le decían —. Debe estar con una novia, en una playa panza arriba. Pero Christian ya tenía mal pálpito y armó una cadena de avisos a través de radioaficionados. El 8 de marzo el tripulante de otro velero avistó en la bahía de Santa Lucía el mástil de un barco hundido. La Prefectura de Uruguay envió dos embarcaciones y un helicóptero. Un buzo bajó en busca de algunas respuestas y de un cadáver. Se trataba efectivamente del Mariana I, pero no había ningún cuerpo por ningún lado. Un vecino de amarras de Pablo le avisó al padre. Es duro lo que te tengo que decir —le anticipó—. El barco está hundido, pero el Perro no aparece. Valls viajó de urgencia a Uruguay pensando que era prácticamente imposible que su hijo se hubiera ahogado. Era un experto en navegación, un nadador de aguas abiertas, el velero yacía recostado a siete metros de la superficie y hubiera sido relativamente fácil para Pablo bracear catorce kilómetros hasta la costa. Valls iba preocupado pero no devastado. Estaba acostumbrado de alguna manera a los peligros. A los 19 años un amigo, jugando con una pistola, le había metido un balazo de 9 milímetros en la frente: el proyectil había recorrido el cráneo sin tocar el cerebro y Christian se había salvado de milagro. Y luego había sobrevivido a dos naufragios con la racionalidad intacta y con un espíritu sano y positivista. Tenía un temple especial, una cierta compostura de hidalgo moderno. La inspección del Mariana I, sin embargo, lo dejó alelado. En la dársena naval, en proximidades de la Terminal del Buquebús y luego de inexplicables dilaciones en el operativo de reflotamiento, el barco destrozado y barroso colgaba para la ocasión. El Mariana I tenía un enorme boquete en un costado. Algo lo había embestido en medio del océano. Luego Valls conseguiría realizar una fina pericia. Una y mil veces revisaría con su ojo experto, y con ayuda de otros especialistas, los hechos y sacaría las
deducciones del caso. El velero de Pablo había sido chocado en la aleta de babor por una embarcación un poco más pequeña. El golpe provocó dos orificios unidos por una gran quebradura en la línea de flotación y cerca de la popa. Fue tan fuerte el impacto que arrancó el tanque de combustible y el agua empezó entrar a gran velocidad. Las bombas de achique no habían servido, aunque Valls notó que estaban encendidas. —Eso demuestra que Pablo no quedó atontado por el golpe —me explica—. Incluso se ve que intentó detener el agua amarrando el gomón para usarlo de parche, una técnica que él mismo enseñaba. Pero por alguna razón no tuvo tiempo de inflarlo. Valls habla de manera didáctica, sin dramatismo, pero con un evidente dolor lleno de pudores. Estamos en Liniers pero nos sentimos en medio del mar, aquel día negro en que cambió la historia. Mi hijo trató de enviar un mensaje de auxilio (mayday, mayday) porque vimos que el VHF estaba todavía encendido y a máxima potencia de transmisión. Venía navegando a motor y con poco viento. Estamos seguros de esto porque traía la vela genoa enrollada, la mayor a tope y el timón de viento automático desconectado. Las luces de navegación estaban apagadas y las luces de los instrumentos permanecían encendidas. Eso sugiere el amanecer. Pablo navegaba hacia el Este, con el sol de frente. La colisión fue violenta, pero el barco del “Perro” no chocó con un tronco o una piedra; fue embestido por una de esas chalanas que utilizan los pesqueros artesanales o tal vez por un velero de cubierta baja, que prácticamente le incrustó el ancla que llevaba fija en la proa. Y aquí comienzan los verdaderos enigmas. ¿Por qué faltaba de a bordo un televisor y estaban cortados a cuchillo sus cables? Ese televisor era inservible después de un mes de hundido: nadie en su sano juicio querría robarlo de la dársena. Tuvo que haber sido robado antes de que el Mariana I se hundiera. ¿Un miembro de la tripulación de la chalana saltó a cubierta del barco de Pablo y lo redujo a punta de pistola? ¿O se trató de un simple accidente? ¿Por qué si Pablo estaba vivo y lúcido después del impacto, y junto al barco que lo embistió, no pudo salvarse? ¿Cayó al agua y quien lo chocó no quiso ni socorrerlo? ¿Se ahogó nadando hacia la costa? ¿Pudo ahogarse un nadador olímpico en aguas tranquilas y templadas, a plena luz del día? ¿O se trató de un abordaje a la fuerza, un asalto en medio del mar seguido de asesinato? Cuando Christian Valls, ahora quebrado por el dolor, regresaba a Buenos Aires,
un funcionario argentino llamó a su celular y le dijo: Hablen en el nivel más alto. Hay algo de este asunto que no cierra. En Uruguay les pidieron al padre y al hermano del “Perro” que no fueran a los medios, que no ventilaran el asunto. Pero todo empezaba a oler mal y Christian fue a la radio y a la televisión, y habló del expediente y mostró las contradicciones y dio indicios sobre un hundimiento seguido de pillaje y silenciamiento. En muchas ocasiones regresó a la costa uruguaya el padre consternado. Se mezcló entre los pescadores y se fue enterando de que junto con honestos trabajadores del mar hay ex convictos dispuestos a todo, delincuentes del agua que rapiñan y viven de fechorías diversas. Hacía algunos años, Valls se había enfrentado con uno de ellos en el Delta: mientras dormía en su propio barco escuchó que se acercaba sigilosamente en la noche un bote y que un asaltante trepaba a cubierta. Valls sacó su pistola plateada y le apuntó a la cabeza, y el sujeto se tiró al bote y salió arando en la oscuridad. En esas zonas negras de la costa hay mano de obra desocupada dispuesta a cualquier cosa y protegida por gente del poder, me dice. Jura que pusieron varios palos en la rueda de su investigación, que desaparecieron muchos efectos personales de Pablo y objetos de abordo, que se perdieron evidencias y que la causa está llena de lentitudes sospechosas y conspiraciones de silencio. Y no sé qué pensar: si es un padre dolorido y obsesionado que no puede aceptar la muerte de su hijo, o si tiene simplemente razón y Pablo Valls fue blanco de piratería con algún tipo de protección oficial. Me cuenta muchas anécdotas con nombre y apellido que son incomprobables para un periodista y que yo no puedo reproducir. Pero de pronto le creo con las entrañas cuando me dice: Yo sé que ellos saben lo que pasó. “Ellos” son ciertas autoridades navales de la otra orilla. Dos años estuvo caminando esa costa, recabando información sobre la mafia de los puertos, hablando con gente del asunto. Y un día se topó con el concepto “shock amnésico postraumático”, y consultó a un psicólogo y a una psiquiatra para tratar de entender los alcances y formas de ese diagnóstico. La psiquiatra le contó una anécdota terrible y le activó la esperanza: El esposo de mi prima iba en tren por Europa. Se fue a tomar el fresco y en una curva cayó a la nieve. Estuvo perdido y fue dado por muerto. Tenía amnesia. Y dos años después recuperó la memoria y reapareció.
Tal vez Pablo está vivo en tierra, sin memoria ni identidad, pensó Christian, con los nervios crispados. Puso pegatinas y posó en calles populosas junto a un póster con la cara de su hijo. Y recorrió todos los hospicios de Uruguay buscando un rostro entre muchos. En aquellos tiempos, soñaba a repetición que el “Perro” estaba sentado en un catre, y había un pasillo con baldosas rojas y cremas, y unos ventanales. En una ocasión, mientras visitaba el Hospital Pasteur de Montevideo, vio en Psiquiatría el mismo pasillo, las mismas baldosas, el mismo ventanal y a un chico de espaldas, con el pelo largo y rubio. Se me salía el corazón del pecho —me cuenta—. Me acerqué y le toqué el hombro… Y nada que ver. No era Pablo. Lo repite: No era Pablo. Se acostumbró Christian Valls a convivir con la ausencia, a echarlo de menos con toda intensidad, a recordarlo de chico, a abrazarlo en sueños. Tal vez el hijo de un empresario poderoso se lo llevó por delante y se dio a la fuga, y es por eso que taparon todo, pensaba. Y al rato se decía que su hijo podía aparecer en cualquier momento. Su hijo era fuerte y podía volver. Podía hacerlo. El 26 de enero de 2003 le dio otro vuelco el corazón: apareció un cadáver en un arroyo de la bahía de Montevideo. Le mostraron las fotos. Estaba descompuesto y desfigurado, pero era rubión y atlético, y tenía barba y bigote. Es castaño, opuso el padre negando con la cabeza. Le dijeron que el agua de río modifica el color del pelo. Pero salió afeitado de Buenos Aires, replicó Christian. El pelo crece después de muerto, le refutaron. Pero no tanto, yo también leí criminalística —se enojó Valls—. La contracción de la muerte puede producir un pequeño vello pero nunca una barba de quince días como es ésta. Aun así había varias coincidencias y comenzó a pensar lo que no quería. Que finalmente tal vez se tratara de Pablo. Autorizó que le tomaran al cadáver una muestra del fémur para chequear si tenían el mismo adn. Pero los resultados fueron negativos. Tantas cosas extrañas habían ocurrido en Uruguay, que Christian pidió una contraprueba con un perito argentino. El juez ordenó que el cadáver no fuera cremado hasta tanto se realizara el nuevo análisis, pero dice Valls que no le hicieron caso. El cuerpo fue destruido, sin dilaciones ni ceremonias, en un crematorio. ¿Te das cuenta? —me pregunta—. Demasiadas cosas raras, demasiadas ganas de cerrar rápido la puerta. Pienso que tal vez tenga razón. O que a lo mejor se trata de la clásica indolencia burocrática de los sudamericanos. Por momentos Christian Valls siente que todo está claro, que conoce la cara de los asesinos. Y
por momentos, se entrega a la idea fatalista de pensar que Pablo nunca volverá a casa y que no tendrá ni siquiera un cuerpo para darle sepultura. Durante seis años fue el detective de un caso que está oficialmente clausurado. Pero no quiere rendirse. Antes de despedirme toma un pequeño papel amarillo y escribe una cita clásica de Sherlock Holmes: “Cuando se ha eliminado lo imposible, lo que queda, por improbable que pueda parecer, es la verdad”. Pero quizás la verdad no sea tan cartesiana como parece. Quizá la vieja abuela de Pablo, a quien mantenían viva con mentiras piadosas, entrevió la verdad verdadera en esa epifanía final, cuando tomó la mano de Christian Valls y, como si le estuviera pidiendo que lo aceptara de una vez por todas, le dijo antes de morir: Se ahogó. Yo sueño que Pablo se está ahogando. Pablo se ahogó. Llueve sobre Liniers.
EVITA VIVE EN SAN CRISTÓBAL
Nélida trajo 400 trabajadoras tucumanas y las alojó en hogares de tránsito y en el Hotel de Inmigrantes, las paseó por Buenos Aires y les dijo que se levantarían a las cuatro de la mañana, caminarían hasta la 9 de Julio y ocuparían un lugar central en la multitud. Fue entonces que Eva Perón la mandó llamar. Nélida Antonia Domínguez de Miguel era una mujer importante del Partido Peronista Femenino, y visitó a Evita en su recámara. Su jefa la estimaba como a pocas, le tenía una confianza ciega. Hablaron un rato y de pronto la mujer del General se arrodilló en una silla, se acodó en el espaldar y le dijo: De Miguel, no voy a ser vicepresidenta. Nélida estaba parada frente a Evita y le flaquearon las piernas. Señora, qué está diciendo, alcanzó a balbucear. Lo que oye, dijo. ¿Sabe lo que trabajamos todas por esto? Evita sabía. Eran las vísperas del 22 de agosto de 1951, y la mujer de Perón sorprendería al pueblo haciendo su renunciamiento histórico. Ahora vengo, dijo de repente bajando las piernas de la silla. Se metió en el baño un largo rato, mientras Nélida acusaba el impacto, y cuando Eva salió ya no era simplemente una mujer pálida. Era una mujer cadavérica. Nélida había escuchado un leve rumor sobre la enfermedad de su jefa, pero al verla en ese estado, cayó en la cuenta de que todo era verdad: tenía cáncer y se iba a morir. Llegué a este testigo único de 89 años siguiendo la lista de las más importantes condecoraciones que otorgó el Congreso de la Nación. Nélida de Miguel tiene dos hijos, siete nietos y cinco bisnietos, y es reconocida por todas las fuerzas políticas democráticas y visitada por documentalistas del mundo que vienen a pedirle su testimonio sobre Eva Duarte, la dama poderosa a quien sirvió en vida, y también después de muerta. Evita es un mito controversial que ha saltado los límites de su movimiento político y las fronteras de nuestro país, y esta anciana inquieta y sentimental que llorará diez veces a lo largo de una charla de cuatro horas, me muestra sus medallas y el santuario que ha armado en un cuartito de su departamento de San Cristóbal. Noto que entre las fotos tiene un busto de Evita hecho por el pintor y escultor italiano Leone Tommasi y una mascarilla
mortuoria de Evita, que tomó en su momento sobre el mismo cadáver el padre del maestro orfebre Juan Carlos Pallarols. Esa máscara, como tantas cosas, permaneció oculta durante veinte años y luego fue trabajada con su famosa técnica en plata. Una gran foto muestra a la joven Nélida —algunos le decían la Negra— pronunciando un discurso, y a Juan Domingo y a María Eva mirándola con respeto. La Negra ya tenía una hija de meses cuando su padre, en los años cuarenta, la llevaba a escuchar al ascendente coronel Perón, que daba charlas políticas en la Secretaría de Trabajo. El 17 de octubre de 1945 dejó a la beba con su suegra, pidió una bandera a unos trabajadores del gas que venían caminando por la calle y marchó hacia Plaza de Mayo con la sensación de que estaba experimentando una vibración, un cierto despertar. Luego vendió entradas para una cena política del candidato a presidente y participó en la colecta por el terremoto de San Juan. Cuando el General ganó las elecciones, Nélida tuvo coincidentemente problemas laborales por meterse en política. Fue recomendada entonces por el sanitarista Ramón Carrillo directamente a Eva Perón, que la recibió en su oficina. Nélida tuvo que esperarla mientras la veía en acción. En un momento, la primera dama se le acercó y le soltó: No me diga nada, usted se queda a trabajar conmigo. La asignó a Ayuda Médica Integral, un departamento que dirigía el neurocirujano Raúl Matera, y que constituía algo así como un comando de sanidad al que Evita derivaba los pedidos y enfermos que le llegaban. De Miguel organizó los requerimientos por provincias y por áreas, y rehízo la istración de un organismo que creció, que llegó a tener un servicio permanente de doce médicos y una farmacia, que estaba por encima de los hospitales y que funcionaba en una mansión de la calle Callao que alguna vez había pertenecido a Florencio Parravicini. Era tan devota y eficaz la tarea de esta mujer, que un día Atilio Renzi, el secretario privado del Presidente, la llamó para advertirle: Evita quiere que vaya al Partido. Nélida le respondió: Dígale que no. Renzi volvió a comunicarse a las pocas semanas: La señora insiste. Volvió Nélida a negarse con súplicas. La tercera vez le avisaron que Evita mandaba llamarla. De Miguel —le dijo—, la voy a mandar a La Rioja como delegada. Ella tragó saliva: Yo me iba a Chapalal de vacaciones con mi nena, señora. Evita la miró: La Rioja es lo mismo que Chapalal. Nélida volvió a la carga: Mi marido me ha dicho que tengo que optar entre él y la política. Y yo opté por la política, pero con todo esto temo perder a la nena. Eva sonrió: No tema.
Viajó finalmente a La Rioja con su hija y sin marido. A armar el Partido Peronista Femenino, un ejército de mujeres al servicio de la causa. A afiliar, a realizar obra social y a abrir unidades básicas. Pero luego de un tiempo se dio cuenta de que ni ella ni su hija se adaptaban a la provincia. Sacó dos pasajes de vuelta y lo llamó a Renzi: Me vuelvo, no le voy a servir acá a la señora. El secretario no dijo una palabra, le pasó directamente con Eva. Era sábado de carnaval, y la señora estaba de buen humor: Hola, De Miguel, ¿cómo le va?, la saludó. Nélida escuchó esa voz y le respondió: Bárbaro, señora, todo bien por acá. No tuvo corazón para fallarle, y cortó, devolvió los pasajes y se quedó a cumplir con la misión que le había encomendado. Regresó a Buenos Aires con una comitiva oficial y mientras iban en un auto con la actriz Fanny Navarro, la primera dama le pidió a Nélida que fuera a verlo a Perón a la residencia y eligiera con buen gusto un poncho para su amiga. Fanny tenía que debutar en una obra de teatro esa misma noche, y Perón coleccionaba ponchos. Nélida llegó a la residencia y el General le dio a elegir uno mientras la ametrallaba a preguntas sobre la situación política de La Rioja. Se fue haciendo costumbre así que algunas delegadas fuertes en las provincias vinieran a visitar a Evita, compartieran su intimidad y pasaran mucho tiempo con ella. En ocasiones, la Negra se quedaba hasta tarde con Eva charlando de política y de ropa. Paco Jamandreu les confeccionaba vestidos para todas. A veces, Perón llamaba enfurecido. No quería que su mujer estuviera tanto tiempo en la oficina, malgastando todas sus fuerzas. Quería que descansara. Sí —decía Eva—, ya voy, ya voy. Perón la amenazaba: Si no venís, no entrás esta noche. Y algunas veces Evita tenía que dormir en la casa de la familia del coronel Domingo Mercante porque el General la castigaba y la guardia presidencial lo obedecía aun en esas órdenes extremas y ridículas. El General la quería —me dice Nélida—. Pero Eva lo amaba. Siempre nos decía: si pasa algo, cuídenlo a Perón. Era una frase que presagiaba el final. Aún así Evita todavía daba lucha: mandó a Nélida a Tucumán con la idea de crear cursos de corte y confección, inglés y música, y abrir nuevas unidades básicas, que a veces la contra les incendiaba. En esas idas y vueltas, mientras avanzaban la enfermedad de la Capitana y el desgaste del régimen, una tarde Eva le mostró un libro que había encontrado entre las cosas de su hermano Juancito. Allí había un dibujo de Evita con la cabeza acosada por tijeretazos. La siniestra imagen daba a entender que estaba loca o averiada. Señora, no vea esas cosas. ¿Usted tiene algo?, le preguntó la
devota esperando que su santa aplastara los chismes o los confirmara. Pero Evita se quedó en silencio. Estaba delgadísima, y Nélida le pidió que terminara el té. No tengo hambre, le respondió. Y como si saliera de un profundo ensimismamiento le pidió a Nélida que tomara de su propia taza. Para la Negra era una impertinencia, pero para Eva se trataba de un pequeño acto de amor. Nélida tomó la taza y se bebió el té intocado de Eva Perón. Le dolía la garganta mientras lo tomaba. Al final, ella recibía a sus guerreras metida en la cama, las acomodaba en silloncitos a su alrededor, les dedicaba largas tertulias y a veces hablaba desde allí mismo con el padre Benítez, su confesor. Esas conversaciones se iban invariablemente apagando y una mancha de tristeza le velaba entonces los ojos a la “jefa espiritual de la Nación”. El 26 de julio de 1952 la certeza y a la vez las incredulidades las empujaron a las delegadas de Evita a la calle. Fueron hasta la residencia presidencial y se quedaron todo el día afuera, agarradas de las verjas, esperando una noticia. A las 8:25 se anunció lo inevitable y Nélida sintió un desamparo único y hondo. Le pidieron que ella y algunas más se quedaran junto al cajón en la Secretaría de Trabajo y Previsión y luego en el Congreso. Se repartían entre ellas algodón y turnos para limpiar el vidrio del ataúd porque la gente que peregrinaba hacia ella lo ensuciaba con alientos, besos y lágrimas. Pasaron cuatro días sin dormir las mujeres de Evita, y en una de esas noches vieron que el cajón “transpiraba”. Un fenómeno extraño e inquietante, casi sobrenatural. Llamaron al General y éste al doctor Ara, que había preparado el cadáver, y desalojaron el salón. Cuando volvieron a verla ya no tenía en su pecho el escudo de oro que le había obsequiado la CGT y que parecía incrustado artificialmente en el cuerpo embalsamado. Esos años sin Eva estuvieron signados por el miedo. Nélida formó parte de la comisión para construir un monumento a la señora e integró el Consejo Superior del Partido Peronista Femenino. El 15 de junio de 1955 estaba en esas oficinas cuando entre la correspondencia encontró un anónimo que indicaba los nombres y lugares de una conspiración, cómo bombardearían al día siguiente la Casa de Gobierno y cómo se alzarían con el poder. Sorprendidas y nerviosas, Nélida y una compañera decidieron ir a buscar a Perón y mostrarle esos datos. Perón dormía, y tuvo que ser levantado por la urgencia. El General tomó el anónimo con cierto fastidio, mientras decía: Estas muchachas, siempre tan fanáticas,
como Evita. Era un anónimo y se recibían muchos en aquellos días. Vayan, vayan, las echó con cariño: no era para preocuparse, no se podían mover las maquinarias del Estado por una hoja sin firma. Al día siguiente los aviones de la Marina y la Aeronáutica descargaron sus bombas sobre Plaza de Mayo y produjeron pánico, muerte y destrozos. Tres meses después la revolución arrasaba con el gobierno peronista. Nélida recuerda haberse refugiado en un subte y haber caminado sola por las vías, y haber salido a la superficie en una calle lejana. Lo perdimos todo, se decía, desconsolada. Le ofrecieron llevarla al Paraguay para ponerla a salvo, pero ella siguió saltando de casa en casa para que no pudieran detenerla. Fue con algunas militantes a la CGT para pedir que les dieran los restos de Evita, que estaban guardados en ese edificio: querían esconderla de los enemigos. Pero a los sindicalistas no les pareció prudente moverla. Cuando arrestaron a su hermana menor, la Negra se presentó en una comisaría y la llevaron adonde funcionaban los Servicios de Inteligencia del Ejército: Viamonte y Callao. Allí la esperaba el coronel Moori Koenig, quien ya había irrumpido con un comando en la sede de la CGT y había secuestrado del segundo piso el cuerpo de Evita. Koenig la recibió como a una celebridad (“la famosa De Miguel”) y le dijo que no estaba oficialmente detenida pero que tenía que presentarse en Tucumán, donde Nélida había llevado a cabo su gran acción política. No le quedaban muchas alternativas. Se presentó y estuvo detenida en un cuartel militar durante tres meses. Al salir libre, entró en o con sus compañeros y formó parte de la resistencia junto a otras sesenta mujeres. Pusieron una lavandería y un taller de costura, y con prendas viejas confeccionaron ropa para los presos y sus hijos. Y procuraron que nunca les faltaran a esas familias los panes dulces de Navidad. Mientras tanto, el cadáver de Eva peregrinaba en las sombras, conducido por Moori Koenig, que estaba obsesionado con ella, y provocando desgracias a su alrededor: era como si la dama insepulta irradiara una maldición hacia quienes la manipulaban. Nosotros también teníamos peronistas en los servicios de inteligencia —confirma De Miguel—. Y vigilábamos al coronel y a sus hombres. Les poníamos flores y velas allí donde sabíamos que tenían escondida a Evita.
A lo largo de esas décadas, el cuerpo de la mujer de Perón permaneció lejos de sus adoradores. Nélida militó en la clandestinidad y luego a la luz del día. Fue diputada nacional electa en 1962 pero esos comicios no fueron reconocidos por el gobierno cívico-militar. Después participó en campañas sindicales y políticas, y en 1971 montó una operación para que el presidente Levingston se comprometiera a devolver el cadáver. Tomó una foto de Evita y le colocó una pregunta: ¿Dónde estás? Y los militantes reprodujeron ese afiche y empapelaron toda la ciudad. Volvió a verlo a Perón en Roma cuando Nélida formó parte de la comisión que lo iba a buscar para traerlo de regreso a la Argentina. En el avión de Alitalia, Nélida compartiría vuelo, entre otros, con Menem, Abal Medina, Cafiero, Lorenzo Miguel, Leonardo Favio, el padre Mujica y López Rega, que a la “Negra” le parecía diabólico. Perón no la reconoció en una primera mirada, pero cuando le soplaron quién era aquella veterana de todas las guerras peronistas, la abrazó como si la quisiera. Por la presión de la resistencia el cadáver de su jefa había sido devuelto a Puerta de Hierro. Poco después fue colocado en la cripta de Olivos. Nélida visitó el lugar y con los ojos rojos la reencontró dormida, después de aquel viaje eterno y humillante, y recordó su voz en el teléfono: Hola, De Miguel, ¿cómo le va? Recordó esa voz y se largó a llorar. Ahora la antigua combatiente del Partido Peronista Femenino se mueve por la casa de San Cristóbal con ayuda de un bastón. A veces, por las tardes, se queda un rato en su santuario, leyendo viejos documentos, mirando sus reliquias y recordando a Eva Duarte. Todo es tan distinto —se dice entonces—. Ya no existen aquellos códigos y valores en la política argentina. Me muestra por última vez la resplandeciente mascarilla de Pallarols. Me está mostrando, en realidad, cómo Eva duerme sus sueños dolientes. Trata de que yo escuche algo que no puedo oír: la sinfonía de un sentimiento.
EL TEATRO DE LA VIDA
Todos los días Liana Lombard se despierta sola a las cinco de la mañana y enciende el televisor de su cuarto de la Casa del Teatro para verse en una novela de amor de hace 25 años. Su imagen lejana y rejuvenecida, enfundada en el uniforme de un ama de llaves, surge como un fantasma de la pantalla del canal Volver y cruza diálogos con Alicia Bruzzo y con una diva de los años cincuenta que se llama Nélida Romero y que también anda por los pasillos de ese refugio de artistas retirados ubicado en Santa Fe y Libertad. Recién cuando termina el capítulo, y el pasado se vuelve a apagar, Liana gira en la cama y sigue durmiendo. Tiene 76 años y es diabética, y no le quedó un peso partido por la mitad después de haber gozado durante décadas de lujos y fortuna. Cuando tenía tres años, su madre soñó una noche que la abuela de Liana se acercaba a un pizarrón y escribía una cifra. Y debajo de la cifra había una dirección del centro de Buenos Aires. Al despertar, la madre se dio cuenta de que en esa esquina señalada por la madre muerta había una agencia de lotería y que debía jugarle inexorablemente a ese número. Se sacó la Grande, y cambió la historia de toda la familia. Por insólito que parezca, la suerte se repitió unos años después, cuando la abuela y su increíble pizarrón volvieron a aparecer en sueños, y cuando la anciana volvió a cantar desde el más allá una cifra y una esquina determinada del barrio de Flores: San Pedrito y Rivadavia. Después de haber ganado una vez, la madre de Liana Lombard hizo lo imperdonable: volvió a ganar. En esta ocasión, la jugada de Reyes. Abrieron una fábrica de alimentos e hicieron inversiones inmobiliarias. Liana fue criada en cuna de oro, con una nurse para ella sola y un chofer negro que la llevaba y traía de todos lados. A los 10 años ganó un concurso de chicos que organizaba Jaime Yankelevich, e hizo su primera radionovela con Berta Singerman, un folletín leído que emitían a
las diez de la noche para todos los hogares argentinos y que la obligaba a Liana a subirse a una silla para decir la letra porque no llegaba al micrófono. Hizo a partir de ese momento mucho radioteatro, y luego pasó a la televisión, donde se lució en personajes secundarios dentro de las grandes novelas románticas de Celia Alcántara. Era uno de aquellos rostros infaltables que, desde los márgenes, ennoblecían la historia central. Pero la fortuna familiar y los sueldos de la televisión se fueron gastando en los avatares del tiempo, en la larga enfermedad de su padre y en nuevos emprendimientos comerciales que no funcionaron. Mientras Liana trabajaba de actriz no le importaba el dinero, pero cuando los achaques la retiraron se dio cuenta de que nada quedaba del patrimonio familiar y que debía valerse, enferma y todo, con una jubilación paupérrima. A veces no tenía ni para el colectivo, confiesa con los ojos bien abiertos. Está sentada en un silloncito y tiene apoyados los dos brazos en un bastón con el que se ayuda para caminar. La distingue una vivacidad deslumbrante en los ojos: el cuerpo es viejo pero la mirada es adolescente, casi virginal. Me está contando todo esto con alegría, como si no pudiera tomarse en serio ni las penurias, como si fueran parte de una radionovela de antaño y su protagonista sintiera que, a pesar de las pesadumbres que el Gran Libretista escribió para ella, al final la función terminará y podrá regresar feliz e indemne a su mundo. Soy muy feliz —me aclara—. Anduve pésimo de plata, me fue mal en los negocios y tengo diabetes, pero hace ocho años me encontré con la madre de Ricardo Darín y ella me sugirió que viniera a esta casa. Le dio una carta de recomendación y Liana se dio cuenta de que podía ser salvada. Le pidieron un currículum y le dijeron que debía esperar la decisión. Esperar, cuando no se tiene nada, es muy difícil. Liana sabía lo que se jugaba: cuarto, comida, medicina, cuidados, amigos. Un nuevo lugar en el mundo. Alberto Vacarezza dijo alguna vez: “La Casa del Teatro es la hostería donde hospedan su vejez y su cansancio los peregrinos del arte”. En esa casa, “recobran su hogar aquellos que lo perdieron y lo alcanzan los que nunca lo han tenido. Y así, en dulce comunión, pasa la vida como pasa la fortuna”. Tardaron treinta días en evaluar su solicitud. Y aunque Liana es judía, iba a la iglesia de San Nicolás de Bari a rogar para que el milagro se produjera. Soy judía pero creo que Dios es uno solo, me explica, mientras me la imagino hincada en ese templo que no era el suyo pero donde la actriz se jugaba el resto. Los ruegos fueron escuchados, y ahora se siente en la gloria. Tiene muchos amigos entre esas paredes, y aunque sigue corta de dinero y las cintitas para medir la glucemia son caras, alguien siempre le pasa un billete de cincuenta
pesos por debajo de la puerta o la ayuda para que pueda hacerse el testeo. Ni siquiera dramatiza el accidente que tuvo hace poco en la esquina, cuando un imberbe que venía a toda velocidad se la llevó por delante con su auto y le produjo rotura de pelvis, cadera y sacro. Lo cuenta sin rencores, como si estuviera explicando los dramas inventados de un personaje de ficción. Ese automovilista no sabrá nunca que estuvo a punto de matar a esta dama legendaria que hacía números vivos entre película y película, y que atravesó cincuenta años de actuación. Me despido de Liana en el corredor y espero en silencio. Hay un clima teatral en la Casa del Teatro. No parece un geriátrico melancólico sino una fábrica de ilusiones llena de movimientos y apuros. Me da la mano un hombre bien plantado que ha envejecido con elegancia. Se llama Samuel Zarember, pero todo el mundo lo conoce como Samy. Al revés que su compañera, la mirada de Samy trasunta una lucidez escéptica. Es alguien que ha vivido mucho y conoce los pecados y renuncios de la sociedad. Podría decirse, en cierta medida, que se trata de un hombre que ha hecho su opción por la pobreza: dedicó su vida al teatro independiente. Hace medio siglo Samy era un hijo de inmigrantes al que le gustaban mucho las mujeres, los cafetines y el fútbol. Tímidamente se asomó al hall de una sala porque un cartel decía: “El teatro será pueblo o no será nada”. La vocación le abrió la cabeza y lo tomó para siempre. También su ideología: el teatro no puede cambiar el mundo, pero puede ayudar un poco, me dirá a lo largo de la conversación. Es un hombre de izquierda que hizo de todo: atender la boletería, acomodar al público, abrir y cerrar el telón, y luego actuar, dirigir, escribir y adaptar. Formó el elenco estable del IFT y en mayo de 1976 puso en cartel Yo, Bertolt Brecht digo. Comenzaron las amenazas y le pusieron una bomba, que no llegó a explotar. Tuvieron que guardarse un tiempo, y hacer teatro en las catacumbas del régimen militar, luchando en soledad para evadir la censura. Samy interpretó en pequeñas salas y luego en grandes teatros oficiales obras de Dostoievsky, Gorki, Chejov y Arthur Miller, Lope de Vega, Calderón de la Barca y González Tuñón. Mientras lo hacía, al principio trabajaba en Villalonga Furlong para parar la olla. Al que pretendía ganar algo con el teatro lo echábamos por fascista, se ríe ahora recordando los viejos tiempos. ¿Cómo se iba a ganar plata con algo tan noble? Esa militancia estoica lo ponía lejos de la
actuación comercial y de la fama, en una larga y sorda guerra contra la lógica burguesa. Tomó, por lo tanto, con bastante naturalidad el hecho de quedarse sin plata en el otoño de la vida y tener que pedir alojamiento en la Casa del Teatro. Pero Samy se siente más fuerte que nunca y tan activo como siempre. Volverá en breve con Brecht a una sala importante y tiene preparada una versión del Quijote para dar en las escuelas. Quiero saber si, al igual que un espíritu sencillo como Liana Lombard, Samuel es feliz. La felicidad no existe —me responde—. Hay tantos problemas en la vida. Pero te ito algo: yo estoy bien porque hago lo que más me gusta. ¿Actuar?, pregunto por rutina. Aprender —me sorprende—. Para ser actor tenés que leer a los filósofos, a los narradores, a los sociólogos. Aprender es lo que hace feliz a un verdadero actor. Es curioso lo poco que necesitan los hombres sabios para vivir. Cuando Nélida Romero ocupa el silloncito no puedo dejar de pensar en que esta desconocida era una diva popular en la época de los teléfonos blancos. Ha firmado miles y miles de autógrafos, y la recuerdo ahora con Ángel Magaña en Cosas de mujer. Me cuenta enseguida su breve participación en el film Madame Bovary, donde encarnaba a una vecina chismosa que pronunciaba una frase única y solitaria: ¿Es casado el nuevo médico? Nélida nació en Lanús, y después de estudiar baile y actuación, pisó las tablas por primera vez con Enrique Santos Discépolo. A los 18 años conoció a Carlos Schlieper, acaso el mejor director de comedias que produjo la cinematografía nacional. Alguien la había recomendado, y ella lo visitó en el set. Cuando lo vio de cerca, Nélida pensó: Qué guapo es. Y se presentó de un modo desconcertante: ¿Usted es el director? Yo vivo en Lanús, soy obrera. Carlos la miró intensamente. Luego le dijo en voz baja: Creo que estoy perdido. Le llevaba 24 años. Le dio un pequeñísimo papel en una película con Mecha Ortiz y Amelia Bence, la invitó a comer y a pasear, y después se casó con ella. Ese amor entre ambos fue tan intenso y absorbente que cuando Carlos murió a los 54 años de una enfermedad cardíaca, Nélida guardó luto largo rato. Y a pesar de que era muy joven no quiso rehacer su vida sentimental: nunca más tuvo novios ni volvió a enamorarse. Hay mujeres de un solo hombre. Lo curioso es que esta diva de belleza deslumbrante fue, a partir de entonces, perseguida por muchos. Perseguida, pero jamás alcanzada. Estuve muerta un tiempo —me
confirma—. Y después seguí adelante. Le compró una casa a su padre en Lanús, hizo 17 películas, actuó en 70 obras de teatro, viajó y actuó en Europa, frecuentó a Rafael Alberti y a Guillén, y se dedicó a la principal actividad que debería cultivar un buen actor: leer libros. Esquilo, Shakespeare, Lorca. De repente se transforma, y surge de su garganta una voz grave y distinta: “Voces de muerte sonaron/ cerca del Guadalquivir./ Voces antiguas que cercan/ voz de clavel varonil./ Les clavó sobre las botas/ mordiscos de jabalí./ En la lucha daba saltos jabonados de delfín”. La poesía y el amor pararán las guerras, me asegura, y su candidez me hace quererla de inmediato. La ingenuidad en los ancianos es siempre conmovedora. Tal vez sea ingenuo pensar que eso es ingenuidad. Luego Nélida agrega: leer y sentir; el arte de actuar está en esas coordenadas. Desdeñar la fama y el dinero, evolucionar desde adentro. Sabe de lo que habla la Romero. Tuvo fama y dinero y lo perdió todo; lo fue regalando, lo venteó en amigos que lo necesitaban. Y aún así, no cayó ni en la depresión ni en el resentimiento. Odio el dinero, es una perdición —me aclara, y me da escalofríos—. Y sabés una cosa: nunca me la creí. Nunca, nunca. A veces recuerda a una vecina dotada que cantaba en Lanús trozos de La Traviata. Y en seguida pronuncia, como si rezara: Se te mueren todos, pero la vida continúa. La vida es tan maravillosa. Son las siete de la noche, y nadie puede faltar a la cena. Liana, Samy, Nélida y otros treinta y siete peregrinos del arte, que alguna vez lo tuvieron todo y que ahora sólo se tienen a sí mismos, convergen en el comedor de la casa. El horario es muy estricto. Salgo a la avenida Santa Fe, y al ruido, y pienso en George Clemenceau: “No hay propiamente edad para la vejez; se es viejo cuando se comienza a actuar como viejo”. Pero resulta que estos peregrinos de la Casa del Teatro son actores. Actúan sus sueños. Y sus sueños son, increíblemente, más jóvenes y puros que los míos.
EL CORAZÓN DEL CAZADOR
El año pasado un cazador sudafricano que guiaba a un grupo de españoles en las praderas de Botswana cometió un pequeñísimo error y fue destrozado. Se bajó de la camioneta con el rastreador y se alejó cien metros para mirar de cerca una manada de elefantes. Las leyes locales e internacionales son muy estrictas: sólo permiten cazar machos viejos sin capacidad de reproducción, ejemplares de cinco mil kilos a punto de echarse y ser devorados por los animales carroñeros de la jungla. Bajo pena de multa o cárcel, los cazadores profesionales no pueden tocar a los machos jóvenes, ni a las hembras ni a las crías. Sólo pueden sacrificar a los elefantes que no tienen futuro. Las comunidades locales esperan siempre con ansiedad esos miles de kilos de carne que reindustrializarán gracias a la cacería, en una ceremonia de horas y horas a la luz de la luna. El cazador sudafricano no tuvo en cuenta algo fundamental: el elefante verdadero, no la imagen ingenua y bonachona de Walt Disney, sino la bestia primigenia, es el animal más peligroso y temido del África; se mueve a gran velocidad y sin hacer ruido, tiene una enorme inteligencia táctica y actúa con una especial saña. Aquel cazador andaba en puntas de pie mirando al elefante viejo cuando de pronto cambió el viento y una elefanta lo olió y se le fue encima callada y vertiginosamente. El cazador alcanzó a percibir el peligro y echó a correr hacia la camioneta. Pero la bestia le dio alcance, estiró su trompa y lo agarró del cuello, le pisó un pie con su enorme pata redonda y tiró con todas sus fuerzas hacia arriba destrozando carne, huesos y cartílagos. Estoy viendo esta escena en los ojos de quien me la cuenta: Eber Gómez Berrade, un camarada de aquel sudafricano y el primer argentino en obtener licencia como guía de caza deportiva en el continente negro. Un hombre que enloqueció de sueños aventureros leyendo de chico en una isla del Tigre libros de Rider Hagard, Rice Burroughs y Rudyard Kipling o viendo en Sábados de Cine de Super Acción Las minas del rey Salomón, Watusi, Safari y Mogambo. Como Don Quijote, que enloqueció leyendo novelas de caballería, Eber decidió
visitar los paraísos peligrosos y perdidos que surgían de aquellas páginas y secuencias, y decorar esos lugares con los recuerdos de cada libro. Bien es cierto que algo tuvo que ver en su vocación de peripecias su padre Dino, que fue marino mercante y expedicionario. Dino y su hijo nacieron en un tiempo equivocado. Son personajes del siglo XIX. Eber fue escalador, buzo, hizo un curso de corresponsal en el centro de entrenamiento para cascos azules de Naciones Unidas y luego viajó a Medio Oriente aprovechando una beca del gobierno de Israel para “formadores de opinión en áreas de conflicto”. Mientras tanto estudió relaciones internacionales y trabajó en finanzas, escribió en diarios y revistas especializadas, se hizo un apasionado de la flora y la fauna, y por lo tanto un ecologista, y asistió a seminarios de caza mayor. Me explica que los verdaderos cazadores, contra lo que se cree, son necesariamente ecologistas y que aman la naturaleza. Hemos leído los mismos libros y visto las mismas películas, pero la diferencia entre él y yo es gigantesca: yo soy un pequeño burgués sedentario incapaz de matar una mosca y él es un cazador blanco capaz de disparar su 375 Holland and Holland Magnum contra un leopardo y dejarlo seco de un tiro. Recurre a los libros para darme una lección. Ortega y Gasset tenía un gran amigo que escribía sobre el arte de la cacería. En un largo prólogo de un librito técnico, el gran filósofo español se preguntaba lo mismo: ¿por qué caza el hombre moderno? Porque le permite volver al atavismo de los primeros hombres, aquellos que cazaban para defenderse o alimentarse. Ese ímpetu, ese culto del coraje quedó grabado en nuestros cromosomas para siempre. El hombre no ama haber cazado, sino estar cazando; ese momento en el que sucede lo que sucedía, en el que se prueba algo inexplicable. La diferencia es que en la actualidad los estados civilizados crearon una ética de la caza, que incluye la preservación de las especies y las reglas que reducen al mínimo el ejercicio de la crueldad. No he conocido en toda mi vida un solo cazador que haya gozado matando, ni que plantee la cacería como una competencia con el animal —me asegura Berrade—. El cazador compite consigo mismo, y siente iración por la presa y luego tristeza cuando le da muerte. Y es un defensor de los hábitats naturales y de la fauna autóctona. Ésta es la verdad verdadera, nada que ver con los viejos arquetipos. Eber viajó en los años noventa por el sur del África y pasó noches junto a ríos y escuchó el ronquido verdadero de los leones. Tomó un tren a las cataratas Victoria, y permaneció insomne hasta la increíble salida del sol sobre la planicie
de Zimbabwe. Estoy acá después de haber leído tanto sobre todo esto, se decía. En la Argentina, un amigo que manejaba una compañía de safaris y que tenía cotos de caza lo invitó a participar como free lance. Después de mucha práctica local y viajes internacionales, visitó Sudáfrica para hacer un curso. En ese continente misterioso la cacería está colegiada y para ser guía de caza hay que rendir un estricto examen sobre geografía, zoología, biología, balística, leyes y prevención. Eber obtuvo su licencia y a partir de ese momento se dedicó por entero a la actividad. Tiene ahora clientes de todas partes del mundo. Le pido que me relate el caso de un argentino. Me relata la historia de Daniel, un porteño que soñaba con viajar a Namibia y cazar un antílope de grandes astas cerca del desierto del Kalahari. Eber entrevistó varias veces a Daniel, radiografió su personalidad, le contó detalladamente cómo era la zona, le mostró videos y le recomendó libros, lo llevó al Tiro Federal de Buenos Aires y lo hizo practicar con un rifle 30-06 Springfield contra blancos móviles. Y le fue adelantando los pasos de esta travesía; también la posibilidad de que la operación fallara y que tuvieran que regresar con las manos vacías a casa, una alternativa que está en los cálculos de cualquiera y que prepara al cazador para una larga espera y para ampliar sus niveles de frustración. Volaron juntos al África y se instalaron en un campamento sobre el norte del Kalahari, en un lugar seco, con colinas y montes. El primer día tomaron los rifles, los regularon y practicaron un rato. Después llegó el rastreador negro, un políglota que estudia el terreno y lee las huellas. Los mejores rastreadores siguen siendo los legendarios bosquimanos y los pigmeos. Alrededor del safari hay además de los pueblos aledaños: porteadores, cocineros, mecánicos. Y detrás, pobladores que esperan los resultados para apropiarse de la carne del animal. En esas primeras horas, el cliente siempre tiene expectativa e insomnio. El cazador profesional, en cambio, duerme como un bebé luego de manejar la psicología del recién llegado, anticipándole una y otra vez todas las jugadas. Muy temprano arrancaron caminando y los agarró el amanecer en el campo abierto. Eber miraba con los binoculares cada manada buscando a un ejemplar anciano. Pero los antílopes los escuchaban llegar y se escapaban. Los hombres regresaron por la tarde y pasaron varias horas tratando de dar con el antílope deseado: vueltas y vueltas en silencio total. Se levantó un viento fuerte, y cayó la noche sin que pasara absolutamente nada. En el segundo día, Eber notó que
Daniel estaba un poco deprimido. Daban grandes rodeos, hacían aproximaciones a pie, visteaban esquivas manadas, y pasaban horas y horas sin palabras y sin noticias. El tercer día partieron con un frío duro. Había una manada en un bajo. Eber la vio con sus binoculares desde la colina. Se apearon y dieron varios pasos con aliento contenido. Dos machos se peleaban a muerte, espadeaban sus cornamentas y se embestían: era un joven que intentaba arrebatarle al viejo las hembras y el liderazgo. Los dos cazadores llegaron a doscientos metros, pero no había un tiro claro. Está completamente prohibido tirar a mansalva. Caminaron otros cincuenta metros entre piedras y arbustos. Eber llevaba su rifle de seguro, un 7 mm, por si había que rematar o tenía que defender a Daniel de esas puntas filosas como cuchillos. Cuarenta minutos duró la pelea de los antílopes, que iban retrocediendo y arremetiéndose con ferocidad, mientras las hembras se mantenían en un segundo plano. En un momento dado, el grupo entero desapareció de la vista. Los dioses de la caza no están con nosotros, dijo Eber entre dientes. Daniel tragaba saliva amarga. Los habían perdido. Son esos momentos donde la preparación, el pago, el viaje y el tiempo invertidos parecen en vano, una pésima idea. Salieron con la cabeza gacha; ninguno de los dos decía lo que pensaba. Subieron a la camioneta y se lanzaron a girar por ahí como buscando al azar una carambola. A los cinco minutos divisaron otra manada sobre una ladera. Eran siete u ocho antílopes, y había un macho grande y viejo. Caminaron otra vez agachados, con los rifles listos. Ahora los dos estaban nerviosos. En un momento dado, Eber notó que el macho se había apartado lo suficiente y que Daniel podría dispararle. Lo ayudó a apuntarle al corazón, y cuando lo vio en buena posición le dijo con un murmullo: Ahora, Daniel, cuando quieras. Y levantó su propio rifle. Daniel apretó el gatillo y la bala le pegó en la paleta al antílope y lo levantó en el aire: cuando cayó al piso estaba muerto. El guía abrazó al cazador, que estaba frío y emocionado. Por la noche comieron un guiso de antílope a la luz de las hogueras, en esos momentos donde los cazadores sienten que algo se ha saldado. Una de las últimas grandes aventuras del presente. ¡Qué increíble que yo esté en este libro!, dice Eber que piensa en esos epílogos, cuando la adrenalina se apaga y él se siente Clark Gable o Stewart Granger, y cuando se hablan de los detalles de esos días de incertidumbre, de pantanos y sabanas, del gruñido de las hienas en la noche y de los soles africanos.
Hace pocos meses fue contratado por un cazador tejano de gran experiencia: Rod. Un grandote con gorra de béisbol, modales campechanos y gran vozarrón. Había leído a Ernest Hemingway pero no había cazado nunca un elefante. Y se había preparado durante meses. Se había entrenado físicamente, había asistido a una escuela de safaris en los Estados Unidos, había leído muchos libros técnicos y geográficos, y había traído su propio rifle, un Blazer 416 Remington. Traía también una canana con muchas balas. Pero sólo tenía que usar una. Rod quería una cacería limpia y cercana, nada de un tiro de larga distancia, y quería además que el elefante tuviera colmillos simétricos para llevárselos a su casa de Texas. Por la mañana salieron de una zona arenosa y vieron algunos rastros prometedores. El rastreador encontró en el lodazal unas huellas y dijo que era un macho grande, pesado y viejo. Sabía que era portentoso por la profundidad de la pisada, y que le faltaba poco para morir por la materia fecal: si las hojas y ramas que comió siguen allí casi ilesas quiere decir que el elefante ya no tiene buenos dientes para masticar. El argentino, el tejano y el africano caminaron kilómetros y kilómetros. Encontraban manadas pero no tenían elefantes viejos o los tenían pero sus colmillos eran irregulares. O eran directamente grupos enteros de hembras y crías. Hubo días en los que caminaron veinticinco kilómetros antes de detenerse a comer. Rod, a diferencia de Daniel, estaba armado de paciencia y de filosofía. Pero en el día número diez se empezó a preocupar. Eber notó que estaba angustiado y triste, pero aun así no le metía presión. No hay mucho que hacer en esos casos, salvo ir manejando las emociones. Esperar sin desesperar. ¿Pero quién sabe cómo hacer eso? El día once salieron de noche. El rastreador rápidamente les dijo que tras un monte había una manada. Era una intuición extrasensorial, y los cazadores se entregaron a ciegas. Se fueron acercando durante horas con sigilo y mutismo absoluto. Cualquier ruido podía poner en alerta al líder de los elefantes, que abre las orejas, se levanta y escapa. En un punto de la caminata Eber extrajo los binoculares y oteó el horizonte: había ocurrido lo peor. Se habían esfumando. Regresaron lentamente, con los labios pegados y la boca seca: Rod ya había perdido el vozarrón y los ademanes campechanos. Había perdido la confianza en la suerte y en sí mismo. Pero caballerosamente se mantenía en sus cabales, metido para adentro. Subieron a la camioneta y decidieron probar en un sector alejado. Tan alejado
era que no escuchaban la radio. El rastreador, desde otro punto cardinal, los estaba llamando con desesperación. Tuvo que avisarles un emisario: habían encontrado finalmente el elefante perfecto. Retornaron, con el corazón en la boca, cortando camino por sendas de tierra a toda velocidad. El rastreador fue claro: era un elefante veterano que tenía dos colmillos parejos de cincuenta libras de peso cada uno. Eber miró a Rod, y el tejano asintió: Vamos. Revisaron los rifles y arrancaron en fila india, detrás del rastreador y con un guardaparque oficial que venía a vigilar que las cosas se hicieran según la ley. Emergieron del monte a mucho de andar y desembocaron en una llanura abierta, y descubrieron a trescientos metros un macho que marchaba solo. Marchaba solo porque iba buscando un lugar donde morir. Sacaron una media con cenizas y probaron de dónde venía el viento: la brisa empuja el talco y muestra en qué dirección sopla. Los cazadores debían colocarse fuera de esa línea puesto que el macho podría olerlos con mucha facilidad. El macho comía y tenía las orejas abiertas, de manera que había que avanzar detrás e ir acercándose en puntas de pie rogando que no se volviera y los atacara. Si lo hacía, por más viejo que fuera, los destriparía como la elefanta había hecho con aquel malogrado cazador sudafricano. A los cien metros, sólo Rod y Eber caminaban solos y sin hacer ruido, con los fusiles prestos. Habían acordado que el tejano le metería un tiro en el cerebro: era el tiro más difícil pero más indoloro. Rod no quería tirarle al corazón ni a los pulmones. Quería hacer un disparo profesional que no lo hiciera sufrir. El disparo que había leído en los libros. Y Eber le permitía hacerlo porque el tejano había demostrado diligencia en el arte de la cacería, a pesar de que casi había perdido la compostura en esos últimos días de frustración y de nada. No podían hablar, pero el guía le indicó por señas que acortarían al máximo las distancias y que esperarían a pocos metros de esa mole de cinco mil kilos. Esperarían que la bestia mostrara su perfil para que Rod le metiera un tiro en la sien. A espaldas de aquel animal gigantesco, dos minutos pueden parecer un siglo. Habían esperado ocho meses ese momento y todo se jugaba en esos pocos segundos donde el destino puede cumplirse o trastabillar. No sentían más que respeto por el elefante. Un respeto sagrado. Era un viejísimo sobreviviente de la
jungla, y ahora uno de ellos le apagaría la luz para siempre. Eber y Rod pensaban en la dignidad de ese pequeño gran dios que se arrastraba por el ocaso. Sabían, a la vez, que ese dios otoñal podía llevárselos al infierno. Pero igualmente lo iraban, casi arrobados, oliéndolo en la pegajosa tarde de la selva. Al cabo de aquellos dos minutos eternos, el elefante giró la cabeza y ofreció la sien, y con buen pulso Rod cumplió con su misión. Una detonación, una sola, y el macho levantó la trompa como un latigazo, se derrumbó de costado, enterró un colmillo en la tierra y murió en el acto. Todavía Eber, en medio del más sepulcral silencio, le tocó el párpado para comprobar que no tenía reflejos, y después le dio una mano a Rod y lo felicitó. Sentí que se lo merecía —me dice ahora—. Hay que merecer la pieza. Aquel elefante era un animal noble y Rod había vivido once días de calor, insomnios, bajones y templanzas. Los dos habían cumplido el rito más viejo de la tierra y lo habían hecho con hidalguía. Y te aseguro que aquél era un momento casi religioso. ¿Podés entenderlo? Tengo que pensarlo un rato, Eber, le digo. Un rato muy largo.
UN ÁNGEL EN EL WORD TRADE CENTER
Viajó a Nueva York para buscar una nueva vida, pero se encontró tres veces con la muerte. A poco de llegar le detectaron un cáncer de cuello de útero. Al año siguiente presenció los atentados del 11 de septiembre y participó en la primera línea de la emergencia. Seis meses más tarde estuvo a punto de perecer cuando se incendiaron unas instalaciones eléctricas en su edificio y el monóxido de carbono le envenenó las vías respiratorias. Fue a parar a terapia intensiva, estuvo clínicamente muerta por algunos minutos, vio la luz al final del largo túnel y sintió esa lúgubre placidez que reconocen quienes fueron y volvieron para contar la muerte por dentro. Se llama Alejandra Ciappa, nació en Tandil y se recibió de médica clínica en La Plata. En aquellos tiempos neoyorkinos ya tenía treinta años y estaba haciendo un doctorado en Columbia sobre genética de Alzheimer. Ahora trabaja en la Fundación Favaloro y me cita en un restaurante vacío de Puerto Madero. Tiene 38 años y una niña de tres, y cree naturalmente en Dios y en el destino más que en ninguna otra cosa. Me cuenta, para empezar, que cuando era muy joven un camión salió de la niebla, en una ruta, y se llevó por delante al micro donde viajaban sus padres. En ese día imborrable de 1991 murieron 17 pasajeros y sufrieron gravísimos daños físicos y psicológicos los padres de Alejandra. Fue un vuelco dramático en su vida, y nueve años más tarde, la chica no podía dejar de pensar en ellos mientras caminaba por el Central Park escuchando canciones de Celine Dion y tratando de armarse para el día siguiente, cuando entraría en el quirófano a jugarse a suerte y verdad contra su tumor maligno. Esta mierda no va a matarme, se dijo. Efectivamente, el cáncer no la mató, y salió fortalecida de esa experiencia vital, creyendo quizás que por cuestiones estadísticas nada malo podría volver a acontecerle después de lo que le había pasado.
Pero las estadísticas fallaron en aquella singular mañana de septiembre de 2001, cuando camino a su trabajo vio en un televisor el choque del primer avión, y a los pocos minutos sintió el estruendo del segundo. Ella siguió por inercia y se metió en el subterráneo, donde la gente viajaba sin saber qué ocurría en la superficie del mundo. Le comentó por lo bajo a una mujer lo que acababa de ver en una pantalla y la pasajera la miró como si se hubiera vuelto loca. Cuando emergió en el norte de la ciudad, el aspecto de las calles emulaba una escena del cine catástrofe: caos, gritos, atascos, bocinas. Los compañeros de Alejandra seguían su rutina científica en los laboratorios, pero ella no podía concentrarse. Comenzó a llamar a su amigo Samy, un broker venezolano que trabajaba en el Word Trade Center de Manhattan, pero los celulares no respondían y nadie conocía su paradero. Recién al caer la noche volvió a oír, con enorme alivio, la voz del broker: tenía la euforia del sobreviviente y le contaba con atropellos que había salido corriendo y que la monumental nube de polvo lo perseguía para deglutírselo; que había pedazos de cadáveres en las calles y que encontró refugio en una iglesia. En esa primera hora de desconcierto, Alejandra recibió un llamado de su madre, que desde Tandil le confirmaba la caída de las torres, transmitidas por la televisión a todo el planeta; trataba de chequear que su hija estuviera lejos del epicentro y completamente a salvo. La doctora Ciappa estaba a 110 cuadras del Ground Zero, pero no pensaba quedarse al margen: pidió permiso a su jefe para abandonar su puesto y se metió en un bar donde una multitud apretada veía por la tele las declaraciones compungidas de Giuliani. Luego bajó en una boca del subte, se persignó y regresó por las entrañas de la tierra al Central Park. Millones de personas caminaban allí en silencio, mirándose las unas a las otras, en una ciudad donde nadie mira a nadie. Alejandra se dirigió a la Cruz Roja observando cómo la gente se abalanzaba sobre los supermercados y compraba agua y comida. Parecía el fin del mundo. Ella sólo compró una cámara descartable en un kiosco. Ya sonaba la fórmula “atentado terrorista” y Alejandra marchaba pensando en la AMIA y en el ejercicio ilimitado de la crueldad humana. Mil personas se habían presentado a donar sangre, y la Cruz Roja tuvo que suspender la donación porque no tenía dónde guardar tanto. Soy médica —les dijo—. Úsenme, por favor. Tuvo que esperar horas hasta que la destinaron a un grupo de diez médicos y enfermeros: el Team A. Esa noche no consiguió pegar un ojo. En la madrugada los llevarían al epicentro del dolor y en ese lugar deberían atender fundamentalmente a los rescatistas puesto que no había sobrevivientes. Sólo cadáveres mutilados. Veinte
mil bolsas de residuos con cuerpos despedazados y partidos. Era difícil dormir en esas circunstancias. El Team A partió a las siete de la mañana del miércoles 12 en ómnibus. Alejandra miraba la ciudad desierta y el vacío sobrecogedor que había dejado el derrumbe: comenzaron a temblarle las piernas. La gente, a su paso, los saludaba con banderas y con gritos: Gracias, son nuestros héroes. Ciappa no entendía bien lo que eso significaba. Se sentía cualquier otra cosa menos un paladín de la Humanidad. Sólo estaba cumpliendo el juramento hipocrático, a puro instinto, sin verse a sí misma de ninguna manera. El equipo se instaló en la escuela Stuyvesant e improvisó allí un hospital de campaña. Un humo cargado y picante, como si trajera arena de hierro o cal, llegaba y quemaba la piel y destruía los ojos. En la escuela atendieron durante horas a bomberos, policías y voluntarios con cortadas, fracturas, irritaciones oculares y crisis asmáticas. Como Alejandra era la única que sabía hablar español se encargaba de conversar con los horrorizados albañiles latinos que en largas cadenas sacaban escombros y se encontraban a cada rato con restos humanos. Algunos de ellos los apremiaban para que los curasen y para volver rápido al derrumbe porque escuchaban gente viva y desesperada debajo de los escombros. Doctora, yo saqué una ventana del avión —le dijo uno—. La levanté y miré a través de ella. Pensar que ese pasajero vio su propia muerte por esa ventana. En un momento, salieron a recorrer los alrededores. Todo era devastación. En el subte de esa estación los bomberos encontraron cadáveres abrazados. Y la médica entró en el Jardín de Cristal, un edificio enorme como un shopping, cuyos vidrios habían volado en pedazos. Alejandra vio adentro que estaba el desayuno servido en todas las mesas, con la vajilla intacta y cubierta de un polvillo malsano. Esa noche regresó a su casa de la calle 77, en Upper West Side, con el alma rota y descompuesta. Por la mañana habló con su jefe y le pidió permiso para regresar al Team A. Ale, go —le respondió—. Go, go! El jueves 13 los esperaba una misión importante: desalojar los edificios cercanos a la zona del desastre. En el 310 de Chambers Street había un edificio de cuarenta pisos de la Ayuda Social que permanecía sin agua y sin luz desde hacía más de 24 horas. La evacuación parecía algo sencillo, sobre todo porque en el operativo había del ejército y la policía. Pero la escalera no tenía ventanas y era una boca de lobo,
había ancianos con graves dificultades en la movilidad y algunos con problemas mentales, carenciados de todo tipo y personas con muchísimo miedo que hasta tuvieron infartos en medio del traslado. La droga de la adrenalina la ayudaba a Alejandra Ciappa a subir y bajar cien veces esas escaleras. Y algo en el tono de su voz le permitía persuadir a los que no querían abandonar sus casas. Algunas veces, oficiales del ejército tenían que amenazar con tirar la puerta abajo con un hacha. Los vecinos estaban aterrados e histéricos. Muchos habían visto desde sus ventanas cómo caían los cuerpos, y no se atrevían a salir a la calle y mucho menos a dejar sus cosas. Era entonces cuando los militares y los policías dejaban que aquella médica latina de voz dulce parlamentara con ellos y los convenciera de salir. A todos les decían que debían irse con lo puesto y que regresarían al día siguiente. Pero recién los devolvieron al hogar un mes después. Alejandra se topó con sca, una italiana simpática pero tozuda que no quería abandonar su departamento por nada del mundo. Ciappa entró en confianza contándole que ella también era descendiente de italianos, y estuvo un largo rato minándole las resistencias. sca la llevó hasta el balcón y le dijo: Mirá, no puedo dejar la huerta. No puedo abandonar a mis tomates. Después le apuntó: Vos tenés que comer, estás muy flaca. Vení que te preparo una cosita. Mirá las fotos de mi finado esposo. Luego de una charlita amistosa, Alejandra ya la tenía convencida. Fue entonces que sca se plantó y volvió atrás con un nuevo argumento: Yo de acá no me voy sin saber qué pasa con mis dos amigas. Era dos ancianas que vivían en ese mismo edificio. Un policía las trajo para que hablaran con ella. Vamos, sca —le dijeron sus amigas—. Agarrá dos bombachas y salí con nosotras. ¡Siempre haciendo lío vos! Se abrazaron y bajaron juntas. El militar en jefe miró a Ciappa y le dijo en inglés: Tenés un ángel, tenés algo. A partir de ese momento, todos la llamaban en inglés “angel”. Y siempre que había un problema en la evacuación, llamaban a “angel”, que tenía el don de la credibilidad y de la psicología. Al final, las tres viejas la abordaron en la vereda. sca le dijo: Nunca cambies tu manera de ser. Se le llenan los ojos de lágrimas al recordar todo esto. Regresó caminando setenta cuadras hasta su casa. Iba con el barbijo y el estetoscopio, tenía la cara tiznada y una costra dolorosa. Cuando por fin llegó a destino se duchó, lloró un buen rato y se quedó dormida. El jueves todos los del Team A convergieron en la escuela, donde en
realidad ya no había tanto para hacer. Caminaron hasta el Ground Zero viendo la destrucción, los autos dados vuelta, las miradas de aquellos hombres exhaustos. Alejandra vio a dos bomberos sentados en una silla Luis XVII, en la vidriera destrozada de una casa de antigüedades. Hombres gigantes llorando como niños —me dice—. Yo me abrazaba con desconocidos y lloraba también. Y de pronto, un viento venenoso se levantó en el atardecer y retrocedieron hasta la escuela. El viento era tan fuerte que el polvillo se alzó en remolinos y se convirtió en un manto de neblina artificial que todo lo ensombrecía. Alejandra descubrió de golpe que se había quedado sola, enceguecida y sin puntos de referencia. Y que estaba a punto llover. Pensó que esa lluvia le quemaría en la piel, y se asustó y comenzó a correr a tientas. Llegó a la escuela cuando comenzaba el aguacero. Y entró en el baño y se miró al espejo: no se reconocía. Se quedó muda frente a esa extraña. Muda y petrificada. ¿Estás bien?, le preguntó una enfermera. No sé, le respondió. Es hora de volver a casa, diagnosticó la mujer. Pero la médica no podía. No podía salir de nuevo a ese laberinto de lluvia, polvo y muerte. Se tiró sobre una colchoneta y pasó una noche horrible, llena de espectros e insomnios. Por la mañana se bañó y se puso ropa del Ejército de Salvación. La trataban como a una heroína. Pero si yo no hice nada, les devolvía. Un médico amigo, más tarde, le dijo algo rotundo sobre eso: Vos fuiste, Alejandra, vos fuiste. Yo, en cambio, me encerré como una rata en mi casa. Había desde la mañana un persistente rumor: el presidente Bush visitaría la zona de conflicto y antes de ese arribo tendrían que clausurar la escuela. Ciappa se dio cuenta de que el rumor era cierto cuando irrumpió taconeando aparatosamente un grupo de soldados armados hasta los dientes, vestidos de negro, con miras infrarrojas. Move, move, les ordenaron. Seguía lloviendo de manera torrencial. Por el camino, Alejandra se quitó el piloto y la capucha y dejó que el agua la empapara. Llegó purificada y dolida a la calle 77. Su amigo Samy le decía siempre: Si sobrevivís dos años en Nueva York y no te intoxicás, podés vivir en cualquier parte del mundo. Seis meses después de aquella tragedia colectiva, la médica argentina se enfrentó con su tragedia personal. Fue un sábado por la mañana, y Alejandra dormía junto a su pareja. En el piso de abajo una conexión eléctrica había producido un chispazo y, a continuación, un fuego que despedía monóxido de carbono. Tal vez le salvó la vida su experiencia en las Torres Gemelas, porque la doctora Ciappa había desarrollado allí un olfato extraordinario para detectar viejos y nuevos fuegos. Alejandra se sentó trabajosamente en la cama y se dijo: Acá pasa algo. En cámara lenta la médica se desplazó hasta la ventana y descubrió que la luz estaba
cortada, luego regresó a la cama como si avanzara dentro de una jalea pegajosa, se derrumbó en ella y trató de despertar a su novio. ¿Qué me está pasando?, se preguntaba, pero su mente estaba lenta y confusa. Ese gas es inodoro, incoloro y letal, y los dos lo estaban respirando en esa duermevela: la somnolencia era invencible, el dolor de cabeza agudo. No tenía reflejos ni fuerza en las piernas. Sólo quería dormir, y sabía que no podía hacerlo. Los minutos del sueño mortal transcurrían lentamente. De pronto ella sacó energía de algún sitio, y le dijo a su pareja: Por favor, no me dejes morir. Y el hombre reaccionó, salió a los tumbos al pasillo y al oxígeno, y consiguió que llamaran a una ambulancia. Ciappa estuvo dos horas paralizada, sin lograr moverse, sintiéndose morir, atravesando el túnel final y saliendo a la luz placentera de la muerte. Y cuando volvió en sí pasó un largo tiempo en terapia y después, cuando recuperó la lucidez, sufrió ataques de pánico: no podía volver a su departamento ni pensar en su futuro ni programar lo más mínimo. Sólo lograba encarar el día a día, como si el mañana no existiera, como si no valiera la pena planificar nada puesto que cualquier evento dramático —un micro que sale de la niebla, un cáncer fulminante, un atentado masivo o un accidente eléctrico— pudiera desbaratarle de un momento a otro la ilusoria programación de la vida. Tres años y medio después de haber llegado a Nueva York, Ciappa levantó campamento y regresó a la Argentina buscando los afectos perdidos. Tratando de recuperarse de los peligros y los temores, e intentando lo que finalmente consiguió: una pacífica pero fecunda carrera de investigación científica. En Buenos Aires, encontró trabajo, un nuevo amor y la oportunidad de ser madre. Hace unos meses, despertó una mañana oliendo el monóxido de carbono. Se acercó al balcón y escuchó ruido de sirenas. Se estaba quemando un sauna a pocos metros del edificio donde ahora vive. Despertó a su marido y a su niña, y les dijo: Nos vamos ya. Bajaron rápido a la vereda, y ella de repente se quedó paralizada en el umbral. ¿Qué pasa?, le preguntó él. No me puedo ir —dijo ella —. No me puedo ir. El marido se llevó a la hija, mientras la médica corría hasta el sauna. Había policías y bomberos alrededor de un edificio que despedía humo tóxico y letal. Salgan del edificio —les gritó como loca—. Salgan. ¡Es monóxido de carbono! Nadie le hacía caso a pesar de que ella arremetía contra todos. Yo viví en Nueva York —les dijo, desesperada y rabiosa—. Yo estuve muerta por este humito. Si quieren morir quédense ahí metidos, no hay problema. Dio media vuelta y empezó a caminar y varios policías y curiosos comenzaron a seguirla. Tuvieron que sacar en ambulancia a diez vecinos intoxicados —me dice—. La angustia me apretaba la garganta, ¿sabés? Otra vez ese veneno. Yo no podía irme
con mi familia por el simple hecho de que no hubiera podido vivir luego con esos muertos sobre mi conciencia. Como en Manhattan. Como siempre. Me cuenta que regresó muchas veces a Nueva York. Y que su ex novio escribió su nombre en el museo del tributo del Ground Zero. Debajo puso una frase corta: Argentina was here. El año pasado, en ese mismo museo, mientras contemplaba una gigantografía en blanco y negro sobre la tragedia y los escombros, Alejandra Ciappa vio un extraño haz de luz solar que entraba oblicuo desde el techo, y pidió que le tomaran una foto. Me está mostrando ahora ese retrato. Está la flaca recortada contra los hierros retorcidos y la molienda del horror. Una luz celestial le pega justo acá. Acá, en el corazón.
HABLEMOS DE JIRAFAS
El primer golpe que recibió en su vida fue cuando encontró muerta a la jirafa. Él era uno de los cuidadores más jóvenes y la tenía a su cuidado, pero no había notado dolencias o signos de enfermedad. Los animales no muestran sus dolores internos, están programados para ocultarlos y evitar así ser blanco fácil de los depredadores, que se ensañan en la jungla al oler la debilidad de cualquiera. Cuando entró en el corral y la vio tumbada se dio cuenta de inmediato que había muerto. Se agachó junto al cadáver con tristeza y asombro, y después avisó a su padre con el corazón en la boca. El padre de Daniel Bonada se llama Roberto, y en ese momento era el jefe de cuidadores del Zoológico de Buenos Aires y el hombre que le había enseñado todo. Al encontrarlo tan compungido, Roberto le puso una mano sobre el hombro y le dijo: Tranquilo, hijo, vas a tener alegrías en los partos y en las curaciones, y también cuando te devuelvan el cariño que les das. Pero como contrapartida vas a sentir estos dolores de vez en cuando. Es parte de la vida y de este oficio. Los veterinarios practicaron la necropsia y descubrieron en el intestino del animal metros y metros de nylon. El nylon de las bolsas de comida que le arrojaban desaprensivamente los visitantes, quizá sin saber que con ese simple descuido la estaban asesinando. Bonada tiene ahora 41 años y ocupa el mismo cargo que tenía su padre durante aquel lejano episodio. Estamos sentados en un bar ubicado en el centro del Zoológico y un impresionante pavo real despliega sus alas a metros de nosotros, como si le estuviera haciendo gracias majestuosas al jefe de todos los cuidadores. Le pido que hablemos de jirafas. Me cuenta que hace poco tuvo que planificar al detalle un viaje a Santiago de Chile para traer una. Por lo general, los animales provienen de reservas naturales o del intercambio que se realizan entre los zoológicos del mundo. Tenían una hembra madura en Buenos Aires y
necesitaban a un macho joven que la preñara. Pero trasladar a un animal de gran altura por las carreteras latinoamericanas no resulta tarea sencilla. Revisaron antes el camino y detectaron muchos puentes bajos en la ruta, de modo que se vieron obligados a adaptar una jaula con techo móvil. Cruzaron la cordillera, subieron la jirafa al camión y regresaron lentamente, atravesando aduanas y peligros nocturnos. Cada vez que llegaban a un puente, bajaban el techo obligando a que el animal se reclinara, y luego volvían a elevarlo para seguir viaje. Esa maniobra duró casi dos días, y los dejó de cama. Colocaron por fin al macho en una pieza con división ciega: podía olfatear y escuchar a la hembra, pero no podía verla. A los pocos días quitaron la medianera para que se encontraran cara a cara. Y como los acercamientos no eran hostiles, después de un lapso prudencial los sacaron a un predio común con dos comederos. Al principio, la hembra adoptó como hijo al macho. Con el correr del tiempo, lo fue reconociendo como una pareja, aunque por alguna razón ella todavía no es receptiva, como si intuyera que el macho aún es demasiado joven para la cópula. Le pido a Bonada que regresemos a su padre, aquel empleado municipal grandote y forzudo que fue elegido para trabajar con los animales. En aquellos tiempos todo era más rústico. No había, como ahora, drogas con tranquilizantes ni cerbatanas ni rifles de dardos. Había que atrapar y reducir a mano, con lazo o cogotera, a las fieras para revisarlas. Roberto empezó dominando a los guanacos y pasó a confraternizar con los osos pardos y los polares, y se hizo amigo de los caballos y los felinos. Su hijo iba a verlo siempre al Zoológico. Se recuerda a sí mismo en una baranda mirando cómo su padre trabajaba con los osos: Papá transmitía tanta seguridad que yo no sentía miedo, me dice. Ya hacía rato que a Roberto lo habían nombrado líder de los cuidadores cuando Daniel se anotó en la Municipalidad y lo destinaron al predio de Sarmiento y Las Heras. El mentor se ocupó de mostrarle a su discípulo todos los secretos de ese micromundo, y de guiarlo animal por animal, explicándole cómo se comportaban y cómo había que crear con ellos un vínculo. Acá hay que dejar los problemas afuera —le aconsejaba—. Hay que tomar a los animales como partes de tu familia. Esto es mucho más que un trabajo. No es un oficio mecánico sino humano. Esto va más allá de la plata. Te tenés que ganar el respeto de los animales. El alumno siguió al pie de la letra esa filosofía. Aunque recuerda, sin embargo,
que cuando alguna vez lo azotaban maremotos personales e iba a trabajar simulando que no estaba triste, los animales percibían de alguna manera esa angustia secreta e intentaban consolarlo. Durante una determinada semana de penas y desdichas, algunas aves cambiaban de actitud y se le posaban en el hombro. Marcos, el tigre de Bengala, se le acostaba cerca para acompañarlo en las tareas. Los monos se pegaban a los barrotes para acariciarlo. Son más humanos que nosotros —me dice—. Te lo pueden contar los viejos cuidadores. Todos saben que hay un sexto sentido en los animales, una sensibilidad particular que desarrollan con quienes los protegemos. Bonada hizo cursos de cuidador enfermero de animales, y de conservación de la fauna silvestre. Y hoy comanda un equipo de 38 personas. El Zoológico funciona como un hotel y como un hospital: hay más de 2.500 animales y un seguimiento sanitario minucioso y sistemático de cada uno de ellos. Algunas aves son traídas para su recuperación con picos dañados, alas rotas, mutilaciones o heridas. Algunos lobos marinos de poca edad y desarrollo se pierden en las tempestades y derivan hacia las costas del río: los cuidadores los curan y muchas veces los envían a Mar del Plata para devolverlos al mar. Su equipo también funciona como ambulancia de emergencias. Hay personas que compran en las provincias del Norte animales silvestres y luego intentan hacerlos convivir en un departamento del centro de la ciudad. Unos años atrás Daniel tuvo que capturar a un mono carayá en el barrio de Flores. Unos turistas lo habían comprado de buena fe en la ruta cuando no medía más de siete centímetros y se habían tragado el cuento de que esos monos no crecían. Pero el mono creció cuarenta y cinco centímetros, y comenzó a revolucionar al vecindario cuando escapó o fue liberado, y apareció huyendo por los cables de la luz y el teléfono. Bonada tomó una camioneta y se armó con una bolsa y una vara con aro. La policía y los curiosos se amontonaban en la vereda. Daniel ganó una azotea y comenzó a perseguirlo saltando de terraza en terraza para escándalo y divertimento del público. Finalmente, lo arrinconó y pudo atraparlo. Parecía una hilarante comedia de acción. La multitud aplaudía. El mono pasó una temporada en el Zoológico, lo metieron en un plan de liberación y lo largaron de nuevo en el Chaco. Me cuenta ahora una situación más delicada: por orden de un juez había que rescatar a un león. Fue en los años noventa. Un fotógrafo lo había adquirido de cachorro y lo había criado en los fondos de su casa. Para ese entonces, la bestia era tan grande como el león de la Metro Goldwyn Mayer, y yacía encadenada en
los patios traseros con un fin comercial: el fotógrafo le tomaba imágenes junto a modelos o personas con gusto por las emociones fuertes. Un vecino había escuchado los rugidos y se había asustado mucho. Un magistrado de la Justicia le había ordenado a la policía que procediera a la incautación de la criatura. Bonada y sus hombres viajaron con un camión y una jaula, pero el fotógrafo se resistía. Finalmente, ante lo inevitable, cedió y él mismo condujo al león hasta la caja y permitió que se lo llevaran. A los pocos meses, soltaron al animal en una reserva. El león es manso, pero no deja de ser un león —me advierte el cuidador —. El instinto de cazador de estos mamíferos no se pierde por haber crecido en un hogar de humanos. Hay dos clases de leones en el Zoológico: los colorados del África, que están en el foso, y los blancos, que viven en las jaulas. Hace cuatro años, un chico de veinte trepó el muro, pasó los alambrados, se descolgó del borde y cayó en la leonera. El león estaba echado y perezoso, y por supuesto bien alimentado, de modo que al comienzo lo miró con cierta indiferencia. Pero el chico se le aproximó azuzándolo con vehemencia y se quitó la remera como si fuera a torearlo. Luego se acercó más y le pasó la remera por el hocico, la nariz y los ojos. Fue entonces que el león se paró en cuatro patas para hacerle frente, mientras arriba pegaban gritos de pánico. El chico decía una y otra vez: El león me llamó, el león me llamó. Pero el león no se movía y después de un rato el chico trepó el muro y fue apresado por paramédicos y llevado a una guardia, y al final a un neurosiquiátrico. La memoria del jefe de los cuidadores es pródiga en escenas fuertes, pero su tono desbarata la grandilocuencia: sustantivos prolíficos y potentes, pero adjetivos económicos. El lenguaje de un parco hombre de acción. Estoy explorando los intersticios de sus recuerdos y lo veo limando las uñas de las tres elefantas, como si fuera su manicura. Dos elefantas son de la India y la tercera viene del África y es famosa: se llama Mara y era la estrella del circo Rodas. También lo veo asistiendo al primer parto. Cuando el cachorro asomaba las manos y la cabeza pero no podía salir, y la cierva corría histéricamente de un lado a otro con su hijo colgando y bamboleándose afuera de su vientre. Daniel y sus compañeros tuvieron que alcanzarla, acorralarla con cuidado puesto que se defendía, sostenerla con fuerza y permitirle al veterinario que destrabara y sacara al cervatillo. Ese día Daniel, que no ha tenido hijos, sintió una emoción indescriptible. Ni siquiera se dio cuenta de que estaba completamente manchado
de sangre y placenta. Desde entonces ha asistido cientos de partos. Algunos de ellos protagonizados por panteras y jaguares, o tigres de 150 kilos que tienen crías de 400 gramos. Los felinos son inquietantes. Como a todos, de vez en cuando hay que tomarlos, examinarlos, extraerles sangre y salir vivo de todas esas experiencias humanitarias. Cuando lo pusieron a cargo de la nueva felinera, sus compañeros le decían a cada rato: Cuidate, Daniel, no te apures, cerrá bien la puerta, revisá dos veces los cerrojos. Y en esos días Bonada soñaba vívidamente que se equivocaba y que los felinos escapaban y se perdían por los laberintos del jardín. Algo que, por suerte y pericia, jamás sucedió. Me habla de yacarés de Santa Fe que hospedan y que luego regresan a sus lugares de origen. Y de huevos de cóndores andinos incubados en el Zoológico, crías alimentadas, y luego de cómo los liberan, ya adultos, cinematográficamente en los cielos y cumbres de la Patagonia. Me explica que tienen un sistema de rotación y en grupos de tres cuidadores para formar el vínculo con cada animal pero a la vez para que eso no se convierta en una dependencia. En 1991 él mismo se hizo cargo de un panda rojo, y fue tal la comunicación y afinidad que cuando se tomó vacaciones, el animal cayó en una depresión notoria. Ahora estamos caminando por la zona sur del Zoológico. Es un día de semana, hay pocos visitantes, y el cielo está límpido luego de las tormentas de los días anteriores. Había algo extraño esos días en el aire porque las tres elefantas emitían barritos de susto y excitación, recuerda. Dice sin pestañear que hay ciertos visitantes que vienen seguido, una vez por mes, y que sólo se interesan por estar un rato con “su” animal. Hay fanáticos del zorrino, del jaguar y del tigre. De la contemplación de esos extraños dioses de la naturaleza. Me los imagino a esas mujeres y a esos hombres solitarios y taciturnos manteniendo diálogos telepáticos con sus “mascotas” inalcanzables. Le confieso que hace unas semanas narré la historia de un cazador profesional en el África y que no pude sino sentirme perturbado frente a ese arte amado por unos y aborrecido por tantos. Acá no sentimos simpatía por los cazadores — apunta con una sonrisa cansada—. Si quieren cazar a un animal peligroso yo les diría que se metan en la selva armados únicamente con un cuchillo. Así sería una lucha justa, ¿no? Muchos fines de semana Daniel Bonada almuerza con su padre y en la
sobremesa, con un tono melancólico, el maestro le pregunta al discípulo: ¿Y cómo está Pancho? Entonces Daniel dice: Viejo, papá, se nota que está viejo. Pancho es un chimpancé anciano: tiene 40 años. Un amigo que los acompañó siempre y que está cerca del final. Los dos hombres se quedan en silencio, asintiendo en mitad de los ruidos de la tardecita, mientras el domingo se deshace en el aire.
LA CANCIÓN DEL PIQUETERO
Su madre era fuerte como un roble y fumaba en pipa, y su padre era un cazador furtivo y alcohólico que murió cuando él tenía cuatro años. Pero a los nueve conoció en un pueblo de Entre Ríos a su verdadero mentor: el Pibe Rico, un hombre bajito y afable que había abierto una librería con imprenta y kiosco. El Pibe le dijo a Héctor “Toti” Flores una frase importante: Lo que te hace libre es el trabajo. Y le dio una carga de diarios y revistas, y lo convirtió en canillita. Casi cincuenta años después, cuando “Toti” asumió como diputado nacional, miró entre el público que se agolpaba en el Congreso de la Nación y reconoció entre todos al Pibe, más viejo y canoso, pero con los mismos ojos relucientes. Entonces Flores, ex metalúrgico, legendario piquetero rebelde, emprendedor ejemplar y ahora flamante legislador, inevitablemente lloró. Pero lloró como lloran los fuertes. Lloró por todo y lloró por dentro. Estamos sentados en una salita de la redacción, y Flores me está contando cómo su madre deshacía el tabaco de los cigarrillos negros y los colocaba dentro de la cazoleta de la pipa. Ella ejercía el matriarcado: les enseñaba a sus siete hijos que no debían hablar mal de nadie, que jamás tenían que caer en la indignidad del doble discurso y que estaban obligados de por vida a decir la verdad por más dolorosa que fuera. Buscando nuevas oportunidades, casi todos los hermanos de “Toti” emigraron a Buenos Aires, donde enseguida consiguieron conchabos como operarios y empleadas domésticas. Hubo un momento en el que Flores tenía 17 años y vivía solo con su madre. En las afueras alquilaba una casa Juana, su hermana de 38, que tenía cuatro hijos. En su recorrido de canillita, “Toti” se las ingeniaba para terminar siempre en esa casa: dejaba la bicicleta y pasaba un rato con Juana, que tenía problemas de pareja y penas de amor. Uno de esos días, “Toti” llegó y la encontró muerta. Se había suicidado. Fue tan grande la tristeza de su madre que la familia optó por una decisión
drástica: lo mejor era dejar atrás Entre Ríos y mudarla al conurbano bonaerense. Flores no quería saber nada, pero su madre no se movía si el hijo menor, el regalón, no la acompañaba. Fue así que Flores dejó para siempre su trabajo con el Pibe, hizo las valijas y se marchó en tren con su madre hacia la tierra prometida. Al llegar advirtieron que los Flores no vivirían en la gran ciudad de Buenos Aires, sino en el interior de una villa miseria. La villa, en aquella época, reproducía el ambiente familiar y pueblero del interior, y “Toti” hizo muchos amigos y consiguió trabajo como peón en una fundición, aunque ocultaba prolijamente su condición de “villero”. En aquellos tiempos nadie se jactaba de pertenecer a una villa —me recuerda—. Pero hasta los pibes chorros tenían códigos y jamás le robaban a sus vecinos. Había aprendido del Pibe Rico los rudimentos del tipógrafo, y su paso por la fundición lo llevó rápidamente hacia la metalurgia. Pasó por pequeños talleres de tornería y fue tomado luego por grandes compañías como Yelmo y Santa Rosa (hoy Acíndar). La Matanza era la capital de la metalurgia, y entonces “Toti” compró, con mucho esfuerzo, un terreno y puso una casilla en Isidro Casanova, dentro de un barrio humilde pero decente. Construyó allí su casita y se llevó a vivir a su primera esposa, una mujer que le dio cuatro hijos y de la que se separó muchos años después. En 1997 conoció y se enamoró perdidamente de Soledad, una psicóloga social que había estudiado en la Universidad de Madres de Plaza de Mayo y que trabajaba como asesora en el Senado de la Nación; una chica de Caballito que había ido a un colegio privado y que militaba en el Partido Socialista de Simón Lázara. Las diferencias sociales no hicieron más que acercarlos: a “Toti” lo deslumbró su capacidad intelectual, a Soledad le fascinó ver la vida y la historia desde otro lado. Flores coloca su extraña mano derecha sobre la mesa y me obliga a retroceder varios años. Hasta 1981, cuando perdió cuatro dedos. Estaba en un galpón lejano operando una máquina que cortaba chapa con gran potencia, y de pronto el balancín repitió el golpe. Le pegó y lo apretó dramáticamente, y Flores lanzó varios gritos que nadie escuchaba. Con las falanges colgando, lleno de sangre y bajo los efectos de un dolor indescriptible, “Toti” intentó no desmayarse. Si me caigo acá me muero, se dijo. Y caminó 150 metros hasta una enfermería, pasando por el medio de empleados que al verlo se desvanecían de la impresión. Ahora era un hombre mutilado, y entonces la empresa quiso sacarlo de la
producción. Pero Flores no se entregó con tanta facilidad: hizo ejercicios de rehabilitación día y noche, y se obsesionó con recuperarse para seguir siendo obrero metalúrgico. Compró una guitarra y aprendió a tocar canciones folklóricas para asombro de amigos y compañeros, y para probar que podía ir contra la corriente y reírse de sí mismo. Ya militaba en la UOM, aunque nunca en el sector oficialista. Guardaba simpatías naturales por el peronismo, pero lo habían encandilado la ética y el discurso de Luis Zamora, aunque la postura izquierdista de “sacarles a los demás no me convencía porque me disgusta el enfrentamiento”. Los ejercicios dieron resultado. Esa extraña mano mutilada no dejaba de ser efectiva y con ella logró salir adelante. En 1993, sin embargo, llegó a todas las fábricas nacionales la orden de poner en práctica la “reconversión industrial”. Los que tenían un oficio debían dejarlo para dedicarse a otro tipo de tareas. Flores era oficial tornero y ellos querían que barriera los pisos. Muchas veces lo había hecho sin obligación, no se le caían los anillos por tener que barrer ni mucho menos, pero sabía que cuando empezaban por ese lado terminaban por el otro. El país había cambiado de frecuencia, y los viejos metalúrgicos estaban en problemas. Tomó la plata que le ofrecieron, se compró dos máquinas industriales de coser e instaló en su casa un modesto taller para fabricar bolsos y carteras. Era un próspero cuentapropista, pero sabía leer los vientos. Venían los vientos de la crisis, y en cuanto ésta se profundizara él se quedaría sin clientes y sin ilusiones. A su casa caían antiguos compañeros en busca de una changa y él se encontraba a cada rato con más y más desocupados que pateaban las calles como espectros perdidos en un cementerio de fábricas desiertas o en vías de extinción. Comenzó, por instinto y solidaridad, a participar de las ollas populares. Esos piqueteros no eran vagos —me explica—. Yo los conocía. Habían trabajado treinta años y estaban desesperados por volver a tener un empleo. El grupo del “Toti” Flores llevó a cabo decenas de marchas y cortes de rutas y calles. Y hasta tomó la Municipalidad de La Matanza tratando de obtener respuestas a esa silenciosa miseria que se iba apoderando de todos. Pero cuando se empezaron a repartir los planes sociales, la mayoría de estos ex metalúrgicos los rechazaban: no querían limosna sino salario. A fines de ese año, esos piqueteros se distanciaron de los otros. Y en un encuentro entre piqueteros autónomos discutieron acaloradamente. Unos se mantenían firmes contra los planes. Otros proponían tomarlos y convertirse en “punteros buenos y transparentes”. Flores y sus amigos se pusieron firmes: No importa quién reparta, el asunto es que así el pobre siempre será prisionero. Nosotros no
queremos gerenciar la miseria. Los movimientos sociales, por ese camino, caen en la lógica de los burócratas sindicales. De hecho hoy no se reclutan ex trabajadores en los grupos piqueteros conchabados con el poder. Se reclutan marginales que no saben lo que es levantarse a las seis de la mañana —dice Flores—. Y manejar a los marginales es muy fácil. No hay límites. La postura principista del Movimiento de Trabajadores Desocupados (MTD) de La Matanza quedó en soledad y llamó mucho la atención. Recién en ese momento se dieron cuenta de la importancia política de ese pequeño gran gesto. Pero a medida que la recesión se agudizaba la tentación de aceptar los planes era cada vez mayor. “Toti” mismo, viendo tanta necesidad y tanta preocupación, se preguntaba cuatro o cinco veces por día si no debían claudicar. Finalmente, llegó el 2001 y los encontró de rodillas. Resolvieron comisionar a seis personas para que fueran a la Municipalidad y pidieran finalmente los planes sociales. Como habían sido rebeldes, los tuvieron desde la madrugada hasta el anochecer de oficina en oficina, en una gira humillante, sin darles nada. Cuando regresaron y contaron en asamblea lo que había sucedido, los hombres y mujeres del MTD decidieron no volver más a buscar esa dádiva. Y nunca más volvieron. La única manera de salir es generando trabajo, se dijo Flores. ¿Pero cómo hacerlo? ¿Cómo hacerlo? Fundaron primero una cooperativa en el barrio La Juanita, de Laferrère, y se instalaron en una vieja escuela abandonada, después de hacer un comodato con sus dueños. Eran tiempos donde la gente se llevaba hasta los picaportes de las puertas, y a veces hasta la puerta entera: había hambre y angustia en las calles y flotaba una nube de peligrosa anarquía. Como si una guerra hubiera devastado el conurbano y lo hubiera dejado abandonado a la buena de Dios. Venían estudiantes de todas partes del mundo a conocer a esos exóticos desocupados que intentaban sobrevivir en el subsuelo de un país arrasado. Eran centralmente cuarenta piqueteros y cada uno de ellos sólo podía gastar doce pesos por día para alimentarse. Cortaban el pasto de las casas y hacían pasacalles, y fabricaban ceniceros con hueso de caracú que decían “Recuerdos del MTD La Matanza” y que les vendían a precio de euros a esos estudiantes del hemisferio norte que merodeaban el lugar como entomólogos de la pobreza. Levantaron una editorial y fabricaron quinientos libros con sus experiencias, que también vendían a precios internacionales. E intentaron dos veces poner en marcha una panadería. La primera vez se fundieron. La segunda intervino Soledad y Flores se comprometió personalmente en la aventura. Sabían muy
poco del oficio de panadero, y tuvieron todo tipo de traspiés técnicos. Hasta que bíblicamente los panes comenzaron a multiplicarse: le agarraron la mano al asunto y llegaron a vender por día sesenta kilos de pan y cincuenta docenas de medialunas. Junto a la cooperativa empezó a funcionar un sistema de trueque de quinientas personas. El milagro de los panes no se detuvo allí, siguió hasta 2004, cuando compraron maquinarias y empezaron a fabricar cien kilos diarios. También se abocaron a panes dulces artesanales con la receta de Maru Botana, que algunas empresas compraban en cantidades industriales para repartir entre sus empleados y clientes. Los excedentes pasaron a financiar una escuela de panadería. Paralelamente, habilitaron un taller de costura con tres máquinas. Poder Ciudadano, luego de debatir mucho, le comunicó a “Toti”: Vamos a darles una agenda. Flores pensó con escepticismo: Quieren que fabriquemos agendas. Pero no era eso. Era una cadena de citas con cuatrocientas empresas. En ese peregrinaje, Flores y sus muchachos se encontraron con el diseñador Martín Churba. No puede haber dos hombres más distintos que Churba y Flores. La Recoleta y La Matanza. La moda y la metalurgia. La creatividad y la fuerza. Y sin embargo, la sociedad funcionó. Quiero poner el trabajo de moda, le dijo Churba, y propuso al guardapolvo como icono universal del trabajo. A continuación, les pidió a las costureras del MTD que apuraran las cosas y fabricaran trescientos guardapolvos con su diseño para presentar un mes después en “Buenos Aires Fashion”. El diseño era simple: contaba por escrito la historia de esa idea. Lo que no resultaba tan simple era llegar en tiempo y en forma. Todavía Flores miraba con suspicacia las ocurrencias del diseñador. A pocas horas del día de la verdad, Churba lo llamó para preguntarle qué precio le pondrían a los guardapolvos. En un supermercado, una prenda similar costaba 18 pesos. No sé —probó “Toti”—. ¿Veinticinco? Churba respondió: No, vamos a venderlo a cien. Flores pensó: Éste no quiere vender. Nos está usando para su marketing. Consensuaron un precio de 50 pesos: en el mediodía de la inauguración ya se habían vendido todos. Churba no los quería engañar, y ellos tuvieron que navegar los prejuicios de clase para no ahogarse en ellos. Salieron en la televisión, tuvieron una publicidad impactante y comenzaron a llamarlos de todos lados para ofrecerles trabajos. Crecieron tanto que la alianza con el diseñador ya no tenía tanto sentido. Se despidieron como buenos amigos. Churba dijo, a modo de conclusión: Esta asociación fue posible porque cada uno dio lo mejor que tenía. Yo les puse el
valor de la creatividad y ustedes pusieron algo decisivo, su confianza. Flores me explica que aprendió algo más: La crisis nos tocó a todos. A nosotros nos dejó afuera, pero a muchos empresarios los dejó también afuera del sueño de generar empleo. Y además, en la sociedad apareció una nueva clase de víctima: los excluidos morales. Aquellos que aunque tienen éxito no se bancan que haya pobres. Y son muchos. Y yo creo que los excluidos sociales y los excluidos morales podemos hacer alianzas extraordinarias. Flores asegura que no han dejado de ser piqueteros a pesar de que jamás volvieron a un piquete. Mientras no desaparezca el problema de la desocupación seguiremos siendo piqueteros, me asegura. La cooperativa La Juanita realiza múltiples emprendimientos y da trabajo y servicios a muchos. Hace poco fue promotora del gas natural del barrio gracias a su alta credibilidad. Y Flores no olvidará jamás que el taller de costura exportó prendas a Japón y cien mil remeras a Italia. Estuvo veinte días dando charlas en distintas ciudades italianas, conoció Verona y se sorprendió a sí mismo al pie de los Alpes suizos. Todo parecía una película, pero él se sentía un poco incómodo y por momentos, hastiado. Una tarde llamó desde un hotel maravilloso a La Juanita y le confesó a un compañero que no aguantaba más. El compañero le respondió: Ojo, mirá que acá la casa te llueve. Y no era una metáfora. Elisa Carrió, bajo un eucalipto de La Juanita, le ganó el corazón. Sacó 120.000 votos en las elecciones y asumió como diputado nacional por Coalición Cívica para tener despacho abierto, para ayudar a los de abajo, para que las organizaciones sociales puedan cumplir con la política y para volver, al fin del mandato, a su barrio de siempre. Ser piquetero y político tiene mala prensa —me dice aproximándose al ascensor—. Pero yo quiero salir ileso. Quiero volver a caminar en chancletas y con mis perros por la calle de mi barrio y con la frente alta, como siempre. Hablamos de nuevo de su madre, que fumaba en pipa y que murió hace tanto. De Soledad, que lo acompaña en sus epopeyas. Y del Pibe Rico: Lo que te hace libre es el trabajo. Aprieto su extraña mano mutilada y me lo imagino aquella mañana en que juraba por la Patria y los Santos Evangelios. Aquel momento en el que el ex canillita descubrió entre el público a su viejo mentor y lloró como lloran los fuertes. Lloró por todo. Y lloró por dentro.
ME SIGUE UN DETECTIVE
El cliente era un veterano con empresa y fortuna, y quería saber si un detective privado podía desenmascarar a su nuera. Mi hijo cree que es la Madre Teresa pero yo sé que ella lo traiciona, le contó en esta oficina de Palermo llena de sables y pistolas antiguas. Mientras lo hacía no dejaba de calibrar, escritorio por medio, si Miguel Ángel Maiolino era un profesional con los quilates suficientes como para llevar a cabo una faena tan delicada. El ex policía aeronáutico le contó cómo se había formado y los casos de infidelidad, robos y fraudes que había resuelto. Luego le dijo que trabajaba solo y le habló de la infraestructura tecnológica que utilizaba en la calle. El cliente vio en el fondo de los ojos del detective algo que definitivamente lo convenció: extrajo de su bolsillo una foto y le mostró cómo era su nuera, una mujer joven y atlética de pelo castaño. Maiolino le hizo entonces un interrogatorio: qué hacía y en qué horarios, cuáles eran sus costumbres, a qué colegio llevaba a sus dos hijos pequeños. Luego hablaron del precio: Pago por trabajo terminado —dijo el viejo —. Quiero que le dediques un mes entero. Ese servicio cuesta por lo general cuatro mil pesos. Se dieron la mano, y en la mañana siguiente el detective cargó su Renault Kangoo de vidrios polarizados con cámaras de fotos y filmadoras. Los detectives usan utilitarios porque son altos y en consecuencia los autos comunes no les bloquean la visión. Era una esquina muy concurrida de Saavedra, sobre una avenida, y Maiolino esperó un rato hasta que la señora saliera de compras, a la hora señalada. Miguel tiene casi treinta años de rastrillar la calle y de meterse en vidas ajenas: está acostumbrando a descubrir en el lenguaje corporal lo que las personas piensan y ocultan. Cuando vio que la chica iba impecablemente vestida y que caminaba mirando a uno y otro lado como si buscara detectar si había conocidos en el barrio, Maiolino dijo entre dientes una sola palabra: Trampa. La siguió muy lentamente y dobló detrás de ella en una esquina. La esperaba un
Gol que manejaba un hombre joven. Los escoltó a prudente distancia durante quince minutos hasta un albergue transitorio, pero cuando intentó filmarlos quedó de pronto en un ángulo difícil y los perdió. Buscó un lugar ineludible donde estacionarse y pasó dos horas vigilando. En esos tiempos muertos, el detective no lee, no habla por teléfono, no escucha radio ni música. Sólo practica el intenso arte de esperar. Finalmente, el Gol apareció en la rampa y el vigía los filmó de frente y a pleno. También anotó la patente. Después, en la oficina, indagó un poco más, se metió en registros, hizo un par de llamadas y descubrió algo bastante simple: el auto pertenecía a un profesor del mismo gimnasio donde la dama asistía a tonificar sus músculos. Llamó por teléfono al suegro y le dio la noticia: pegaba saltos de excitación. El trabajo terminó, le dijo Maiolino. No, no terminó —respondió el viejo—. Siga adelante, Miguel Ángel. Necesitamos muchas pruebas. Mi hijo no va a creerme. En la semana siguiente, la mujer salió empilchada, miró hacia ambos lados, cruzó la avenida y se metió en otro coche: un Megane. Qué raro, un profesor de gimnasia con dos autos, se iró Maiolino. Estaba equivocado. Era, en realidad, una mujer con dos profesores. Los filmó besándose y luego entrando y saliendo del hotel, y cuando tiró de la pista de la patente se asombró al ver que el segundo amante también revistaba como personal docente del gimnasio en cuestión. El suegro de la pecadora lo invitó a almorzar, y el investigador privado le mostró algunas escenas grabadas en su filmadora portátil. El veterano se agarraba la cabeza. El detective sabía que el hijo, la nuera y los nietos vivían en una casa del empresario, quien pagaba hasta el sueldo de la empleada doméstica. Estando en su casa usted puede intervenir su propio teléfono —le dijo encogiéndose de hombros—. Yo puedo darle un grabador especial y mostrarle cómo hacer la instalación. El cliente intervino de manera sencilla la línea telefónica, escondió el aparato detrás de un mueble y le advirtió a la empleada que ni se le ocurriera limpiar en ese sitio. Al mes, el detective había pescado a la nuera con un tercer amante: un chico de 18 años que sacaba bíceps en los aparatos del mismo gimnasio. Cuando escucharon la cinta, la mujer le contaba todas sus andanzas sexuales, en sus mínimos detalles, a una amiga casada. Finalmente, el empresario le pidió a Maiolino que hiciera lo más duro: acompañarlo a un café y explicarle a su hijo
quién era verdaderamente su esposa. El hijo era más bueno que Lassie —me dice Maiolino—. Cuando le conté todo estuvo a punto de quebrarse. Pero se mantuvo firme. ¿Sabés la cantidad de personas que he visto quebradas, llorando a más no poder? ¿Sabés cuántas mujeres y hombres tuve derrumbados en ese sillón donde vos estás ahora? Me lo imagino. La verdad desnuda duele como una cuchillada. Y hace muchos años que este investigador privado desnuda las verdades más íntimas. Tiene 48 y una sonrisa extrañamente parecida a esa mueca que a veces compone, con la frente y el mentón, Robert De Niro. Es descendiente de calabreses, se crió en La Paternal jugando con muchachos que terminaban de canas o de ladrones, y él entró en la Policía Aeronáutica a los 15, en un sistema pupilo con salidas de fin de semana que le bajó los humos y lo hizo hombre. Pasó luego varias temporadas custodiando Ezeiza, Aeroparque y Camet, e investigando contrabandos, robos y hurtos cometidos en zona de aeropuertos. Descubrió rápidamente que le fastidiaba la seguridad y le fascinaba la pesquisa. Tuvo su bautismo de fuego cuando un representante de jugadores de fútbol llegó a Mar del Plata y denunció que le habían cambiado en el vuelo su maletín Samsonite con varios miles de dólares y que posiblemente habían sido un hombre y una mujer que se le habían sentado cerca. Cerraron el aeropuerto y revisaron cada automóvil sin resultado alguno. Fue entonces cuando Maiolino habló con el conscripto de la entrada y el chico le contó que antes del cerrojo, un Peugeot 504 conducido por un taxista con una cicatriz se había llevado de Camet a una pareja de mediana edad. Miguel Ángel fue hasta el centro de Mar del Plata, revisó todas las paradas de taxis, dio mil vueltas y en las veredas de un hospital encontró al taxista de la cara marcada. Los ladrones se habían alojado en un hotel. Miguel pidió apoyo a la policía, descubrió en la conserjería que acababan de comprarse un auto, subió hasta la habitación, tocó a la puerta y desenfundó la pistola 9 milímetros. No hizo falta disparar un tiro. La pareja se entregó. Tenían encima el maletín con la plata. Maiolino sintió una adrenalina única y una felicidad tremenda. Había encontrado su destino. Fue felicitado, se especializó, tomó lecciones técnicas, aprendió sobre arte, comandó operativos exitosos y descubrió cargamentos clandestinos de drogas. Y al final, pidió la baja voluntaria: le gustaba demasiado la investigación y, a pesar de esas aventuras, en la fuerza estaba destinado al hastío. Pero por sus méritos todavía lo retuvieron un año entero. Aún así, el pibe de la Paternal se imprimió unas tarjetas de “detective privado” y las repartió
entre conocidos, en reparticiones y comisarías, y empezó a recibir clientes fuera de horario. Así comenzó a arar la calle en busca de traidores, infieles, mentirosos, malvivientes y estafadores. La praxis fue fundamental, pero además se capacitó con nuevos cursos y seminarios, y aprendió sobre tecnología de última generación y también los secretos modernos de la investigación criminal. Colaboró con estudios jurídicos en divorcios, impugnación de testamentos, paraderos y resolución de ilícitos de toda clase. Hizo recolección de pruebas, pericias, búsqueda de personas, fotos, filmaciones. Trabajó como agente encubierto. Resolvió robos en empresas y grandes comercios. Ayudó a recuperar obras de arte perdidas. Y en una época, se concentró en un amplio pero invertebrado grupo de estafadores que operaba en el microcentro, publicaba en diarios nacionales sus servicios para invertir en distintos negocios y engañaba a los incautos de los años noventa. Se convirtió, por momentos, en un blanco móvil. Lo llamaban para amenazarlo, sobornarlo o hacerlo caer en una trampa. Le enviaban matones para darle una paliza. O le inventaban causas judiciales en represalia por haberse metido en ese juego. El acoso judicial continúa hoy en día puesto que Maiolino fue el causante de muchos divorcios, y por lo tanto de broncas profundas y pérdidas millonarias. Le han inventado —me jura— todo tipo de expedientes. Y muchos hombres infieles le desearon la muerte mientras él comparecía como testigo en un juzgado o aportaba pruebas documentales del engaño. Recuerdo que uno de ellos me miró mientras declaraba y me hizo con el dedo la señal del degüello, se ríe ahora. Estuvo en cientos de entuertos y abrió en el segundo piso de su oficina una Academia de Investigaciones en la que dan cursos expertos y peritos de distintas fuerzas de seguridad. Los alumnos suelen ser policías, militares o gendarmes que quieren tener un conocimiento más profundo de la materia, y sobre todo civiles que buscan concretar el sueño de ser lo que probablemente no serán: detectives privados. Muchos de ellos se reciben pero siguen en sus trabajos de siempre. Sin embargo, quedan automáticamente ingresados en la red operativa de Maiolino y puede suceder —de hecho ocurre muy a menudo— que su viejo maestro los “despierte” para un caso. Eso quiere decir que si debe investigar a un hombre que vive en Lomas de Zamora, el detective pregunta: ¿A quién tenemos en la zona? Puede ser que una médica, un tallerista o un comerciante, antiguos alumnos de la Academia, salten en la computadora. Entonces Miguel los llama y les pide que hagan una diligencia o un seguimiento, que después les paga como colaboración. Para estas personas, la fantasía del detective nunca deja de ser un segundo trabajo interesante y secreto, que los hace sentir parte de algo importante. Cuando aún son estudiantes, Miguel suele
llevarlos en sus seguimientos y pesquisas: ni el maestro ni los discípulos cargan armas, y se toman recaudos para no exponerlos al peligro físico, me asegura. Las infidelidades lo dejaron en medio, sin embargo, de algunos escándalos. Mujeres que increpan a sus maridos al salir de un hotel. Damas descubiertas con el mejor amigo de su esposo. Gritos, puñetazos, y a veces revueltas que terminan en la comisaría. Maiolino ha visto de todo. Ha vivido demasiado. Y como decía Hemingway, ha vivido con los ojos. Quizá por eso es que no cree en nada, no se ha casado y confiesa que prefiere criar perros a criar hijos. Me dice también que los SMS, e-mails, chats y facebook deschaban groseramente al infiel moderno, que muchísimas veces es pescado en algún diálogo o con un correo comprometedor. Lo consultan más hombres que mujeres, pero casi todos ellos llegan a su oficina con algunas de estas líneas letales a modo de trofeo: Hola, linda, ¿te podré ver este sábado o te quedás con tu marido? Le pregunto si en esos ficheros que tiene a sus espaldas guarda, como los detectives clásicos de las películas, una botella de whisky. Me decepciona: de lunes a viernes no toma alcohol. Y no adopta los clichés del género. Le pido antes de irme que me cuente un caso de robo. Me da los datos precisos de un bodeguero, pero me pide que no los divulgue. Su negocio es la discreción. Se trataba de un empresario con mucha plata. Un viajero incansable que había pasado una larga temporada en España. Al regresar un día, el de su edificio lo esperaba con una mala noticia: desconocidos habían roto los vidrios del balcón, se habían colado en su departamento y le habían birlado algunas cosas. A saber, 20.000 euros de una caja fuerte y ciertas chucherías. Un asunto que la policía no había resuelto y que al bodeguero lo tenía intrigado: No es por la guita —le aclaró por teléfono a Maiolino—. Quiero saber quién fue. El detective le preguntó si tenía las fotos de la escena y si podía acercarse a su oficina. Miguel examinó detenidamente el cuadro: había más vidrios afuera que adentro, como si el golpe para romper el ventanal de se hubiera ejecutado desde el interior de la casa y no desde el balcón. Los ladrones no habían revuelto demasiado el lugar: apenas dos o tres cosas derrumbadas, como si estuvieran simulando y no verdaderamente haciendo una requisa en busca de efectos valiosos. ¿Podemos ir?, preguntó el detective. Fueron. Miguel se dio cuenta de que los ladrones habían ignorado piezas valiosas de arte, bronces italianos del Renacimiento, miniaturas de porcelana, y que habían accedido a la caja fuerte porque habían encontrado milagrosamente su llave escondida en un estuche de anteojos. La caja estaba en un dormitorio, detrás de la ropa de un armario.
Solamente se habían llevado un radiograbador. Maiolino se empezó a reír: No son delincuentes profesionales ni externos, venían directamente por la plata y armaron un teatro, le dijo. Acordaron un dinero y un porcentaje del monto recuperado, firmaron un contrato, y luego el detective confeccionó una lista con las personas que tenían al departamento: la portera, el electricista, un pintor de brocha gorda y una empleada doméstica. El bodeguero le adelantó el dinero y lo toreó: Me voy de viaje; cuando vuelvo en un mes esto está resuelto, ¿no? Maiolino se encogió de hombros. ¿Cómo saberlo? Le respondió con la máxima más vieja y elemental de las novelas de misterio: el criminal siempre vuelve al lugar del crimen. Vamos a poner una cámara oculta en el cuarto de la caja fuerte, le propuso. El bodeguero gruñó un poco pero aceptó. Durante esas semanas, el detective investigó a los cuatro sospechosos de siempre con ayuda de ex estudiantes de la Academia, que husmearon en los barrios donde vivían y averiguaron cómo eran y con quiénes se juntaban. Siguieron a los cuatro, e investigaron sus situaciones financieras. No había mucho. El pintor se quedaba de vez en cuando con un vuelto y tenía algunas relaciones poco recomendables, pero de este robo era inocente. La portera era más cándida que un querubín. El electricista era un tipo honrado. Y la empleada doméstica sólo cometía pecados veniales: cuando el patrón no estaba hacía algunas reuniones alegres pero recatadas en el departamento y abría algunas botellas. Eso era todo. Treinta días después de haber firmado el contrato, Maiolino tenía las manos vacías. Le pidió por teléfono al bodeguero permiso para visitar su casa con la intención de retirar la cámara oculta, su última esperanza. La portera lo dejó pasar y el detective fue interceptado de inmediato por el . Instintivamente, Maiolino le dijo que era un técnico en informática y que el bodeguero le había pedido que hiciera un trabajo en su computadora. Se sentó frente a la PC, y el empezó a darle charla y a rondarlo. No era un profesional sino un vecino de un piso de arriba. Había sido gerente de una empresa y tenía buena presencia, pero no lo dejaba un segundo solo. En un momento, el detective privado tuvo una corazonada: Fue éste. Estaba seguro. Cerró la computadora y se marchó sin tocar los equipos ocultos. Y en la oficina puso a sus hombres en movimiento: el Veraz, los seguimientos, los registros, los rumores. El tenía problemas económicos. Había pagado hacía poco una deuda. Era mitómano y parecía deberle una vela a cada santo. Finalmente, Maiolino retiró la cámara y puso a un socio a revisar a gran
velocidad esos treinta y pico de días. Tenés que venir a ver esto, le gritó el socio desde la planta alta. Subió las escaleras con el corazón en la boca. Después de aquel extraño encuentro donde se había hecho pasar por un analista informático, el se había quedado solo en la casa, había avanzado sobre el cuarto y había revisado el armario prenda por prenda, como si buscara dinero o una llave. Luego descorrió la ropa colgada del perchero y revisó la cerradura de la caja fuerte como si quisiera determinar si la habían cambiado. No puede ser, dijo el bodeguero al ver los indicios. Es —retrucó el investigador—. Se lo digo por experiencia. Es. El trabajo del detective había terminado, pero el cliente quería seguir adelante. Cometí entonces el primer error —me dice Maiolino—. Acepté encararlo mientras lo filmábamos con una cámara portátil. Cuando el se dio cuenta de que él era un detective privado y de que lo habían grabado husmeando la escena del crimen, se puso muy nervioso. Voy a poner todo a disposición de la policía, le dijo Maiolino. El temblaba y negaba, pero cada vez con menos vehemencia. En un momento, se le escapó una frase lapidaria que quedó filmada: La plata ya no la tengo. El bodeguero y el acordaron que se la devolvería de a poco. Firmaron unos papeles. Cuando se fue, el bodeguero lo felicitó al detective: Yo no tendría que estar acá, y además este personaje nos está mintiendo —le dijo Miguel—. No hay nada para festejar. Pero el bodeguero estaba tan feliz que antes de volver a irse de viaje le pidió al que le pagara la cuota a Maiolino, quien a su vez tenía que ir descontando su parte y depositar el resto en el banco hasta su vuelta. Mi cliente era campechano y me tenía mucha confianza después de todo lo que había pasado —dice el detective—. Ahí fue cuando cometí el segundo error. Acepté cobrarle al esa cuota. A las pocas semanas nos denuncia a los dos por extorsión y de un juzgado me pinchan los teléfonos. Fue horrible e injusto. Al final aporté todas las pruebas y aclaramos el asunto, fuimos sobreseídos y le hicimos al una querella por falsa denuncia y daño moral. Se terminó yendo del país para zafar. Pero me dejó un regusto amargo. Son esas cosas de este oficio que no te dejan dormir bien. Las venganzas judiciales de los que te odian. Le doy mi nombre completo y el número de mi celular. Imagino que seré minuciosamente investigado en cuanto salga a la vereda. Nos damos la mano. El detective camina por los límites. El periodista camina su soledad. Salí a Lavalleja y anduve doscientos metros hasta un taxi con la extraña, con la inevitable sensación de ser seguido silenciosamente por una sombra.
EL AJEDREZ DEL FINAL
La mujer está casi ciega, tiene 102 años y aún recuerda la línea verde en los dientes de aquel chico de 14 que murió literalmente de amor por ella. Era un vecino de enfrente que estudiaba en el Liceo Naval, quería ser marinero y tenía una pistola. El muchacho había nacido en La Pampa, en algún lugar donde el agua manchaba, y tenía una sonrisa decepcionante con esa maldita línea que a la mujercita tanto le repelía. El marinerito la requería en amores, pero ella le escapaba al convite. Entonces, un día, el muchacho se pegó un tiro. Todos quedaron espantados en el barrio, y algún tiempo después el hermano mayor de aquel malogrado cadete la llamó a la chica de enfrente y le hizo una extraña pregunta: ¿Pero por qué no lo querías? A lo que la chica respondió llorando: Porque tenía la línea verde en los dientes. Y no paraba de llorar, y de decirle a todo el mundo: Si él me hubiera dicho que se mataba, yo lo habría querido. Lo juro. Lo habría querido. Esther Menassé podía haber quedado signada por aquel amor contrariado, por aquella tragedia adolescente y barrial. Pero resulta que aquella niña siguió adelante. Se convirtió en mujer, conoció el amor verdadero, militó en política y fue presa, sobrevivió a grandes dolores y cruzó el océano de los tiempos para estacionarse en este jardín geriátrico donde estamos sentados alrededor de una mesa de cemento que tiene tallado un vano y percudido tablero de ajedrez. Esta mujer fue una de las primeras doctoras en Química del país, pero no tiene una historia heroica. Su viaje a través de las décadas es apenas la constatación de cómo cambian los hombres y los tiempos, y cómo algunas personas son capaces de la longevidad por el simple procedimiento de “dejarse vivir por la vida”, como afirma ella con una calma paranormal. Su padre nació en Turquía. Pertenecía a esa comunidad de hebreos sefardíes que habían sido expulsados de España en 1492 y que hablaban el ladino, una lengua
judeoespañola. Pero estudió en París e íntimamente se sentía francés. Era un lector infatigable, y ese vicio tocó luego a su mujer y descendió más tarde sobre sus hijos. Menassé, sin embargo, no logró quedarse en Francia. Aceptó una invitación para venir a enseñar como maestro a los inmigrantes de la colectividad que querían establecerse en la provincia de Entre Ríos. Allí no pudo evitar tampoco el cliché literario: se enamoró de una alumna. Mis padres nunca fueron novios, ni marido y mujer —me dice Esther con la mirada perdida—. Mis padres toda la vida fueron amantes. El maestro trabajó como tenedor de libros y traductor, se casó con la alumna y viajaron juntos a Turquía para ver si podían vivir en esa exótica tierra de misterios. Pero la madre de Esther fue contundente: no había en Turquía tantas estrellas como en Entre Ríos. El cielo estaba en la Argentina. Esther nació el 11 de mayo de 1907, cuando ya se habían instalado en la zona del Abasto, y creció atestiguando la pasión de sus padres. Esa pasión amorosa era una energía resistente y enceguecedora. Tan notable que no se opacaba por la rutina ni por los quehaceres de la familia ni por el agobio del trabajo. Ese hombre y esa mujer se hablaban en francés, se acariciaban y contemplaban, y lograban vivir su amor en estado de romance perpetuo dentro de una burbuja donde sólo sonaba la música de su apego. Y lo hacían sin abandonar a sus siete hijos, lo que resultaba doblemente milagroso. A la madre de Esther le decían Gran Mamá. Cuando su marido murió, Gran Mamá se quiso también morir. Pero salió adelante, y pidió a su turno ser enterrada dentro de la misma tumba que ocupaba el amor de su vida. Quería vivir con ese hombre único toda la eternidad. Hubo que hacer trampa en el cementerio para cumplir su deseo. Los hijos, yernos y amigos formaron un cerco humano alrededor de la fosa reabierta del hombre para que los enterradores ampliaran, sin ser vistos por extraños, el pozo y bajaran el ataúd de la mujer. La infancia de esos niños fue dichosa, salvo aquel suicidio que dejó a Esther Menassé envuelta en recriminaciones personales y en desdicha. No logró enamorarse durante un largo tiempo, pero cuando un hermano de Gran Mamá que provenía de Moldavia se estableció cerca, ella se hizo amiga de sus primos, y tuvo un presentimiento con uno de ellos: Tomás, un rubiecito que realmente llamaba la atención. La rondó, en esa primera juventud, un amigo de la familia, el Negro. Pero ella empezó a fijarse cada vez más en su primo, y hubo un momento en que viéndolo alejarse por la calle, luego de una visita a su casa, se
preguntó algo íntimo: ¿Será con este muchacho con el que al final voy a casarme? Fue un pensamiento sorprendente, que la dejó alelada. Tomás Bronstein quería ser médico, y ella estudiaba química. Pronto se hicieron inseparables. Primero íbamos de amigos —me dice Esther en este jardín de sol donde se ha puesto a recordar—. Era una familia de cultivadores, y él un día vino del campo y me dijo: Mirame las uñas, me las limpié por vos. El paso de la amistad al amor fue muy natural. Remaban juntos en el Tigre y hacían natación, y pasaban horas y horas en el río contemplando las maravillas del Delta. Se casaron en 1932, y se mudaron a una casa en Liniers. Tomás se transformó rápidamente en el médico del barrio, y Esther entró en la Oficina Bromatológica Municipal. Pero lo central que ocurrió en sus vidas fue que abrazaron las ideas del comunismo. Se metieron en la Sociedad de Fomento del barrio, compraron cincuenta sillas en el Tigre y facilitaron la inauguración de un jardín de infantes. Liniers era, por entonces, un territorio lleno de zanjas y barro. Y los comunistas militaron con ahínco para el progreso. El PC argentino era una verdadera religión que los arropaba y protegía. Creer en algo es maravilloso y a la vez aterrador. Tuvieron tres hijos, entre ellos Daniel, que está aquí junto a su madre en el jardín de un geriátrico ayudando a reconstruir el rompecabezas de sus vidas. Me cuenta que su madre conducía la versión local de la Unión de Mujeres de la Argentina, un sello comunista, y que su padre era un líder zonal a quien Perón había dejado cesante del Hospital Piñero. También que se involucraron en la Guerra Civil Española para defender a los republicanos, y en la Junta de la Victoria, una organización en apoyo a los aliados que enfrentaban a Hitler y a Mussolini. Los comunistas veían en el régimen de Perón rasgos del fascismo italiano. En marzo de 1955 tomaron o con de la Iglesia, y bajo sospecha de conspiración fueron presos varios integrantes del Partido. Acostumbrada como estaba a los vaivenes de la política, Esther no se preocupó demasiado. Daniel visitó a su padre en Villa Devoto, y éste le presentó a Osvaldo Pugliese, el maestro imperturbable. Su orquesta seguía tocando sin pianista, y sobre el piano había siempre un clavel rojo como símbolo de homenaje y resistencia. Una semana después dejaban libre al doctor Tomás Bronstein. Pero el 16 de junio de 1955 su hijo lo llamó para decirle que estaban bombardeando la Plaza
de Mayo y que no podía ir al colegio. Daniel era alumno del Nacional Buenos Aires, y su padre creía que le estaba haciendo un cuento para faltar, de manera que le prohibió regresar a casa. Al médico le parecía un supremo delirio pensar que podían estar tirando bombas sobre los alrededores de la Casa Rosada. Daniel estuvo largas horas dando vueltas por el centro, sin poder comunicarse y sin lograr volver a Liniers, en medio del caos, hasta que muchas horas después llegó cansadísimo y su madre lo abrazó llorando: creían que estaba muerto. El médico regresó a la cárcel con el Plan Conintes, y después toda la familia quedó comprometida por plegarse a la huelga ferroviaria contra Frondizi. Ese día fatídico sólo Daniel quedó indemne, me cuenta Esther. Ella, Tomás y su hija Diana estaban en el local de la Unión Ferroviaria de Liniers cuando fue declarada ilegal la huelga. Llegó de pronto la policía y se llevó a todos en un colectivo. A las mujeres las condujeron a la cárcel correccional de Humberto Primo y a los hombres, a Devoto. Y al otro hijo, Pablo Bronstein, lo detuvieron en la calle mientras pintaba arengas en los muros y lo trataron con dureza en una comisaría. Después estuvo preso quince días en el reformatorio Agote, donde un juez le dio una brocha gorda para que pintara esas consignas en una pared blanca y pudiera probar que no se trataba de su letra. Fue finalmente absuelto, pero Pablo volvió del reformatorio con un diente roto. Correrías políticas de un siglo agitado, y de una familia que creía en el socialismo real y en “el hombre nuevo”. Y que no podía aceptar los errores del estalinismo: Nos parecía que eran propaganda de la CIA y del imperialismo yanqui. En 1971 el médico reunió a sus hijos y les dio una noticia fuerte: Hace tiempo que las cosas no andan bien con su madre. Y yo tengo una relación. Vamos a separarnos. Para los hijos, ellos eran la pareja perfecta, y la decisión de Tomás los partió al medio. Esther quedó dolorida y se sintió abandonada. Pero al tiempo pudo reconstruir su vida sentimental. Apareció aquel amigo de la familia, el Negro, que la había pretendido en la juventud y que ahora había enviudado. Era una asignatura pendiente, y Esther probó una convivencia que no duró demasiado. En 1987 a Tomás se le declaró un cáncer, con dolores tremendos, que lo fue consumiendo día a día. Esther Menassé se pone a llorar mientras me relata ese momento: hacía rato que estaban divorciados, pero ella sufrió terriblemente aquel penoso adiós. El finado tenía una pinta que rajaba la tierra; por su velorio desfiló una legión de
antiguas pacientes femeninas, que lloraban a moco tendido por el galán del estetoscopio. La vida es una tragicomedia, y Esther remontó esas aguas cambiantes con filosofía. Aun en los momentos más tenebrosos, como en la última dictadura militar, donde varios amigos se perdieron para siempre. Desde muy joven fue adicta a las novelas rusas: Tolstoi, Dostoievsky, Chéjov, Gorki. Y después leyó todo lo que cayó en sus manos. Fue una química destacada, viajó por el mundo y al final dejó el comunismo como tantos creyentes: con dolor y con una amarga sensación de orfandad. La caída del Muro de Berlín obedeció a los sentimientos humanos, me explica. No fue la política, fueron los sentimientos. Dejó el comunismo pero nunca el espíritu de solidaridad. Cuando me piden consejos para vivir mucho y bien, yo siempre les digo: ayuden. Ayudar, ayuda. Luego agrega dos recomendaciones: Sepan ver a los demás. Verlos. Y sean sinceros; no se engañen a sí mismos. Tiene nietos y bisnietos, pero extraña ante todo los libros. Para un lector voraz y consecuente no poder leer es un castigo cruel y paradójico. Está casi ciega y bastante sorda, pero le queda su memoria increíble. Recuerda a una lejana amiga que murió. Coquetear con la inmortalidad es también tener la condena de enterrar a tus propios amigos. Se llamaba Lilia y era muy buena —me dice—. Tejíamos juntas para los pobres y los colegios de frontera. Y un día le pedí un préstamo importante para un hijo y me lo dio sin dudar y sin firmar nada. Le devolvimos todo, pero ese gesto, ese don, nunca pude olvidarlo. Un día se cayó y se rompió la cadera, y la operaron y se murió. Y yo llegué un día tarde. Un día tarde. Se ha quebrado de nuevo. Trato de sacarla del tema. Quiero que me cuente cómo es tener 102 años. De perfil, mirando la neblina de la vida, me dice: Hay ancianos que sólo esperan. Por la mañana esperan el almuerzo. Por la tarde, la cena. Esperan, en verdad, la muerte. Yo no la espero. Pienso mucho. Me trabaja mucho la cabeza. Tengo mucho en qué pensar. Acaricio el ajedrez de la mesa. Se está terminando la tarde.
EL PARAÍSO DE LA PANTERA
El hombre de las 82 peleas tiene ahora 87 años y aún recuerda el día en que tuvo que agarrarse a las piñas con su mejor amigo en el Luna Park. Se habían conocido en un club del barrio de Flores y eran boxeadores aficionados, pero una noche su amigo durmió en casa, la familia entera lo adoptó y se quedó a vivir como un hermano más. Los dos muchachos se habían anotado en el Campeonato de los Guantes de Oro. Y una madrugada, al recibir el diario, descubrieron que el sorteo los obligaba a enfrentarse a suerte y verdad. Fue entonces cuando Francisco Oscar Seleme tiró la toalla y dijo que él jamás se batiría con Jacinto Yañes, su “hermano” por elección. Fue su padre, un inmigrante árabe, carnicero y hombre razonador, quien lo convenció de cumplir. Francisco, tienen que pelear y después seguir con la amistad de siempre, le dijo. La tarde del jueves señalado, Seleme y Yañes tomaron juntos el 25 a Primera Junta y luego el subte hasta Corrientes y Bouchard. Se cambiaron en el mismo camarín sin decirse nada. Subieron al ring y escucharon la ensordecedora ovación del público. Fueron al centro y comenzaron a lanzarse golpes. Seleme era guapo y peleador, pero Yañes era bailarín y más pulido. Se dieron con todo, buscándose el cuerpo y la cara. Y al final Seleme perdió. Se abrazaron, sudorosos y lastimados, bajaron del ring, se cambiaron y regresaron haciéndose bromas y riéndose de todo como si el resultado no hubiera importado nada. En las semanas siguientes, Seleme hizo guantes con Yañes y lo ayudó a entrenar, a llegar a la final y a ganar el campeonato. Fuimos amigos durante décadas aunque al final dejé un tiempo de verlo —me dice Seleme, una especie de Broderick Crawford cincelado por los nudillos de la vida—. De viejo vivía en una villa y hace unos años alguien me vino con la noticia. Era una noticia triste. Qué dolor. Jacinto Yañes había muerto. A Seleme, el hijo del carnicero, le decían “La Pantera” y era un luchador amateur. Un tío lo había introducido en el arte marcial de los pobres invitándolo de chico a seguir la carrera del legendario Justo Suárez. El pibe, al igual que
Julio Cortázar, se volvió un fanático del pugilismo viendo pelear al “Torito”, que fue un hidalgo de la miseria y que ganó cinco peleas electrizantes en los Estados Unidos antes de vencer al chileno Estanislao Loayza; en la primera fila estaban, esa noche, el presidente José Félix Uriburu y los príncipes de Gran Bretaña. Pocos años después lo vi perder frente a Víctor Peralta —me cuenta Seleme—. Peralta se ganó el odio de todos. Me acuerdo de que el Luna Park no tenía techo. Y que yo no paraba de llorar. En el libro Final del juego, Cortázar adoptaría más tarde la voz fracasada de “Torito”: “Qué le vas a hacer, ñato, cuando estás abajo todos te fajan. Todos, che, hasta el más maula. Te sacuden contra las sogas, te encajan la biaba”. Seleme ya tenía muy adentro el virus de esa pasión devastadora. Su padre lo anotó en el Club Gimnasia y Esgrima de Vélez Sarsfield, donde peleaba, dirigido por un semifondista, con los muchachos de Mataderos. Su tío lo acompañaba a las peleas, merodeaba los camarines contrarios, espiaba y venía siempre con alguna información precisa: Pegale en el ojo derecho, que se lastimó en el entrenamiento. “La Pantera” tiraba y recibía obuses. Daba y encajaba sin medir costos. Así ganó y perdió, lastimó y salió lastimado. Durante siete años hizo 82 combates y tuvo, por supuesto, un rival enconado, un rubión norteamericano, radicado en Buenos Aires, a quien también le gustaba entrar a dar sin ahorrarse nada. La primera vez fue en el Luna, y Seleme perdió por puntos en una carnicería doble. El yanqui no pegaba fuerte, pero pegaba mucho. La segunda vez, en su club, le dieron a “La Pantera” un empate: Así que seguro que ese día me ganó el gringo. La tercera vez fue en “La Tapera” de Morón, y desde que sonó el primer gong hasta el último intercambiaron trompadas sin parar. Al final de cinco rounds sangrientos les otorgaron una medalla. No por ser los mejores. Sino por ser los más valientes. A Seleme no le interesaba ganar plata con el boxeo porque trabajaba con su padre, pero un día interceptó a su entrenador y le preguntó: ¿Por qué no puedo ser profesional? El veterano le respondió con sinceridad: Porque usted está para retirarse. Seleme se quedó seco. Si usted supiera agarrar, si no fuera tan para adelante y se dignara a trabar —dijo el técnico—, yo lo habría hecho profesional. Pero con ese temperamento lo van a destrozar, Francisco. Lo van a destrozar por dentro y por fuera. El fin de su carrera no significó su desvinculación del mundo de los púgiles. Todo lo contrario: llegó a ser una celebridad en ese ambiente rudo donde se lo trata como un venerable maestro. Selene fue juez, hizo los cursos de árbitro,
director técnico, fiscal, supervisor y cronometrista, y hoy es presidente de la Escuela Argentina de Box. Recuerdo al escucharlo una frase de Thomas Hearns: “Quienes luchan conmigo nunca vuelven a ser los mismos. Llego a su interior y les hago un daño imborrable”. La cita me pasa por la cabeza cuando me narra la pelea más dramática y violenta de la historia del boxeo argentino. Ocurrió el 20 de marzo de 1980 y no estaba en juego ningún título. Horacio Saldaña y Eduardo Yanni venían a dar una exhibición, una pelea por la bolsa y nada más. Seleme estaba ahí, a un costado, con sus tarjetas a mano, observando la eficacia de las manos, la justeza de los golpes, el movimiento permanente de la cintura, el terrible esfuerzo de sostener tantos minutos los brazos en alto, el baile de las piernas. Fue brutal, algo que nunca había visto —me dice pasándose una mano por la frente—. Desde el comienzo hubo un cambio feroz de golpes, iban de cuerda a cuerda. Una demolición mutua, sistemática, una batalla sin enconos ni razón. Tuvieron que parar el combate en el quinto round porque los dos estaban hechos pedazos. Ninguno de ellos volvió a ser el mismo después de aquella extraña y nefasta noche. Desde la década del cincuenta, el hijo del carnicero juzgó miles y miles de contiendas pugilísticas de la Argentina y del mundo. Anotó hasta cuatrocientos títulos decisivos en los que le tocó justipreciar, y después simplemente dejó de contarlos. Estuvo en títulos mundiales y fue juez del primer combate argentino entre mujeres: ganó esa vez, como tantas, la Tigresa Acuña. Seleme aprendió a separar los puñetazos apócrifos de los certeros, a calibrar la calidad y pericia de un gladiador, a discriminar a un artista honesto del ring de un simple farsante. Para muchos el boxeo es un arte serio. Mohamed Alí le decía a Norman Mailer que él era el mayor artista que había dado ese rito en el que dos hombres juegan al ajedrez de los puños desde el principio de los tiempos. Paralelamente, Seleme se fue consolidando en la pedagogía del pugilismo, un mundo donde se habla de “caminar el ring” y “armar la guardia”, y donde se escuchan inquietantes palabras: pera y costal, jab, cross, crochet, uppercut y swing. El exceso de coraje, que envicia, y el culto de la brutalidad, que la experiencia le hizo sufrir y gozar en carne propia, convencieron a Seleme de propender a la protección del boxeador. Cada vez los protegemos más, aunque lo hacemos en detrimento del espectáculo —me confiesa—. Porque a una parte del público le encantan las masacres. Seleme trabaja ahora en su escuela con los jóvenes luchadores que vienen del interior con un bolsito y una esperanza, y a quienes hay que proporcionarles maestros deportivos y existenciales. Casi todos vienen buscando una salida económica y algunos ni siquiera saben leer y escribir bien
—me aclara—. Es por eso que les ponemos un profesor y los obligamos a aprender. Como tienen mucho apuro en ganar dinero, algunos de esos boxeadores tratan de incumplir el reglamento. Es por eso que Seleme y su gente actúan como una suerte de gendarmería del box. Entre pelea y pelea debe transcurrir determinada cantidad de días. Cuando un boxeador cae por nocaut debe dejar pasar un mes y presentar certificados médicos antes de ser rehabilitado. Si ese mismo boxeador es noqueado de nuevo, se lo suspende por seis meses. Y si pierde por tercera vez de la manera rápida, la suspensión alcanza un año entero. Luego directamente se le retira la licencia por baja performance. Y muchos hacen peleas truchas en el gran Buenos Aires —se lamenta el viejo maestro—. Nosotros tratamos de fiscalizar y enviamos telegramas a los intendentes para que se impida tal combate o se clausuren determinados festivales. Le pido una especificación técnica. Me la da: un nocaut típico lleva a catorce segundos de conmoción y el cross es el impacto más crudo de todos. Los veteranos aconsejan a los talentos más destacados de la lucha profesional que no metan la plata de sus bolsas en negocios etéreos sino en ladrillos. La derrota total parece un fatalismo del que pocos pueden escapar: Seleme conoce decenas de casos, con nombre y apellido, de campeones que se hicieron millonarios y después lo perdieron todo. Personas que se dedicaron a la fama y el trago, hicieron malas inversiones y salieron esquilmados, y tuvieron que regresar entonces al mismo puerto del que habían partido, pero viejos y arruinados: el puerto de la mishiadura. Cuando Seleme les habla a los chicos jóvenes, éstos lo escuchan con respeto sagrado. Parece tan sencillo. Pero más tarde el destino negro suele desbaratar las buenas intenciones. Da rabia esa ingenuidad, pero “La Pantera” sigue adelante, intentándolo una y otra vez, sintiéndose útil entre gente joven, pura mísitica sin moneda. Le cuesta un poco caminar a este Broderick Crawford del Bajo Flores. Caminamos por la redacción y me revela que en 1945, mientras trabajaba en un frigorífico, el frío de las cámaras le afectó seriamente las rodillas. Tuvo que colocarse dos prótesis, una italiana y otra alemana. No se pelean entre ellas — dice con una sonrisa—. Pero están un poco gastadas, las pobres. Seleme ama tanto el box que intenta convencerme de que el sudor y la sangre de dos hombres, esa combustión íntima del combate, diluye los odios. Por eso, a pesar de que a nadie le gusta perder, los boxeadores que se han enfrentado lealmente terminan abrazados, sin las broncas del comienzo. Me doy cuenta de que mira el
boxeo como un juego de varones leales. Como lo miraba aquella remota noche en que se trompeó un largo rato con el finado Jacinto Yañes, su mejor amigo, para luego cambiarse y regresar sin rencores al afecto de siempre. La muerte de su padre me lleva a Pepe Biondi y a Mario Fortuna. Los dos actores, cuando todavía eran completos desconocidos, tenían una peña barrial a la vuelta de la carnicería del inmigrante árabe, y éste no resistía hacerles cada tanto un asado. En recompensa, Biondi y Fortuna invitaban a los Seleme al circo donde actuaban. La primera vez quedamos boquiabiertos —dice—. Nuestros vecinos eran malabaristas, trapecistas, actores consumados. Después con el tiempo fuimos a verlos miles de veces al teatro de Corrientes y Esmeralda. Es por eso que yo quiero que me cremen y que tiren mis cenizas en el club del barrio, en la Escuela de Box y en el Maipo. Esa última ocurrencia apareció después de la muerte del viejo carnicero. Francisco sintió una conmoción cuando su padre se apagó. Iba todos los días al cementerio y se sentaba un rato frente a la tumba. En una ocasión, escuchó gritos y corridas, siguió a los empleados y descubrió que habían abierto un féretro rasguñado y que los sepultureros habían encontrado finalmente muerto a un enterrado vivo. No puedo dejar de pensar en la catalepsia, en el relato de Poe y en las leyendas urbanas. Pero Seleme está aquí como testigo presencial. Me dice en voz baja: No sé lo que habrá del otro lado, pero por las dudas le pedí a mi hijo que me redujeran a cenizas. Aquel espectáculo fue terrible. Hablamos del paraíso. Una vez por semana, el maestro de boxeadores viaja a Tigre, a Berazategui o a Brandsen, participa de los festivales amateurs, mira de siete a veinte peleas, y al final come un choripán con sus camaradas comentando los detalles de la noche. Los días que transmiten peleas nacionales e internacionales, Seleme baja el volumen de la televisión, saca su libreta y hace sus propios fallos para luego compararlos con los oficiales. Muchas veces se despierta tremendamente feliz de un sueño y le dice a su mujer: Estaba arriba del ring; estaba peleando. Esas son las pequeñas dichas, las simples formas que tiene el paraíso ensordecedor de “La Pantera”.
EL HÉROE SIN MEDALLAS
Reynaldo Toloza se colocaba el traje de neoprene negro: chaqueta, pantalón, botas, guantes, aletas, capucha, visor. Se ajustaba al pecho el equipo de circuito cerrado de oxígeno que no produce burbujas en la superficie y el chaleco salvavidas oscuro y regulable, y tomaba la plancheta con brújula, reloj y profundímetro, y la linterna y la bolsa con las minas explosivas, que funcionan con imán, espoletas y sistema horario. Respiraba tres o cuatro veces al aire para hacerle un lavaje a sus pulmones antes de recibir el chupete con el oxígeno puro, y después se disponía a entrar en el océano helado. El buzo táctico acaso soñaba una y otra vez con ese procedimiento elemental de su oficio y con cumplir la misión encomendada. La misión ideal. Seguir una hoja de ruta horizontal, colocar bombas en el casco de un buque inglés, alejarse lo más rápida y subrepticiamente de la zona y luego ver la explosión. Pero las cosas no eran tan sencillas en la guerra del Atlántico Sur, y ya les habían dicho que no podrían acercarse por mar a las islas. Estaban en Río Gallegos adiestrándose día y noche, en la incertidumbre permanente de subir a un Hércules y cumplir con la Operación Buitre. Los altos mandos habían proyectado enviar en avión y helicópteros a buzos tácticos y comandos anfibios para atacar la retaguardia de las tropas británicas, que ya se habían hecho fuertes en Fitz Roy, Darwin y San Carlos. Era una audaz maniobra para cortarles también los suministros a quienes avanzaban sobre Goose Green. Se harían lanzamientos de paracaídas con la idea de sabotear esos campamentos enemigos, pero la orden no llegaba y todo era esperar y esperar con los nervios de punta y un frío lacerante. Toloza había sido entrenado con rigor para la angustia. Formaba parte de las Fuerzas Especiales, y no pensaba en otra cosa más que entrar en combate. Su jefe y amigo, el teniente Diego García Quiroga, había encabezado el Operativo Rosario. Los buzos tácticos participaron activamente de la recuperación de
Puerto Argentino, y Toloza hubiera sido de la partida si no fuera porque en aquellas fechas su mujer estaba en trabajo de parto. Durante esa primera incursión, García Quiroga y el capitán Pedro Giachino le habían advertido al gobernador de las islas que se entregara y habían recibido como respuesta una ráfaga de pistola ametralladora. Los dos avanzaron entonces sobre la residencia y recibieron una nube de balas. Giachino murió pero García Quiroga se salvó milagrosamente: un plomo le pegó en la navaja que llevaba en un bolsillo de la camisa. Luego Toloza y sus compañeros hicieron con esa navaja perforada un cuadro para recordar los caprichos del destino. García Quiroga no participó más de la contienda, y muchos años más tarde se casó con una diplomática noruega, se retiró de la Armada, se volvió un próspero hombre de negocios en Europa y se encontró en un cóctel con la mismísima Margaret Thatcher. Los presentó con cautela un conocido de ambos; en un momento el argentino no pudo evitar salirse del protocolo: le dijo irónicamente que a veces extrañaba los buenos tiempos. La Dama de Hierro lo miró a los ojos y le respondió: Créame, a veces yo también los extraño. Los buzos tácticos eran la primera línea en la guerra y querían una segunda oportunidad. Toloza no sentía rencores ni se consideraba íntimamente un guerrero, pero se había preparado durante mucho tiempo para esa ocasión y había estado cerca de ella unos años antes, cuando los buzos habían sido movilizados a Ushuaia ante la inminencia de un conflicto bélico con Chile por el canal del Beagle. En aquellos meses de fines de los años setenta los buzos vivían en la Isla Relegada, en carpas y haciendo aprestos todo el tiempo como si la batalla fuera inminente. El aburrimiento, la incertidumbre y el rigor climático eran tan fuertes que no veían la hora de que comenzara la lucha de una buena vez. Al menos la guerra terminaría con el tedio. Pero cuando estaban vestidos y tenían los equipos listos para cruzar a Puerto William e iniciar los sabotajes submarinos, llegó la orden de que abortaran todo. Después de los primeros despliegues de tropas argentinas en Malvinas y las Georgias, Toloza y sus hombres habían sido transportados hasta una estancia muy cercana adonde habían estado masticando nervios durante la escaramuza felizmente desactivada del Beagle. Desde similar posición, en 1982, habían visto pasar al crucero General Belgrano sin sospechar que marchaba hacia el naufragio y la tragedia. El entrenamiento de los buzos tácticos es sólo equivalente a los rigores con que
se preparan los infantes de marina. Son técnicamente “comandos” aunque tienen un carácter más frío y profesionalista. La oración que repiten es sencilla: “Señor, sólo dos cosas te pido. La victoria o el regreso. Si una haz de concederme, que sea la victoria”. Pero Dios prefirió el regreso. Se cerró el espacio aéreo y eso arruinó la Operación Buitre, y poco después capituló el gobierno de Puerto Argentino y se perdió la guerra. Me encuentro con Toloza en la confitería del Hotel Provincial de Mar del Plata. Está de espaldas mirando el horizonte y las mareas. Acaba de retirarse hace poco y es ahora asesor de una agencia de seguridad y árbitro de fútbol. Después de cuatro horas de franca conversación comprenderé su tristeza íntima: la Agrupación de Buzos Tácticos era su casa y su religión, y a pesar de muchas aventuras y servicios notables es un héroe sin medallas. Me cuenta que nació en San Juan y que ingresó en la Escuela de Suboficiales cuando tenía quince años. Se puede decir que la Armada lo sacó de los peligros de la calle y le cumplió los sueños que soñaba con los ojos abiertos viendo a los paladines bélicos de Cine de Súper Acción. Su fascinación por el paracaidismo —una especialidad de los buzos tácticos— derivó al recibirse hacia la Escuela de Submarinos y Buceo, y después directamente hacia la última y más riesgosa fase: el extremo curso de los comandos subacuáticos. Allí fue sometido a severos exámenes, entrenado hasta el agotamiento y adiestrado en operaciones terrestres, explosivos, supervivencia, combate personal, evasiones y escapes. Un rosario de pruebas extremas. Durante veinticuatro horas sin parar, los aspirantes son obligados a bucear seis kilómetros, a desembarcar en una playa, a caminar cuarenta y dos kilómetros más y a remar sin desmayo muchas millas náuticas, sometidos al desasosiego del cambio de órdenes y las sorpresas, a inconvenientes psicológicos y físicos, el trabajo en equipo y la conjunción del frío, el cansancio y el hambre. A lo largo de tres años, estos extraños soldados submarinos aprenden a bajar al mar desde helicópteros, a realizar buceos nocturnos, a salir de submarinos a dieciocho metros de profundidad, a escalar el hielo y las montañas. Y también a lanzar desde un avión a cuatro mil metros de altura un bote inflable, a seguirlo de cerca cayendo a ciento ochenta kilómetros por hora y luego con un paracaídas plano; a armar la embarcación en la superficie del océano y después navegarla con ayuda de su motor fuera de borda. Toloza es algo así como el decano de los buzos tácticos de la Argentina, fue el maestro de varias generaciones, instructor de las Fuerzas Especiales, y ha hecho maniobras conjuntas en los noventa con
sus colegas norteamericanos, que lo aprecian y iran. De joven sirvió en un cazaminas colocando explosivos para detonarlos bajo el mar por efecto simpatía. Lideró la búsqueda y recuperación de un avión A4 que cayó al océano. Y también el rescate del ancla de un submarino nuclear de los Estados Unidos, perdido durante un ejercicio del plan Unitas. En esa oportunidad, bajó cincuenta metros hasta dar con ese hongo gigantesco, que se había ido al fondo con cadena y todo, que pesaba varias toneladas. Llevó un cable, y con un sistema de sogas y argollas, contra reloj, logró engrilletar y subir ese objeto inabordable desde el abismo, haciendo dos escalas para evitar la descompresión. Tiene cientos de anécdotas y riesgosas peripecias en el volcán Lanín, en incendios navales o en las aguas frías y oscuras de la Patagonia, en simulacros de guerra o en tempestades. Las narra sin énfasis, pero yo veo dentro de mi cabeza los fotogramas rápidos de aquellas hazañas. Le pregunto qué hay debajo del mar. No es una pregunta filosófica, y Toloza lo entiende de inmediato: no conoce ningún buzo que haya tenido problemas con tiburones ni orcas ni lobos ni ballenas. Pero me cuenta que hace unos años le tocó manejar un minisubmarino cerca de Puerto Madryn. Reynaldo iba al timón y un suboficial camarógrafo viajaba en el asiento de atrás. Navegaban a plano de periscopio, junto al submarino San Luis, en una zona de setenta metros de profundidad. Iban filmando la salida de los buzos tácticos por los laterales del San Luis cuando de pronto una tonina surgió de la nada y se asentó en la proa del minisub. Pero lo hizo con tanta delicadeza que no logró desestabilizarlo. Luego vino una compañera y repitió el juego: pasó restregando su panza por encima de la proa de la pequeña nave que avanzaba por un costado. Una y otra vez las toninas pasaban raspando, mientras la cinta de Súper 8 las inmortalizaba en sus majestuosas piruetas. Ya Toloza había sobrepasado el bigote de agua de la proa del San Luis cuando una corriente lo puso de costado y lo succionó hacia atrás, sobre el submarino grande. El mini chocó con la vela y salió disparado hacia la superficie. Emergió como cohete al aire puro y cayó. No hubo consecuencias desagradables: sólo quedó para la historia ese film, con aquel baile bajo el agua y aquella salida espectacular. Toloza me dice lo que todo el mundo le decía: Cuando te vayas de la Marina te vas a morir. Está orgulloso de no haber muerto, pero se nota que le cuesta andar por la vida sin aquella vieja adrenalina de siempre. Le ocurre lo contrario que a todos: en el mar es rápido y en la tierra es lento.
Una noche helada de abril de hace dos años, cuando todavía era un miembro activo de las Fuerzas Especiales, alguien lo despertó para informarle que se había incendiado el rompehielos Almirante Irízar. Se tiró de inmediato de la cama y le dijo a su mujer: Ya vuelvo. Llegó corriendo a la dársena donde la corbeta Granville estaba a punto de zarpar con la tripulación completa. Toloza pidió que lo esperaran pero no tenían tiempo. Fue hasta la unidad, tomó el bolso con su equipo y llegó cuando ya estaban soltando amarras. Lanzó el bolso a cubierta y saltó para que dos compañeros lo alzaran y lo metieran en el último minuto en el buque de rescate. Arribaron a marcha forzada al teatro del incendio, en medio de un temporal terrorífico. La imagen del Irízar hecho una antorcha de humo y fuego era alucinante. Ya había sido evacuado el rompehielos, que era mecido por olas monumentales, y sólo el obstinado capitán Guillermo Tarapow permanecía a bordo. Pero las condiciones eran tan malas que los marinos dudaban si podían empezar con el abordaje y la sofocación de las llamas. El comandante de los buzos tácticos y el capitán de la Granville resolvieron finalmente que Toloza y sus hombres, que eran los más experimentados, bajaran a esas aguas revueltas y congeladas. Se calzaron los trajes de neoprene, armaron la primera línea y pusieron en operaciones dos botes. El viento rasante los cruzaba y el avance era lento y riesgoso. El comandante de los buzos tácticos se acercó al Irízar y le pidió a Tarapow que desembarcara para evaluar la situación en un destructor que flotaba cerca. Tarapow accedió y se fueron juntos. Quedaba el bote de Toloza y cinco leales más, que buscaban el mejor para trepar al barco incandescente. La humareda había crecido y el sube y baja de las olas hacía muy difícil esa escalada. Toloza vio una escalera de gato pendiendo de un costado y en una subida tiró el manotazo y trepó como un mono. Después ayudó a sus compañeros. La chapa estaba caliente, y los buzos tenían que relevar la cubierta y evaluar si podían traer al grupo de bomberos que aguardaba la orden de radio. Revisaron el Irízar, improvisaron una escalera para subir a los especialistas, juntaron matafuegos y montaron un pequeño comando en ese barco vacío y desesperado donde no había agua ni luz. Trataron de restaurar la energía y subieron al grupo de extinguidores. Toloza y sus hombres ayudaron, y todos juntos emprendieron la lucha. Pasaron tres días sin dormir, comiendo de las latas de conservas que encontraban en la cocina y utilizando cuatro motobombas y dos líneas de mangueras. Cuando los focos principales quedaron apagados, bajaron con sus mascarillas a las salas de máquinas para enfriarlas. Estuvieron enfriando con agua distintas secciones del Irízar durante otros cuatro días, hasta que pudieron remolcar el buque, que estaba escorado: tuvieron que sacarle toda
el agua que le habían echado para que la operación fuese exitosa. Toloza mira el mar desde la confitería y me cuenta que los recibieron como héroes al llegar a puerto. No me lo dice, pero sé lo que está pensando: así como no hay ascensos para los comandantes de una nave malograda, tampoco hay medallas para los valientes en los accidentes navales. Miro una foto que guarda. Está sentado en la cubierta de ese barco legendario; tiene la cara tiznada. Es un héroe cansado que nadie conoce. “Señor, sólo te pido dos cosas. La victoria o el regreso. Si una haz de concederme, que sea la victoria.”
EPÍLOGO CON NOMBRE Y APELLIDO
Me gustaría que este libro fuera leído como lo que es: una simple colección de relatos verídicos acerca del honor y el destino. Cada uno de estos personajes, aun los más políticamente incorrectos, han defendido desde distintas trincheras y en muy diferentes circunstancias, ese valor olvidado por las sociedades modernas: el honor. Yo escuchaba largas horas sus destinos, sin grabarlos, tomando frenéticamente nota de sus peripecias en mis cuadernos Rivadavia de tapa dura, y salía exhausto de esos encuentros existenciales, donde había una breve pero intensa suspensión del tiempo, y donde sucumbíamos a una especie de hipnosis mutua. Como un explorador me internaba, linterna en mano, en sus recuerdos y los examinaba con minuciosidad. El terreno del cronista está al alcance de sus ojos. El terreno del narrador de estas historias se encuentra en la confesión, en las evocaciones y en los hitos biográficos. Esta clase de narrador es, en realidad, un cronista de la memoria. Al final de las largas conversaciones, yo los abrazaba o les estrechaba la mano, y les decía invariablemente la frase que me salía del corazón. Les decía: “Fue un honor conocerte”. Es por eso que estos treinta y cinco hombres y mujeres tan distintos, en algunos casos antagónicos, se encuentran sin embargo unidos secretamente por una mirada. Todos ellos forman sin quererlo una hermandad. Ignoraba, cuando comencé esta serie, que en universidades europeas y norteamericanas las historias de vida se estaban convirtiendo en la gran estrella del periodismo narrativo, desplazando por primera vez de ese trono a la crónica pura y dura. Yo sólo quería repetir lo que había hecho con Mamá, diez años antes, e intentarlo todas las semanas en el cuerpo central de un diario nacional, partiendo de su portada, compitiendo palmo a palmo con las noticias de la actualidad caliente y tratando de demostrar que los lectores no quieren leer cada vez menos, y que no sólo buscan textos cada vez más breves y rápidos, como
indica el nuevo lugar común del periodismo. El éxito de estos relatos novelados pero estrictamente veraces que aparecieron bajo el título “Historias con nombre y apellido”, tira abajo esa superstición.
En otro plano, para mí el experimento tenía algunas características particulares. Cada relato debía comenzar, como proponía Arlt, con un “cross a la mandíbula”. “No voy a dejar que me dejes”, me decía a mí mismo desafiando mentalmente al lector de la mañana que lee el periódico mientras desayuna. “No me abandones ni me olvides”. Utilicé todos los anzuelos de la literatura de ficción y las técnicas cinematográficas para que no me leyera como decía Borges que leemos muchas veces los diarios: para el olvido. Luego, con la intención de armar este Epílogo, llamé uno por uno a los protagonistas de La hermandad del honor para saber qué fue de sus vidas. Dos de ellos habían muerto. El primer caso fue el de Mira Ostromoglinsky, la víctima del Ghetto de Varsovia, que estaba muy enferma cuando la entrevisté. Intermediarios con quienes concerté la nota me habían comunicado la gravedad del cáncer y la importancia de hablar lo antes posible con ella, puesto que los dolores la tenían a muy mal traer y la lucidez de esta clase de enfermos se va perdiendo a medida que avanzan los calmantes y al final la morfina. Sin embargo, cuando la visité en su departamento de Belgrano me pareció que estaban exagerando: la esposa de Edek Erlich parecía una anciana guapa y elegante que narraba sin sobresaltos su extraordinaria fuga. Me propuse incluir en mi crónica el asunto de su cáncer terminal sólo si ella sacaba el tema. Pero no lo sacó. Diez días después, el texto provocó un tembladeral entre los lectores de la Web, y su hijo Teo me llamó agradecido y llorando de emoción. De paso me contó que los médicos eran concluyentes: Mira no viviría más de una o dos semanas. Por la mañana de aquel sábado, sus nietos le leían lo que yo había escrito y los comentarios conmovidos de los lectores, y eso “era lo único que la distraía del dolor”. Yo todavía no salía de mi asombro. Me había quedado con su apostura despreocupada de hacía diez días y no podía quitarme esa imagen de la cabeza. “Después de que te fuiste y el fotógrafo tomó las fotos, Mira se recostó: estaba destruida”, me contaron. Había hecho un enorme esfuerzo para parecer inmune al dolor y a la muerte. Le daba mucha rabia tener que morirse justo cuando salía a la luz su historia largamente silenciada. Después de un fin de semana intenso, donde muchos amigos llamaban a los familiares de Mira para
felicitarlos y comentar el relato publicado, la gran dama finalmente murió. “Es como si lo único que le hubiera quedado pendiente fuera ver su vida retratada en un diario —me dijo Alejandro Parisi, su biógrafo—. Por lo menos dejó de sufrir”. Cien mil personas entraron ese día en Internet para leer sobre la muerte de esta verdadera heroína. Unos meses más tarde, presenté junto a Parisi y a Teo el libro El ghetto de las ocho puertas. Sucedió en el Museo del Holocausto y me costó bastante evitar que me interrumpiera el llanto: fue la presentación más emocionante a la que asistí en toda mi vida. La otra muerte tiene que ver con la Casa del Teatro. Liana Lombard, la actriz que se despertaba sola a las cinco de la mañana y encendía el televisor para verse a sí misma en una novela de amor de hace más de dos décadas que repetían por el canal Volver, murió a los 77 años. Después de que conté su periplo, desde la fama y el dinero hasta la miseria y la soledad, Liana me llamaba de vez en cuando para charlar un rato. Era diabética y tenía varios problemas de salud, pero también era dueña de una felicidad contagiosa. Cuando regresé de un viaje por España, encontré en el contestador de mi teléfono una llamada suya: me contaba que Mirtha Legrand había hablado sobre mi trabajo en sus almuerzos. Y me decía con su voz joven lo orgullosa que se sentía de que yo hubiera narrado sus desventuras. No alcancé a devolverle el llamado. A los pocos días leí el cable con la noticia de su deceso, y sentí desolación. “Nadie que es capaz de ser feliz con tan poco merece morir”, me dije de un modo infantil, y anduve todo ese día como perdido. El comodoro Guillermo Dellepiane, por su parte, sigue al frente de la Escuela de Guerra Aérea. Sus jefes, camaradas y alumnos leyeron muy atentamente el relato acerca de sus peligrosas incursiones en Malvinas, y su publicación colocó a Piano en un gratificante y a la vez incómodo candelero. “Para mí es un honor, vos sos un héroe”, le dicen a diario. Lo invitaron a participar del Instituto Belgraniano, y la Fundación Talento para la Vida le otorgó un premio. Daniel Tardivo, el histórico custodio de Raúl Alfonsín, pasó de ser una sombra a ser una suerte de celebridad. Muchos conocidos y frecuentadores del ex presidente que veían a Tardivo en las reuniones y que pensaban que se trataba de un simple amigo de Alfonsín, se enteraron por el diario de que era su sombra armada y el hombre que lo había salvado varias veces de la muerte. Daniel sigue a cargo de la división que custodia discretamente a ex presidentes, embajadores
y testigos protegidos. Las mujeres que dirigen Missing Children me contaron que a raíz de La balada de los niños perdidos la Fundación Telefónica les donó un 0800, herramienta fundamental para su valiosa organización. Asevera Esteban Tríes, el ex combatiente que salvó a su sargento en el Cerro Tumbledown, junto al arroyo de Moody Brook, que Manuel Villegas se hizo famoso, que lo paran por los pasillos del Estado Mayor del Ejército para elogiarlo, que recibió una condecoración de la Comisión de Homenaje de la Gesta de Malvinas y que juntos hacen un programa todos los miércoles por la noche en la FM 91.1, donde hablan de los sucesos trágicos e inconclusos del Atlántico Sur. Encontré de casualidad en Buenos Aires a Pilar Bauza, la enfermera de Médicos sin Frontera. Venía a pasar las navidades con su familia y volvía a partir. Estuvo cuatro meses en Etiopía con la emergencia del cólera y luego luchando contra la desnutrición severa. Viajó a El Salvador a raíz del huracán Ida, que produjo inundaciones y derrumbes de lodo y destrucciones de poblaciones enteras. Y estaba contando los días para volar a Nigeria, donde coordinará las distintas emergencias que se desatan en esa zona. El cirujano David Eduardo Ezkenazi sigue atendiendo la guardia del infierno en el Bajo Flores, aunque se hizo cargo también junto con un colega del Departamento de Emergencias del Sanatorio Güemes. Cuando llegó vio que una fotocopia de su relato estaba pegada en la cartelera del sanatorio. El Bajo Flores sigue violento: “El lunes tuve dos chicos con escopetazos”, me cuenta. Las víctimas de Chernobyl recibieron muchos llamados telefónicos de personas que ofrecían ayuda, y sobre todo de médicos privados, que querían atender sus enfermedades sin cobrarles un peso. Dieron algunas charlas en los colegios y reportajes en televisión. No hubo avances, sin embargo, a nivel gubernamental. Siguen esperando una respuesta. Cataratas de cartas de solidaridad le llovieron también a Christian Valls, el padre que sigue buscando a su hijo Pablo, víctima de la piratería del río o de un naufragio inexplicable en la costa uruguaya. Valls aprendió mucho durante su penosa búsqueda, y ahora está dando una mano para que no quede impune otro misterioso crimen ocurrido en San Luis. Pero no se olvida de su hijo. Me dice:
“Los que hicieron desaparecer a Pablo siguen caminando libres por Montevideo”. Otro náufrago, el ingeniero Roberto Servente, que hace 50 años logró salvar el pellejo después de la caída y hundimiento de un avión de Austral en aguas de Mar del Plata, me cuenta que asistió a la conferencia que dio un sobreviviente de la llamada Tragedia de los Andes. Y que se dio cuenta de algo: a pesar de que los dos episodios son tan diferentes (uno es colectivo y el otro individual; uno en alta montaña y otro en el océano) los sentimientos en esas situaciones límites resultan increíblemente coincidentes. El relato sobre Servente es recomendado en círculos de management como material de estudio, puesto que sus enseñanzas pueden aplicarse a muchas situaciones de crisis. El padre Pepe Di Paola, líder de los curas villeros que batalla contra el paco, fue amenazado de muerte en la Villa 21 por los narcos y a pesar de todo siguió adelante, y hasta logró que las irreconciliables autoridades de la Ciudad y la Nación trabajaran mancomunadamente en la construcción de una escuela especial para ese asentamiento. Un milagro de la Virgen de Caacupé. Su colega, el padre Carlos Mancuso, el exorcista de la calle 6, dejó su parroquia y mantiene oculto su domicilio puesto que una avalancha de gente de todo el país lo busca para presentarle presuntos posesos. “Atiendo los lunes en San Francisco de Asís, y la mayoría de esos casos corresponde a simples enfermos mentales —me dice—. Una vez llegué a la parroquia y había setenta personas esperándome. Una locura”. De todos modos me asegura que realizó en estos meses cuatro exorcismos y que durante el último se vieron obligados a llamar a la policía puesto que el “endemoniado” era violentísimo. El detective Miguel Maiolino tuvo, a raíz del relato publicado, también muchas consultas. No tanto por casos de infidelidad como de robos en casas importantes. Tiene como cliente a un ex banquero a quien le birlaron 120 mil dólares de un departamento cerrado con una puerta blindada. “Es todo un misterio —me comenta—. Estoy en plena investigación”. A Dolores Barquín, la niña de la guerra que escapó del País Vasco y después de los nazis y fascistas, le ofrecieron escribir un libro sobre su vida, pero ella no aceptó. En el Laurak-Bat todo el mundo le decía “tanto tiempo, Lolis, y no conocíamos tu historia. Sos una mujer corajuda e importante, ¿vas a seguir dándonos calce?” Lolis se ríe mientras fuma un Virginia Slim.
En cambio, Alejandra Ciappa, que estuvo trabajando con las víctimas del atentado a las Torres Gemelas, escapó de un cáncer y logró salvarse de morir intoxicada por monóxido de carbono, está escribiendo un libro. Además, Biography Channel le hizo un reportaje para los Estados Unidos, en un programa que se llama Yo sobreviví, y quieren filmar en la Argentina un documental con sus recurrentes escapes de la desgracia. Susana Chaia de Garnil, la ginecóloga a quien le secuestraron a su hijo en San Isidro, me dice que mucha gente la paró en la calle para comentarle la nota. Que fue su broche de oro: no quiere ir más a los medios ni hablar de un asunto oscuro que esta brava familia supo enterrar, sin patologías ni rencores, en el pasado. Nélida de Miguel, la legendaria delegada política de Evita, recibió felicitaciones hasta de la oposición. Siempre asiste a una boutique de la calle Billinghurst donde “desfilan ropa de talles grandes o para gente mayor”. Un día, al llegar, todas sus compañeras estaban en silencio y una de ellas leía en voz alta sus anécdotas personales con Eva. Al terminar, la ovacionaron. El contralmirante Alejandro Maegli resolvió retirarse de la Marina. “Ya tengo 55 años y quiero devolverle a mi familia todo lo que le saqué”. Se irá a vivir definitivamente a Mar del Plata. Su hijo le dijo: “Sé más de vos por el diario que por lo que me contaste”. Todavía no se sabe si el submarino San Luis se transformará en un museo, será mantenido en servicio o lo convertirán en mera chatarra. Manuel Gonçalves, hijo de desaparecidos y nieto recuperado, sigue intentado llevar a juicio a todos los responsables de la tragedia familiar. Inició ahora un proceso crucial contra el juez que lo dio en adopción. Presume que el funcionario sabía perfectamente que le estaban sustituyendo la identidad y que Manuel era hijo de dos militantes asesinados durante la dictadura. Ese juicio puede ser un caso testigo. Ningún personaje levantó tanta indignación como el cazador Eber Gómez Berrade. Pero quienes conocen en detalle el arte de la caza le hicieron llegar calurosas felicitaciones por e-mails o a través de Facebook. Está armando la próxima temporada. Habrá una cacería de leopardo en Namibia, en la tierra de los bosquimanos. Y una de león, en el enclave colonial que limita con Angola. Su contracara, el decano de los cuidadores de animales del Zoológico de Buenos
Aires, Daniel Bonada, no tuvo más que elogios y alegrías. Sus compañeros le manifestaron expresamente el orgullo que sentían por compartir tareas con alguien tan apasionado y humano, y a su padre le dieron en el Zoológico un premio a la trayectoria por participar del Programa Cuidar Cuidando, creado para chicos con problemas. Paralelamente, el bombero Diego Maximiliano Vilariño recibió el Laurel de Plata del Rotary Club Buenos Aires por su trayectoria y su tarea. Y acusó cientos de cartas emocionantes. “Estaba leyendo en la computadora y me puse a mariconear un rato”, me dice. Traduzco: Maxi lloraba y lloraba. Ascendió a principal. Tuvo que rescatar a seis hermanitos calcinados de un viejo edificio de la Boca. Después estuvo en un salvamento espectacular: un loco se había subido a un cartel de la Autopista 9 de Julio Sur a protestar, y hubo que bajarlo. La televisión, como siempre, mostró el operativo con lujo de detalles. Allí se lo veía a Vilariño con el casco y la cruz, y con la gran linterna amarilla en un costado. El gran rescatista Carlo Botazzi sigue viviendo en Bariloche. Haber aclarado sus conflictos por el caso Priebke tuvo buena repercusión en su comunidad y a él le resultó un gran consuelo después de tanto sufrimiento. Silvio Velo, el Maradona de los ciegos, jugó con Los Murciélagos la Copa América. Perdieron en la final con Brasil. Pero este año buscarán la revancha en el Mundial. Otro deportista, el maestro Francisco Seleme, se sintió extraño porque ningún colega le había mencionado su aparición en el diario. Fue con esa turbación y esa reserva a una fiesta de fin de año organizada por la agrupación que reúne a los árbitros y jueces de box de la Argentina, y se encontró con que decenas de ellos lo esperaban con fotocopias de su nota para que se las autografiara. Los longevos siguen atados a sus suaves rutinas crepusculares. Germán Gonaldi agarra de vez en cuando el bandoneón en su casa del barrio de Tolosa y toca para Catalina Torres, que últimamente anda con dolores de espalda. Un amigo mío vio en La Plata el relato donde se cuenta ese amor de setenta años pegado en varias vidrieras comerciales. Como si el amor eterno fuera una excepción y a la vez un deseo unánime. En tanto, Esther Menassé asegura a todo el mundo que le quedaron “la mitad de las anécdotas en el tintero”. No lo dudo: 102 años no entran en 12.000 caracteres
de Word. Su hijo Daniel me revela que su madre se sintió rejuvenecida por haberse obligado a esos recuerdos, y que aparecieron parientes perdidos y amigos que hacía años no se ponían en o. Un antiguo vecino escribió al diario para rememorar, como en un escalofrío, la vez en que un grupo de tareas de la policía echó abajo, a patadas y culatazos, la puerta de la casa de aquellos comunistas, y se llevó por la fuerza al matrimonio en medio de gritos desesperados, un episodio que ni siquiera recordaba la protagonista de tantas décadas de fervor político. En La Juanita, el centro de operaciones del MTD La Matanza, que lidera Héctor “Toti” Flores, alguien leyó un sábado a viva voz La canción del piquetero para los cuarenta referentes de los barrios, que escuchaban con lágrimas y cierta sorpresa: casi nadie conocía bien de dónde provenía aquel aguerrido dirigente que se había plantado contra la pobreza y el clientelismo. El Pibe Rico, que lo convirtió en canillita allá en Entre Ríos y le enseñó la cultura del trabajo, estaba muy triste ese día por la muerte de un hermano, pero repasó varias veces el relato de su discípulo con un grado de orgullo del que sólo es capaz un padre. Luego de la publicación de su extraordinaria obra, Claudio Espector se sintió un poco avergonzado porque los alumnos y colegas lo felicitaban día y noche. Hasta el director del Coro Estable del Colón, Salvatore Caputo, lo reconoció por la foto del diario en un bar de Corrientes y Callao. Caputo dirigió ad honorem un coro de docentes que hoy integran 120 maestros y alumnos de colegios privados y estatales de la Capital. Decidieron juntar esfuerzos con Espector, y de esa voluntad nació la idea de combinar a los integrantes del coro con los de las 16 orquestas barriales. El resultado fue un concierto inolvidable en una iglesia metodista: cantaron y tocaron juntos la Misa Criolla de Ariel Ramírez. Después las orquestas grabaron un DVD en el Teatro de la Ribera, acompañados por León Gieco, el Chango Spasiuk, Leopoldo Federico. Y allí quedaron registradas memorables piezas de tango, fusión, clásica y popular. Al final de ese espectáculo, a modo de saludo, 600 chicos de Espector tocaron sincronizados, arriba y abajo del escenario, la melodía que tuerce los destinos. Carlos Frattini, el viejo ladrón de casas que se transformó en brillante artista plástico y que luego se redimió por completo, sigue viviendo en Cipolletti. Se reencontró finalmente con su hijo, y ahora dicta una autobiografía que le contrató una de las editoriales más grandes. En esas páginas contará, con más lujo de detalles, los secretos y avatares de su azarosa existencia.
El buzo táctico Reynaldo Toloza, mientras tanto, recibió todo tipo de llamadas y cartas de apoyo. “Este relato es la medalla que me faltaba —me dijo con parquedad—. No puedo llevarla prendida al pecho, pero es una medalla. Aunque creo que también la merecen todos mis compañeros”. Laura Lampreabe, la mujer que se sobrepuso a las adicciones y ahora trabaja en la recuperación de adictos, continúa su labor en la granja de la Fundación Casa del Sur. Durante estos meses se reencontró con gente de su infancia y de su militancia setentista, e hizo un profundo balance de su vida. Pasó Navidad con los chicos del paco, en esa guardia que nadie quiere, donde asisten algunos familiares de los internos, se pone música y todos tratan de reproducir los ritos de una fiesta espiritual. Laura sigue predicando en esos grupos carenciados, donde algunos prefieren volver a la cárcel antes que dejar el vicio. Y finalmente, Alberto Morlachetti. El líder de la Fundación Pelota de Trapo tuvo un año de luces y sombras. Recibió, en principio, el premio Cristo Rey. Morlachetti es un hombre de izquierda, a lo sumo un lector de Spinoza, y evaluó si lo merecía y si tenía que ir a recibirlo. Pero los sacerdotes progresistas que lo quieren y iran lo convencieron, y la ceremonia en la Iglesia Santa Julia fue un manto de dulzura. Además, la Embajada de Bélgica propuso que la Fundación recibiera en 2010 el Premio Internacional Rey Balduino. Y el Viejo cerró el año con un encuentro ecuménico en una parroquia de San Cristóbal, donde estaban el Padre Pepe y otros curas villeros, pastores y rabinos. Y donde se hizo la bendición de los panes que se fabrican en los hornos de la panadería que manejan sus “chicos del pueblo”. Se siguieron produciendo algunos atentados, persecuciones y extrañas amenazas contra los colaboradores de la campaña “El hambre es un crimen”. Sin embargo, la presión de Naciones Unidas, la OEA, sindicatos españoles y otros organismos internacionales, que pidieron explicaciones al Gobierno, amedrentaron por ahora a los mafiosos. El Viejo me cuenta que no les pagan a tiempo las becas y que cada vez hay más desesperación y demanda. Cuando dice “demanda” está hablando concretamente de pobreza y de hambre.
Me gustaría que este libro fuera leído como lo que es: una simple colección de relatos verídicos acerca del honor. Pero no reniego de la posibilidad de que todas estas piezas conformen una figura; que sus accidentes geográficos, sus regiones, tracen un nuevo mapa humano. A su modo, estos personajes son héroes, o en
todo caso, hidalgos de una sociedad sin valores ni épica. Actores desconocidos de un folletín inconformista, que por momentos eclipsaron a los políticos del día y se ganaron la tapa del diario. Los encontré porque los busqué. Y los busqué porque seguí el mejor consejo literario que recibí jamás. Conociendo personalmente a tantos escritores nacionales y del extranjero, me quedé al final con la simple recomendación de mi madre, Carmina. Ella me dijo alguna vez: “Contá la Argentina desde abajo”. Acaso estos treinta y cinco personajes de algún modo la estén contando.
Victoria, enero de 2010.
GRACIAS
Esta serie de relatos no hubiera sido posible sin la decisión periodística de Fernán Saguier y Héctor D’Amico, el aliento constante de la redacción de La Nación, el profesionalismo de los secretarios y la generosidad de los editores de Información General. Y sin el apoyo incondicional de algunos amigos: Ana D’Onofrio, Alfredo Leuco, Jorge Sigal, Oscar Conde, Gustavo González, Pablo Sirven, Verónica Chiaravalli, Hubo Beccacece, Carlos y Héctor Guyot, Daniel Arcucci y Ricardo Carpena. Tampoco sin mi cábala oficial: el maestro Ángel Vega.
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