Índice
Portada Dedicatoria PRÓLOGO INTRODUCCIÓN Una democracia demasiado imperfecta Más beneficios empresariales, menos derechos sociales 1. EL TTIP, UNA INERCIA POTENCIALMENTE DEVASTADORA ¿Qué es el TTIP? La justicia privada El falso dilema de la opacidad Los mitos del TTIP 2. BRUSELAS, EL FARO DEL PODER EUROPEO El barrio europeo Laboratorios de ideas pro-TTIP El Colegio de Europa El inmovilismo de las instituciones europeas 3. LOS ACTORES DEL NUEVO ESCENARIO MUNDIAL Estados Unidos, el gran vencedor del TTIP
El temor al ogro de China Alemania y el imperio Volkswagen La banca siempre gana Cláusulas potencialmente devastadoras 4. LOS EFECTOS COLATERALES DEL TTIP ¿La sociedad? No existe tal cosa De Reino Unido a Europa TiSA y CETA, los hermanos del TTIP El clima, un obstáculo al comercio Una vuelta de tuerca a la justicia El mantra de las pymes 5. ESPAÑA, LAS CONSECUENCIAS DE TOMAR UN CAMINO EQUIVOCADO Madrid, un laboratorio para el neoliberalismo El 15M La postura de los partidos políticos españoles ante el TTIP Secuelas para España CONCLUSIÓN BREVE GUÍA PARA ENTENDER EL TTIP El proceso de negociación Capítulos y sectores
Puntos de fricción a ambos lados Estrategia comercial Defensores y detractores AGRADECIMIENTOS BIBLIOGRAFÍA Notas Créditos
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A Esteban y Aniceto, mis abuelos, por dejarme una herencia para toda la vida
PRÓLOGO
Imaginemos por un instante que un futuro tratado comercial entre Estados Unidos y la Unión Europea acordara luchar por la supresión de todo tipo de paraísos fiscales, tanto en sus respectivos territorios como en las otras áreas comerciales con las que mantienen relaciones en el mundo. Y que incluyera una lista de derechos laborables y de consumo inspirados, además, básicamente en la legislación europea y en los acuerdos de París sobre el cambio climático. El tratado sería acogido, seguramente, como un gran avance mundial, capaz por su formidable potencia (Estados Unidos y la Unión Europea suponen el 60 % del PIB global) de influir positivamente en todos los rincones de la Tierra y de funcionar como un auténtico polo de atracción para miles de millones de seres humanos. Lo que ocurre en realidad es muy distinto. Las negociaciones para la firma de ese tratado, denominado TTIP por sus siglas inglesas, están despertando una formidable inquietud y preocupación en importantes sectores sociales tanto de Europa como de Estados Unidos, porque se teme que sus condiciones reconozcan más poder a las grandes corporaciones multinacionales en perjuicio de lo que se ha venido denominando el bien público, es decir, aquel que pertenece o es provisto por el Estado en cualquier nivel (estatal, federal, autonómico) y cuyo se garantiza a todos los ciudadanos. Las críticas al TTIP no se basan, pues, en el rechazo cerril a las ventajas que pueda reportar un acuerdo comercial entre los dos grandes bloques del mundo occidental, de cara a la emergencia de otros posibles bloques competidores, sino en aclarar cuáles son esas ventajas y a quiénes van a beneficiar en realidad. Ventajas y beneficios no únicamente en el incremento del intercambio de mercancías, que prácticamente ya se realiza con muy pocas trabas aduaneras, sino también en la organización y distribución de todo tipo de servicios (finanzas, salud, educación, transportes, prestaciones sociales, etc.), que suelen estar sometidos a regulaciones estatales o comunitarias europeas, y que se pretende ahora someter a un régimen común, distinto, en el que los Estados y los Parlamentos ceden protagonismo a las grandes empresas internacionales para que tengan mayor capacidad de iniciativa y decisión.
El peor diablo, escribe Ekaitz Cancela en este libro, es el que se camufla en los detalles. Más todavía en un tratado internacional que gira todo él en torno a un vocabulario jurídico intrincado. Toda la idea del cuidadoso trabajo realizado por Cancela es precisamente desentrañar esa maraña técnica y colocarnos a los lectores frente a una realidad muy diferente de la que hasta ahora se nos ha presentado. Una realidad en la que es imposible predecir y asegurar las ganancias del ciudadano común, una realidad en la que la incertidumbre es el elemento central y el más peligroso de todos. «Los mismos modelos económicos que fallaron al predecir la crisis financiera en 2008 son los que tratan ahora de justificar la necesidad de acuerdos de comercio como el TTIP para sacarnos de ella», pero, por ahora, «no hay una explicación empírica que lo justifique», mantiene el autor. Conviene que Estados Unidos y la Unión Europea mejoren conjuntamente su posición geoestratégica, nos aseguran los defensores del TTIP. Seguramente, pero depende de la manera y del precio a pagar. Por el momento, el modelo de la Unión Europea es diferente al de Estados Unidos y ha dado lugar a una red de protección y seguridad social que no es equiparable a la de ninguna otra parte del mundo. El TTIP puede encerrar todos los elementos necesarios para cambiar esa situación, incluso para arrancar esas diferencias de cuajo. Y ya se sabe lo que sucede cuando se cree que el progreso y la felicidad llegan de la mano de los grandes conglomerados empresariales europeos y norteamericanos: que millones de personas se quedan sin progreso y sin felicidad. Por eso es fundamental un trabajo como el que ha realizado Ekaitz Cancela en este libro. Para conocer los riesgos que contiene la negociación que se está llevando a cabo y, sobre todo, cuán deficientes son los mecanismos de control democrático a que se someten tanto la propia negociación como el desarrollo futuro de los acuerdos que se firmen. La investigación llevada a cabo por Cancela, llena de información, descubre aspectos poco conocidos del desarrollo de la negociación y de sus protagonistas y, sobre todo, proporciona un hilo conductor para no perderse en la abrumadora presión a la que pronto todos seremos sometidos. El problema, nos advierte Ekaitz Cancela, es que el TTIP es el reflejo de la incapacidad europea para defender su modelo. La pregunta es si aún cabe alguna salida o si ya no es posible otra cosa que esperar a que Washington imponga sus reglas, la de los grandes conglomerados empresariales que dirigen ese nuevo mundo.
SOLEDAD GALLEGO-DÍAZ
INTRODUCCIÓN
Un silencio extraordinario se ha hecho en torno a todos aquellos temores que recorren este Viejo Continente. Durante las últimas décadas, líderes egoístas han ido rotando mientras se servían de un concepto etéreo para justificar toda una clase de infamias hacia sus electores. Como si una mano negra dictara sus políticas. La Unión Europea no seduce porque no expande el bienestar y mucho menos representa los valores con los que nació. Si en sus orígenes se trató de firmar un contrato social, esa idea inicial en algún momento sufrió un malentendido (llamémoslo malentendido). No asumir o no entender que cuando el beneficio económico de unos pocos impera, ese deseo mortal se convierte en una muralla contra cualquier argumento sobre la desigualdad, la protección del medioambiente, los servicios básicos o los derechos humanos. Ese es el malentendido. Los tratados han constituido siempre la piedra angular de la integración europea. Tras la Segunda Guerra Mundial, abrirle a Alemania el mercado de Francia fue la forma de convertir al que era un contrincante armado en un aliado económico tutelado. El comercio fue desde ese momento la raíz sobre la que se forjó la actual Unión Europea. «No habrá paz en Europa si los Estados se reconstruyen sobre la base de la soberanía nacional [...]. Los países son demasiado pequeños para asegurar a sus pueblos la prosperidad y los avances sociales indispensables. […]», decía la fina prosa del Tratado de París (1951) que fundó la Comunidad Europea del Carbón y el Acero (CECA), con Francia, Alemania, Italia, Bélgica, Holanda y Luxemburgo enfundándose el mismo esmoquin. Esa idea de sociedad se ha derrumbado. En estos tiempos, un tratado de libre comercio como el que se está negociando desempeñará un papel crucial en el rumbo de todos los ciudadanos europeos, que nos veremos afectados por sus consecuencias. El problema es que parece que vivimos inmersos en un pensamiento único que abastece a nuestros líderes de indiferencia. Para ellos, ninguna sombra se perfila sobre sus ideas; ni la crisis, que ya es eterna, ni la derrota, que acabará por llegar. Los estragos económicos nos han dejado ávidos de soluciones. Ante esta pesadumbre, una alianza comercial con Estados Unidos para el crecimiento económico y la inversión ha sido el medicamento recetado. Imaginen eso —acuñado como TTIP por sus
siglas anglosajonas (Transatlantic Trade and Investment Partnership)— como un elixir divino para potenciar el crecimiento económico, crear empleos y establecer una monumental área de intercambio de bienes y servicios entre las potencias económicas más grandes del mundo. Recuperar el peso en el panorama mundial se presentó entonces más posible que nunca. Sucede que alguien no acertó diseñando la receta. Como quien intenta sanar algo y provoca otras consecuencias que no había previsto. Los efectos colaterales de una decisión de estas características influyen en cómo pensamos, vivimos y estructuramos nuestra sociedad. Está en juego la capacidad para decidir nuestro futuro. Lo que en un principio debía ayudar a Europa a recuperar la hegemonía mundial puede convertirse en un arma de doble filo. La creación de empleos a corto plazo podría condenar en el futuro los valores con los que nació la Unión. La debilidad de lo que no es más que un traje imperfecto de veintiocho estados (al menos, hasta la marcha del Reino Unido) y la falta de cohesión interna en su áreas estratégicas pueden agudizarse en ese camino hacia el establecimiento de un mercado único transatlántico con dos modelos tan diferentes —esto es, el norteamericano y el europeo— en disputa. Nosotros, los europeos, tenemos una sociedad más inclusiva y abierta, hecha de distintas identidades, y hemos fallado a la hora de convertirnos en el referente. Representen en su cabeza la imagen de una persona totalmente desnuda e indefensa en tierra de nadie. Ese escenario caricaturizado parece darse ahora. Cuando el Gobierno norteamericano quiere apoyar a una de sus industrias es extremadamente eficaz; la Unión Europea está a años luz de lograrlo por diferentes motivos. Bruselas es débil y no hay objetivos comunes, ni muchos menos un ideal conjunto. Eran los capitales nacionales quienes debían ayudar a sus industrias, pero se enfrentan a una regulación comunitaria que les frena. Nos propusimos destruir los valores nacionales para crear una unión, pero ahora no hay quien la respalde. Hay gente que se opone en un nivel concreto, pero el problema es que el TTIP es el reflejo de nuestra incapacidad, de una rendición a los intereses de las grandes compañías norteamericanas a falta de una idea propia de progreso. No es una cuestión sobre si Estados Unidos o Alemania tienen que cooperar comercialmente, sino de intentar ver el mundo desde una visión europea. El comercio es bueno, las inversiones también, pero las regulaciones ambientales y
los estándares ambiciosos son nuestros valores. Un tratado de estas características puede ponerlos en entredicho porque, sencillamente, dejamos nuestro futuro en manos de los objetivos geopolíticos norteamericanos mientras permitimos que se agrave la asimetría en nuestro seno al poner en competición un símbolo fundamental de nuestra identidad política: el mercado común. Además se abre la puerta a una posible estrategia de «divide y vencerás» en el corazón de nuestro proceso legislativo. La pregunta es si cabe alguna otra salida que no sea la de adoptar la idea de la democracia liberal norteamericana y esperar a que Washington nos llame para establecer las reglas de un nuevo orden mundial. El comercio se plantea como un pegamento para mantener cohesionada la relación transatlántica más allá del ámbito militar. El presidente Barack Obama ya ha dejado claro que los temas dominantes del siglo XXI se decidirán en las regiones de Asia y el Pacífico. Eso significa que sus intereses se equilibrarán hacia el este del mundo. No es casualidad que Estados Unidos haya firmado con Japón y otros diez países del Pacífico un tratado de comercio similar al que plantea con Europa. La nueva zona de libre comercio, que se conformará de forma inminente como eje central, es lo que el primer ministro de Japón, Shinzō Abe, ha pedido: Asia como «el diamante para la seguridad democrática». Esa piedra preciosa la conformarían principalmente Australia, Japón y el Estado de Hawai con Estados Unidos, para salvaguardar los bienes comunes que se extienden desde la región del océano Índico hasta la del Pacífico occidental y contener a China. Por eso el TTIP no trata solo de libre comercio, sino de reunir a los países y sociedades que confían en las instituciones de la otra parte, y que están dispuestos a defender su modo de vida frente al aumento de los poderes contrahegemónicos que emergen más allá del paraguas militar de la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN). Ese afán por homogeneizar normas, formas de entender la vida e incluso nuestras leyes contiene peligros potencialmente devastadores si no se lleva a la práctica con cautela. Y el camino que ha adquirido el TTIP —ya sea por la mala tradición comercial de los últimos años, por la falta de coraje político, o por el escaso debate público— no tiene en cuenta la cara oculta que hay detrás de todo. Es la creencia en que al capitalismo tóxico aún le queda vida, o que el liberalismo, como idea y realidad económica, sigue siendo vital para cuidar de los intereses norteamericanos, lo que constituye la base justificadora del TTIP. Durante meses he recorrido los rincones de Europa entrevistándome con
multitud de de la sociedad civil, partidos políticos y grupos empresariales. Cientos de conversaciones y horas de investigación alumbran las respuestas que da este libro acerca de los peligros de enfocar mal un tratado de estas características. Alzar un grito de auxilio ante este malestar que recorre cual neumonía el cuerpo de Europa se ha tornado desde el principio inhumano. No hay nada más difícil de demostrar que los estragos de la violencia económica. Cuando uno se propone contarla —e incluso retratarla— debe saber que, de repente, se convierte en un extraño que lucha contra un vendaval que golpea de frente. Como quien recorre el London Bridge a las seis de la tarde en dirección opuesta a los cientos de ejecutivos que salen de su trabajo en el barrio financiero londinense. Es como luchar contra dinámicas de largo alcance temporal asentadas durante años de negligencia. Ocurre que el sentido en el que esas dinámicas sean interpretadas servirá para determinar el rumbo que, o bien permita que Europa recupere su lugar en el mundo, o bien marque una inercia potencialmente devastadora. En mis recuerdos más lejanos, Bruselas parecía el escenario de una vil conspiración; los lobbies, sus artífices, y el TTIP, una de sus últimas herramientas de dominación. Nada ha sido más complicado que escapar de esos prejuicios, huir de tanto ruido y repensar y dudar de cada afirmación. Siempre ocurre —o así debería ser— que las ideas de cada cual se corresponden con un período concreto de su existencia, de la época en la que se escriben. De ahí que todo lo que he vivido y leído tenga sentido desde la perspectiva de ese momento. Por supuesto, no todas las ideas me satisfacen del mismo modo, pero he creído necesario tratar de decir lo que nadie ha dicho aún, así como expresar —e interpretar— todos los silencios que envuelven una realidad que se nos presenta como irremediable. Un libro nunca es perfecto. Partiendo de esa premisa, quiero aclarar que la intención de este es acercar cuestiones complejas a quien no tiene tiempo de estudiarlas, ofreciendo argumentos de calidad que permitan pedir respuestas a quienes han de darlas, esto es, a nuestros líderes, así como una base racional sólida sobre la que fijar el debate público. Si no hay conocimiento, estaremos permitiendo que en nuestro modo de vida se instalen el odio a las multinacionales, las ideas conspiratorias y, por supuesto, la desconfianza. Creo que la única forma de cambiar la deriva europea es que a los ciudadanos les preocupe el futuro del proyecto comunitario.
Muchas han sido las voces académicas que me han transmitido su impotencia ante la ceguera de los políticos europeos. Durante todas las conversaciones que he mantenido para dar forma a este libro no he conocido a nadie que argumente seriamente a favor del TTIP sin recurrir a cifras insignificantes de creación de empleo, y no hay un solo líder europeo que se haya atrevido a salir a la palestra para defender públicamente que Europa debe hacer cesiones en sus valores para afrontar su papel en el mundo, o que explique claramente a los ciudadanos que se están levantando diques con la intención de detener unos torrentes de agua que nos superan a todos, o que caminamos hacia el fracaso y que no se puede hacer nada salvo confiar en las bondades del hegemón dominante que es Estados Unidos. En caso de exigirle una definición sobre libre comercio a una de las personas que dirigen la orquesta del TTIP, la comisaria europea de Comercio, Cecilia Malmström, te responderá con alguna cita de manual hablando de sus virtudes. O quizá te enumere todos los datos positivos que existen sobre cualquier aspecto del tratado. Pero en ningún caso habrá vivido sus efectos y ni siquiera los ha estimado con certeza. Nunca sabrá qué siente la pequeña empresa que ve desaparecer las barreras que la protegen de la competencia con hermanos mayores más fuertes. Si se le plantea alguna duda acerca del impacto sobre el medioambiente, te dirá que el tratado es muy ambicioso, al tiempo que permite que se elimine la obligatoriedad de reducir las emisiones de carbono en otros tratados sobre el clima. ¿Acerca de los servicios públicos? «No pondremos ningún impedimento para expandir su oferta», asiente mientras calla cuál ha sido el triángulo que ahora se ha formalizado a partir de estos tres vértices: liberalizar, competir, privatizar. Hay quien dice que Europa es una coalición que no sabe hacer suyo el valor de la liberalización y mucho menos unir sectores para ponerlos a competir. La energía, la defensa y el sector financiero son algunos de los ámbitos en los que se adentra este libro con el fin de explorar unas dinámicas —acompañadas de sus respectivas decisiones— que revelan estrategias de comercio que son viejas propuestas renovadas. En realidad, han logrado vendernos lo antiguo como moderno. Lo inevitable. No lo sabemos, ni siquiera lo intuimos, pero durante décadas el comercio ha sido el terreno del que osados líderes políticos se han servido para ampliar sus proyectos ideológicos. Este tratado de comercio nació del egoísmo de estados como Alemania y Reino Unido —y este último decidió después marcharse de la Unión Europea—, ya
fuera para apoyar sus vehículos más pesados, sus entidades financieras o las grandes aseguradoras asentadas en las elevadas torres de la City. En un entorno como este, el capital ha mostrado su carácter más adaptativo. Y quizá sea esa su gran fortaleza. Si en algún momento hizo falta proteccionismo, el capital miró al Estado alemán para que le amparara con ayudas. Al mismo tiempo, ese interés nacional ha sido del todo coherente con las ideas de orientación neoliberal — como las británicas— que durante años han guiado el comercio internacional. La pervivencia de políticas de desregulación y privatización tan osadas solo es posible si otras naciones importantes se niegan a aplicarlas al completo. Alemania (aunque también Japón o China) ha colonizado la riqueza con su políticas monetarias y manipulado todo un ente comunitario para que se mueva al son de la posición comercial que más le beneficia. Francamente, yo no sé qué ha sido más benigno, si el neoliberalismo inglés o el sometimiento germano, pero los intereses nacionales a medio plazo están destruyendo nuestra sociedad. Conscientes de que no todos los países defienden la misma Europa, de nuevo, como ya ocurrió tras la Segunda Guerra Mundial, caemos en brazos de Estados Unidos.
UNA DEMOCRACIA DEMASIADO IMPERFECTA
No hay duda de que el abuso del poder impone límites a la democracia, pero dar un papel más importante a las grandes empresas en la vida civil de los ciudadanos, cuando hasta ahora no han demostrado ningún interés por hacer frente a sus responsabilidades, no parece ser la solución. Se han generado nuevos sujetos colectivos que influyen en el día a día, por lo que resulta curioso que un tratado que sienta dinámicas a largo plazo y que afecta al día a día de las personas se venda como la panacea a los problemas actuales de los ciudadanos. Sucede que, cuando las puertas giratorias y los grandes intereses industriales engrasan las ruedas de las negociaciones comerciales, se rompe cualquier atisbo de consenso con el bien público. Cuando afirmamos de forma categórica que esta práctica es la única existente, ocultamos algunas otras alternativas. Todo esto deslegitima a Europa y la convierte en un eufemismo que oscila entre los delirios de unas élites desautorizadas. Si no hacemos nada por impedirlo, este Viejo Continente se va a convertir poco a poco en el paraíso de las multinacionales (que ya son tecnológicas). Y esto supone un problema no porque haya que criminalizar a las grandes máquinas económicas, sino porque las empresas pueden ser muy buenas trazando su estrategia, pero rara vez tienen una visión política de gran alcance. Las compañías se equivocan y sus grupos de presión no entienden un mundo que no esté sometido al valor único de lo económico. Han corrido muchos rumores a propósito del secretismo de las negociaciones. La opacidad es solo un trazo vago de un futuro que impide discernir las centelleantes consecuencias de proclamas pomposas. No es más que una decoración de los proxenetas de lo invencible para escapar del escrutinio público y del debate de calidad. Los dirigentes europeos me han hablado de transparencia. Como en bucle repiten que el TTIP es el acuerdo «más transparente negociado nunca». Quizá no sepan lo que es la responsabilidad social. O quizá sí: la filantropía pura del egoísmo más desnudo. Las mismas palabras pueden servir para muchos propósitos, en ocasiones contradictorios. Como cuando dicen que debe tenerse en cuenta a las empresas para tomar ciertas
decisiones —algo sensato si en la idea no hubiera una perversión atroz—. De tan abstracto, el TTIP es una obra maestra que envilece cualquier controversia, como el escepticismo sobre el cambio climático. En lugar de minimizar los daños de un tratado que será potencialmente devastador, Europa tiene negociadores y funcionarios comerciales dignos de ser temidos en todo el mundo y con la capacidad suficiente para lograr acuerdos sumamente ambiciosos. También he hablado y seguido en muchos actos a algunos de ellos y les he pedido que aclaren por qué fomentan que empresas importadoras de productos fabricados en condiciones espantosas en talleres clandestinos del Tercer Mundo no den explicaciones. O por qué, además, excluyen a esos países de las negociaciones comerciales, impidiendo así que eleven sus estándares laborales. Su respuesta es el silencio. Creo que, en lo más profundo de sus corazones, son conscientes de las consecuencias que tienen estas prácticas. Por supuesto que se preguntan qué hacen y hacia dónde va esta deriva comercial, pero su moral les permite continuar, porque saben que no son más que meros instrumentos.
MÁS BENEFICIOS EMPRESARIALES, MENOS DERECHOS SOCIALES
Los ciudadanos culminan toda esta parafernalia con la ofrenda de sus derechos. Han hecho todo lo que les dijeron que hicieran después de la crisis, esto es, perseverar, y ahora su alternativa es poco más que una defensa inmediata. Están casi obligados a movilizarse contra un tratado en lugar de hacerlo para exigir más derechos y bienestar. Han sido golpeados cuando la negación no era posible. Y si la opinión pública reclama un culpable último, nada más sencillo que quitarle a Europa su cargo de perfecto garante de la democracia. Esto ha ocurrido y seguirá ocurriendo mientras los países se sacrifiquen para que las grandes empresas ganen. Las personas eludimos todo o con lo extraño y Bruselas es percibida como una burocracia que no está sometida a una fuerza política o a un liderazgo con un horizonte común, sin el cual lo más fácil es que el interés nacional prime y que la ideología voraz de los últimos años se imponga. No se trata de culpar a la burocracia bruselense, sino de exigir coraje a los de la Comisión Europea e independencia —en lo referente a sus Estados— a los diputados del Parlamento Europeo. Los cristianodemócratas, con un carácter de centro, hicieron nacer a Europa mientras reconciliaban izquierda y derecha. Ahora han desaparecido, y los grupos ecologistas se alían con los liberales para hallar algún consenso en la «Gran Coalición» de socialdemócratas y conservadores. A todo ello se suma una izquierda radical que no ha entendido que una mentalidad y un modelo comunes resultan imprescindibles. Bruselas se ha convertido en una guarida de ráfagas nacionales de odio, en el carcelero del lado más grosero y malvado del Viejo Continente. La decadencia del proyecto europeo es espeluznante, y asoma un malestar, una enfermedad sin nombre. Europa debía amasar poder, pero no para algo que no fuera salvar al mundo de absolutistas con grandes planes nacionalistas. Y para ello era necesario un proceso de integración real y por fases que mostrara su armonía al resto del planeta. Sin embargo, actualmente es el caldo de cultivo de bárbaros de extrema derecha, y se acerca la muerte por explotación de un recurso natural
como es la democracia. «He hecho yo más por defender el interés público en el TTIP que la propia Comisión Europa. Estoy totalmente en contra de ese tratado», me decía el ultraderechista Nigel Farage en una ocasión. El premio Pulitzer americano Christopher Lynn expresaba que «los movimientos fascistas construyen su base no de la actividad política, sino de su inactividad». El mayor problema de los partidos de extrema derecha es que no necesitan estar en el poder para influir en las políticas. Muchos ciudadanos, mudos ante el establishment político de Bruselas, se vuelven más propensos a caer en eslóganes que ponen por delante los intereses nacionales. Serán vanos los esfuerzos de nuestros antecesores si los políticos actuales no son capaces de abrazarse a la fría realidad, desdeñar creencias atolondradas en beneficio de los hechos y vencer a la hipocresía. Aunque Europa parece el cadáver de lo que se propuso ser, su muerte es difusa. Llorar antes de olvidarla no puede justificar leyendas sociales podridas ni horrores en nombre de los ciudadanos.
* * *
Dudo que los argumentos que aparecen en este libro consigan acabar con las dinámicas que rodean los tratados de comercio; a lo sumo, como sucede con tantas otras obras, permitirán cambiarles el nombre. Las posiciones están extremadamente polarizadas e impiden un análisis objetivo de conjunto. No caben matices. La mayoría, a favor o en contra, vive tan inmersa en sus dinámicas que no puede o no sabe salir de ellas. En un momento en el que el número de problemas que nos planteamos es cada vez menor, tratar de poner sobre la mesa un debate público de calidad es la única de mis ambiciones. Asumir dogmas nos ha llevado a colapsos. Dónde quedará la bella anécdota que protagonizaba el ministro francés Léon Blum en 1936 cuando le dijo a su homólogo alemán: «Soy marxista y judío, pero no podemos llegar a ningún consenso si tratamos las barreras ideológicas de forma insuperable»[1]. Ya nadie es lo suficientemente obstinado como para exigir rendición de cuentas a esa Europa que «adolece de déficit democrático», porque, en el fondo, implica un coste político que ninguno está dispuesto a pagar. La labor de ofrecer un
cambio a la sociedad le corresponde a quienes sean capaces de liderarlo. Mi trabajo termina con la descripción honesta de una realidad que nos está lastrando, y ni mucho menos aspiro a ofrecer un plan alternativo e infalible. A lo sumo, a indicar un horizonte que, en mi opinión, se presenta como más deseable. Si hay algo más horrible que perder la libertad es perder la propia idea de la libertad. Y la batalla más difícil es pelear contra la degradación de un concepto y la imposición de otros. Nos aproximamos a un punto de no retorno en el que solo hay resignación y odio contra los responsables. Es verdad que los mercados internacionales sin regular han resultado ineficientes y que las vergonzantes tasas de desigualdad y pobreza juvenil han sido una consecuencia de esa ineficacia. También lo es que nuestros líderes han perdido los papeles ante el desplome del capitalismo, que está destruyendo cualquier proyecto de sociedad. Pero pensar en la decadencia, ya sea de Europa o del mundo, es impedir que nada cambie.
1 EL TTIP, UNA INERCIA POTENCIALMENTE DEVASTADORA
En medio de una crisis que ha dejado abandonados a quienes un día confiaron en una Europa noqueada en la palestra internacional, alguien debió de pensar que el egoísmo se solucionaba con más avaricia, que la gula económica se podía calmar con una liberalización voraz, y la deriva de valores a través de una ola de tratados de comercio despojados de esencia. Hay una agenda común que está fallando, una confusión de intereses nacionales que pesa sobre ella, la desintegra ferozmente e impide repensar una sociedad mejor. El peso del comercio ha tenido en todo ello una influencia soberana, pero la decadencia del propio concepto se hace cada vez más difícil de soportar. Todo un cúmulo de malentendidos alargados en el tiempo que culmina en eso que David Cameron, José Manuel Durão Barroso, Herman Van Rompuy y Barack Obama acertaron en denominar la «Asociación Transatlántica de Comercio e Inversión» entre Estados Unidos y la Unión Europea para crear un mercado común. Acuñado por sus siglas anglosajonas como TTIP, lo que sería el mayor bloque comercial del mundo nos afecta potencialmente a 820 millones de consumidores, supone el 60 % del PIB mundial y un tercio de los intercambios mundiales de bienes y servicios. La firma de un acuerdo de comercio e inversión entre las dos mayores potencias económicas del mundo no puede entenderse como un hecho aislado e inocente. El TTIP puede convertirse en un nuevo centro de gravedad para el comercio mundial. Significa establecer un terreno de juego común y aceptar nuevas reglas e intermediarios que estructuren las relaciones a ambos lados del Atlántico. Las conversaciones que rodean la negociación del TTIP no suponen novedad alguna y se remontan a los tiempos de la Guerra Fría, cuando Estados Unidos propuso establecer un Área de Libre Comercio del Atlántico Norte para impulsar los esfuerzos de la organización militar paralela, la OTAN, y mantener su preeminencia en el mundo.
Sin embargo, no fue hasta 1995 cuando el Departamento de Comercio estadounidense y la Comisión Europea retomaron sus diálogos con un objetivo manifiesto: establecer un foro oficial con los líderes de negocios americanos y europeos e iniciar la cooperación entre unos y otros. Se comenzó a imponer la noción de que había llegado la hora de las democracias liberales de Occidente. Una asunción que ha comenzado a ponerse en entredicho con la tormenta política que viven sus países, las tácticas de confrontación de Moscú, el rechazo de las potencias emergentes (como Brasil o India) o la situación en Oriente Medio. Por ello, cuando se produjo el fracaso del sistema multilateral sobre el que se asentaba la Organización Mundial del Comercio (OMC) —y su jaque mate en 2003 con el colapso de la Ronda de Doha[2]—, ambas potencias mundiales se propusieron crear una zona de libre comercio para sentar un marco fundacional de la economía global y apuntalar el orden internacional. Se trataba de acordar un programa basado en la competitividad como principio general para que la política de la Unión Europea obtuviera un mayor a los mercados externos y, junto a la desregulación, que ello repercutiera en los máximos beneficios para las grandes empresas europeas. Un economista llamado Anthony Walter describió esta práctica en 2011 como la teoría de la bicicleta: «Si dejas de pedalear (liberalizar), la bicicleta (el sistema comercial) se parará». Así, en los mimbres de una moda que entiende las regulaciones locales como obstáculos irritantes al comercio y a la inversión, en 2013 comenzó a negociarse el tratado de comercio entre Washington y Bruselas. Lo cierto es que nunca se había contemplado un grado de liberalización tan amplio para derribar las llamadas «barreras no comerciales», es decir, las políticas domésticas, y crear marcos de juego por encima de los Gobiernos y las instituciones europeas.
¿QUÉ ES EL TTIP?
El eterno dilema del acuerdo transatlántico es que establece un escenario que provoca cambios en todos los ámbitos de la vida diaria de las personas. Se trata de que la disciplina económica prevalezca a la hora de tomar una decisión política. Las empresas adquieren más derechos, así como menos obligaciones, y se crean órganos burocráticos supraestatales que restan determinación a los Parlamentos nacionales y europeos. Con la excusa de dar forma a un mundo cada vez más multipolar, acorralan la toma de decisiones democrática mediante cláusulas legales que le resultarían inaceptables a cualquier ciudadano si fuera capaz de interpretarlas. El primer pilar del TTIP cubre todo lo referente al « al mercado»: la eliminación de tasas al comercio para bienes y servicios, o para las contrataciones públicas de los Gobiernos. Caminamos hacia un mundo inmerso en la era tecnológica donde, cada vez más, las barreras al comercio serán ilusorias. Por eso las tasas que pretende exprimir el tratado son sumamente bajas, en torno a un 5,2 % para la Unión Europea y a un 3,5 % para Estados Unidos. Lo ambicioso del acuerdo radica, no obstante, en lograr sortear las normativas a ambos lados del Atlántico, sobre todo las que están por llegar. Establecer lo que llaman «un acuerdo vivo» mediante el reconocimiento mutuo de los sistemas reguladores. La segunda parte de la negociación corresponde a la «cooperación reguladora». La comisaria europea de Comercio Internacional que se encarga de guiar las negociaciones, Cecilia Malmström, lo llama habitualmente «reducir las diferencias para facilitar el comercio», y suele poner como ejemplo las duplicidades que existen en los cinturones de seguridad de los coches. Para que los escépticos ciudadanos lo entiendan, es mucho más fácil hablar de «acabar con la burocracia» en cuestiones técnicas que ir más allá: se hacen concesiones sobre normas que protegen la seguridad alimentaria, los derechos laborales, las protecciones sociales o del clima en detrimento del mercado. La tercera parte del tratado está dedicada a las «reglas», que son vitales para
superar las deficiencias del mercado y, a menudo, para fomentar el desarrollo local. Hablamos de aspectos tan importantes como la sostenibilidad ambiental, la propiedad intelectual, las materias primas o la energía. Aunque la intención sea derribar barreras destinadas a proteger o estimular industrias nacionales en detrimento de productos extranjeros, en el tratado no existe un estándar de oro que preserve aspectos tan importantes como los derechos laborales o el desarrollo local. El peligro se acentúa cuando entra en la ecuación la protección de inversiones. Cuando se trata de integrar dos mercados, y también dos formas de entender el mundo, no solo la regulación entre ambas partes difiere en términos de normativas —referentes al cambio climático, los derechos laborales, el etiquetado de comida y fármacos—, sino en los procesos a través de los cuales estas se llevan a cabo. No se trata de que una regulación sea mejor o peor que la otra; tan solo es distinta. En Estados Unidos, la influencia que tiene el sector privado gracias a la Ley de Procedimiento istrativo es bastante mayor que en Europa, y muchas decisiones se establecen de acuerdo a una serie de requerimientos (en su mayoría, basados en el análisis del coste/beneficio) a través de agencias acusadas en varias ocasiones de haber debilitado los procesos legislativos mediante la intensa labor de los grupos de presión. «Mientras los estudios de impacto norteamericanos se rigen por análisis económicos, la toma de decisiones europea se caracteriza por un enfoque más integrado que no discrimina entre lo económico, lo social y lo ambiental a la hora de elegir una política», reconocía un documento elaborado para la propia Comisión Europea de 2007[3]. En el sistema regulatorio europeo priman la política y la precaución antes que la asunción de riesgos, pero, durante los últimos años, la tendencia europea ha sido la de acercarse al modelo norteamericano. La «agenda de mejor regulación» impulsada por la Comisión es un buen ejemplo de cómo la Cooperación Reguladora que propone el TTIP se ha ido introduciendo en las instituciones comunitarias sin necesidad de ningún tratado. Ahora se trata de ir un paso más adelante. Las normas y los estándares, así como la regulación de los servicios en general, no son herramientas habituales de la política comercial. Esto va más allá, se refieren más bien a nuevos proyectos de sociedad. Puesto que encontrar una forma de igualar dos modelos sociales tan distintos en un mercado común es prácticamente imposible, la colaboración con Estados Unidos plantea por
primera vez la creación de un organismo que someta al criterio económico las distintas regulaciones, y lo hace al nivel más bajo de la toma de decisiones, antes siquiera de que se produzca un debate en el Parlamento Europeo. Este es el fin principal de la Cooperación Reguladora y del organismo que le da forma. Un cuerpo de técnicos comerciales que nadie ha elegido se asegura de intervenir para que ninguna medida planteada por las partes firmantes afecte al comercio y a los actores que intervienen en él. En otras palabras, las propuestas para legislar en favor del interés público son juzgadas por sus consecuencias sobre el comercio o la inversión. La protección social, el retroceso democrático o cualquier otra consideración social pasan a ser buenos propósitos con el mismo valor que los del año nuevo. El único conocimiento del que dispone el ciudadano ante esta práctica es un programa anual con las actividades implementadas. En cambio, las grandes empresas y los inversores pueden influir fácilmente en el proceso de toma de decisiones de las regulaciones que les afectan. Además, este procedimiento fomenta que la influencia de los grandes grupos de presión empresariales se produzca de forma opaca. Si a esto le sumamos que en ninguna parte como en la política comercial existe una industria tan ambiciosa tratando de marginar con tanto ahínco premisas diferentes a las suyas, vemos que cada vez se hace más difícil asegurar que el interés general no se difumine. La Cooperación Reguladora es un tema crucial para proteger la salud pública o el medioambiente del historial de canalladas protagonizadas por algunas empresas que, en muchas ocasiones, han quedado impunes. Pero, como ocurre con todas aquellas cosas importantes, nadie quiere decirlo. «No voy a entrar en casos particulares. En los procesos reglamentarios en Europa, todo grupo de interés puede expresar su opinión, pero luego es la Comisión la que valora, hace una propuesta y la decisión la tiene el Parlamento. Después de que el tratado se haya firmado, cualquier iniciativa tendrá que seguir los procesos que contempla la legislación europea», me dijo en una entrevista Ignacio García Bercero, el negociador jefe de la Unión Europea para el TTIP[4]. A pesar de lo que manifestara este alto funcionario, sin necesidad de ningún tratado, la legislación europea ya permite que el Departamento de Estado de los Estados Unidos debilite nuestras normativas. Algo así ocurrió con una de las batallas más épicas de lobby vistas en la historia de la Unión Europea. Hace unos años, cuando la Comisión Europea propuso renovar la regulación de los químicos a través del reglamento REACH (acrónimo de Registro, Evaluación, Autorización y Restricción de sustancias y mezclas químicas), las compañías
químicas advirtieron que podrían verse obligadas a cerrar fábricas y abandonar Europa debido a los costes adicionales generados por la legislación, que trataba de proteger la salud del consumidor y el medio ambiente. Incluso lo reconocen los norteamericanos en sus documentos gubernamentales. El REACH y otras normas europeas, dicen, «son barreras que dificultan el comercio con Europa». Hay que «acabar» con ellas[5]. Los estudios de la industria que alertaban de los costes que suponía implantar esta legislación fueron ampliamente publicitados en numerosos eventos; se decía que costaría miles de millones de euros ponerla en práctica, y añadían que causaría millones de pérdidas de empleo en, por ejemplo, Alemania. Si el objetivo de los formuladores de nuestras políticas es encontrar un mecanismo que exprima el concepto de business as usual (hacer negocios como siempre), desde luego esta es la manera más eficaz. Firmar un tratado con Estados Unidos, tal y como está planteado el TTIP, no elimina este hecho, sino que permite a las grandes empresas estadounidenses ir más allá y ejercer presión desde el principio, como ya hemos dicho, incluso antes de que se consulte con el Parlamento Europeo o se produzca un debate entre las distintas áreas de la Comisión afectadas. Esto condiciona la capacidad europea para tomar una decisión, resta competencias a los cargos electos y pone en entredicho cualquier intento de aumentar los estándares en el futuro. «Esta percepción de que vamos a ceder respecto al nivel de protección se debe a un derrotismo que no corresponde a la relación de fuerza entre ambas potencias», me consolaba el negociador García Bercero en su despacho de la quinta planta del edificio Charlemagne de la Comisión Europea, apenas dos días después de que la organización Greenpeace filtrara textos de la negociación transatlántica en los que se mostraba la posición de Estados Unidos en algunos aspectos del tratado. «Como en todo tipo de cooperación, se consulta a los distintos stakeholders (partes interesadas) que toman parte dentro de un proceso legislativo. Cualquier grupo de presión puede expresar su opinión, discutirlo y alzar una evaluación del impacto que tendría esa medida». En una ocasión, el lobista de una firma de relaciones públicas con sede en España me dijo, con la falta de pudor que le granjeaba el anonimato, que cuanto mayor fuera el poder de los stakeholders, más fácil sería para sus clientes hacer primar sus intereses: «¿Un proceso cerrado y más poder para presionar a un tecnócrata? Es magnífico». También las evaluaciones de impacto han resultado ser una de las principales herramientas que han utilizado las multinacionales transatlánticas para evitar y retrasar regulaciones.
Es más fácil estimar los costes que supone una medida respecto a las ganancias empresariales que valorar los beneficios para la salud pública que dicha medida podría aportar. Por ejemplo, limpiar un grupo de químicos persistentes en el medio ambiente que provoca desórdenes nerviosos en los seres humanos fue estimado en un gasto de, al menos, 15.000 millones de euros entre 1971 y 2018. En cambio, los daños que provocaría al ecosistema son más difíciles de analizar. «¿Esta forma de entender la cooperación reguladora global puede suponer una carrera hacia la reducción de estándares?», se preguntaba aquel lobista. Y se respondía: «Quizá. Pero a nosotros no nos corresponde decidir si una norma es buena o mala para la protección del consumidor. Solo sabemos que el mecanismo hace el proceso más complejo, lo alarga. Y para eso nos contratan». De esta forman entramos en un bucle que fabrica dudas, y la falta de certezas y la inexactitud siempre son más fáciles de adulterar con evaluaciones de impacto. A la hora de preguntarse sobre una política, la inercia que impone el TTIP lleva a plantear esta pregunta: ¿cuáles son los intereses económicos y cuáles los costes? Nadie se pregunta cómo afecta una decisión concreta en ese mundo al que estamos conectados. Las evaluaciones de impacto no siempre son suficientes; también entran en el juego de mesa bruselense las puertas giratorias. Cuando los grandes intereses industriales engrasan las ruedas de las negociaciones, cualquier atisbo de consenso a favor del bien público se pierde. Si existe un ejemplo especialmente revelador del lado en el que están los especialistas de un área tan compleja como la del comercio y la Cooperación Reguladora que plantea el TTIP, ese es el del abogado Jan Eric Frydman, nombrado asesor de política comercial para las relaciones transatlánticas en abril de 2015. Según explica su curriculum vitae, publicado en la página de la Comisión, «Frydman creó la estructura para la Cooperación Reguladora entre la UE y los EE UU»[6]. Como asesor especial de la comisaria Cecilia Malmström, Frydman tiene una oportunidad única para dar forma a un capítulo en el que el interés particular de su bufete de abogados, Ekenberg & Andersson, y del mundo empresarial en general es abrumador. El historial de Jan Eric Frydman es amplio. Inició su carrera en el departamento de Marketing de Procter & Gamble, y más tarde trabajó como jefe de prensa en las sedes de Mannheimer Swartling en Estocolmo y Nueva York. Especial interés merece Mannheimer Swartling, firma líder en derecho comercial que representó al gigante energético sueco Vattenfall en una de sus demandas contra Alemania. El Gobierno de Angela Merkel decidió cerrar dos plantas nucleares
tras el desastre de Fukushima, y Vattenfal le demandó a través de un tribunal de arbitraje, como el planteado en el TTIP, exigiendo que le pagara 4.700 millones de euros en daños y perjuicios.
LA JUSTICIA PRIVADA
La protección de los inversores, que se incluye en el tercer bloque del tratado de comercio con Estados Unidos, permite a las empresas demandar a un Estado en tribunales independientes de la justicia ordinaria cuando se perciba un riesgo para sus beneficios. La literatura de la política de inversión dice que, en muchas ocasiones, los encargados de hacerlo están lejos de ser honestos e imparciales, porque se benefician cuantos más litigios haya y forman parte de bufetes de abogados que, a su vez, asesoran a los demandantes. Imaginen a un grupo de árbitros —suelen ser tres: la parte demandada y la demandante eligen a uno, respectivamente, y el tercero se elige por consenso— reunidos en privado e interpretando con un margen considerable las decisiones que han tomado dos economías con sistemas legales desarrollados. Es una forma de proteger a las multinacionales ante las políticas de los países a los que acuden a invertir. Como si del siglo XIX y de países colonizadores se tratara. Este privilegio es otro de los puntos más polémicos del TTIP. La ética y la democracia gobernada por leyes fueron la esencia de la Unión Europea. Ninguno de sus fundadores dudaba de ello, porque sabían que, cuando las deficiencias de la justicia afloraban, se producía una fractura que desborda nuestra sociedad. Los tribunales de arbitraje (ISDS por sus siglas en inglés: Investor-State Dispute Settlement) eliminan la capacidad política de los Estados de la Unión Europea justo cuando más la necesita para integrarse y compensar la falta de democracia. Sienta una serie de nuevos andamiajes legales que ahondan en una dinámica que aboca el proyecto —o, mejor dicho, el contrato social que tenía Europa— a la lógica del mercado impuesta por las grandes empresas. De hecho, el 94 % de las demandas en tribunales que se conocen en la actualidad benefician a compañías con ingresos de más de un billón de euros. Es como si un talismán con forma de tratado vinculante para cada país las protegiera. Son muchas las voces que han comprado el argumento y lo llaman —yo lo he hecho— «la privatización de la justicia», ya que solo pueden usar estos tribunales quienes tienen millones de sobra para iniciar un litigio dirimido por jueces privados. Pero esto es impreciso. En realidad, no es más que un rodeo,
una concesión ilegítima que otorga más poder a los que ya lo poseen y se lo quita a los que no. Frederick L. Schuman, insigne historiador norteamericano, sostenía que «el crecimiento de poder en una de las partes implica siempre una disminución en la otra». Y así ha sido. Los Gobiernos ponen sus instituciones, decisiones políticas y leyes en manos de tribunales privados. Cuando eso ocurre, las desigualdades preexistentes no solo no se atajan, sino que se refuerzan. «Las empresas coinciden en que esa protección es necesaria para garantizar sus ganancias. Existe el riesgo de que esto cale entre los negociadores de los acuerdos y los políticos que deben firmarlo. Pero habría algunos grandes perdedores, es decir, el resto de nosotros», me decía Alfred de Zayas, abogado estadounidense nombrado experto independiente de la ONU para la promoción de un orden internacional democrático. Y sin miramientos, con el artículo 103 del Estatuto de la Corte Internacional de Justicia en la mano, añadía: «El TTIP es un tratado bochornoso que ataca a los principios de Naciones Unidas […]. Algunos políticos europeos no se dan cuenta de que el resto del mundo les observa y ve la hipocresía reflejada en su mirada». Y realizó una comparación odiosa y seguramente excesiva: «Hitler nunca creyó que fuera una persona malvada. Como tampoco Europa piensa que su compromiso con los derechos fundamentales es un espejismo. Pero lo es». Hasta el momento de charlar con aquel negociador jefe en el TTIP, Ignacio García Bercero, no había encontrado a nadie que me justificara la inclusión en el tratado de ese mecanismo, así que mi pregunta fue clara: «¿Existen evidencias de un fallo sistemático de la justicia europea o norteamericana que haga necesario otorgar un privilegio especial para un inversor extranjero?». A lo que García Bercero me respondió: «Hace unos años, Airbus trató de ganar un contrato de licitación pública en Estados Unidos para proporcionar un avión al Ejército americano, y hubo todo tipo de presiones para que el contrato fuese finalmente para Boeing. No digo que fuera un caso que se produzca de forma habitual, sino que existen ciertas excepciones». Cuando le insistí en que, a veces, se critica que las empresas tienen muchos derechos pero ninguna obligación, recurrió al argumento oficial: «Cualquier compañía tiene que cumplir con la legislación doméstica, y solamente si lo hace, puede actuar en la Unión Europea o Estados Unidos». No cabe duda de que García Bercero es un experto en comercio de reconocido prestigio; de ahí su respuesta. Desde que en 1987 se uniera a la Comisión Europea, ha participado en varias negociaciones multilaterales, como la Ronda
de Uruguay. En el período previo a la puesta en marcha de la Ronda de Doha de la Organización Mundial del Comercio, en 2001, desempeñó las labores de coordinación y dirigió negociaciones sobre comercio y competencia. No obstante, este funcionario nunca incluyó entre sus argumentos que en agosto de 2010 y en mayo de 2011 la propia OMC dictaminó que Airbus había recibido subsidios gubernamentales impropios a través de préstamos con intereses que estaban por debajo de las ratios de varios países europeos. Tampoco un veredicto de febrero de 2011 que señalaba a Boeing por haber obtenido ayudas locales y federales que violaban las normas de la organización, así como por haber gozado de grandes exenciones de impuestos en su país. Este es un ejemplo de que los intereses europeos son directamente opuestos a los de Estados Unidos. Aunque lo verdaderamente rimbombante del tema es que se trata de justificar privilegios para grandes inversores en un área de libre mercado con ejemplos de compañías beneficiadas de actividades proteccionistas que van en contra de las propias normas internacionales. «Hay pocos presidentes ejecutivos de compañías que puedan descolgar un teléfono a media noche para llamar a la canciller alemana Angela Merkel. Airbus es una de ellas», me decía Nicolás Muzi, jefe de prensa de Transport & Environment, una organización que lleva muchos años siguiendo el rastro de la gran empresa aeronáutica. A pesar de que la sede de Airbus está en Blagnac, un barrio de Francia, la producción y manufacturas se distribuyen entre Alemania, España, China y Reino Unido. «Es lo más parecido a una compañía paneuropea que existe. Por eso es tan poderosa», añadía. En 2013, la Unión Europea decidió que todas las compañías aéreas —incluidas Airbus y Boing— pagaran por sus emisiones de carbono en vuelos hacia y desde sus aeropuertos. La decisión, que casi provoca una guerra comercial con socios clave como China y Estados Unidos, fue finalmente congelada. El presidente Barack Obama se puso de parte de una de las industrias más contaminantes del planeta y firmó una ley para protegerla de tener que pagar la tasa europea de carbono. Cediendo a la presión, en el año 2012, la comisaria europea para el Clima, Connie Hedegaard, estuvo de acuerdo en echar marcha atrás en su decisión. Es un precedente claro en el que una legislación se debilita o elimina por la influencia de otra parte interesada, aun sin la existencia de ninguna cooperación reguladora como la que plantea el TTIP. Además, esboza la duda de si darle privilegios añadidos a esas empresas rema en favor de la seguridad ambiental.
Por otro lado, la cuestión sobre qué implica una expropiación es ambigua en cualquier sistema legal. Dejar esa decisión en manos de un inversor que tiene enormes intereses en exagerar sobre ello es similar a dejarle las llaves de un coche a quien solo pretende estrellarlo. Eso ha provocado que en el 72,5 % de las veces que se ha dirimido una resolución de estas características, se haya optado por una interpretación expansiva del término expropiación, lo que ha desembocado en decisiones ambiguas que van en dirección contraria a la capacidad de legislar de un Estado[7]. Buena cuenta de ello puede dar Repsol, una compañía que en 2014 emprendió acciones legales contra el Gobierno argentino por haber nacionalizado una de sus compañías, y lo hizo gracias al mecanismo de protección de inversores propuesto en el TTIP. El país americano tuvo que pagarle 5.000 millones de euros tras meses de negociación, y Repsol llegó a exigir el doble[8]. No hay mayor diablo que el que se camufla entre los detalles. Y más en un tratado con un vocabulario jurídico tan intrincado. Según los expertos, en los tribunales de arbitraje que plantea el TTIP, la Unión Europea olvida redactar de forma explícita un aspecto fundamental: la obligación de un Estado de proteger el interés público. «No es la función del Estado garantizar las ganancias de los inversores», sentencian distintos informes académicos[9]. Cuando a un Estado le quitas el derecho a regular, también eliminas la capacidad que tiene para garantizar y promocionar derechos fundamentales. O, al menos, le obligas a interpretar la Convención de los Derechos Humanos de acuerdo a la consideración única de la propiedad privada. Ante las feroces críticas de la opinión pública sobre este mecanismo de resolución de disputas comerciales, la Comisión Europea planteó en 2015 un cambio de imagen del llamado ISDS (Investor-State Dispute Settlement), que pasó a denominarse ICS (Investment Court System). Pese al esfuerzo por calmar los temores, de los intrincados textos jurídicos no se desprende ninguna garantía de que se respeten las cortes domésticas y europeas, o de que un grupo de árbitros privados no sean quienes se ocupen de solucionar los conflictos. Nada impide a los inversores extranjeros seguir utilizando los tribunales de arbitraje —como lo han hecho en la mayoría de los casos hasta ahora— para atacar las decisiones de los Estados en áreas como la agricultura, la protección del consumidor, la cultura, la energía, el medio ambiente, la seguridad financiera, la propiedad intelectual, el uso del suelo, la minería, la salud pública, los impuestos... Todo está relacionado con el nivel local, con nuestro día a día.
Hemos llegado a este momento tras décadas anteponiendo la inversión a los derechos básicos. Tribunales y mecanismos de cooperación entre ambos lados que, aunque mantienen intactos los organismos reguladores, tratan de someter sus decisiones al algodón único de los costes económicos. Esto no trata de comercio, sino de una ideología que entiende la política y la democracia como una isla desierta en un mar que es el comercio. Cuando nuestros líderes digan que hay que homogeneizarse con Estados Unidos, que eso será bueno para la sociedad, hemos de tener clara una cosa: nuestras sociedades ya están homogeneizadas, pero nuestras leyes y valores no. Tal y como está planteado, el TTIP elude el consentimiento moral. Trata toda consideración social, así como cualquier impedimento legal de la toma de decisiones, como si no fueran pertinentes. Es una sentencia contra nuestras costumbres.
EL FALSO DILEMA DE LA OPACIDAD
La enorme energía que impulsa el tratado de comercio con Estados Unidos se ha convertido en sí misma en una fuente de rechazo. Aunque la gran preocupación de la opinión pública se ha movido por los derroteros de la transparencia. En parte, por culpa del entonces presidente de la Comisión, Durão Barroso, que pensó que el TTIP se cerraría antes si las conversaciones eran totalmente opacas. Cuando no hay argumentos para hablar del contenido, tanto los que apoyan el TTIP como sus detractores apelan siempre a la creación de empleos y a la opacidad de los tratados, respectivamente. Hay quien no entiende que, si todo se produce con la condición de que sea visto, el rival observa. Francamente, no creo que en el marco de las negociaciones comerciales el problema de la transparencia se pueda resolver fácilmente, ya que aquellas son, por naturaleza, confidenciales. No existe razón de peso para sacrificar la calidad de una conversación de ese calibre únicamente en nombre de la transparencia. Algo así requiere espacios no de oscuridad, pero sí de discreción. Además, la Unión Europea cuenta con buenos negociadores, como García Bercero, dignos de ser respetados en cualquier parte del mundo. Exprimir lo máximo en un acuerdo con otra parte tan poderosa implica mantener cierta cautela con aquello que se hace público. Si bien es cierto que la transparencia en una negociación comercial no debe ser un fin en sí, es necesario que sirva a otros objetivos más importantes, como la responsabilidad, la legitimación de los poderes públicos o la promoción de un comercio más justo. Es por ello que, pese a que la línea entre el secretismo y la privacidad es muy delicada, nada debería impedir a los cargos que representan el interés público tener un mayor margen para analizar los documentos. Acceder con expertos a salas más grandes, mejor acondicionadas, y disponer de más tiempo para leer los textos y en mejores condiciones es necesario si queremos que la Comisión Europea gane credibilidad. Lo explica bien la que desde 1986 compaginó su trabajo con la labor sindical, Paloma López, eurodiputada del grupo parlamentario de Izquierda Unitaria Europea (GUE): «Mi definición de transparencia no es una sala de treinta y cinco metros cuadrados a la que poder
acceder durante dos horas para leer trescientas páginas de textos técnicos con poco más que un boli. No soy una experta en comercio internacional, por eso necesito mirar esos textos con personas que sí lo son. De otra forma me es imposible ejercer un escrutinio democrático». Aquellos que no quieren olvidar a quienes representan cuando llegan a la burbuja bruselense guardan algo simbólico en el interior de sus oficinas. A López la encontré en un despacho que lucía con orgullo un mapa de Europa con una pegatina gigante en la parte correspondiente a España. El ERE que Coca Cola dictó en enero 2014 y que afectó a 1.190 familias era su inspiración. «Yo represento a los trabajadores, no a las corporaciones. No digo que no tengan que ganar dinero, pero no a costa de menoscabar sus derechos. El problema de la opacidad no es otro que la imposibilidad de que la ambición de unos pocos coincida con el interés general», me dijo. Un ejemplo perfecto de esto es la relación entre la industria del tabaco y las instituciones europeas. Las grandes tabacaleras se han conchabado durante años para acabar con comisarios europeos y ganarse favores de los organismos comunitarios en algunos temas como el contrabando de cigarrillos. Así que, cuando la petición de información de una organización de la sociedad civil trató de averiguar su relación con la Dirección General de Comercio en todo lo relacionado a las negociaciones del TTIP, el organismo hizo público catorce folios sobre las reuniones secretas en las que se podía leer poco más de dos párrafos. Lo demás estaba tachado en negro[10]. «Reconozco la importancia de la transparencia a la hora de facilitar a los ciudadanos la posibilidad de seguir las negociaciones comerciales, pero creo que, en este caso, el interés público significa proteger las relaciones internacionales de la Comisión, así como el interés comercial de las compañías», dijo la secretaria general de la Comisión Europea, Catherine Day, en una respuesta pública antes de retirarse. Al final del día, la estrecha relación con la industria en aspectos cruciales, junto a la falta de transparencia, sirve para racionalizar una forma determinada de entender el comercio: las empresas adquieren más derechos y menos obligaciones, y se crean órganos burocráticos supraestatales que restan capacidad de influencia a la Unión Europea. Cuando eso ocurre, el debate público se pervierte, la polarización entre activistas y multinacionales se incrementa y las instituciones pierden credibilidad a ojos del ciudadano. Ese «Europa no nos representa» para exigir público a todos los textos de negociación es una trivialización del problema. La realidad es que para el
ciudadano no es una cuestión de opacidad, sino de confianza, una característica esencial de las democracias occidentales. Los tratados planteados de esta forma no hacen otra cosa que debilitar la credibilidad europea.
LOS MITOS DEL TTIP
Los débiles argumentos de quienes proclaman la necesidad de firmar el tratado de comercio con Estados Unidos se alzan sobre dos líneas básicas. La primera consiste en presentar la situación actual como una consecuencia inevitable. Nos recuerdan que ni la globalización ni el sistema mundial superarán la podredumbre, advirtiéndonos de que no actuar será peor que el desastre. La segunda contradice a la primera, porque dice que solo lo económico cuenta. Cualquiera de las afirmaciones que defienden los aspectos más controvertidos del TTIP se asientan en un marco de ensueño, pero no tienen en cuenta la verdadera realidad: el terreno de juego está totalmente desequilibrado en favor de las grandes firmas empresariales. No obstante, hablan de crecimiento y de creación de empleos, envolviéndolos con bellas palabras que dan lugar a confusiones engañosas que actúan como un sedante ante la decadencia del bienestar general. Han sentado una narrativa que no solo les sirve para exagerar los beneficios del tratado ante una audiencia escéptica, sino también para omitir sus costes sociales. La mayor parte de los estudios económicos realizados sobre el TTIP se asienta sobre los modelos de Equilibrio General Computable (CGE por sus siglas en inglés: Computable General Equilibrum). «El modelo económico que utilizan para justificar sus palabras es una herramienta política para guiarnos hacia su discurso e ideología», me explicaba en una ocasión Gabriel Siles-Brügge, académico de la Universidad de Manchester y coautor de TTIP: La verdad sobre el Acuerdo Transatlántico de Comercio e Inversiones. Lo cierto es que las predicciones sobre los beneficios de estos tratados son poco más que siniestros oráculos económicos. Incluso The Economist, el tabloide famoso por su carácter liberal, compartió esta postura: «Si los modelos CGE creen que el comercio aumentará la productividad y el crecimiento, el modelo lo confirmará sin lugar a dudas. Está sujeto a demasiadas consideraciones ideológicas»[11]. Aunque no es intención de este libro extenderse en la crítica de los modelos económicos que apuntalan el TTIP, es de rigor identificar sus ambigüedades. Quizá, la principal sea que entienden como certezas una serie de supuestos que
no solo son irreales, sino que contribuyen a una visión muy particular del mundo. Por ejemplo, se asume que, para todos los mercados, lo que se produce se consume, y que no hay desempleo, ya que toda la oferta de mano de obra se satisface con la demanda apropiada. También es fundamental tener en cuenta entre las objeciones la idea de que el 80 % de las ganancias que se proyectan fruto del crecimiento tras la firma del TTIP se derivan de la pérdida de las barreras no arancelarias, por ejemplo, de la desregulación. De nuevo no se tienen en cuenta aspectos de suma importancia, como las desigualdades sociales que dicha desregulación puede provocar. El rigor de estos modelos se ve condicionado también por la dependencia de los autores de los informes respecto de las grandes empresas. Uno de los estudios más usados por la Comisión Europea para defender el TTIP es el que esta encargó en 2013 al Centre for Economic Policy Research (CEPR), un think tank patrocinado, entre otros, por algunos de los bancos más grandes del mundo, los mismos que se beneficiarán del acuerdo comercial transatlántico. Deutsch Bank, BNP Paribas, Citigroup, el Banco Santander, Barclays o JP Morgan pagan entre 8.000 y 20.000 euros al año para financiar este laboratorio de ideas. A cambio, según su página web, el CEPR ofrece a sus (cuyo éxito en los negocios depende de estar en la vanguardia de la formulación de la política económica de Europa) « directo a las investigaciones que realiza, un sitio en las mesas de debate con políticos, etc.»[12]. Esto habla de la falta de excelencia de quien utiliza estas cifras económicas. Aun aceptando esta serie de datos, la utilidad que tengan para defender el TTIP es bastante cuestionable. Según el documento del CEPR, gracias a la liberalización del comercio fruto del acuerdo transatlántico, la economía de la Unión Europea experimentaría un crecimiento de 119.000 millones, es decir, el 0,5 % de su PIB. Eso significa que, suponiendo que las cifras sean correctas, se produciría un aumento del PIB de un 0,05 % hasta 2027. Si ese ciudadano europeo ahogado por la crisis cree en un acuerdo ambicioso para mejorar su bienestar, en diez años quizá vea que sus ingresos se incrementan en dos euros y medio a la semana. Lo equivalente a una taza de café. «El TTIP no es la solución para el desempleo, pero contribuye a que se generen más empleos. De eso no hay duda. La política comercial es una más entre otras actuaciones que se están ejecutando. El problema es que si no conseguimos llegar a un buen acuerdo, Europa quedará marginada en el contexto internacional. Eso es lo que desemboca en menos empleo». Así hablaba Ignacio
García Bercero, un tipo cauteloso y consciente del fallo que supone centrar la defensa de un tratado de comercio en el argumento económico. Y, al contrario que la mayoría de líderes europeos, se abstenía de dar cifra alguna. La gran ironía es que los mismos modelos económicos que fallaron al predecir la crisis financiera en 2008 son los que tratan ahora de justificar la necesidad de acuerdos de comercio como el TTIP para sacarnos de ella. No hay una explicación empírica que lo justifique, solo la imposición de un dogma. Es imposible predecir y asegurar las ganancias que tendría la firma del tratado transatlántico con Estados Unidos. Como decía el filósofo y antropólogo francés Bruno Latour, «las consecuencias impredecibles son la cosa más esperable de la Tierra». Los efectos económicos potenciales están sujetos a una incertidumbre considerable, sobre todo cuando todavía se están desarrollando las negociaciones. Nuestros gobernantes siguen usando este argumento hasta la extenuación, como si fuera el remedio a un paro estructural que afecta a más de 22 millones de europeos y al 40 % de los jóvenes.
2 BRUSELAS, EL FARO DEL PODER EUROPEO
Decía el escritor británico George Orwell que escribir reseñas en su ciudad, Londres, era complicado para cualquier crítico literario. Al fin y al cabo, en un lugar tan pequeño y con tantas fiestas concentradas en tan pocos metros, los autores y quienes hacían las reseñas de sus libros siempre acababan coincidiendo. En Bruselas se ha establecido un sistema similar, pero más sofisticado. Se trata de un rito, una costumbre adquirida con el paso de los años en la que el poder se concentra en una pequeña burbuja que es el barrio europeo. Las tres instituciones más importantes de la Unión Europea acogen las idas y venidas de potentes grupos de presión que dan forma a unas dinámicas que antaño marcaron el camino de la integración europea. Ahora bien, la influencia no se ejerce en reuniones o conversaciones a puerta cerrada, sino en cenas, cócteles y eventos. En un entorno poco y mal regulado donde no solo escasean los controles, sino que abundan las relaciones de poder informales, todo depende de la debilidad de los seres humanos para aceptar los masajes del dinero. La presión de los grupos de interés sobre los órganos legislativos existe desde que nació el poder mismo. En un mundo ideal, nuestros políticos quizá conocerían en profundidad y con detalle aquello que votan, distinguirían el bien del mal como si fueran ángeles redentores y no necesitarían ayuda para entender los intereses de quienes les rodean y tomar sus propias decisiones. Todos tenemos diferentes puntos de vista, y el trabajo de los políticos es escuchar a las distintas partes con el fin de encontrar un equilibrio adecuado. Hay quien, inconscientemente, culpa al lobby de una práctica endogámica que envuelve la toma de decisiones europea. Lo que ocurre con frecuencia, y ahí radica el problema, es que cuando el conocimiento no es suficiente, la ideología hace el resto. Se ha producido una tendencia a gobernar el vacío, mientras una especie de «policía del pensamiento» —eso son determinados think tanks y bufetes de abogados— vigila para que lo subordinemos todo a un fin, el económico.
EL BARRIO EUROPEO
Mil millones de facturación mensual convierten a la ciudad en la que llueve doscientos días al año en el segundo centro mundial de la industria del lobby, después de Washington D. C. En el Parlamento Europeo, copado por 751 diputados de veintiocho países y distintos colores políticos, hay la friolera de tres mil profesionales acreditados. Más de tres lobistas por cada eurodiputado. La mayoría, casi dos tercios, representa el interés privado de empresas y asociaciones comerciales. Unas quinientas compañías tienen su cuartel general de asuntos públicos en los escasos cuatro kilómetros cuadrados que delimitan el barrio europeo, entre la Avenida de las Artes y el Parque del Cincuentenario. El retrato a ojos del turista indiscreto es algo dantesco. El espacio del que disfrutaba antaño la élite belga, una vía de escape verde y espaciosa, ha sido ocupado por construcciones de cúpulas cerradas. «Cientos de edificios han sido levantados sin ningún tipo de consideración», observaba un mítico vendedor de flores en una mañana ni más ni menos luminosa. Emplazado en la rotonda de Schuman, los días de este hombre son casi siempre grises, como todo en Bruselas, aunque por delante de sus coloridos ramos pueden pasar en un solo día alrededor de 30.000 lobistas. Recordemos que en la Comisión Europea, el lugar donde se gesta el 75 % de las medidas que afectan a todos los ciudadanos europeos, trabajan 31.000 funcionarios. A pesar de que la mayoría de profesionales del lobby con los que he almorzado me reiteraban que preferían la transparencia en sus actividades, no todos cumplen. El Registro de Transparencia de la Unión Europea es voluntario y presenta enormes carencias. Por ejemplo, uno de cada cinco grupos de presión empresarial que se reunió a puerta cerrada con la Comisión Europea durante la fase previa al inicio de las negociaciones del TTIP no está inscrito. Empresas norteamericanas como Walmart, Walt Disney o General Motors son algunos ejemplos. La burbuja de Bruselas, como se llama parroquialmente al barrio que se ha creado en torno a las instituciones europeas, es poco más que un teatro compuesto de círculos sociales perfectamente estructurados para orientar las
decisiones políticas hacia un único interés. El socialista Édouard Martin, quien fuera el fichaje estrella de François Hollande para las elecciones europeas de 2014, me explicaba que, cuando los representantes de algunas empresas con dinero «te ponen la miel del mando y el dinero en los labios, es muy difícil negarse». Y añadía: «Paso casi tres días a la semana encerrado en estas paredes, trabajando y rodeado de gente con poder; ellas son las únicas personas a las que veo». Es un secreto a voces que varios eurodiputados declaran empleos ocasionales en consejos de istración de grandes empresas o tienen relaciones externas que pueden dar lugar a posibles conflictos de intereses: desde un eurodiputado conservador polaco que asesora a la organización del lobby Lewiatan (miembro de BusinessEurope), así como varios de sus compañeros que están en el consejo de istración de distintas energéticas, hasta un socialista italiano que hace las tareas de presidente en Tiscali, una compañía de telecomunicaciones. También el presidente del grupo liberal y exprimer ministro belga, Guy Verhofstadt, encontró un asiento en el comité del grupo belga Exmar y en un fondo de inversión. «Cuando entras en una dinámica en la que ves cada mes tantos ceros en tu cuenta, solo quieres seguir incrementando tu nivel de vida: el modelo nuevo de ese coche, irte a una casa más grande, viajar con mayor frecuencia… —me contaba Édouard Martin—. Yo voy a estar aquí los cinco años para los que me han votado, después me vuelvo a mi casa. Esta vida te convierte en un preso del dinero y nadie se ha tomado la molestia de regularlo». En realidad, no ha sido necesario que ningún «oscuro lobby» soborne a los políticos europeos para que impulsen el TTIP. En Bruselas existe un ideario que ha sido adaptado para aceptar la desigualdad. «La influencia de la élite y la ideología van de la mano. Por un lado, la ideología ha servido para normalizar la injusticia. Hacer racional que el poder se tiene que concentrar en pocas manos y justificar que eso es bueno para la sociedad. Por otro lado, el interés corporativo y su autoridad en la toma de decisiones han acelerado y perpetuado el proceso», observaba con acierto el escritor británico Owen Jones, autor de El Establishment: la casta al desnudo, durante una conversación en Amberes sobre ese malentendido que se remonta a los años ochenta del siglo pasado. Nadie explica mejor esa tergiversación que Pierre Defraigne, una de las figuras académicas más críticas con la actual deriva que afrontan la Unión Europea y sus élites. A quien las gafas circulares y el chaleco azul mate a juego con unos pantalones de pana negros hacen parecer el fiel reflejo de un burócrata jubilado,
fue jefe del gabinete del vicepresidente de la Comisión Europea, Étienne Davignon (1977-1983), poco antes del inicio del mandato del presidente y estandarte de la socialdemocracia europea —en pleno apogeo—, Jacques Delors (1985-1995). Defraigne también capitaneó la Dirección General de Comercio, una de las más importantes, hasta que se retiró en 2005. «En aquel momento nos imaginábamos una distribución equitativa de las ganancias de productividad entre el capital y el trabajo. Esto suponía llevar a cabo una politización de todo el debate europeo. Pasar de la economía hacia el desarrollo social y, a continuación, de lo social hacia lo político», me explicaba. Comenzaría desde arriba, con el mundo de los negocios como eje articulador, y contaría con la oposición de los sindicatos como contrapoder. Pero fracasó. Tras el revés de euforia de la ampliación europea (de los quince estados en 1995 se pasó a veintiocho en 2013) y la globalización, quien vio la autopista vacía para emprender una serie de políticas de tinte neoliberal fue Margaret Thatcher. Ella llegó al poder en un momento en el que la izquierda se consumía, la situación económica hacía mella en el descontento social y las élites que promovían el libre comercio como dogma se encontraban arrinconadas. Pero cuando fue aupada al poder, la entonces primera ministra británica azuzó el mazo con todas sus fuerzas y abrió una brecha que caló en Europa: desregulación bancaria y privatización de los servicios públicos. Thatcher también se opuso con vigor a las propuestas de crear una estructura europea con esqueleto federal e incrementar la centralización en la toma de decisiones. El traje comunitario hizo «crack», como la bolsa en 1929, aunque no llegó a romperse. Fue como si en algún momento la idea inicial de Europa se autodestruyera. Jacques Delors se encontraba entonces ante una profunda crisis y cotas muy elevadas de desempleo. Cuando plantó las bases para impulsar una integración sólida, la imposición de un paquete de desregulación que llegaba de Reino Unido la hizo saltar por los aires. Algunos la llamaron «integración negativa» porque, en realidad, logró todo lo contrario: recortar el gasto social, debilitar a los sindicatos y poner fin al pensamiento económico y político que consideraba a la comunidad como un cuerpo que debía asentarse sobre la solidaridad. Si bien es cierto que Delors logró guiar el camino hacia el Acta Única, previa al importante Tratado de Maastrich que dio lugar a la Unión Europea que hoy conocemos, no pudo sentar el modelo de sociedad que deseaba. Aunque su férrea oposición tuvo como resultado el descalabro doméstico de Thatcher y el freno a la aplicación de la liberalización plena del mercado, no impidió la
posterior oleada de liberalización y privatización a escala nacional, así como el asentamiento de unas dinámicas que nos traen hasta la época actual, la de los nuevos tratados de comercio. Proteger a sus ciudadanos debía ser una cuestión moral para los Gobiernos europeos, no para las empresas. La ola de privatización significó eximirles de esa responsabilidad. Pierre Defraigne me lo contaba en su casa, junto al maravilloso Bois de la Cambre de Bruselas, donde quedamos unas cuantas tardes de invierno para charlar acerca de su papel crucial en la creación de un grupo de presión que marcó la influencia de las grandes empresas en ese proyecto político, la Mesa Redonda Europea de Industriales (European Round Table of Industrialists, ERT): «Necesitábamos la voz de la industria. Pero creo que, al impulsar ese grupo de presión, no vimos llegar la ampliación europea hacia el este, la globalización y la influencia anglosajona», me confesaba el acérrimo liberal sobre los hitos que cambiaron para siempre la idea inicial de Europa, que era lograr un equilibrio entre lo económico y lo social. Y añadía, como si preparase el terreno para su sentencia: «Ahora se ha deteriorado la capacidad que tiene la política para asumir el control. Está perdiendo el poder y, por tanto, existe una amenaza real para la democracia… El TTIP va a destruir cualquier proyecto de sociedad europea». Aquellos políticos no se proponían más que la creación de un foro para entender las necesidades de la industria, la búsqueda del interés público y la decencia para lograr la integración europea. Máximas que más tarde quedaron reducidas a un dogma heredado de la Ilustración: lo que es bueno para mí (las grandes empresas) es bueno para el resto. «Creo que la ERT ya ha sido reemplazado por los lobbies norteamericanos y europeos. Por supuesto, sigue siendo un actor central, pero ya no es el actor dominante», me reconocía Defraigne con serenidad. La ERT estaba compuesta por cuarenta y cinco presidentes de multinacionales europeas de distintos sectores, como Repsol, Bayer, Nestlé, Shell, Philips, Renault y otras tantas que se reunían con el objetivo de diseñar la agenda de una Comunidad Europea incapaz de solucionar la crisis económica de 1982. «Impulsábamos la competitividad industrial en la economía global, incluyendo la política social y ambiental», me explicaba el que fuera cheerleader del selecto grupo, Wytze Russchen. En el preciso momento en el que el trance financiero planeaba sobre la cabeza de
la economía europea, la ERT comenzó a transmitir sus enormes preocupaciones sobre la falta de competitividad. Fueron los inicios victoriosos de una táctica alarmista muy reiterada en la actualidad. Y estuvo cuidadosamente escogida para empujar a los Gobiernos europeos a una carrera con los países del sur de Europa para ver quién desregulaba más. Como una flecha que corre en línea recta hacia su final. Pero el final nunca llega. Así lo esgrimía el grupo de presión en la página 12 de un documento de 1997 que mostraba cómo las privatizaciones en ciertos países del sur habían dado como resultado «un prácticamente libre de obstáculos a los mercados de suministro de infraestructuras de servicios, como el tratamiento de aguas, el sistema de alcantarillado o las telecomunicaciones»[13]. Casi tres décadas después, Russchen, considerado uno de los lobistas más reputados de Bruselas, lo interpretaba de forma distinta: «Esto es como cuando un barco zarpa. Hay pasajeros que lo pierden, otros que lo cogen y luego están los que dudan, se quedan en el medio y caen al océano». Semejante idea revela una obsesión ideológica, un vicio que se asienta bajo la máxima de que a Europa no le queda otra opción que mantener sus mercados abiertos, y la mejor forma que tiene de hacerlo es liberalizar el mercado. Si bien es cierto que ambos coincidíamos en el diagnóstico —la existencia de una recesión económica recalcitrante que nos afecta en todos los niveles, la falta de gobernanza y la crisis democrática de las instituciones—, su única solución para remontar la recesión era la creación de empleos: «Nuestros líderes no entienden que los servicios públicos no crean empleos —manifestaba—. Estamos ante el nuevo comunismo, fruto de la excesiva protección de los Estados sobre los medios de producción. Bruselas es el nuevo Moscú». La grandilocuencia de sus palabras no buscaba otra gesta que tratar de racionalizar que la competencia y el enfrentamiento son la única alternativa. Asentar que el egoísmo es natural. Que el ser humano tiene que sobrevivir, que eso es justo y bueno. Es asumir la ley de la selva. O, peor aún, una explicación que presenta a los sujetos de una injusticia como causantes de la desigualdad. El resultado ha sido una Europa ni competitiva ni bien regulada, temerosa de innovar, atrapada por un poder empresarial nacional que nunca se conforma y repudiada por sus ciudadanos. Además, como la propia Comisión Europea reconoció en 2010, el mercado único europeo es percibido cada vez menos como un instrumento para influir en los estándares globales y más como «un campamento base para que las empresas se preparen para la competencia internacional».
Con los años, la actividad de la ERT fue perdiendo peso, pero no sus ideas. La organización más meticulosa y eficaz a la hora de entonar sus ideas fue UNICE, que abogaba por la total liberalización de la contratación pública —un capítulo muy presente en los actuales tratados de comercio— y la apertura de los servicios (también los públicos) a la aclamada competición. Desde 2007, UNICE se llama BusinessEurope y es, junto con la Cámara de Comercio de Estados Unidos, el actor empresarial más influyente en la política comunitaria. Representa a las patronales empresariales de treinta y cuatro países distintos, entre ellas, la Confederación Española de Organizaciones Empresariales (CEOE), cuyo expresidente, Gerardo Díaz Ferrán, está en la cárcel por un delito continuado de apropiación indebida. El empresario se apropió de 4,4 millones de euros procedentes de clientes. Su exvicepresidente, Arturo Fernández, tuvo que pagar 671.000 euros para regularizar su situación con Hacienda y la Seguridad Social por abonar parte del sueldo de sus trabajadores en negro. El actual presidente de la CEOE, Juan Rosell, afirmó en mayo que el trabajo «seguro» es «un concepto del siglo XIX». La alta alcurnia empresarial que componía la UNICE en los años del comienzo de la integración europea nos da una pista de cómo se han organizado ciertas élites en la capital de la Unión Europea. George Jacobs sirvió al Fondo Monetario Internacional antes de recalar en UCB Group, una farmacéutica belga en la que ocupó la presidencia de su Comité Ejecutivo. El que fuera su predecesor, Francois Perigot, fue el responsable de Unilever Francia, y después se mudó a la Asociación para la Unión Monetaria Europea (AUME). Esta última ejerció una férrea tarea de lobbying que desembocó en la instalación de la moneda única (euro) y la desregulación bancaria. Dirk Huig, que llegó después, trabajaba en el ámbito de las relaciones entre la UE y los Gobiernos para la compañía ICI, una de las integrantes de la ERT, y fue también coordinador del grupo de trabajo sobre productos químicos del Diálogo Empresarial Transatlántico (TABC, por sus siglas en inglés), precursor del TTIP[14]. La idea que se desprende de todo este «juego de trileros» es que son las grandes empresas, como me decía Wytze Russchen, quienes tienen «un verdadero proyecto social», y ese «estúpido control burocrático» diseñado para hacer cumplir las leyes se lo impide. Abstraer a los Estados de su responsabilidad en la gobernación sería propio de un demente, pero las empresas han fomentado un caldo de cultivo nacional que obliga a los líderes a hacer malabares: obedecer a la industria mientras miran con el rabillo del ojo las encuestas para no perder a sus votantes.
Fieles a una cuestión clasista, las grandes empresas se han creído representantes de todos los europeos. Como si les perteneciera la capacidad de hablar por ellos. En el caso del TTIP, el estudio conjunto de Andreas Dür y Lisa Lechner es esclarecedor. Tras analizar los posicionamientos, los discursos y las publicaciones del sector empresarial, concluían que el contenido del mandato para la negociación del tratado con Estados Unidos era casi idéntico a las propuestas de las grandes empresas[15]. Según datos oficiales obtenidos por el Observatorio Europeo de Corporaciones (Corporate Europe Observatory, CEO), durante enero de 2012 y febrero de 2014, la Dirección General de la Comisión Europea se reunió con 597 grupos de presión a puerta cerrada. El 88 % representaba a intereses industriales y solo cincuenta y tres, es decir, casi el 10 %, a grupos de la sociedad civil. Lora Verheecke, una de las investigadoras de la organización, me hacía el siguiente resumen: «Por cada reunión con un sindicato o grupo de consumidores había diez con compañías o federaciones industriales». Quien no posee el tiempo necesario para escuchar a sus ciudadanos tampoco lo tiene para gobernar representándoles, o eso decía Maquiavelo en El Príncipe. No hay nada inherentemente malo en representar unos intereses y desarrollar técnicas para comunicarlos. Lo hacen empresas, ONG y grupos de consumidores. Pero como si se tratara de los vendedores de cocaína que en los años ochenta diluían la adictiva droga para crear crack, el grupo de presión industrial que resultó ser la ERT comenzó a criar a distintos vástagos para que expandieran sus ideas. Bruselas se ha convertido en un paraíso para ejercer la influencia en la toma de decisiones y racionalizar dinámicas tan injustas como prolongadas en el tiempo. Las élites que debían marcar la agenda europea —después refrendada de forma tácita por los ciudadanos a través de su voto— han perdido toda su autoridad y credibilidad para hacerlo. Hasta ese punto se ha deteriorado la legitimidad misma de este sistema.
LABORATORIOS DE IDEAS PRO-TTIP
Tras el final de la Segunda Guerra Mundial, las armas dejaron paso a los think tanks. De forma progresiva se fueron creando laboratorios para generar pensamiento y llevan décadas esculpiendo una determinada forma de entender las relaciones comerciales en Europa. Las élites políticas y económicas han gastado cientos de millones en intelectuales, científicos, agencias de publicidad y relaciones públicas con el único fin de intervenir en el razonamiento cotidiano. En la actualidad, trescientas empresas financian las actividades de los siete principales think tanks que publican los informes pro-TTIP[16]. No obstante, los grupos de reflexión siempre se presentan como proveedores neutrales de argumentos, hechos y cifras dentro de un debate de clara orientación ideológica. Aunque la independencia es la imagen que algunos grupos de expertos quieren proyectar cuando arrojan luz sobre cuestiones que los políticos y otras partes interesadas están tratando de resolver, dicha imagen no siempre es real. «Organizamos eventos con distintos actores mientras distintas voces escriben las publicaciones que le dicen a la gente qué pensar», me aseguraba orgulloso Romain Pardo, del European Policy Center (EPC), en su oficina, a tres minutos del Parlamento Europeo. Este instituto fue fundado en 1990 como resultado de una alianza entre tabacaleras, como el grupo Americano Británico de Tabaco (British American Tobacco) o Lucky Strike, con el fin de otorgar credibilidad a los argumentos favorables a la industria en las evaluaciones de leyes a nivel europeo[17]. Cuando las ciencias sociales fallan a la hora de ofrecer ideas alternativas sobre hacia dónde se dirige un determinado sistema, la menor esperanza de ética y justicia en la vida política desaparece. Algunos rincones de Bruselas están atrapados por una ideología inmune a la razón. «Las políticas de Londres penetraron en todos los niveles en Europa», me decía Roderick Abbott, antecesor de Pierre Defraigne en la Dirección General de Comercio de la Comisión Europea y uno de los directores de ECIPE, un think tank bruselense «de carácter ultraliberal», como reconocen sus propios . Abbot se inició en las instituciones europeas tras diez años trabajando para el Gobierno británico en el área de comercio. En una sociedad de clases
como la británica, él provenía de una familia adinerada, desconfiaba de cualquier expresión que no llevara de la mano «libertad» con «comercio» y se encendía al defenderlas. «El centro de gravedad en el mundo que yo había elegido [el comercio internacional] se desplazó de las capitales nacionales a Bruselas y yo me trasladé con él», me explicaba. Puesto que debatir con un hombre que argumenta con «la industria» siempre en la punta de la lengua y plantear alguna alternativa sobre la deriva europea rozaba lo impracticable, orienté nuestra conversación hacia un terreno más emocional. Apelé a su europeísmo para guiarle hacia el fracaso del Estado-nación, los valores que Margaret Thatcher implementó en Europa y la conformación del núcleo ideológico actual. Me respondió que nunca se había planteado la coyuntura actual en esos términos. Pero no cedía terreno y el argumento económico afloraba con cada estocada: «Al final del día, lo que nuestra industria requiere son mercados abiertos y un sistema orientado hacia la liberalización. Hemos de dárselo». Buena parte de las investigaciones que realizan los think tanks son privadas. Y además de publicar estudios, sus escriben artículos en espacios influyentes, sus bustos aparecen con frecuencia en las pantallas de televisión o sus voces inundan las tertulias de radio, escriben libros y dan forma a los argumentos de la Comisión Europea. Formalmente no son de ninguna estructura, pero cuando hay mucha gente en un lugar tan reducido utilizando los mismos argumentos para hablar de una cuestión de suma importancia como la del comercio, sus ideas se acaban aceptando. En realidad, no creo que cada uno de sus estudios sea supervisado por las empresas, pero, como me decía Romain Pardo, ellos mismos son conscientes de que no pueden seguir una línea que entre directamente en conflicto con los intereses de quienes les financian: «No morder la mano del que te da de comer, ya sabes», concluía Pardo. De nombre y orientación ideología similar al EPC es el Centre for European Policy Studies (CEPS), a quien la española Repsol contribuye con unos 9.000 euros anuales. En uno de los informes realizados sobre el tratado transatlántico, en el que cita a la energética como coautora del prólogo, el CEPS abogaba por la necesidad de incluir los tribunales de arbitraje[18]. Uno de los tres autores de aquel informe —que presentaba además el TTIP como una oportunidad para abrir el mercado energético a Estados Unidos— era Paolo Natali, en ese momento empleado de la petrolera italiana ENI. En el documento se emplea un buen número de páginas en criticar la aplicación de una directiva europea para controlar la calidad de los combustibles. Sin
embargo, entonces no se quejaron de que, gracias a ella, la Comisión decidió no etiquetar las arenas bituminosas (una de las sustancias más contaminantes del planeta) como sucias. El documento, que analiza con detalle los beneficios del TTIP, no aborda ni mucho menos que la entrada masiva de este tipo de petróleos echa por tierra el compromiso europeo de reducir las emisiones de gases de efecto invernadero un 20 % hasta 2020. Los laboratorios de ideas son altamente proactivos en el papel, pero también en las salas de conferencias. Siete de los principales centros de reflexión que toman parte en el debate sobre el tratado transatlántico han organizado casi un centenar de eventos al respecto en los últimos cuatro años. Todo ello va de la mano del trabajo de las propias compañías. En una ocasión cené solomillo de cerdo con un reducto de puerros a cortesía de STARCH, una organización empresarial que representa al 95 % de las empresas del sector del almidón y que quería trasladar sus opiniones sobre el TTIP en un sosegado banquete organizado en uno de los comedores del Parlamento Europeo. En la misma mesa nos encontrábamos sentados un representante de Cargill, con documentados antecedentes en la lucha contra la seguridad y sostenibilidad del medioambiente, desde tratar de eliminar los etiquetados de los alimentos que informan al consumidor hasta permitir el uso de pesticidas dañinos; también había un miembro de la mayor confederación de farmacéuticas de Europa, Cefic, que opina que «no se debe adoptar una decisión unilateral contra el clima» y que este «no debe anteponerse a la competitividad», al tiempo que presiona para la «eliminación del apoyo a las renovables». El grupo lo cerraban un parlamentario conservador francés y un funcionario de la Comisión Europea. Había otras veinte mesas que conformaban un enorme puzle de cargos públicos y enviados de la industria. En este tipo de eventos el debate sobre temas que nos definen como sociedad se suele desterrar en favor de otros menesteres más entretenidos. Y ocurre después, a la hora de legislar, que se apuesta por sustituir conceptos como la economía y la justicia por ideas morales como las que profesan sus think tanks en cenas ostentosas. El objeto real de esta maquinaria no es tanto convencer de los beneficios de los tratados como producir un patrón de informes y actos públicos en los que el menor rastro de pensamiento no afín sea confinado. Debería ser más complicado para esas personas impulsar tratados comerciales que no han sido creados para abordar la dimensión humana y emprender políticas de altura más allá de la promoción única del mercado libre.
EL COLEGIO DE EUROPA
A lo largo y ancho de la capital europea se ha instaurado una interacción basada en la cultura de la endogamia. Es una identidad colectiva, un proceso de etiquetado en serie que se vende con el sello de un futuro exitoso. La educación tiene aquí un papel fundamental, porque ofrece un horizonte prometedor. «Bruselas es una comunidad dogmática y su ecosistema está asentado sobre cierto mimetismo ético», me decía Pierre Defraigne, quien, además de ser un reputado ex alto funcionario europeo, preside la Fundación Madariaga, el think tank del reputado Colegio de Europa, un campo de entrenamiento situado en Brujas que funciona como la antesala de la burbuja europea. «¿Estás preparado para vivir un año encerrado, bajo presión, y que tu vida sean estas cuatro paredes?», les preguntan a los alumnos antes de entrar en el cortijo más reputado en estudios europeos, apodado «la jaula dorada». Parece que les preparan para formar parte de un grupo privilegiado. Si el colegio El Pilar de Madrid, que Eva Belmonte retrata en Españopoly, fue la red invisible del poder nacional, el Colegio de Europa ha sido la cuna de las relaciones de mando comunitarias durante décadas. Por ejemplo, Nick Clegg (eurodiputado, parlamentario y exviceprimer ministro liberal del Reino Unido) conoció allí a su esposa y exasesora de empresas del IBEX, Miriam González Durántez. Entre los años cincuenta y ochenta fue también la cuna de altos cargos que después recalaron en las instituciones europeas. Y desde allí fue instigado el liberalismo más grosero. Muestra de la celebridad de esa época fue la famosa homilía que Margaret Thatcher pronunció en el discurso de graduación del Colegio de Europea de septiembre de 1988: «Europa no debe ser proteccionista. Debemos asegurarnos de que el enfoque que guíe el comercio mundial sea consistente con la liberalización que predicamos [los británicos]»[19]. El Colegio de Europa ha vertebrado inercias inmunes al paso del tiempo que nos afectan en múltiples sentidos. Personas brillantes han estado consolidando y promoviendo, sin saberlo, ideas en las que no creían. Ahora, como quien despierta de un sueño, se han dado de bruces con la dirección que ha llevado la política europea. Un 15 de abril de 2016 se convocaron en una de las salas del
Colegio de Europa de Brujas (patrocinada por ExxonMobil) la voces académicas más reputadas del lugar para ponerlo de manifiesto. Ahí, en la cuna del establishment bruselense, liberales entusiastas lanzaron un grito contra el TTIP. Desde Michael Hahn, director del reputado Instituto de Comercio Mundial, o Philippe Coppens, un carismático científico y profesor de la Universidad Católica de Lovaina; también Ernst-Ulrich Petersmann, de la Universidad de Florencia, la directora de Estudios Legales del propio Colegio de Europa, Inge Govaere, y Hanns Ullrich, profesor emérito que hacía dupla en su crítica con Pierre Defraigne. Este último, pese a su avanzada edad, sorprendió por su vehemencia: «Este tratado abandona el proyecto social y lo deja desamparado. Los poderes hegemónicos no están usando el arte de la diplomacia para impulsar un comercio comprometido, sino para eliminar costes, es decir, valores europeos adquiridos tras décadas de regulaciones». Todos hablaron claro, argumentando que la instauración del neoliberalismo en la política comercial de la Unión Europa está dando lugar a la pérdida de su capacidad de influencia y al abandono de la ley europea que protege a los ciudadanos. «Hemos de desafiar a los poderes fácticos y a su desprecio por nuestra legislación y democracia constitucional», me explicaba Petersmann ante mis preguntas en un inciso. Y continuaba: «Estamos dejando nuestras leyes en manos de la anárquica estrategia geopolítica de Estados Unidos. Este tratado no facilita el comercio, sino que elimina la capacidad del Estado de legislar para proteger los derechos». Y añadía Govaere: «¿Qué salvaguardas se plantean para preservar el orden legal europeo? ¿Alguien tiene en cuenta nuestra autonomía jurídica o únicamente la consideración del mercado?». Pero también hubo voces que defendían la cooperación transatlántica. «Puede incrementar los estándares. Nuestros modelos no son muy diferentes y podemos llegar a regulaciones comunes», decía el experto Alberto Alemanno, poniendo como ejemplo a varias mujeres vestidas de la misma forma. Pasando por alto el machismo que escondía su argumento, Ullrich, un erudito al borde de los ochenta, se levantó de su silla y vapuleó al profesor que ha sido elegido para redactar informes de la Comisión Europea a favor del TTIP: «¿De verdad hay gente en esta sala que sigue creyendo en los unicornios? No es un problema de modificar algunos aspectos, sino de tener un mercado interno transatlántico con dos modelos tan diferentes en disputa y todas las papeletas para perder. Estamos jugando con fuego, con Europa y con el equilibrio del mundo». La promoción del mercado libre se le ha ido de las manos a un pequeño grupo de
poder y saben que el Viejo Continente puede pagarlo con su influencia en el espectro internacional. Aquellos que se pronunciaban en el Colegio de Europa son en realidad meros herejes de una determinada doctrina económica que se revelaban respecto al status quo del que proceden. Forman parte de la misma clase social, creen en el poder privado y el comercio libre, pero ya no lo defienden. El pánico a la desintegración ha invalidado a quienes, sobre todo, son europeístas. Alejados de la utopía de ser libres gracias al mercado, se encuentran (nos encontramos) frente a frente con la realidad en la que se ha organizado nuestra sociedad. La economía ultraliberal ha vendido ficciones ideológicas mientras desequilibraba las relaciones de fuerza. Quizá hayamos ido demasiado lejos y sea eso lo que retumbaba en la mente de aquellos que se encontraban en la sala de la «jaula dorada». Si la ostentación del poder consiste en asegurar la supervivencia de un grupo social, se ha alterado su uso asegurando únicamente la resistencia de un selecto e insaciable entramado económico. Y eso no es Europa. No ser capaz de preservar nuestra capacidad de influencia es lo potencialmente devastador. Existe el miedo de que nuestros valores, ese caldo de cultivo de soñadores, dejen de estudiarse en las clases de historia y se reduzca el papel de Europa en el mundo. Nada preocupa tanto a esas voces como el automatismo de convertirse en un mero apartado de la estrategia geopolítica estadounidense.
EL INMOVILISMO DE LAS INSTITUCIONES EUROPEAS
Para los ojos de cualquier ciudadano europeo, el trabajador que se levanta todas las mañanas con la tarea de engrasar la maquinaria de las instituciones comunitarias simplemente es calificado de «burócrata». Como si un torrente de maniquíes vestidos con trajes vacíos inundara cada mañana el metro de Bruselas con sus maletines y bolsos sobrios. Como si la mayoría de legislaciones que afectan al ciudadano de a pie no salieran de la triada de organismos europeos, los individuos y grupos de la sociedad civil viven aislados de aquellos lugares en los que nace la democracia, no están familiarizados con sus líderes, y el ejercicio del poder traducido en influencia política rara vez se canaliza de forma distinta a la indignación. Con la complicidad y apoyo político de los líderes nacionales y europeos se ha creado un cártel de élites que se protegen a sí mismas y someten la democracia a los confines de un proceso burocrático, opaco y secreto. Y cuando eso ocurre, incluso sin tratado de comercio de por medio, la posibilidad de culminar legislaciones que promuevan el interés general quedan inmediatamente fulminadas. En una brasserie cercana a la sede de la Comisión Europea, un hombre alemán con bastantes canas —todas han nacido en sus años como funcionario— me contaba que, en muchas ocasiones, las iniciativas que desde su puesto de trabajo emanan tienen una clara orientación progresista: «Queremos que la gente entienda que pensamos en ella, pero las buenas intenciones se suelen diluir entre la lenta y compleja maquinaria institucional». Los departamentos de la Comisión, donde se proponen las legislaciones, eran antaño hogar de economistas y juristas por igual. También se practicaba la cultura de la intervención estatal más común, gracias a unos comisarios que entendían el papel del poder público. «Aquellos con ideas contrarias al incremento del papel político han inundado nuestros pasillos», me aclaraba ese funcionario alemán. La Europa de la ley y la justicia tallada por los juristas fue relegada a un papel más técnico si cabe en la Dirección General de Comercio. Los soldados comerciales eclipsaron por completo al estadista político.
Digamos que la Comisión Europea es la pieza central en el difícil entramado comunitario. Grosso modo, sus más de treinta direcciones generales son las estructuras básicas de referencia en su funcionamiento y en ellas se elaboran las propuestas legislativas sobre los distintos ámbitos. La encargada del Comercio Internacional es una de las más potentes y la comanda la ya citada Cecilia Malmström. En varias ocasiones, diferentes personas me han definido a esta mujer, cuyo color favorito es el morado, como «la sacerdotisa del liberalismo». Es el retrato de quien repite una y otra vez el sermón que la ERT llevaba años predicando: apartar al mercado de la interferencia política. Una especie de credo extendido que dice que un mercado regulado por una mano mágica e invisible sobrevive a los métodos no democráticos para organizar una sociedad que salve al hombre. «Ella es poco más que la portavoz de unas ideas. No le veo mucho liderazgo», me contaba por otro lado un ex alto cargo de su Dirección General. Y añadía: «Su labor es como la de un correcaminos. Viaja y se reúne con los distintos actores de cada país para debatir y convencerles de los beneficios del tratado. Realiza un trabajo de un desgaste abismal». En una ocasión, la comisaria dijo de broma que la alternativa al TTIP consistía en «negociar con Donald Trump acerca de cómo romper el mundo». Divertida en las distancias cortas, en mi opinión, en lugar de una sacerdotisa, Cecilia Malmström es simplemente una vocera marcada por los errores de sus antecesores. El mandato para comenzar a negociar el tratado con Estados Unidos lo inició previamente Karel De Gucht, que definía la soberanía como un peligro, lo que le granjeó el apodo de «el Tintín neocolinazador» cuando era el ministro belga de Asuntos Exteriores. Antes, los pasillos de la Comisión de Comercio los recorrieron los zapatos de Peter Benjamin Mandelson, miembro destacado en los gabinetes del exprimer ministro británico Tony Blair que actuó hasta en dos ocasiones para eliminar aranceles de importación por valor de 50 millones de libras al año en favor del mayor productor mundial de aluminio, el oligarca ruso y buen amigo con el que compartía vacaciones Oleg Deripaska. La carrera de ambos cargos públicos más bien parece materia de una tragedia de Shakespeare. Eso habla una vez más de cómo a veces los malentendidos de antaño afloran en la actualidad. La propia Malmström reconoció en una ocasión que su mandato no provenía de los ciudadanos europeos, sino de sus Gobiernos[20]. Y es cierto, pero lo dijo con una normalidad aberrante, asumiendo que Europa es poco más que un traje con veintiocho piezas que solo se unen para comerciar. Todo intento de ver este proyecto como algo colectivo quedaba reducido al suspiro. En la
mayoría de sus discursos, Malmström repite este leimotiv: «Un tratado [se refiere al TTIP] que conduce al empleo, al crecimiento y a la inversión, mientras protege nuestros valores y democracias». Parecería que este insigne y desequilibrado concepto fuera la única forma de democracia. Cada ciudadano europeo cede parte de su soberanía individual en detrimento de una forma superior de organizar la sociedad con el fin de que le reporte un cierto grado de bienestar. En algunos ámbitos, esa figura es su país, pero, en el comercio, es la Unión Europea la que negocia en nombre de todos los Estados. Se trata de confiar en ese organismo supraestatal, en dar para recibir. Es un proceso recíproco. El problema es que algo —llamémoslo vínculo— se ha roto entre ambos. El pecado capital es no ver, o no querer ver, en este reto mayúsculo una oportunidad de demostrarle al mundo que es posible formular políticas dirigidas al interés de los ciudadanos y de la industria en un nivel de integración sin precedentes. Quienes están alrededor de la Dirección General de Comercio Internacional no piensan realmente en que la desafección que genera el TTIP entre las mayorías sociales se solucione con más transparencia o con la democratización de la toma de decisiones. Son retoques estéticos dirigidos a calmar a las opiniones públicas nacionales que no atacan los lazos afectivos que existen con el poder. No se ha producido ninguna evolución desde unas instituciones engrasadas a base de relaciones informales que sirven eminentemente al interés económico hacia otras que representen los intereses de los ciudadanos europeos. Y esos textos con reglas desiguales lo impiden. En este juego de rol se afirma con tanta frecuencia como desconocimiento que el Parlamento Europeo tiene un peso real en la toma de decisiones comunitaria. Es la única institución europea elegida de forma soberana, y se encarga de aprobar, modificar e incluso bloquear las propuestas de la Comisión. En el caso de los tratados de comercio, los 751 eurodiputados se limitan a hacer recomendaciones sobre cómo deberían ir las negociaciones y a mantenerse vigilantes. O así debería ser. Lo cierto es que la disparidad de grupos y la concentración del poder en pocas manos hacen imposible sacar adelante cualquier propuesta alternativa. César Vila, asesor político de la eurodiputada gallega Lidia Senra, me dijo en una ocasión, y de forma distendida, que el trabajo en los grupos parlamentarios pequeños es como el de quien trata de aplastar a otro con una cuchara: pasa desaparecido, es agotador y rara vez se consigue resultado alguno.
Parafraseando a Walter Lippmann, es necesario delegar competencias, pero también reevaluar en todo momento los términos exactos según los cuales se efectúa dicha delegación. Desde la firma del Tratado de Lisboa, el Parlamento Europeo ha ido ganando poder, pero no tiene la autoridad política suficiente para transferir la soberanía nacional al seno de la Unión Europea; ni siquiera capacidad para iniciar legislaciones de ningún tipo. Es un poder reducido y acotado que no equilibra ni mucho menos la influencia que tienen los Gobiernos nacionales sobre las instituciones, sino que se limita a extender su voluntad. Y lo hace a través de la fórmula de la «Gran Coalición», una barrera contra los adversarios políticos, al más puro estilo alemán, creada entre los conservadores del EPP (Partido Popular Europeo) y los socialdemócratas del S&D (Socialistas & Demócratas) que preside el también germano Martin Schultz. Ambos han pasado su rodillo cuando se han pronunciado sobre los tratados de comercio y servicios. Se han quedado impasibles y han emitido un voto a favor en masa que en ocasiones justificaban con cierta vanagloria, como si hubieran logrado dar un giro progresista en las negociaciones. Unos días de demora ante una enfermedad terminal. Los socialistas europeos bien se parecen al Sancho Panza que ilustraba Cervantes, un hombre realista y práctico que abandona sus juicios para seguir el juramento de su señor don Quijote, pese a no entender sus ideas. La globalización trajo consigo un cambio histórico y la llegada de una fuerza irreversible con las ideas neoliberales. Enderezar el camino hacia un socialismo democrático y proponer alternativas al orden establecido fueron tareas que nunca quisieron afrontar. Pero más allá de lo que puedan sostener los narradores de cuentos comunitarios, el organismo más poderoso de Bruselas es el Consejo Europeo. Compuesto por todos los estados de la Unión Europea, se dice que el Consejo comparte labor con el Parlamento Europeo. Pero, en realidad, solo ralentiza la actividad legislativa, ya que distorsiona la labor de las instituciones a las que, en teoría, cede soberanía, al tiempo que elimina cualquier disidencia con los intereses nacionales. Es ahí, en los Gobiernos, donde los grupos de poder más influyentes están conectados, y en todos los niveles, proponiendo una visión económica que rara vez llega hasta el terreno de lo social. En la actualidad, esa tela de araña compuesta por hilos financieros y económicos se utiliza como una herramienta para normalizar alianzas sociales de poder. Joseph Weiler, constitucionalista de origen judío que participó en la redacción de
la Declaración de Derechos Humanos del Parlamento Europeo, definía el proyecto europeo como «un sistema político formando por la cooperación de diferentes grupos sociales bajo la base de un poder compartido», fórmula que, en realidad, escondía algo distinto. Como si se tratara de una orquesta formada por veintisiete estados que tocan al unísono la partitura de sus industrias. Pero, al igual que cualquier banda, siempre hay jerarquías. El poder de Berlín, de Westminster o de la City londinense ha convertido a Bruselas en un sistema que funciona sin un centro fijo. Reuniones periódicas, una estructura pesada y códigos de conducta que rara vez se cumplen la sitúan en la dudosa categoría de ser poco más que una guardería institucional. Se tiende a señalar al respecto que la Unión Europea es una gran burocracia, pero la realidad de su problema radica en que su diseño sirve únicamente para institucionalizar un mercado descontrolado. A las multinacionales eso les viene bien. Qué mejor idea que unos organismos guiados por los intereses nacionales y desbordados por las fuerzas de la económica global, a las que son incapaces de controlar. Las instituciones tradicionales han quedado descompuestas y apenas tienen posibilidad de reorganizarse. Cuando esto ocurre, la opinión pública queda desconcertada. El ciudadano, abandonado, se pregunta si los estándares laborales, las políticas ambientales, el bienestar social o el respeto a los derechos humanos tendrán algo que decir en algún momento. La respuesta es no. La protección de las personas se gestiona de forma paralela a la del mercado. Una tergiversación ideológica que amenaza con la ruptura total de la Unión Europea. Mientras la democracia, la libertad y el bienestar sean términos que desagraden a nuestros líderes, el odio de los ciudadanos tendrá efectos duraderos frente a la idea de un verdadero pueblo europeo.
3 LOS ACTORES DEL NUEVO ESCENARIO MUNDIAL
ESTADOS UNIDOS, EL GRAN VENCEDOR DEL TTIP
Hace unos años, en las negociaciones de un tratado de libre comercio con Singapur, el expresidente de la Comisión Europea, José Manuel Durão Barroso, hoy presidente ejecutivo de Goldman Sachs, le pidió expresamente al gobernante del país asiático que dispusiera de cajeros de bancos europeos para retirar dinero en algunos de los puntos de la ciudad. Hasta el momento, solo había cabida para los americanos. El presidente de Singapur se negó rotundamente de forma reiterada, y cuando en una reunión le preguntaron por qué, contestó algo muy simple: «América me da seguridad, vosotros no». La anécdota me la contó un lobista americano del sector servicios, y pone en evidencia tanto la escasa transcendencia que ha ido adquiriendo Europa en el exterior como su dependencia respecto a Estados Unidos. Acontece en estos tiempos de bárbaros que los poderes duros tienden a pensar de forma distinta que los poderes blandos. «Cuando lo único que tienes es un martillo, cada uno de tus problemas tiende a parecerse a un clavo», dice una frase pronunciada por Abraham Maslow en 1966, citada por Robert Kagan en su libro El paraíso del poder. Kagan es el gran artífice de los delirios neoconservadores de George Bush hijo, y su ensayo, un magnífico manual de las tesis que se han ido formalizando en el espectro internacional: el poder blando como la nueva forma de gobernar el mundo. Según Kagan, «usar los lazos comerciales y económicos para unir naciones e influenciar de forma indirecta en un mundo más tolerante a través de la negociación y la diplomacia en detrimento de la coerción» debería ser la idea de Europa. El suyo es un ejercicio de seducción y persuasión sobre la gente corriente que encuentra en los tratados de comercio su último acercamiento. Cuando los postulados bélicos de los neoconservadores norteamericanos más arraigados quedaron arrinconados, la estrategia para imponer sus doctrinas pasó por concentrar sus esfuerzos en las relaciones internacionales. De esta forma se ha ido estableciendo una estrategia comercial, impulsada desde Estados Unidos, que tiene como objetivo asentar un engranaje concebido para mantenerse durante décadas. A pesar de que los norteamericanos negocian el
TTIP con la Unión Europea, el 4 de febrero de 2016 firmaron un Acuerdo Transpacífico de Cooperación Económica (TPP), que atraía por primera vez hacia su eje a Japón y a otros diez países. Los dos bloques transatlánticos negocian al mismo tiempo y de forma paralela un Acuerdo sobre el Comercio de Servicios (TiSA) con veintitrés países de la Organización Mundial del Comercio (OMC), que representa casi el 70 % del comercio mundial del sector. No es casualidad que ninguno de estos acuerdos incluyan a Rusia, China o cualquiera de los países emergentes (India, Brasil y Sudáfrica) que tratan de rebelarse contra el orden liberal mundial liderado por Estados Unidos. «Hay una triada estratégica, una partición legal y económica del mundo formada por Estados Unidos y veintiocho países, dos tercios del PIB global y más de un billón y medio de personas», me decía sobre «la triple T» Julian Assange, fundador, editor y portavoz de WikiLeaks. Alcancé a preguntárselo durante una videoconferencia sobre la privacidad y los derechos humanos organizada en Bruselas[21]. Perseguido por mostrar las infracciones de la guerra contra el terrorismo emprendida por el Gobierno norteamericano y sus aliados, Assange lo tenía muy claro: «Han vuelto a apelar a la seguridad nacional para extender su dominio por el mundo, aunque ahora se sirvan del incremento de China como excusa para firmar tratados de comercio vinculantes para siempre. Es la misma estrategia que utilizaron antaño para reestructurar el mundo. No va en la dirección que las personas quieren, sino donde prefieren las multinacionales». La suya es una visión extendida, pero no del todo cierta. Desde la Segunda Guerra Mundial, las políticas de coerción y las sanciones han marcado las reglas mundiales, por más que la apariencia tras la que se esconde un cosmos basado en la protección y la seguridad consista en envolverlo todo con la palabra «libertad». Para las opiniones públicas, ese argumento es el más tolerable. Una encuesta del Pew Research señalaba que el 52 % de los norteamericanos quería que Estados Unidos se inmiscuyera menos en conflictos armados internacionales, mientras que el 66 % estaba de acuerdo en modelar la economía global. No iba desencaminado el trigésimo presidente de Estados Unidos, Harry S. Truman, cuando dijo que su país había derrotado a sus enemigos en la guerra, que les había obligado a rendirse y había conseguido que se convirtieran en democráticos. «Solo América podía hacerlo», enfatizaba. Los valores que acorralaron Europa se centraron en el uso de la fuerza y el castigo para imponer una determinada visión del mundo. Se percibió con total claridad con el segundo
presidente Bush, su infame papel en la guerra de Irak de 2003 y el inicio de una invasión indiscriminada en este país. No solo los norteamericanos, sino también un Reino Unido comandado por Tony Blair, se unieron al ataque sin el respaldo de Naciones Unidas y a sabiendas de que «no era la única opción»[22]. Le siguió España, de la mano del conservador José María Aznar, y Portugal, encabezado por quien después se haría con el mando de la Comisión Europea, Durão Barroso, que les acogió en sus salones. Había, no obstante, valores contrapuestos a aquel concepto de libertad. Era, por ejemplo, la idea de Francia, que, dirigida por Jacques Chirac, plantó cara al ataque, lo que le granjeó la candidatura al Premio Nobel de la Paz de aquel año; o de Bélgica, con Guy Verhofstadt en su segundo mandato liderando una coalición liberal-socialdemócrata, y también de Alemania, con el socialdemócrata Gerhard Schröder como canciller gracias al apoyo de los verdes. La guerra no solo supuso un hecho atroz para la memoria del planeta; además, sentó un claro precedente: un Estado hace lo que sea necesario para mantener su idea de libertad. En aquel momento se puso de manifiesto que no existía una Europa, sino varias, y se enfrentaban de forma casi irreconciliable dos formas de entender las sociedades: naciones históricamente antagonistas con la destrucción acogían la cultura de las armas; la búsqueda del imperio de la ley fue sustituida por el fundamentalismo del capital, y el bienestar, por la desigualdad radical. Pero el ejemplo de Irak se ha repetido de forma recurrente en otras áreas de la política exterior, como en los nuevos tratados de comercio en los que Europa, ahora en su conjunto, trata de eludir la Organización Mundial del Comercio (OMC). «La libertad económica se deriva del mercado libre», dicen para justificarse. En este caso, lo que Estados Unidos intenta hacer para preservar la anquilosada palabra «libertad» en el TTIP es usar su autoridad para reducir regulaciones, derechos laborales y demandas sociales que le molestan. A la Unión Europea le han hecho creer que forma parte del juego, pero, en realidad, es un mero capítulo dentro de un todo. «Cuando estamos entre nosotros, mantenemos la ley, pero cuando operamos en la jungla, tenemos que usar las reglas de la jungla», avisaba precisamente Robert Cooper, asesor de Tony Blair en 2002, para justificar su idea de imperialismo liberal[23]. Resumiendo a Isaiah Berlin, cuando una ideología, sea cual sea, está totalmente convencida de que tiene el remedio para arreglar los problemas de la humanidad, ningún precio es demasiado alto para llevarla a cabo. Creen que solo un necio o alguien de moral totalmente distinta podría oponerse a una cuestión tan simple. Cuando el resto no lo entiende o no logra disuadirlos de su inquina,
aprueban leyes para contenerlos. Por último, los que no son lo suficientemente disciplinados como para convertirse a su forma de entender el mundo, ni con el uso de leyes regresivas, merecen la exclusión. Por eso se ha ido imponiendo la idea de un mundo dividido entre amigos y enemigos. Pero esa no es la visión europea. Nosotros vimos, o eso se intentó con la creación de la Unión Europea, bosquejar un dibujo más complejo. Entender los valores que defienden ciertas élites político-económicas de Estados Unidos es mucho más sencillo con la ayuda del famoso lingüista George Lakoff (o al menos lo era hasta la llegada de Donald Trump). Según él, existen dos visiones distintas de entender la nación norteamericana y dos estilos diferentes de entender la vida pública: la familia del padre estricto y la del padre protector. El primero establece que el mundo es un lugar peligroso porque es competitivo y que la maldad se ha asentado en él. Este modelo propone que siempre habrá ganadores y perdedores, un bien y un mal absolutos. Los niños nacen malos y, por tanto, los valores que hay que usar en el mundo son la autoridad, la obediencia, la disciplina y el castigo. Lakoff aplica la teoría del padre del capitalismo, Adam Smith: si cada uno persigue su propio interés, entonces, a través de la mano invisible, se maximizará el interés de todos. Por otro lado, el modelo protector cree que el mundo puede llegar a ser un lugar mejor y que la tarea de cada cual es trabajar para conseguirlo. Los padres crían a sus hijos y los educan para que ellos, a su vez, puedan criar y educar a otros bajo los valores de la empatía y la responsabilidad. En una de nuestras conversaciones por videoconferencia, Lakoff me decía que Europa se había convertido en el vástago predilecto de la dominación comercial americana: «Los valores estrictos más feroces de nuestro tiempo son ya un reflejo en vuestra sociedad moderna». Este hecho dice mucho, y el discurso de Trump lo ejemplifica: es la muerte de la idea de progreso en Occidente. Uno de los estrategas en comunicación de una firma de relaciones públicas de Bruselas me hablaba a mí y a sus colegas de la siguiente forma: «Hay una serie de barreras culturales e ideológicas a ambos lados del Atlántico y solo se pueden derribar a través de tratados internacionales». Tenía un plan de comunicación infalible para lograr una cooperación reguladora global y lo relataba en un selecto congreso en el que distintos directores de public affairs iban a medir el tamaño de sus éxitos. «Hay que tener capacidad para construir comunidad y establecer unos objetivos. El lobby no trata de asegurar nada, sino de lograr compromisos», continuaba el estratega. Y culminaba con una frase de Sun Tzu, en el Arte de la guerra, sobre lo necesario de impulsar las iniciativas comerciales
tras la crisis: «En medio del caos, siempre surgen oportunidades». En esa estrategia por «crear una comunidad que impulse la cooperación reguladora —continuaba el lobista— es imprescindible contar con el apoyo de las Cámaras de Comercio y de los think tanks». Con permiso de BusinessEurope, la Cámara de Comercio de Estados Unidos lo ha entendido muy bien, ya que es una de las maquinarias de lobby más influyentes de la Unión Europea. En una propuesta de 2012 durante las reuniones a puerta cerrada con la Comisión Europea, ya señalaba que la cooperación reguladora que plantea el tratado transatlántico de libre comercio debería ser una herramienta potencial «para cambiar el terreno de juego y escribir juntos las regulaciones»[24]. Desde que Estados Unidos impone las reglas y la ley en el mundo, cualquier interpretación sobre las finanzas, la inteligencia, la justicia o los intercambios culturales se mide según su rasero. Se han perdido las discusiones intelectuales franco-alemanas que tuvieron lugar en los años treinta, y cada vez más en nuestros teléfonos aparece el estampado de empresas norteamericanas. En la actualidad, el 60 % de las películas proyectadas en Francia son estadounidenses y Le Monde distribuye los fines de semana el The New York Times (también lo hacen otros grandes medios europeos). Incluso el Happy birthday to you ha suplantado al francés Bon anniversaire, nos vœux les plus sincères; Harry Potter a El principito, y los Disney Land, con Mickey Mouse a la cabeza, han hecho sombra a Spirou, al que ya solo le queda refugiarse en las pequeñas tiendas de Bélgica[25]. No quedan en Europa grandes referentes culturales —ya sean intelectuales, artistas o dibujos animados— que conecten a un español con un belga. Trabajando juntos, el «Gran Gobierno de Estados Unidos» y las grandes empresas transatlánticas van a forjar la autopista que dará forma a nuestro futuro. Ante este escenario cabe al menos preguntarse qué tarea va a realizar Europa en el mundo si permite que sus valores y su soberanía estén cada vez más condicionados, o cuál será la piedra angular de sus políticas: ¿acumular beneficios o distribuir bienestar? Lidiar con los BRICS (Brasil, Rusia, India, China y Sudáfrica) requiere astucia e inteligencia estratégica a partes iguales. También debería cuestionarse si poner trabas a la relación entre Estados Unidos y la Unión Europea, en lo que a establecer regulaciones globales se refiere, es lo correcto. ¿Qué mejor forma de olvidar el interés general que los choques frontales entre Washington y Bruselas a causa de cualquier normativa que afecte al comercio? No serán las grandes corporaciones transatlánticas quienes entonen
el paternalismo comercial y recuerden a los legisladores las virtudes del diálogo social, las políticas de empleo, el fraude fiscal, la reducción de la desigualdad o los peligros de absorber a las empresas más pequeñas a través de fusiones. Ante estos dilemas que nos definirán como sociedad parece que los grandes baluartes políticos europeos se han decantado por poner en jaque su capacidad de influencia futura con el fin de que las industrias predilectas incrementen sus beneficios a corto plazo. Una idea que ha entendido bien Anthony Luzzatto Gardner, embajador norteamericano en la Unión Europea, quien ha perseguido con especial ahínco cerrar el TTIP. Si lo logra, podríamos afirmar sin lugar a dudas que este hombre ha tenido un impacto económico tan grande como ningún otro embajador desde los tiempos de la posguerra. Entonces, la iniciativa de Estados Unidos llamada «Plan Marshall» consistió en darle a Europa occidental unos 13.000 millones de dólares para que reconstruyera los países devastados. Ahora, como dice el propio Gardner, «se trata de ayudarla a recuperar su peso en el mundo». En cierto modo, el tratado le ofrece la oportunidad de mantenerse en el radar de Estados Unidos. Aunque la competición clave ya no es militar, sino social y económica, el acuerdo transatlántico también puede volver a instalar la jerarquía dentro de la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN) y desarrollar un núcleo de países afines y capaces de compartir intereses económicos y políticos. A pesar de la asociación de seguridad transatlántica, que continúa siendo la piedra angular, la mirada de Estados Unidos está puesta cada vez más en el Lejano Oriente. Con el degradado presupuesto europeo en Defensa, el TTIP podría servir además como la segunda ancla que Estados Unidos tiene con este Viejo Continente, una justificación convincente para que nuestros líderes sigan apoyando un fuerte vínculo entre ambos bloques. Al fin y al cabo, aunque los funcionarios de los dos lados usen el lenguaje diplomáticamente correcto de «cooperación», una cosa parecen tener clara todos ellos: sin el TTIP, el «pivote del Pacífico» que prepara Washington disminuiría aún más la relevancia estratégica de Europa. Repiten este mensaje de forma ciega y sin certeza alguna de que esta clase de alianzas vaya a establecer las normas para el siglo XXI. Incluso si lo hiciera, ese fenómeno se produciría en áreas muy concretas. En realidad, este tratado no está planteándose para «revitalizar a Occidente», sino para banalizar a la Unión Europea.
EL TEMOR AL OGRO DE CHINA
El equilibrio del mundo se tambalea. Estados Unidos ve amenazada la hegemonía del orden liberal mundial y los países europeos pierden a su protector oficial. Como lo han hecho a través de Asia, África y América Latina, los estrategas chinos están tratando de valerse de su peso económico para ejercer influencia diplomática en Europa, especialmente en estados con problemas de liquidez en el este y el sureste. Incluso Alemania, Italia o España han visto penetrar a China a base de comprar equipos de fútbol o empresas farmacéuticas y tecnológicas. La visión de que ambos bloques transatlánticos deben cooperar para impedir que la potencia amarilla se convierta en el próximo referente ha cobrado cierta credibilidad en Bruselas. De hecho, en las mentes de muchos funcionarios europeos se mantienen los telones de acero, y no los derribarán mientras la potencia china siga en pleno vigor. La autoridad invoca siempre el argumento económico para justificarse. De forma solemne repiten que necesitan la liberalización del comercio para detener a China. «Cede tu capacidad de decidir a las empresas. Será mejor, al fin y al cabo. Ellas saben istrar mejor», argumentan, o eso parece. Es esa mentalidad — similar a la que existía en los años setenta con Japón, a quien el capitalismo liberal ya absorbió a través del TPP—, junto con el miedo a dejar de ser los creadores de estándares mundiales, la única que respalda el TTIP, pero los encargados de darle forma se esfuerzan por camuflarla con diversas vaguedades. «No se trata de grandes corporaciones, sino de las pequeñas y medianas empresas. Usen historias para contar que el TTIP les permite eliminar duplicaciones», decía el embajador Gardner, como dejando pasar que el 80 % de las exportaciones que salen de Estados Unidos corresponden al 1 % de las empresas activas en el sector. Era un 26 de enero y nos encontrábamos en un desayuno organizado en el salón de del Parlamento Europeo que organizaba SME Europe, un think tank del Partido Popular Europeo (PPE) que trata de «dar forma a las políticas de la UE para pymes de una manera más amigable». Acompañado de Maria Åsenius —jefa de gabinete de la comisaria de Comercio europea, Cecilia Malmström—, Iuliu Winkler, vicepresidente de SME,
y un buen número de eurodiputados, el embajador hizo alarde de los grandes beneficios que tendría para las pymes un tratado de estas características. «¿Cuándo Estados Unidos se ha convertido en un enemigo de Europa?», se preguntaba Gardner intentando fomentar ese poder blando. «Las negociaciones comerciales son la última oportunidad de influir en la globalización», añadía como quien deja caer un mensaje de apremio. Hay una enorme corriente que ilustra el TTIP como un intento para enfrentarse a China y aislarla. Lo cierto es que se trata más de una intención para que Beijing se abrace a las normas del orden liberal mundial, que no le quede otra opción. El peligro es que la nueva creación de bloques, esta vez en forma de tratados de comercio, reconoce un fracaso: la posibilidad de crear un mundo global sin barreras, esa utopía que impulsó los inicios de la Unión Europea tras la Posguerra Fría. Cuanto más altas sean las barreras que establezca ese ambicioso y excluyente club constituido por las democracias del Atlántico que es el TTIP, menos probable será que las potencias emergentes puedan adoptar las reglas occidentales. No solo los estados europeos fracasan en su inquina por sentar las normas mundiales, sino que, como dice el escritor Hauke Ritz, de continuar estas políticas, los efectos podrían ser devastadores: «Estallarían con toda probabilidad nuevas guerras en Oriente Próximo, las cuales, como ha ocurrido ya, desatarían una nueva ola de resentimiento antioccidental. En las últimas fases de este desarrollo surgirá un mundo en el que los estados occidentales librarían conflictos a gran escala con grandes partes del hemisferio sur y del este. La catástrofe de la política exterior sería manifiesta y los spin doctors no serían capaces ya de maquillarla»[26]. Se ha ido imponiendo la idea de que la resolución de la crisis necesita un acuerdo que impulse la creación de empleos y la cooperación transatlántica, con el fin de que, inevitablemente, los chinos se queden rezagados en la cuneta. Y un tratado de comercio es un gran salto adelante, porque sienta unas dinámicas que hacen irreversibles las privaciones de lo más básico. Precisamente en 1958, el líder chino Mao Tse Dung ya propuso con ese mismo nombre un atrevido experimento dirigido nada menos que a implantar la idea comunista. No obstante, su «Gran Salto Adelante» supuso un tremendo fracaso por la brevedad con la que se planteó. No lo fue en cambio la Revolución Cultural que Mao culminó en noviembre de 1965. La algarada social tuvo como resultado que los moderados, los que amenazaban con sacar a Mao del poder, fueran marginados. Además, fue desterrado el menor atisbo de discusión sobre las carencias económicas y sociales que sufría el país. Lo define bien un chiste ruso que dice
algo así como que nada de lo que afirmaba el comunismo sobre sí mismo era verdad, pero todo lo que proclamaba del capitalismo se quedaba corto. Ya lo enunciaba el consejero de Seguridad Nacional de Richard Nixon y Gerard Ford, Henry Kissinger: «Terminado el proyecto de exportar la revolución comunista, Asia se convirtió a finales de la época del presidente Ronald Reagan en un territorio formado por estados discretos con Gobiernos soberanos, fronteras reconocidas y un concepto que comenzaba a echar raíces: recuperar su papel histórico y convertirse de nuevo en el continente más productivo y próspero»[27]. Y, como aceptaban en 1982 durante un Congreso del Partido Comunista sobre su compromiso de mantener a raya las aspiraciones de las superpotencias: «China considera como un deber internacional sagrado la lucha decidida, junto con los demás países del Tercer Mundo, contra el imperialismo, la hegemonía y el colonialismo»[28]. Cualquier comparación entre épocas puede caer fácilmente en la distorsión, pero no cabe duda de que el foco con el que mirábamos una realidad que nos venía dada se está desplazando de forma agresiva. Miren lo que ocurre en la actualidad como si lo hicieran a través de una ventana. Ese es su sentido común, los estragos y las concesiones que están dispuestos a tolerar para vivir en una sociedad mundial. Vuelvan a mirar dentro de unos años y verán que todo ha cambiado. Sucede en ciertos momentos clave de la historia que la tradición se gesta antes que los hechos, y cuando eso ocurre, nos convertimos de manera inexplicable y casi aterradora en lo que llegaremos a ser más tarde. Las mayores amenazas no vienen de China, sino de nosotros mismos.
ALEMANIA Y EL IMPERIO VOLKSWAGEN
La caída del muro de Berlín (1989), la reunificación alemana (1990) y la dislocación del imperio soviético (1991) no solo alteraron la geopolítica mundial y definieron la vida de cientos de millones de europeos y alemanes, sino que abrieron la puerta a los intercambios comerciales. Con tantos nuevos mercados, Angela Merkel no puede evitar plantear políticas que van en detrimento de sus socios europeos, ya que el 60 % del comercio alemán depende de la Unión Europea. En 2007, antes de la crisis, Alemania obtuvo un superávit comercial de casi 200.000 millones de euros, mientras diecinueve de los otros veintisiete países registraron déficit en su comercio exterior. El paradigma es el siguiente: la firma del TTIP provocaría un aumento del 32 % de las exportaciones de los fabricantes de coches alemanes, unos 6,5 billones de ganancia, según los datos más ambiciosos de la Cámara de Comercio de Estados Unidos. Grosso modo, y para que el consumidor español se haga una idea de lo que ganaría con la firma del TTIP, el precio por comprar un coche Volkswagen se reduciría en un 1,3 %. Es decir, 130 euros de ahorro por cada 10.000 euros de inversión. En cambio, los precios para el consumidor en otras materias básicas se verían aumentados en, al menos, un 0,3 %. A medida que las debilidades inherentes de las economías occidentales se han ido convirtiendo en un tema de debate público y el capitalismo más virulento ha quedado en evidencia, sus escuderos han salido a la palestra. «Con los acuerdos comerciales y de asociación transatlántica estamos ante una oportunidad histórica: Europa y Estados Unidos pueden ahora establecer conjuntamente las normas que darán forma a nuestro mundo en las próximas décadas. Si reconocemos nuestras reglas y regulaciones entre sí, entonces este acuerdo será un motor para la ubicación de las empresas en Europa»[29]. Estas palabras corresponden a Martin Winterkorn, exdirector general de Volkswagen AG. Hablaba sobre el Acuerdo Transatlántico de Comercio e Inversión momentos después de que comenzaran las negociaciones. Su voz no era la única. En un alegato feroz a favor de la liberalización, toda la industria automovilística entonó la misma oda. Desde el CEO de la americana Ford, hasta otras voces de la industria alemana con enorme influencia, como las de BMW o Daimler. También
el que en aquel momento era presidente de Porsche AG, Matthias Müller. Tras el fraude de Volkswagen, Müller se convirtió en el flamante CEO de Porsche. Ciertamente, el hombre ha demostrado una buena cintura en la gestión de escándalos: estuvo a cargo de Porsche cuando, en 2012, un asesor de la marca fue acusado de redactar un proyecto de ley en el Parlamento Europeo — presentado después por un eurodiputado checo— que habría debilitado las leyes de contaminación acústica de la Unión Europea. No podía faltar en la granada lista de nombres Matthias Wissmann, el director del gran lobby automovilístico alemán que fuera ministro de Transporte cuando la joven ministra de Medioambiente, Angela Merkel se estrenaba en la política de altura. El TTIP es de enorme importancia para las marcas germanas, que son las que tienen más intereses en Estados Unidos, y ven como Tesla puede romper su mercado. Aún más si cabe agrada a las americanas General Motors, Ford y Chrysler (ahora fusionada con Fiat), cada vez más inmersas en la globalización. Al unísono, y con informes financiados para blindar sus argumentos, los padres de la industria alemana aseguran que el acuerdo transatlántico ofrece una oportunidad única para armonizar reglamentaciones técnicas y que, liberando recursos para invertir en nuevas tecnologías (como los coches autoconducidos), se podrán asegurar los empleos e incluso crear nuevos puestos de trabajo. «Perdemos dinero sin ese acuerdo porque necesitamos diferentes retrovisores, luces intermitentes o luces traseras en función de si un coche se vende en Estados Unidos o Europa», me decían en su oficina de Berlín dos representantes de la patronal alemana (BDI), uno de los grupos de presión europeos que, en su campaña a favor del TTIP, ha llegado incluso a colocar publicidad en el aeropuerto. «Solo hablamos de eliminar un doble requisito burocrático —repite la comisaria de Comercio europea, Cecilia Malmström—. Ahora los coches tienen que pasar dos pruebas distintas para ser homologados, una en Estados Unidos y otra en Europa. El sector del automóvil, que emplea a dos millones de personas en España, también se beneficiará del tratado. Con el TTIP queremos eliminar duplicidades en los tests mientras mantenemos el mismo nivel de seguridad». Siendo honestos, esto no tiene nada que ver con eso que a los expertos les gusta llamar «barreras no arancelarias» (normas técnicas para los enchufes eléctricos o piezas de automóviles). Utilizar ejemplos extremadamente concretos y técnicos es una buena forma de evitar el debate sobre lo que fraudes mundiales como el de Volkswagen ponen de
manifiesto: el peligro que tiene colocar los estándares más bajos al mismo nivel de otros más altos, ya que permite elegir la opción menos estricta. Cuando en un acuerdo comercial como el TTIP a los tramposos se les ofrecen todas las posibilidades del mundo para evitar las regulaciones más fuertes, también se generan choques de calado. Si una de las partes quiere reforzar sus controles, estos pueden quedar bloqueados por la otra. Y si existe una regulación más ambiciosa, probablemente una de las partes comenzará a exigir mayores revisiones en la regulación contraria para no perder terreno competitivo. El truco está en alimentar un círculo vicioso que, pese a no implicar una desregulación directa, sienta dinámicas poco tendentes a implantar normas estrictas en el futuro. Les pone un techo. Se trata de costumbres, cuestiones relativas a las regulaciones ambientales y de la salud las que se ponen en jaque; formas de entender la toma de decisiones europea que se alejan mucho del interés general y que el TTIP formaliza. Los fabricantes de coches son uno de los grupos de presión más poderosos de Bruselas. En total, la cantidad que gastaron en ejercer su influencia en las legislaciones comunitarias durante 2014 ascendió a dieciocho millones de euros, según el Registro de Transparencia de la Unión Europea. Pese a la existencia de veintiocho estados en la Unión Europea, este lobby solo habla un idioma: el alemán. Y uno es el nombre que sobresale entre todos, el grupo Volkswagen. Un hombre de unos cuarenta años que actualmente trabaja en lo más alto de la Unión Europea, ahí donde nacen las legislaciones, me comentaba con todo lujo de detalles cuál es el proceso que siguen los grandes grupos de influencia para ejercer su potestad sobre las regulaciones europeas: «Para dar forma a una medida escucho todas las voces, sobre todo las de la industria, y trato de estimar los costes que tendría para ella cada decisión. Soy la primera persona interesada en que no les perjudique». Poco después de la noticia del engaño de Volkswagen, organizamos una entrevista en un bar cercano al Museo del Coche de Bruselas, junto al Parque del Cincuentenario. El alto funcionario reconocía que «para los fabricantes de coches, esas estimaciones nunca son suficientes. Siempre acuden a mis superiores, gente que sabe menos desde un punto de vista técnico y que, por tanto, es mucho más manipulable, con el objetivo de convencerles de que no tengo razón». Tras casi una hora describiendo la perversión de algunos procesos internos de su departamento, el hombre —al que hablar demasiado le habría costado el puesto— pagó las dos cervezas con un billete de diez euros, se marchó con prisa dejando las vueltas y una pregunta en el aire. «¿A quién crees
que escuchan: al estúpido funcionario o a esos a quienes les regalan los oídos en los grandes eventos?». La agenda de la industria del automóvil ha sido clara desde el principio, defendiendo a ultranza el tratado con Estados Unidos. Incluso ha elaborado una lista muy específica con sus preocupaciones para acabar con las normas existentes a través de la Cooperación Reguladora, mecanismo gracias al cual espera, según datos oficiales, beneficiarse —junto a la industria química— del 59 % de los beneficios, fruto del aumento exportaciones. El lobby del automóvil ha gozado durante años de la ayuda de la Comisión Europea. De acuerdo con los documentos filtrados procedentes de reuniones mantenidas entre los dos bloques, un año antes de que las negociaciones del TTIP comenzaran, representantes europeos concluyeron que «cualquier propuesta basada en las aportaciones de la industria del automóvil debía ser impulsada en las negociaciones»[30]. Buena parte de la influencia que se ejerce en Bruselas sobre cualquier asunto que afecte a los vehículos europeos procede de dos grandes grupos de presión empresarial: la Asociación Europea de Fabricantes de Automóvil (ACEA, por sus siglas en inglés) y la Asociación de la Industria Automotriz Alemana (VDA, por sus siglas en alemán). La ACEA y los que la componen dan cobijo a la mitad de todos los lobistas de la industria de los coches. Por su parte, el VDA cuenta con un presupuesto de 2,5 millones de euros y 31 profesionales que representan sus intereses. En ambas organizaciones, Volkswagen goza de un puesto honorífico, como también en la siempre citada organización transnacional BusinessEurope. Ningún fabricante destina tanto dinero a su departamento de public affairs como Volkswagen: casi 3,5 millones, cinco veces más que los 700.000 euros que declara Fiat, la única marca no alemana que se acerca tímidamente a los puestos de cabeza en lobby. La cifra que la marca hacía pública en 2009 apenas llegaba a los 250.000 euros y tenía en nómina a cuatro lobistas. Ahora Volkswagen posee 43 profesionales acreditados en Bruselas, más del doble que BMW y Daimler juntos (catorce) u Honda, que tiene a diez personas a su cargo. Por ejemplo, la ACEA es el segundo grupo de presión que representa los intereses de la industria que más encuentros tuvo en conversaciones sobre el TTIP con los oficiales de la Dirección General de Comercio (dieciséis) durante el período que va desde enero de 2012 hasta febrero de 2014. En total, el poderoso fabricante automovilístico ha logrado acceder a los tomadores de decisiones europeos hasta en cuarenta ocasiones en el marco del tratado de
comercio con Estados Unidos. Se ha establecido una rendición de la ética al servicio del bien privado que camina de la mano con una complicidad, y en todos los niveles, con los fabricantes, concretamente con los alemanes. Una perversión que la cultura del secreto protege y tolera. Durante meses traté de conseguir que uno de los encargados de monitorizar las cuestiones comerciales en la ACEA me concediera una entrevista, aunque fuera off the record, para entender cómo los fabricantes de coches habían logrado retrasar toda clase de legislaciones europeas durante más de treinta años. Nunca quisieron recibirme. «Mis colegas no disponen de tiempo material para hablar cara a cara contigo. Pero estaré encantado de proporcionar respuestas a las preguntas escritas que me mandes por correo», respondió en una ocasión Cara McLaughlin, su directora de Comunicación. Una práctica muy frecuente entre quienes creen que tratan con encuestadores en lugar de con periodistas. Así que, cuando tuve la oportunidad, acudí a uno de sus eventos. «La credibilidad se consigue cuando un buen número de personas afines andan por ahí expandiendo tu mensaje», escuché decir dos días después de San Valentín. Me encontraba en el museo bruselense del Cincuentenario, un parque de treinta hectáreas que define la línea entre el tráfico incesante del barrio europeo y la tranquilidad de Etterbeek. Es complicado movilizar cuatro camiones de varias toneladas en medio del hermoso terreno que, en 1880, construyó el rey Leopoldo II para conmemorar los cincuenta años de la independencia belga. Pero ahí estaban dando la bienvenida a los participantes en el acto, llamado «Reducir juntos el CO2 en el sector del transporte», organizado por la ACEA. Si se suma su gasto y el de cada uno de sus quince , hablamos del 80 % del que emplea en lobby todo el sector. En el evento me tropecé con un público vibrante que escuchaba y aplaudía mientras veía pasar a distintos portavoces de la industria. Un sistema similar al que usan los soportes publicitarios de las paradas del tranvía de los alrededores. «Estamos acelerando la reducción de las emisiones de CO2. Sí, es verdad que hemos hecho mucho, pero podemos hacer aún más con el compromiso de todos los fabricantes», dijo en la intervención de apertura el presidente y CEO del Grupo Volvo. «Nuestro objetivo más importante es reducir a la mitad nuestra huella en el clima», añadió el secretario general de la ACEA. Sorprendía, al menos a mí, escuchar esas palabras en boca de los líderes de una industria como la del transporte, la única que no ha reducido sus emisiones en los últimos años.
En ese mimetismo que a veces caracteriza a Bruselas, la diferencia entre las empresas que se deben regular y los colegas a los que agasajar es una línea difusa. El eurodiputado conservador holandés Wim van de Cam lo demostró durante su palique en aquel honorable acontecimiento de la ACEA: «Sois creíbles y competitivos», dijo, embelesado, tras haber contado minutos antes que cuando era pequeño quería ser banquero o conductor de tractores. «Al final fui listo y me hice político», reconoció en un arrebato de sinceridad que provocó las carcajadas de los presentes. Y siguió: «Diablos, los políticos nunca estarán contentos. Mis colegas de la izquierda les dirán que no están haciendo lo suficiente incluso cuando ustedes alcancen el cero por ciento de las emisiones. Y yo les digo: no castiguemos al sector del automóvil: más impuestos no es lo correcto». Tenía al auditorio en el bolsillo y se sentía como en la piel de una estrella de rock en el momento álgido del concierto. «El lobby empieza en casa. Si presionáis a vuestros ministros, tendréis el trabajo hecho en Bruselas», aconsejó permitiéndose un lujo que acaba con cualquier tipo de diferencia: el tuteo. Curiosamente, entre los ponentes estaba también Marjolijn Sonnema, directora general del Ministerio holandés de Medioambiente e Infraestructura, que minutos después hizo poco por desmentir las afirmaciones de su colega en el Parlamento Europeo: «Vuestro desarrollo va a traerle muchos beneficios a esta sociedad —dijo—. Yo lo creo, de verdad». Las últimas palabras del diputado conservador estuvieron dedicadas al TTIP: «Soy responsable de que esa negociación llegue a buen puerto, y quiero que tengáis las mejores condiciones». No fue una declaración de intenciones, sino una petición de indulgencia. El 27 de marzo, el miembro de la Eurocámara hizo una recomendación a la Comisión de Transportes para incluir el sector ferroviario y naval en la mesa de negociaciones comerciales. Finalmente, fue rechazada[31]. «Nadie en el Parlamento Europeo es tan claro como yo. Con lo que habéis conseguido estos años, todos los políticos deberían callarse. Pero las emociones son más importantes que los hechos y las tenéis que demostrar», sentenció ante el aplauso mayoritario. En la comida posterior, un eurodiputado que hacía en aquel momento las labores de catador de empanadas describía lo que sentía en shows de ese tipo: «Yo les miro y solo veo los empleos que generan en mi país. Y, seamos sinceros, sin empleos no hay votos». En todo acto público, el nombre de la empresa va seguido del número de trabajadores que tiene a su disposición; forma parte de su presentación. La retórica de los empleos es elemental, y más en una industria con una facturación que en 2015 superó los 400.000 millones de euros y que
emplea a uno de cada veinte trabajadores alemanes. Ha ocurrido que el argumento de los puestos de trabajo se ha impuesto a cualquier otra consideración, como, por ejemplo, a los estudios científicos elaborados en las propias instituciones europeas que alertaron en dos ocasiones de los excesos en las emisiones producidas por los vehículos de grandes motores[32]. Es la tentación saciada del autoenriquecimiento sin límites que surge en cualquier capitalismo. Pero cuando sucede y no se regula, el resultado es tóxico. Martin Winterkorn renunció el 22 de septiembre de 2015 como director ejecutivo de la compañía junto con otros tres altos cargos del grupo automovilístico más importante de Europa: «Volkswagen necesita empezar de cero. Con mi dimisión, estoy allanando el camino para ello». Lo afirmó tras hacer público el despido que le da derecho a una pensión de 28,6 millones de euros. Uno de los escándalos más grandes en la historia de Alemania había estallado. Volkswagen instaló de forma ilegal un software que le permitió mentir sobre los resultados de los controles técnicos de emisiones contaminantes de NOx en once millones de automóviles con motor diésel vendidos entre 2009 y 2015. Esta sustancia es responsable de 23.500 muertes prematuras al año. Tres de media cada hora por la mala calidad del aire. Se te mete por los alveolos intoxicándote. Te ejecuta. El engaño de Volkswagen no acabó con los NOx y los motores diésel, como en un principio afirmó el sello de coches alemán. Más tarde la compañía reveló nuevos errores a la hora de medir las emisiones de CO2 de los escapes de 800.000 vehículos diésel y gasolina, Audi, Skoda y la española Seat entre ellos. Volkswagen, tan pronto como puso en jaque la confianza de sus consumidores, se apresuró a pedir perdón. Una espontaneidad que a veces aflora en los menos arrepentidos. Al mismo tiempo, los fabricantes europeos encabezados por la ACEA empezaron a hablar de un fallo puntual, «una manzana podrida», y a echar balones fuera. «Permítame señalar que nuestra organización no presiona en nombre de una marca, sino en la de los intereses comunes de quince fabricantes», me decía su portavoz, Kasper Peters, en un correo del 29 de septiembre de 2015, con un argumento que podría hacerle parecer proteccionista al más devoto liberal: «Estamos sujetos a unas ochenta directivas de la Unión Europea y a más de setenta acuerdos de regulación. El del automóvil es uno de los sectores más regulados en Europa; quizá eso le sirva para entender los últimos acontecimientos políticos». Lo que sí supuso una ayuda fue revisar las comunicaciones hechas públicas por
el The New York Times a finales de 2015, que mostraban cómo Volkswagen había tratado de acabar con aspectos clave de las pruebas de emisiones de automóviles en Europa, unas pruebas que, además, falseaban. «Estos temas deben ser eliminados», escribió en 2014 un ejecutivo de la marca de automóviles a los encargados de redactar las regulaciones en la Comisión Europea. Aunque, como revela la documentación del tabloide, quien realmente lo redactó fue la ACEA[33]. El historial de regulaciones europeas que la industria automotriz, con los germanos a la cabeza, ha tumbado se remonta hasta el inicio de los años noventa del siglo pasado. Fue en 1996 cuando la Unión Europea acordó llevar a cabo una estrategia comunitaria para reducir en un 35 % las emisiones de dióxido de carbono de los nuevos vehículos antes de 2010. El acuerdo se produjo tras un diálogo entre la Comisión Europea y la industria iniciado en 1993[34]. Precisamente hacer que su cumplimiento no fuera obligatorio fue el primer gran triunfo de los fabricantes de vehículos; el segundo fue posponer la fecha para lograr el objetivo: de 2010 a 2012. Cuando, más de diez años después de la victoria, en 2006, los legisladores europeos intuyeron que no habría avances para 2012, el entonces comisario del Clima, Stavros Dimas, declaró «haber perdido la fe en un acuerdo voluntario» e instó a sus colegas a apoyar una nueva legislación vinculante. La ACEA, para desmarcarse de las normativas europeas, ha estado buscando de forma reiterada nuevas excusas. En 2011 expresó que «revisar los ajustes de los motores —como pedía Europa— implicaba operaciones muy complicadas y costosas», y que por ello había que retrasar aún más la implantación de los objetivos europeos en materia de reducción de la contaminación. «Es necesario un largo período de preparación y adaptación de los vehículos, de cinco años como mínimo», señalaban buscando otras vías de ataque. La Unión Europea lo entendió y pospuso su objetivo de emisiones de nuevo, hasta 2015. Ese fue el tercer gran triunfo del que se tiene constancia. Cuando un fabricante miente sobre uno de sus productos que emite gases contaminantes, pone en peligro la salud. Y es grave. Esas personas han generado una dinámica que consiste en que uno se coloca en lugar del otro en los distintos organismos de decisión europeos para que a nadie se le ocurra llamarles la atención. La Comisión ha permitido esta práctica endogámica de forma sistémica con el mismo subterfugio que entonaba aquel eurodiputado holandés, Wim van de Cam: «La gente necesita a la industria más que nunca. Sí, han hecho
las cosas mal a veces. Pero a la gente no le importa cómo lo hagamos, sino que acarree bienestar». En algún momento alguien debió de pensar que algo tan grave como la salud pública se podía gestionar como si se tratara de una timba de póquer entre camaradas. Angela Merkel parece no entender que en pocos años los alemanes se han convertido en el «bando malo» de Europa, y también en los que han tomado la iniciativa para forjar una nueva unión. Buenos y malos, pero nunca unos tramposos que ponían en entredicho el contrato social a cambio de la supervivencia de su industria más pesada. La honorabilidad, el respeto y el liderazgo de una nación desaparecen ante el miedo. Ninguna nación puede solucionar los problemas globales por sí sola. La hazaña de Merkel con el TTIP no funcionará porque sus propósitos oscilan entre dos obsesiones, que también son sus temores: liderar el país más poderoso de Europa y el miedo a saber que, aún así, es demasiado débil para intentar un dominio internacional.
LA BANCA SIEMPRE GANA
Si en Alemania se dio un fenómeno poco extendido entre los que dicen profesar el libre comercio (el Gobierno germano, como acabamos de ver, guarda una estrecha relación con su industria automovilística y la protege ante cualquier adversidad), en Inglaterra ha sucedido el fenómeno contrario pero con el mismo objetivo: se impulsa la destrucción de cualquier barrera al comercio o a la inversión para que el cortijo financiero británico obtenga más beneficios. Los caprichos de uno y otro guían las grandes decisiones sobre la Unión Europea. En este sentido los datos son claros: el sector automovilístico y la industria de servicios financieros serán los grandes beneficiados del TTIP. Lo reconoce la propia Cámara de Comercio de Estados Unidos en sus informes. Mientras los ciudadanos ingleses verían reducido un 0,8 % del equipamiento para transporte, derribar las barreras que propone el tratado beneficiaría sobre todo a los servicios financieros, con un incremento del 1,3 % de la producción de servicios, y a las aseguradoras británicas con un 0,9 %. Este dato es de suma importancia, ya que los servicios financieros representan el 10 % del PIB británico. Sea como fuere, incluso con la salida de Reino Unido de la Unión Europea y la llegada al poder de un Gobierno con ninguna intención de negociar un acuerdo de libre comercio con Estados Unidos, se conservaría el impacto de las regulaciones europeas. Cualquiera de las disposiciones necesarias para que se mantengan diferentes niveles de al mercado requiere la aceptación de las regulaciones de la UE, sin que los británicos puedan decir algo en su elaboración. «Hay una perversión del poder público que empieza a nivel local en una serie de países fuertes. Es la regulación europea la que debería restablecer ese equilibrio, pero no lo hace. El problema no ha sido la falta de normas, sino que las que había no eran las correctas», me explicaba el jefe de una unidad que gasta casi cinco millones de euros en lobby, con un equipo de varias docenas de profesionales a su disposición. «La banca es, en origen, decente y honorable. También una profesión imprescindible, porque los trabajadores necesitan que nuestro crédito llegue. Solo el mercado de divisas mueve diariamente 5.000 millones de dólares. Lo que ha ocurrido es que algunos han tratado de hacer
dinero con los ahorros de otras personas, que, a su vez, trataban de hacer dinero con más dinero. Eso es especular; y nos jodió la credibilidad. Se destruyó el vínculo que teníamos con la sociedad», se confesaba con un halo de fanatismo aquel lobista en la sala de reuniones de su cuartel general. Hablaba con celo, no se mordía la lengua, se esmeró en no dejar nada en el tintero y señaló directamente a un responsable: «La City de Londres tiene muy pocos aliados en esta ciudad porque cada vez hay más gente que piensa que tenemos que hacer algo para regular el capitalismo financiero. La Unión Europea está muy presente en la Milla Cuadrada londinense y exige con frecuencia mayor control, pero eso siempre sienta mal. «Y si pierde la City —dicen—, pierde Europa». Londres y la City son dos ciudades distintas pero iguales, cuya historia se sostiene y retroalimenta. La capital británica es un reflejo claro de la disparidad de derechos básicos entre unos y otros, al mismo tiempo que una pieza clave en el ejercicio del poder global. La brecha entre hogares clasificados como ricos y pobres ha crecido en toda Inglaterra durante la última década. Y no es otra que la metrópoli londinense la que alcanza el récord de ser la más desigual del mundo desarrollado, con diez personas que acumulan 273 veces la riqueza de la décima parte inferior. Lo que se constató en 2010 significa un abismo que no se contemplaba desde los días de las sociedades esclavistas. El papel histórico de la realeza como contrapoder en su momento granjeó a la City el reconocimiento como institución y un estatus político único que ahora mantiene. Su Parlamento, de los más antiguos de todo el mundo, sigue funcionando casi un milenio después de forma autónoma, aunque dentro del marco legal británico. Una situación extemporánea. Un estado dentro de otro estado que nunca quiso extender sus tentáculos de forma geográfica; solo mantener el poder absoluto de su territorio, que ha resistido durante mil años a prácticamente todos los intentos de monarcas y Gobiernos de frenar su vasta riqueza e influencia —hasta la llegada del Brexit, que podrá desplazar a la City de Londres a Fráncfort, París o Dublín—. Pero para entender el aumento de su poder hay que remontarse al viaje que, en el siglo XVI, hizo uno de sus alcaldes a la ciudad belga de Amberes, la más rica de entonces. Cuando volvió a Inglaterra, en 1565, creó una lonja en Cheapside, la calle que conecta la catedral de San Pablo y el Banco de Inglaterra, y extrapoló el modelo al entonces corazón londinense: el crédito bancario y el saqueo imperial del nuevo mundo eran las claves. Utilizaron mano de obra británica, jóvenes afanados en vender tres o cinco años
de su vida en plantaciones locales que pronto fueron sustituidos por cautivos africanos comprados por poco dinero. Primero sirvieron como trabajadores y, cuando el método resultó ser insuficiente porque la demanda aumentó, se convirtieron en esclavos. Al mismo tiempo, los bancos adquirieron gran libertad de acción y bastante autonomía, lo que motivó que el Ejecutivo recaudara una ingente cantidad de dinero para apoyar a sus barcos en las guerras. Contribuyó también a que las empresas británicas se desarrollaran en el exterior, como las plantaciones de bienes de consumo tan codiciados como el azúcar, el café y el algodón. La esclavitud proporcionó una mano de obra gratis que desembocó en crecimiento económico y que se tradujo en lo que se llamó «Revolución industrial». El resultado: la modernización europea. Una estrategia sin fisuras que provocó en el siglo XVII el rápido desarrollo de la economía británica, reemplazando a Ámsterdam, Amberes, Génova, Venecia o, antes, Austria como centro de arbitraje del comercio internacional. Londres se adueñó del Atlántico y fundó Hong Kong y Wall Street. Y cuando había problemas, los litigios se resolvían en los tribunales de la City. Ahora supone un 14 % de la economía británica y ha sido el principal centro financiero de Europa. El mayor orgasmo financiero que ha experimentado desde entonces la villa de Londres llegó de la mano de Margaret Hilda Thatcher, la primera mujer que ejerció como primera ministra en el Reino Unido, desde 1979 hasta 1990. Sus políticas de tono neoliberal llegaron a ser conocidas como «thatcherismo». Su firmeza para dirimir los asuntos de Estado, amaestrar a los ministros de su Gabinete y poner en marcha una política monetaria robusta le granjearon el apodo de «La Dama de Hierro». El acuerdo, en 1983, entre el Gobierno de Thatcher y la Bolsa de Londres, que provocó la repentina desregulación de los mercados financieros se llamó «Big Bang». Las recetas emprendidas incluían, entre otras, la abolición del cobro de comisiones fijas, la distinción entre corredores e intermediarios de Bolsa, y el comercio basado en pantallas electrónicas. Una alfombra roja a la ciudad de las finanzas que las mayores bestias del mundo no dejaron escapar. «¡La Bolsa vota por Maggie!», palmeó el vespertino Evening Standard tras las elecciones[35]. Un retrato de cómo actúa el cortijo de las finanzas británicas en Bruselas lo esboza una comida informal que tuvo lugar el 8 de mayo de 2015, en Londres, entre Gary Campkin, director de estrategia internacional en la City; John Cooke, presidente del comité para la liberalización de los servicios financieros, y Maria Åsenius, la mano derecha de Cecilia Malmström. Otros quince altos de la Milla Cuadrada estuvieron presentes, como señalan documentos recogidos
mediante peticiones de información[36]. La reunión tuvo lugar un día después de que las elecciones generales británicas auparan al conservador David Cameron a la Presidencia y tras la octava ronda de negociación sobre el tratado de comercio con Estados Unidos. La intención: charlar de forma distendida sobre la protección de inversores y las normas a ambos lados del Atlántico. En la capital europea hay más empleados de la industria que ayudan a influir en las políticas financieras que funcionarios públicos en la Comisión que las regula. Según Alter EU, una organización especializada en grupos de expertos, hay 229 asesores en comparación con los 150 trabajadores de la Dirección General de Mercado Interno[37]. Ocho de los diecinueve grupos de expertos que prestan asesoramiento externo regular a la Comisión están dominados por los de las instituciones financieras privadas. El sector financiero gasta 120 millones de euros al año en lobby en Bruselas y cuenta con 1.700 personas entre sus filas. Solo el conjunto de banqueros británicos representan casi el 40 % de esta cifra, 34 millones. No hay buenos y malos, sino el interés particular de los grandes bancos de inversión y del resto (asociaciones y federaciones nacionales más pequeñas). Por poner un ejemplo, la respetada agrupación para los mercados financieros en Europa (AFME) dispone de setenta personas para llevar a cabo la tarea de ejercer presión sobre las instituciones y gasta cerca de ocho millones de euros al año en ello. Su misión se basa en trasladar a los que toman las decisiones los intereses de los grandes bancos europeos —ya sean comerciales o de inversión —, como el Santander, Barclays, BNP Paribas, Deutsch Bank, BBVA, HBSC o JP Morgan en uno de los grandes temas comunitarios: el acuerdo transatlántico con Estados Unidos (TTIP). Son asociaciones empresariales de distintos países que desarrollan sus actividades de forma paralela a los propios bancos, que también tienen sus equipos. Entre lo que gastan en lobby los ocho citados sobre estas líneas, la suma de dinero invertido asciende a casi diez millones de euros y 64 personas trabajando día y noche como portavoces de sus ideas en Bruselas. Al final del día, el dinero invertido en lobby solo muestra la capacidad de influencia de una determinada industria; las reuniones suponen la cara visible de la cortesía informal de nuestros líderes con una de las industrias más influyentes, pero ni el TTIP ni el resto de los tratados se pueden entender sin las dinámicas que se han desarrollado en Europa durante los últimos años. Y para eso hace falta remontarse al pasado un poco más. Al menos hasta el 11 de noviembre de 2010. Fue entonces, tras haber abocado a Occidente, dos años antes, a una crisis
sin precedentes, cuando se consumó el primer gran triunfo de la industria financiera sobre los legisladores europeos. Se trataba de la regulación de los fondos de inversión, una interpretación diluida de una propuesta de la Comisión Europea, que, a su vez, era una pálida sombra de lo que fue defendido previamente por la mayoría de diputados en el Parlamento Europeo. Los fondos de cobertura y de capital privado son dos tipos diferentes de fondos de inversión. Como no están abiertos a las adquisiciones del público en general, el dinero proviene de inversores institucionales, como bancos, compañías de seguros, fondos de pensiones y personas muy ricas. Si en 1999 los capitales istrados por estos fondos suponían el doble de la producción mundial, en 2010 la especulación era tal que suponía treinta veces más. Liberada la economía de sus grilletes políticos, el ciudadano americano o español comenzó a endeudarse. Hasta hace poco, estos fondos gestionaban, aproximadamente, una cantidad de dinero equivalente —algo menos— al PIB de Alemania y un poco más que el de Francia. A pesar de que en el seno de la Unión Europea ha habido un intenso debate sobre los fondos de cobertura y los fondos de capital privado, desde 1997, a grandes rasgos, se han mantenido sin regulación. No ocurrió hasta que el exprimer ministro danés Nyrup Rasmussen, entonces presidente de los Partidos Socialistas europeos, consiguiera el respaldo suficiente para sacar un informe a iniciativa propia que se puso el foco sobre el tema. En abril de 2008 encabezó un proyecto que incluía una serie de medidas para frenar las operaciones de los fondos de inversión. «Contenía algunas cuestiones clave para evitar lo que había ocurrido en la crisis financiera asiática», me contaba Pervenche Berès, una eurodiputada sa del grupo socialdemócrata que vivió con el líder socialista aquel momento. Finalmente, la discusión formal y la adopción de la propuesta de Rasmussen se llevaron a cabo en el Parlamento Europeo en septiembre de 2008. «El mismo mes en el que se anunció la quiebra del banco de inversión estadounidense Lehman Brothers, empujando la crisis financiera a su clímax —me recordaba Bères—. Fue un hecho lo suficientemente grave como para que el estado de ánimo de los partidos de la derecha cambiara». Tras sufrir un centenar de revisiones y doscientas enmiendas, el informe Rasmussen se ratificó. Eran las ocho de la mañana y la despierta eurodiputada sa se paraba cada segundo, recordando, como esperando a que esos años pasaran fugazmente por su mente para contarlo bien: «Buena parte de nuestras prioridades fueron
eliminadas y el tono se hizo mucho más moderado. Pero, al menos, conseguimos poner el foco sobre el tema», se lamentaba en su despacho de la penúltima planta del Europarlamento. Y añadía: «Nunca lo pudimos saber a ciencia cierta por la opacidad con la que funciona, pero Inglaterra jugó un papel crucial en la demora de esas normas. De hecho, aún en la actualidad, casi ocho años después, muchas continúan sin haber sido aplicadas». Entonces, el comisario británico de Mercado Interior y Servicios entre 2004 y 2009 era Charlie McCreevy. Nyrup Rasmussen le llegó a denominar como «un lobista a sueldo de la City de Londres» por su labor para demorar su propuesta. En la actualidad, la cosa no ha cambiado mucho. En septiembre de 2014, el también británico Jonathan Hill fue nombrado comisario de la misma área que McCreevy. «La experiencia de lord Hill en este campo y su conocimiento de Londres será crucial para asegurar la longevidad y la estabilidad del sector bancario de Europa», le sonrió la City de Londres en una nota de prensa que poco tardaron en borrar de su web[38]. Para llevar a cabo los servicios de lobby, la City tiene contratada a una consultora llamada Quiller, fundada por el propio Hill en 1998. Que también tuviera acciones en las firmas de asesoría británicas Grayling y Citigat no evitó su nombramiento. Tampoco que hubiera asesorado al banco HSCB en el pasado. En junio de 2016 dimitió tras el resultado del Brexit.
CLÁUSULAS POTENCIALMENTE DEVASTADORAS
Los datos nos abruman, sobre todo cuando sirven para confirmar un engaño. Ha calado el mensaje de que agradar al mausoleo financiero es el oficio más antiguo de nuestros políticos. La labor de ciertos fondos de inversión es un ejemplo de cómo se han utilizado las políticas económicas de determinados países durante la crisis —como sucedió en la recesión griega— para exprimir su miseria. Por ejemplo, Poštová Bank, un banco eslovaco, compró bonos griegos a principios de 2010 al mismo tiempo que Standard & Poor’s calificaba la deuda griega como una «basura»[39]. Dos años más tarde, a pesar de haber hecho una inversión de riesgo, el banco se negó a reestructurar la deuda del país heleno como imponían las políticas de la troika. Afirmó haber perdido millones debido a la reestructuración de la deuda griega forzada y, gracias a un mecanismo de protección de inversores similar al que plantean tratados de comercio como el TTIP, demandó al país heleno en un tribunal de arbitraje. En el 2013, año del litigio, casi el 40 % de los griegos era más pobre que en 2008. Mientras la tasa de paro general era del 27 % y el desempleo juvenil del 42 %, Grecia estaba obligada a responder ante un tribunal de arbitraje por una cantidad que ni siquiera había sido hecha pública. En muchos casos se ha pervertido el sistema público y después se ha creado un marco privado para «corregir» los fallos. El problema es que también ha ocurrido con la justicia. La teoría dice algo así como que los encargados de aplicar la jurisprudencia deberían ser quienes controlan las leyes para proteger al pueblo de las injusticias, como hacían en Roma los tribunos. Lo que ha sucedido es que se ha despreciado a los ciudadanos y se les ha obligado a inclinarse ante personas sin auspicio ni jurisidicción, con la máxima de incrementar el interés personal hasta la saciedad. Un documento de octubre de 2011 de la firma de abogados K&L Gates, con sede en Estados Unidos, lo ejemplifica bien. En un texto enviado a sus clientes recomendaban a los inversores utilizar las demandas en los tribunales de arbitraje como «arma de negociación» en la reestructuración de deuda con los
Gobiernos[40]. Del mismo modo, la firma Clyde & Co, con sede en Reino Unido, sugirió el uso de «publicidad adversa» en una reclamación de estas características como estrategia para «aplacar el caso de una disputa contra un Gobierno extranjero»[41]. Existe una ambigüedad ideológica en los tribunales que se incluyen en los tratados de libre comercio similares al que negocia la Unión Europea con Estados Unidos. Se apela a la protección de inversores para defender la liberalización de las inversiones, al tiempo que se socializan sus pérdidas. «Es alarmante que haya tribunales facilitando a multinacionales extranjeras un sistema jurídico propio del que se excluye a las empresas británicas», me decía Peter Lilley, exsecretario de Estado de Comercio británico y actual diputado conservador en la Cámara de los Comunes. A veces, la ideología se deja a un lado en favor del nacionalismo. Lilley me decía que creía en el libre comercio «con todo su corazón», pero que la pérdida de soberanía nacional era algo que no se podía justificar en nombre de nada. «La idea de que cualquiera de las multinacionales estadounidenses tenga miedo de invertir aquí porque no confía en el sistema legal británico o tema a la expropiación no es creíble. Las empresas de todo el mundo eligen la ley británica para hacer negocios, precisamente porque es de las más seguras», opinaba el político tory sobre los mantras que rodean el TTIP. Los nuevos tratados de comercio no combaten las costumbres abusivas, sino que, por el contrario, las hacen venerables. Nos traen un mundo perverso y distópico. Aunque la actualidad ya es por sí misma un déjà vu de lo que vendrá. El «crack» de 2008 eliminó un 20 % del comercio internacional. Así que para entender la importancia de la dupla entre las finanzas y el comercio en Europa, un lobista de la City hacía la siguiente analogía: «Si hace unos años la crisis del sistema financiero mundial le hubiera hecho caer por completo, el comercio mundial habría dejado de funcionar. Aunque fuera por un período muy reducido de tiempo, imagina las consecuencias que hubiera tenido la interrupción de los suministros de alimentos a las principales ciudades del mundo durante una semana». Antes de la crisis, la Unión Europea vivió una época de progreso material sin precedentes; y cuando hubo problemas, las élites no supieron darle respuesta. «No buscábamos un sistema democrático, sino eficaz. Sabemos establecer grandes aparatos regulatorios, pero no cómo salir de la crisis», me confesó Lars Nyberg, banquero de carrera que ahora se sienta en la presidencia del Banco
Nacional de Suecia. En 2008 asumió el papel de solucionar la crisis económica con su presencia en el grupo Larosière, compuesto por ocho expertos de la industria financiera. Después de la crisis, Estados Unidos adoptó una regulación más estricta que la de la Unión Europea, especialmente en el sector bancario. En este sentido, en el TTIP hay un choque casi irreconciliable. De momento, los servicios financieros no están incluidos en la mesa de negociación. A pesar de que la industria financiera clama al unísono para que así sea, los congresistas norteamericanos no quieren introducir en los tratados de comercio ningún mecanismo que pueda minar su capacidad para tomar decisiones, y menos que sus normas puedan ser debilitadas o retrasadas durante años, como ha ocurrido con la legislación comunitaria en esta área. Existe preocupación, extendida también entre las voces académicas y las organizaciones de la sociedad civil, por que la industria financiera pueda usar de forma estratégica la cooperación reguladora que propone el TTIP con el propósito de deshacer algunas de las regulaciones estadounidenses y evitar que la Unión Europea establezca nuevas normas en el futuro. «Un acuerdo de comercio e inversión completo debe reconocer la posibilidad de discutir determinadas políticas y el desarrollo regulatorio futuro en una etapa temprana al proceso de su formulación», expresaron en un comunicado conjunto el 7 de julio 2016 la Cámara de Comercio de Estados Unidos, el Consejo Transatlántico Empresarial (TABC), la City de Londres, el Instituto Internacional de Finanzas (IFF), la Mesa Redonda de Servicios Financieros, el Foro Europeo de Servicios (ESF) y la Federación Europea de Bancos (EBF), entre otros[42]. Las asociaciones bancarias más potentes de ambos lados del Atlántico decidieron unirse con el objetivo de presionar para que los servicios financieros, y, por tanto, la cooperación regulatoria, fueran introducidos en la negociación del TTIP. A veces, las consecuencias de la violencia comercial proceden de la degradación del entorno. Por eso es tan importante para los bancos y el resto de grandes empresas incorporar este mecanismo. El sector financiero es frágil ante cualquier decisión política y quiere reducir a cero su inseguridad. Piensan que ganar robustez implica minimizar la voz de los ciudadanos. «Votan de forma irracional y cada vez están más influenciados por partidos populistas», me contaba el jefe de la delegación en Bruselas de una de las asociaciones previamente citadas. Es el único motivo que explica por qué presionan con tanto empeño para que haya cláusulas que impidan cambios bruscos de regulación en los tratados de
comercio. Quieren estabilidad. Están tan acostumbrados a los riesgos que ven por dónde pueden llegar nuevos peligros y deciden poner un dique. Como si quisieran que el agua no se desbordara. Este mecanismo es de suma importancia para una industria financiera que sufre ante la emergencia de las nuevas élites tecnológicas, que gozan de escasa regulación. La cooperación reguladora que plantea el TTIP como mecanismo estrella consiste en eso: evitar que cualquier modificación perjudique los intereses comerciales. Lo explicaba muy claro el lobista de una entidad financiera española en una de nuestras conversaciones: «El marco regulatorio es muy intenso y nos obliga a ser rápidos. Puede que la crisis sirviera para equilibrar, sí, pero se nos ha regulado mucho. No podemos correr el riesgo de quemarnos en el futuro». Los grandes bancos piensan que la democracia es un obstáculo porque los ciudadanos votan mal, los políticos europeos no tienen coraje y mucho menos son capaces de legislar bien. Solo tratan de evitar las acciones gubernamentales que impliquen más regulación. Es decir, que todas las cláusulas que traten de mitigar los riesgos que el sistema financiero adopta consten de forma tan vaga en el TTIP que no funcionen en absoluto. Lo que exigen los grandes bancos de inversión, a través de la cooperación reguladora, es que en el TTIP figuren aún más privilegios y menos obligaciones. Aunque, en cierto modo, la City Corporation —la forma de organización empresarial que adopta la Milla Cuadrada de Londres— ya contaba con un representante en la Cámara de los Comunes británica que ejecuta una labor similar. Se le denomina el remembrancer y tiene derecho a ver lo que hacen los diputados, escrutar cómo se redactan todos los textos legislativos e influir en ellos en el primer nivel de la toma de decisiones. El resultado desembocó en que casi todos los de las siete comisiones que el Gobierno británico estableció en su momento para la supervisión del desarrollo de la política del impuesto de sociedades fueran altos ejecutivos de grandes empresas. Entre ellos se encontraban representantes de Vodafone, Tesco, BP, British American Tobacco y varios de los principales bancos: HSBC, Santander, Standard Chartered, Citigroup, Schroders, RBS y Barclays. Muchas de ellas inscritas en la Asociación de Banqueros Británicos (BBA, por sus siglas en inglés), que guarda conexiones excelentes con el Partido Conservador. Lord Green, quien fuera ministro de Comercio desde 2011 hasta 2013 (cuando comenzaron las negociaciones del TTIP), ocupó hasta septiembre de 2010 la presidencia del granado grupo de banqueros. También la presidenta ejecutiva saliente del BBA, Angel Knight, fue secretaria de Estado del Tesoro británico en tiempos de John
Mayor. El mismo hombre que fue secretario jefe del ministro de Hacienda, ministro de Asuntos Exteriores y ministro de Hacienda, antes de suceder a Margaret Thatcher como líder del Partido Conservador y primer ministro del Reino Unido[43]. Los presagios de lo que propone el tratado de comercio con Estados Unidos se multiplican observando el pasado; ahora todo parece una intimidación, un ejemplo inocente del porvenir que nos espera. Nuestras normas perecerán y nuestras legislaciones serán rehechas, si los bárbaros empresariales terminan por apoderarse de la toma de decisiones europea. Los pioneros que tuvieron la hazaña de integrar este Viejo Continente tras las primeras piedras de sus fundadores quisieron crear una unión que algún día equivaldría a un conjunto de estados sometidos a la magnificencia de la democracia. No obstante, no siempre ocurre que todo el mundo dibuja el curso de la historia de la misma forma. Plumas anglosajonas como la de Margaret Thatcher pedían algo distinto: ninguna derogación de la soberanía nacional, pero sí la creación de un marco de juego común a todos. Por un lado, promulgó el actual euroescepticismo y sentó las bases ideológicas para la posterior salida de la Unión Europea por parte de Reino Unido. Por otro, implantó un modelo de pensamiento que se tradujo en la actual liberalización masiva de la economía: el neoliberalismo. El ser humano ha estado siempre más pendiente de los pasos ajenos que de los propios. Si el error de la Dama de Hierro fue depositar su fe en la posibilidad de un mercado único sin algo que se pareciera a un Estado europeo común, Merkel cree en la construcción de una alianza transatlántica con Estados Unidos, a pesar de que la cohesión social interna atraviesa sus peores momentos. Un mercado único requiere un Nuevo Testamento con mandamientos. Supone que cada Estado pierda poder para establecer sus controles y sus criterios legislativos o para proteger a los trabajadores. Nada es más cierto que, en realidad, la canciller alemana no desea elevar los estándares europeos respecto al comercio. No lo hace porque tiene miedo a abrirse y quedar desbordada por las reglas globales que gobiernan los mercados. Cree firmemente en la alianza con una nación robusta como es Estados Unidos para anular su propia fragilidad y frenar a China. Como ocurrió tras el fin de la Segunda Guerra Mundial con el comunismo. Europa aspira a ser libre, pero a expensas de alguien. Ya no nos mueve la
ambición, sino un miedo razonable a perder la capacidad de subsistir. Y la dependencia se agrava con el resultado del Brexit. Reino Unido pierde su papel de moderador en las negociaciones comerciales, como lo ha sido hasta ahora, y un arma de fuego para la supervivencia geopolítica de Europa se convierte en una pistola de fogueo, porque cada Estado mira, aún más si cabe, por sus propios intereses.
4 LOS EFECTOS COLATERALES DEL TTIP
¿LA SOCIEDAD? NO EXISTE TAL COSA
«Habitualmente, algunos abogados se encargan de buscar una definición legal para que los impuestos de nuestros servicios públicos sigan desviándose a los bolsillos de las grandes compañías, como hasta ahora. Continuamente descubren fórmulas para sacar el dinero de las arcas públicas y dárselo a las privadas; por eso nos oponemos al TTIP y al resto de tratados que llegan desde Bruselas. Todas esas negociaciones a espaldas de los ciudadanos deberían ser eliminadas. Todas. No nos transmiten lo que ocurre realmente», me contaba Miriam mientras se tumbaba en una dura colchoneta junto a otros manifestantes. Ella, una anciana con discapacidad de setenta y cuatro años, procedente de Brighton, había recorrido el país para asistir en Manchester, el 5 de octubre de 2015, a la mayor manifestación contra la austeridad que ha visto Reino Unido en los últimos años. Hablamos largo y tendido una noche en una iglesia anglicana de las afueras, cerca del imponente Old Trafford, donde dormían algunos de los manifestantes menos pudientes. «Yo estoy jubilada, pero salgo a la calle por mis nietos. Protestaré y hablaré todo lo alto que pueda para que nuestras voces e historias se hagan eco en los medios. Para atravesar esa fortaleza construida a base de silencios. Esta es nuestra única forma de decir las cosas», siguió contando Miriam. Había dejado sus armas en el suelo por primera vez en todo el día. Eran dos pancartas en las que se leían consignas y datos demoledores. Desde diciembre de 2011 hasta febrero de 2014 han muerto 2.380 demandantes de prestaciones poco después de tener que elegir entre volver al trabajo o no recibir sus subvenciones, denunciaba el cartel. «Nosotros solo somos la punta del iceberg», culminaba el lema. Miriam, antes de echarse a dormir, volvió a la carga: «Imagínese qué ocurrirá en unos años, cuando los libros miren atrás señalando lo que ahora se propone y diciendo: ahí comenzó todo. ¿Y no lo vimos? ¿Los médicos, los ciudadanos… no se alzaron, y los medios no lo contaron? Ya hemos aprendido la lección de las privatizaciones en este país y salimos a la calle para defender el futuro de estos niños, como lo hicimos antaño, aunque estas piernas viejas pesen más. Pero vosotros, los periodistas, seguís sin contarlo. Compañero, viva usted con esa
pena. Yo no puedo». Ya se acabó ese tiempo en el que el asalto y el desmantelamiento de los recursos públicos era la meta principal de una determinada forma de entender el mundo. El gasto social está demasiado minado y lo que queda de él cumple una función indispensable a la hora de mantener la cohesión colectiva. «Los acuerdos comerciales no obstaculizan la capacidad de los Gobiernos para asegurar la alta calidad de los servicios y proteger el interés público», repiten a menudo los funcionarios europeos con el Tratado de Fundación de la Unión Europea en la mano. Saben que estas cuestiones no son negociables, al menos de forma directa, y se cubren las espaldas con alegatos grandilocuentes cuando prometen que el TTIP no desembocará en la privatización de los servicios públicos. Lo cierto es que solo la inclusión de una exención general aún inexistente para todos los servicios públicos en el texto final del tratado —como si fuera un estándar de oro — puede asegurar que los servicios públicos estén protegidos. Ante esta falta de compromiso, entre intrincadas cláusulas jurídicas se evapora cualquier intento por devolver la sanidad pública a las personas. Una liberalización tan profunda acarrea, de forma casi automática, un conflicto con los servicios públicos. Además, la redacción sumamente vaga en el tratado de la protección de la inversión crea un alto grado de inseguridad jurídica. No es ninguna especulación. Ya ocurrió en 2006, cuando el Gobierno eslovaco quiso dar marcha atrás a una privatización y fue demandado por una compañía de seguros alemana. Los inminentes litigios de los inversores podrían tener influencia en los Gobiernos locales, regionales y nacionales a la hora de disuadirles de regular. Junto con las listas negativas y otros mecanismos que evitan la vuelta atrás de una privatización —como la cláusula trinquete (ratchet clause)—, los servicios públicos siguen sin estar a salvo. Como si se tratara de una Biblia, en 1989 el Gobierno de Margaret Thatcher elaboró un libro blanco llamado Cuidando de las personas, con el desaprensivo objetivo de sacar de los hospitales a aquellos individuos sin nombre y de avanzada edad que sufrían discapacidad mental o física. Lejos de atender a dicho enunciado, la legislación abrió los servicios públicos a proveedores privados. Todo comenzó cuando aquella primera ministra británica definió los programas sociales como uno de los grandes obstáculos para desarrollar sus planes económicos, un inhibidor al crecimiento que las privatizaciones trataron de sortear.
Progresivamente, afianzó la creencia de que la prestación del Estado era burocrática e ineficiente, que la istración debía ser «facilitadora» de la atención en lugar de «proveedora». Convirtió un derecho básico en caridad no apta para cualquiera. Fue la primera de las privatizaciones que tuvieron lugar en el Reino Unido, pero pasó casi desapercibida porque afectaba a los más vulnerables, a los que no tenían voz. Ni buena parte de los partidos de la oposición ni los líderes del sector sanitario salieron en defensa de los ancianos y las personas con dificultades a los que, literalmente, la ley maltrataba. Fueron cómplices. El objetivo de las propuestas de liberalización de Thatcher —más tarde extendidas por todo Europa— no era directamente la privatización. En primer lugar, se trataba de reducir a toda costa la financiación de los programas públicos. Dar menos dinero implica que un hospital funcione peor, o, al menos, imposibilita que funcione mejor. Después se introdujo la competencia en un sistema que no estaba preparado para ella, principalmente porque era público. Se abrió un bucle que desembocó en el fracaso de este modelo, en su cierre. La alternativa que emergió fue un sistema que repartía el dinero entre los hospitales de gestión privada. Quien tiene dinero opta a la salud, y quien no, se conforma con la precariedad, y en algunos casos, la muerte. Es la imposición de una doctrina que racionaliza el siguiente dogma: los ricos merecer mejor salud que los pobres. En 2013, solamente un 7 % de la población británica apoyaba que el sector privado controlara el servicio de salud público. Por eso la privatización sanitaria no se realizó de la noche a la mañana. Es muy laborioso explicarle a la madre o al padre de un niño que vas a sacrificar su futuro para que un par de empresas ganen unos cuantos cientos de miles de millones. Es difícil explicarlo porque es inmoral e inhumano. El libro NHS S.O.S., escrito en ese año por Jacky David y Raymond Tallis, hace un repaso cronológico magnífico a la forma de apuntalar un sistema que convierte la eliminación de los servicios públicos en su pilar fundamental. Aunque el Gobierno de la Dama de Hierro impulsó algunas medidas para desmantelar el Servicio Nacional de Salud (NHS) —sostiene—, no ha habido mayor privatización que la emprendida por los Gobiernos de Tony Blair, Gordon Brown y el de coalición conservadora de los tories: «Bajo la era de Thatcher, los contratos de limpieza fueron sacados a licitación; con Blair y Brown, los proveedores privados recibieron contratos para servicios de radiología, de cirugía y de transporte, y para la creación de servicios médicos más ligados a la competitividad que a la eficacia».
Son engranajes de poder destinados a durar en el tiempo y que se estropean si no se tiene cuidado al elegir a los sucesores políticos. Esa es la razón por la que se trata de encontrar rutinas —en forma de liberalización— que hagan vinculantes unos privilegios otorgados con anterioridad. Desencadena que nuestro pensamiento acepte con naturalidad una de las frases de Margaret Thatcher: «¿Quién es la sociedad? ¡No existe tal cosa!»[44]. Tras décadas labrando el terreno, en 2012, el Secretario de Salud, Andrew Lansley —el artífice de la mayor liberalización sanitaria desde el thatcherismo —, elaboró un proyecto de ley con 354 páginas y 281 secciones para reorganizar el Servicio Nacional de Salud, bastantes más páginas que las necesitadas en 1946 para fundarlo. Se trataba de un movimiento de ingeniería sanitaria que pasó por absolver al Gobierno de su responsabilidad y trasladarla a las autoridades locales, los proveedores, el público y, en definitiva, a los pacientes. Esa era la idea, ya que «la atención sanitaria se había convertido en un riesgo financiero para el Estado», dijeron. Primero crearon ese «riesgo» con las anteriores reformas y después lo identificaron con un peligro para la istración. Y la istración ya no estaba obligada a ofrecer el universal a la sanidad bajo el principio de equidad. El sector privado sanitario que ha emergido durante las últimas décadas en el Reino Unido no es una creación artificial, sino un producto de riesgo compuesto de políticas favorables de los distintos Gobiernos e intereses personales. El mismo Andrew Lansley, que culminó el proceso de privatización, recibió tres años antes 21.000 libras para financiar su oficina personal. Su mecenas fue John Nash, presidente de Care UK[45]. Pocos se extrañaron cuando se dieron cuenta de que, en el año 2010, el 96 % del negocio de la empresa de Nash, unos 400 millones de libras, proviniera de los fondos del NHS. Por otro lado, en enero de 2011, el Daily Mirror informó que los tories habían recibido más de 750.000 libras provenientes de donantes con importantes intereses en la gestión de la salud desde que David Cameron asumiera el liderazgo del partido en 2005[46]. Los intereses privados han constituido un vehículo normal en el cambio social y de las estructuras de los servicios públicos europeos. Una costumbre, ya casi inconsciente, que refleja a la perfección United Healthcare, una empresa estadounidense de seguros de salud. Desde 1996 hasta el año 2000, la unidad de respuesta telefónica de la compañía «defraudó a sabiendas» a pacientes, doctores y aseguradores, tal como constató el Departamento de Justicia de Estados Unidos. Finalmente, United Healthcare tuvo que aportar 400 millones para
resolver las acusaciones por haber manipulado sus cifras durante los últimos quince años. El 10 % de los s norteamericanos tenía contratado su servicio con United Healthcare, la mayor aseguradora del país. Las casualidades no existen. En enero de 2009, el asesor de Salud de Tony Blair, Simon Stevens, se convirtió en vicepresidente ejecutivo de UnitedHealth Group, responsable de la expansión global de la empresa[47]. En calidad de ejecutivo de la compañía, Stevens sirvió como portavoz de la Alianza para la Competitividad de la Salud (AHC, por sus siglas en inglés), un grupo de presión americano que promueve, entre otras cosas, la inclusión de los servicios públicos en el TTIP[48]. Ahora Stevens gestiona el Servicio Nacional de Salud en Inglaterra, país que no había utilizado su veto para excluir y proteger de forma efectiva los servicios públicos en el tratado.
DE REINO UNIDO A EUROPA
La década de los noventa fue, en definitiva, ese momento en el que se produjo un cambio de timón en la política nacional británica. Un estallido de salvajismo que sigue en plena vigencia a lo largo y ancho de los países de la Unión Europea. «Tras los trastornos de la Segunda Guerra Mundial, los ciudadanos demandan la creación de un nuevo conjunto de reglas para guiar las relaciones internacionales», dijo Margaret Thatcher en un discurso de 1994, tras la actualización del Acuerdo General sobre Aranceles Aduaneros y Comercio (GATT), iniciado en 1986, que servía como base fundadora para la Organización Mundial del Comercio (OMC): «Las reducciones de los aranceles y otras barreras al comercio no se producirán de la noche a la mañana: en la mayoría de los casos serán escalonadas durante cinco o diez años. Pero, con el tiempo, van a significar una mejora sustancial en el comercio»[49]. La abrupta situación económica de la década de los setenta permitió que las ideas de la Dama de Hierro se extendieran allá por la de los ochenta. Diez años después, abierta la veda del libre comercio gracias a la OMC, comenzó en Europa una ola de privatizaciones en la que los bancos han jugado un papel crucial. Todo ello sumado a las políticas de un Banco Central que imponía menos gasto público. Esto ha ocurrido con la sanidad de una forma descarada, pero sirve igualmente para la educación, el a los recursos energéticos, etc. Son derechos básicos, fundamentales, y se han socavado sin la menor deliberación. «No pensarás que íbamos a cambiar el mundo de la noche a la mañana, ¿no? La OMC era un proyecto a largo plazo que planteaba el libre comercio como idea principal», me explicaba Pascal Kerneis, director del Foro Europeo de Servicios (ESF, por sus siglas en ingles), la red más poderosa a nivel comunitario para promover la liberalización del comercio internacional en materia de servicios. Entre sus filas se encuentra MEDEF, la patronal empresarial de Francia, o el grupo de presión corporativo con mayor peso en la Unión Europea, BusinessEurope. También forman parte de este foro los directores ejecutivos de empresas como la gigante de las telecomunicaciones BT o el Deutsche Bank.
Kerneis fue contratado en el año 1999 con el objetivo de agrupar las peticiones de la industria de cara a la Ronda del Milenio previa a la OMC. Había trabajado para la Federación de la Banca Europea (EBF) y era uno de los hombres con más experiencia en lo referente a la liberalización de servicios. «Durante tres años recorrí el mundo con los compañeros americanos (Malasia, Indonesia, Japón, Corea, India…) con el fin de incrementar la liberalización del sector financiero», me contaba señalando el mapa que descansa en una pared de su despacho. Si hay algo que recuerda con nostalgia de los viejos tiempos es una anécdota que vivió en la época de Leon Brittan, entonces comisario europeo de Comercio: «Cuando voy a negociar me encuentro con que mi compañero estadounidense tiene a alguien detrás diciendo: “Haz esto, haz lo otro…”. Y cuando voy a la mesa de negociación y veo a quién tengo detrás de mí, me encuentro a los Estados diciendo: “No hagas esto, no hagas lo otro…”. Necesito la voz de la industria». En septiembre de 1999, Brittan renunció a su cargo, junto a toda la Comisión, por las acusaciones de fraude generalizado. Según Kerneis, Europa no sabía lo que quería su industria, así que el entonces alto funcionario invitó a los cuarenta directores ejecutivos de las multinacionales más importantes, los metió en una sala y les dijo: «Aquí no hay comida gratis. No salgáis hasta que os hayáis puesto de acuerdo. BusinessEurope representa la voz de todos los manufactureros, y solo suponen el 20 % o el 28 % del PIB en Europa. Vosotros, el sector servicios, que suponéis el 75 %, no estáis organizados». Me lo explicaba con la pasión de quien recuerda el mejor día de su vida, con la misma cara de un niño que abre los regalos en el día de Navidad. El Foro Europeo de Servicios para el que trabaja Kerneis, por poner algún ejemplo, representa a empresas de la telecomunicación tales como la privatizada Telefónica. En 1996, cuando llegó el Partido Popular al Gobierno español, de ella quedaba solo un 21 % en manos del Estado. También representa a entidades bancarias como Goldman Sachs, involucrada en el origen de la crisis de la deuda soberana en Grecia —que acarrea en la actualidad— y por la que ha tenido que asumir privatizaciones y dramáticos recortes en pensiones. Concretamente, Mario Draghi, presidente del Banco Central Europeo, había sido vicepresidente para Europa de Goldman Sachs, con cargo operativo, durante el período en que se practicó la ocultación del déficit de las cuentas griegas del Gobierno conservador de Kostas Karamanlis. Por otro lado, a partir de 2010, según el Ministerio de Medio Ambiente francés, el 75 % del agua y el 50 % de los servicios de saneamiento de Francia eran proporcionados por el sector privado,
principalmente por dos empresas, Veolia Water y Suez Environnement. La primera también está representada en el conglomerado que encabeza Kerneis. ¿Cómo se pueden provocar cambios en estos sectores sin tener que presionar en cada uno de ellos? A través de un acuerdo internacional. Y ahí el discurso político lo es todo. Ningún necio pondría en un programa político o en un tratado de comercio que su idea es privatizar la sanidad o quitarla de las manos públicas. Los Gobiernos británicos decían «eliminar los niveles de la istración para facilitarle la vida al », pero, en realidad, solían referirse a abolir el deber del Estado de garantizar la atención sanitaria básica. «Hay algunos eurodiputados y ONG inocentes que creen que queremos acabar con su derecho a regular. Los Gobiernos europeos ya lo han privatizado casi todo. No necesitamos pedírselo. Solo buscamos sentar marcos más profundos de liberalización que eliminen las protecciones, que hagan más difícil volver a su estado anterior», expresaba Kerneis. Esas inercias son las que provoca, por ejemplo, el Acuerdo sobre Comercio de Servicios (TiSA) que negocia Europa con veintitrés países de la Organización Mundial del Comercio.
TISA Y CETA, LOS HERMANOS DEL TTIP
Aunque el relámpago de la actualidad haya alumbrado al TTIP, hay otros tratados en los que se debería poner el foco. Las áreas cubiertas por el Acuerdo sobre Comercio de Servicios abarcan el 68,2 % de los servicios en el mundo. Entre los más destacados están los financieros, las telecomunicaciones, el comercio electrónico o el transporte. «Lo interesante de acuerdos comerciales como este es que todos los estados tienen que respetarlos porque es un tratado internacional. Es una realidad por encima de las normas nacionales. ¡Nunca más van a poder cerrar el mercado o introducir el proteccionismo!», exclamaba Kerneis, como con júbilo, refiriéndose al TiSA. Cuando me reuní con Pascal Kerneis, Europa acababa de concluir también otro acuerdo de libre comercio como el que negocia con Estados Unidos pero con Canadá: el CETA (Comprehensive Economic and Trade Agreement). En este caso, la Comisión Europea aceptó por primera vez la inclusión de las llamadas «listas negativas» en la liberalización de los servicios y sentó un precedente que será muy difícil de revertir en las próximas décadas. Kerneis me lo explicaba así: «Todo lo que está incluido en esa lista es dónde se cede. Lo que no está listado no está comprometido. Y todo aquello que no está en el papel se entiende como abierto. Totalmente abierto a la liberalización». Esto significa que se elabora una lista de servicios que no pueden ser liberalizados. Es como si se blindaran. A partir de entonces, esos y solo esos quedarán fuera de las reglas que se adopten en el acuerdo comercial. «Apúntalo o piérdelo», que dice la jerga negociadora. Este enfoque es mucho más complejo y suele inducir a la liberalización de más servicios porque los Gobiernos son incapaces de predecir la aparición de medidas que necesiten implementar en el futuro. «Si te dejas algo, es tu problema. Y si, además, a algún país se le ocurre poner trabas a algo que ya está firmado, le puedes demandar, porque lo pone en el capítulo de protección de inversores de un tratado internacional. Esto es lo que queremos ver en todos los tratados, incluido el TTIP», añadía Kerneis. Como muestra un análisis de Ferdi De Ville, profesor de la Universidad de
Gante, «el texto final del CETA no respeta diversas recomendaciones que el Parlamento Europeo le hizo a la Comisión Europea a la hora de negociar el TTIP y el TiSA»[50]. Es decir, en caso de firmar el acuerdo final con Canadá, los eurodiputados aceptarán de forma automática la pérdida de poder europeo a la hora de negociar un tratado más ambicioso con Estados Unidos y otros países. También supone una contradicción con las líneas rojas que ellos mismos establecieron previamente para distintas áreas. Es el caso de lo relacionado con la fuerte defensa de la cláusula de derechos humanos, la salvaguarda a la hora de no liberalizar determinados servicios, así como la exclusión completa de los servicios públicos. También se produce una discordancia en la exigencia de cumplir los compromisos con los derechos laborales y los estándares ambientales, el establecimiento del desarrollo sostenible y, sobre todo, la exclusión de los polémicos tribunales de arbitraje. Tienen que decidir si prescinden o no de los parámetros sociales existentes. Esas leyes morales que ponen límite a las acciones de las grandes firmas. Todos estos mecanismos constituyen un conjunto de reglas que gobiernan la economía. En este caso, en el marco de los servicios. La transición de lo público a lo privado que ha tenido lugar en Europa es como una correa de transmisión que ha demostrado el enlace entre la privatización (de industrias, de las infraestructuras y de los servicios públicos) y el impacto creciente de los mercados financieros en la gestión de la economía y la sociedad. Quizá esa insistencia en explotarlo todo en términos estrictamente económicos es lo que tiende a ocultar nuestra mirada hacia la decadencia europea. Un malentendido, en definitiva, en el que creyó firmemente el intelectual de cabecera de Margaret Thatcher, Milton Friedman. Sus medidas, aprendidas en el Departamento de Economía de la Universidad de Chicago, se asentaban en impuestos bajos, la venta de las empresas estatales, la eliminación de las barreras proteccionistas y, desde el punto de vista filosófico, la primacía del individuo sobre el Estado[51]. Tras alzarse como primera ministra, la Dama de Hierro pidió que el académico estadounidense, ganador del Nobel en 1976, se convirtiera en su asesor de macroeconomía. Después de cumplir con Thatcher durante unos pocos años, Friedman comenzó a aconsejar al Tesoro de Estados Unidos, y la mayoría de los organismos mundiales adoptaron lo que se conoce actualmente como ideas «neoliberales»: unos mercados totalmente abiertos, la privatización sin mesura, una desregulación total y la reducción del tamaño del sector público. El mantra del libre comercio se extendió como la pólvora gracias a que los Tesoros
estadounidense y británico se sentaron en la cúspide del Banco Mundial, el Fondo Monetario Internacional y, más tarde, en la del Acuerdo General sobre Aranceles Aduaneros y Comercio (GATT, por sus siglas en inglés), precursor de la Organización Mundial del Comercio. Aunque casi diez años después de la crisis ninguno de los ingenieros de estas políticas o los analistas más conservadores han sabido encontrar la forma de devolver la prosperidad al pueblo europeo, pretenden expandir esta narrativa a todos los lugares del mundo. Los discursos morales y las retóricas cínicas y crueles capaces de justificar las políticas más descarnadas solo tienen cabida en una sociedad enferma y un mundo con sus valores a la deriva. Eso le ocurre ahora mismo al proyecto de la Unión Europea, cuya visión del comercio se asienta sobre la idea de que el poder político del gobernante no esté sujeto a ninguna limitación institucional. Como decía Kerneis, las compañías son como los seres humanos; tratan de encontrar la debilidad ajena y no buscan otra cosa que vender más: «A veces se imponen normas muy duras y no queda otro remedio que sortearlas. Pero es un error de mal gobierno, no un fallo de las grandes multinacionales. Ellos han fallado a la hora de gobernar y establecer unas legislaciones adecuadas». La libertad que proclaman el TTIP, el TiSA o el CETA crea asociaciones voluntarias entre los actores políticos y los económicos que desembocan en monopolios. Claro que abogan por «la libertad de elección», pero siempre entre las mismas opciones. Esto es aún más peligroso si cabe por el papel que jugarán las empresas tecnológicas en la gestión de servicios públicos. La paradoja es que no se privatizó para hacer mercados más competitivos, sino para abaratar costes que acabaron pagando los clientes. El objetivo para esta nueva etapa es lograr asentar una forma de vida entre toda la población, incluida la clase media, que ahora paga por algo peor que, además, antes era gratis. «Acostúmbrese a que sus impuestos vayan a manos privadas y, aún así, reciba cada vez menos atención. No hacer lo contrario sería peligroso», taladra esa bella prosa que ya está en nuestro imaginario. Una idea vertebrada por la elección personal que, básicamente, guía la conducta de Europa hacia el comportamiento natural que elijan las firmas empresariales: regular a los individuos, desregular a las empresas. Tal vez ocurra lo mismo con nuestra economía. Creemos —nuestros dirigentes lo creen— que vivimos en un sistema económico que gira exclusivamente alrededor del comercio, el beneficio, el dinero, la riqueza material y el resultante
estatus social. Y al resto de los actores —ya sean esas personas con discapacidad sin ayudas, los niños que sufren el hambre o la pobreza en edades tempranas, migrantes que traen diversidad cultural o las organizaciones sociales que les ayudan— nos parecen, de algún modo, extraeconómicos, algo así como el padecimiento de unos cuantos. Unos locos que tienen ideas atolondradas, como aprobar políticas para asistir a mujeres ancianas que viven solas, a extranjeros excluidos o a tipos sin casa a los que el Estado ha abandonado. Los tratados de comercio cuyas siglas son ya famosas contribuyen a racionalizar esas máximas. Sentar unos marcos tanto ideológicos como legales para que el expolio de los servicios públicos y la desregulación parezca normal, que lo contrario sea irracional. Es imposible demostrar que un tratado de las dimensiones del TTIP tendrá efectos inmediatos; lo es porque quienes verdaderamente lo sentirán serán nuestros hijos y nietos en las próximas décadas, que nacerán sin la memoria de los servicios públicos que una vez tuvieron sus padres y madres. Y quienes aún los recuerden quizá sean tildados de «antisistema» por querer recuperarlos.
EL CLIMA, UN OBSTÁCULO AL COMERCIO
En Bruselas, París o cualquier otro lugar de Europa, así como en Washington, la influencia en la toma de decisiones sobre las cuestiones climáticas se ejerce a través de la presión. La sentencia es clara: el 45 % de las cien empresas más grandes del mundo (Shell, Exxon Mobil, British Petroleum, Chevron) está obstruyendo las leyes que luchan contra el cambio climático, según señala la organización británica InfluenceMap. Además, el 95 % pertenece a asociaciones profesionales, como la mítica BusinessEurope, y no es otra que BP la que encabeza una encuesta sobre las compañías que más han entorpecido la lucha contra el cambio climático. En agosto de 2013, una carta de un alto ejecutivo de British Petroleum le advertía a Günther Oettinge, entonces comisario de Clima, de un posible éxodo de la industria petrolera de Europa si seguían adelante algunas propuestas legislativas contrarias a sus intereses. La petrolera comenzó a presionar en 2011 para debilitar las energías renovables en la Unión Europea y los objetivos de eficiencia energética, pero el alcance de su intervención iba más allá del vestíbulo comunitario. En su respuesta, el cargo público compartió los puntos de vista de la empresa de que las exportaciones ilimitadas de petróleo crudo y gas fueran incluidas en el TTIP[52]. Una propuesta filtrada sobre Energía y Materias Primas de la Comisión Europea de junio de 2016 confirmaba estas intenciones al contemplar la inclusión de un «compromiso judicialmente vinculante» para eliminar «toda restricción existente en la exportación de gas natural comercializado»[53]. Desde ese momento, cualquier promesa de que el tratado no saboteara los esfuerzos europeos para ahorrar energía y una transición hacia la energía limpia quedaba desterrada de un plumazo. Que en el futuro exista una carrera hacia la reducción de las regulaciones o que en el tratado se apruebe una vaga reducción —que, aunque no implique desregulación de forma directa, supondría una menor ambición a la hora de abordar la cuestión del cambio climático— son algunos de los peligros potencialmente devastadores del TTIP. También la experiencia muestra que los tribunales de arbitraje se han utilizado para cuestionar las políticas de un estado
cuando este desea aumentar los niveles de protección del medio ambiente. Sea como fuere, hasta el momento no existe un capítulo específico sobre energía en la mesa de negociaciones que aborde tres cuestiones fundamentales: geopolítica, economía y medioambiente. A veces ocurre que revisar la carrera de aquellos que idolatramos contribuye a que nos demos cuenta de todo lo que no sabíamos. Europa se asentó bajo la siguiente idea: si los intereses de uno coinciden con los de su vecino, el riesgo de enfrentamiento disminuye. Y el carbón fue uno de ellos hasta que dio paso a la energía nuclear, de la que Francia se hizo el primer productor; y de ahí a la nueva retórica del siglo XXI: la narrativa empresarial ha dejado de apostar por ese viejo y desgastado término para abrazarse al del gas natural. Da igual si incrementa el riesgo de terremotos; «natural» suena a extraído de la naturaleza. «La naturaleza nos ha dado la fractura hidráulica (fracking). Y no podemos ignorar nuestra geografía», resolvía el jefe de la delegación de asuntos públicos de British Petroleum en Bruselas, el francés Emmanuel Haton, desde su cuartel general situado a cinco minutos del Berlaymont, la sede de la Comisión Europea. Concretamente en el número 11 de la rotonda nombrada en memoria de Robert Schuman (1886-1963), un político francés al que muchos llaman el padre de la Unión Europea por su papel en la elaboración del célebre Plan Schuman, anunciado el 9 de mayo de 1950, una especie de primera medida que proponía el control conjunto de la producción de carbón y acero. Si ya era difícil para el lobista justificar la labor empresarial de una compañía como BP, mucho más complicado fue explicarme el peor desastre ambiental de la industria en la historia de Estados Unidos. Un 20 de abril de 2010, la petrolera inundó de crudo el golfo de México tras la explosión de su plataforma Deepwater Horizon, produciendo la muerte de once trabajadores. Poco antes de que ocurriera, la empresa había anunciado ganancias de más de 6.000 millones de dólares para el primer trimestre de 2010, más del doble de las obtenidas en el mismo período del año anterior. Cualquiera que lo sepa dejaría de escuchar los argumentos de alguien que defiende semejantes principios. Lo cierto es que la voz de Haton se tornaba hacia uno de los discursos más sensatos que he escuchado a alguien del sector energético, pero solo si se olvidaba de a quién servía y recordaba la memoria histórica de su país —tras la Segunda Guerra Mundial, Francia fue la nación que más alejada se mantuvo de la idea de declive—: «Europa debe hacer del mundo un lugar mejor. No queda otra opción, estamos destinados a ello». Únicamente
cuando pensaba en quién es su patrón —el oro negro— volvía a la normalidad: «Lo que ocurre es que estamos rodeados por un regalo en forma de gas natural». La revolución que ha emprendido Estados Unidos en la explotación del fracking le ha colocado en la cúspide de la exportación mundial de gas natural licuado. Las grandes empresas creen que seguir esta práctica les ayudará a diversificar sus importaciones de energía y a reducir la dependencia del gas ruso. Es también un movimiento que tiene la intención de poner a los estados europeos contra la espada y la pared: «¿Por qué si tanto buscamos importar gas de Estados Unidos no perforamos vuestras tierras?», les preguntarán en el futuro. Emmanuel Haton conocía bien la situación y se esforzaba por interpretarla en su beneficio: «Nos estamos convirtiendo en irrelevantes y los políticos no quieren escucharnos. Enséñale un mapa a los chinos; nadie te señalará Europa, ellos creen que están en el centro. Tienen el verdadero poder de influencia, pero nosotros aún tenemos las infraestructuras para el gas». El hombre hacía un esfuerzo inhumano para que le entendiera: «¿Matarías a alguien si pudieras evitar la muerte de muchos mañana?», resolvía sobre su idea para mitigar el problema energético. «Pero siempre protegemos a quienes nos dan votos, miramos por nuestro propio interés», me decía como un chiflado que apuntala sin quererlo una primera mala costura. Puede que el TTIP no acarree la práctica del fracking en Europa de forma inmediata, pero sí formaliza una mecanización que quizá haga difícil no hacerlo más adelante. En alguna ocasión las palabras engañan porque abarcan realidades contradictorias. Haton tergiversaba la verdad casi con la misma dureza con la que las grandes compañías petroleras debilitaron la directiva de la Unión Europea sobre calidad de los combustibles (Fuel Quality Directive, FQD), legislación destinada a reducir el impacto climático de los combustibles para el transporte. En 2009, la Unión Europea decidió revisar la directiva anterior para restringir el uso de gases de efecto invernadero particularmente intensivos de los combustibles fósiles. Entonces, las compañías internacionales de gas, con BP a la cabeza, ejercieron una fuerte presión para debilitarla. «A veces se hace imposible mantener una postura que haga coincidir el interés público y el privado. No hay diálogo, el debate está muy polarizado y las organizaciones sociales nunca se conforman», se defendía durante una comida Lukasz Pasterski, el jefe de comunicaciones de la mayor agrupación comunitaria de petroleras, FuelsEurope, sobre el resultado final de la directiva europea que permitió la entrada de las arenas bituminosas en Europa porque no fueron
etiquetadas como «sucias». Un buen ejemplo de cómo se cede en una materia que perjudica a la lucha de la Unión Europea contra el cambio climático. Muchos hablan de que los nuevos tratados de comercio traerán a Europa la normativa más injusta del lado occidental del globo terráqueo, pero pocos conocen que el mero hecho de negociarlo ya lo está provocando. En mayo del año 2015, el Aleksey Kosigin, conocido como «el buque de las arenas contaminantes», atracó en un puerto de Bilbao llamado Muskiz. Aparentemente se trataba de un petrolero más, pero en su interior albergaba el primer gran cargamento de arenas bituminosas que llegaba a Europa: 570.000 barriles, según confirmó la propia Petronor, empresa que pertenece a Repsol. El combustible derivado de estas arenas se caracteriza porque se extrae a cielo abierto, a diferencia de los crudos convencionales, que se obtienen con una simple perforación en la superficie terrestre. «Es un paradigma de contaminación y devastación», lo define la organización española Ecologistas en Acción, cuyos impactos ambientales y sociales en los lugares de extracción «son enormes»: deforestación de bosques, ríos contaminados, riesgo de enfermedades y lagos tóxicos. No es ninguna casualidad que Repsol posea tres de las cinco refinerías (Cartagena, Bilbao y Castellón, las tres en España) capaces de procesar arenas bituminosas en la Unión Europea. La empresa será responsable de la mayor parte de todo el petróleo en bruto que llegue a Europa para ser refinado. Por otro lado, las siete mayores petroleras privadas del mundo (Shell, ExxonMobil, BP, Sinopec, Chevron, ConocoPhillips y Total) tienen participaciones significativas en las arenas bituminosas de Canadá. Las mismas empresas y grandes refinerías han invertido veinticinco millones de dólares para rediseñar sus refinerías en Estados Unidos y poder exportar a la Unión Europea. Y aún hay más: Canadá está considerando construir un oleoducto, el Energy East, que le permita aumentar las exportaciones de arenas a Europa. En el año 2006, existían en Canadá 81 proyectos de arenas bituminosas y se extraían 1,25 millones de barriles por día. Sus enormes yacimientos hacen del país la tercera potencia petrolera mundial y una gran exportadora junto con Estados Unidos. No hay necesidad de que se firmen el TTIP o el CETA para que los ciudadanos perciban ya algunas de las filosofías que tratan de implantar. Un tratado de estas características contribuye a hacer vinculantes las inercias prolongadas en el tiempo más devastadoras. Ajeno a esos encuentros comerciales, un vecino de Muskiz daba de comer a los
patos del río que atraviesa el pueblo, el Barbadún. Sus habitantes soportan vivir a 300 metros de imponentes chimeneas y plantas de refinería a cambio de una ingente cantidad de empleos. «No seamos ingenuos. No podemos prescindir del dinero y de los empleos de Petronor; es el mayor inversor de Euskadi. Además, nuestros coches necesitan petróleo para andar», se pronunciaba sin rodeos. Y añadía: «Exigir responsabilidad y pedirles explicaciones es nuestro deber, pero el problema es que eso para ellos no es una obligación, sino una opción». La ecuación climática ha jugado a compensar la contaminación con el empleo sin exigir nada a cambio. En tratados como el TTIP, la cuestión primordial es que los derechos de uno de los inversores no sean violados o, Dios no lo quiera, guiados hacia fines contrarios al espíritu del libre comercio. Las grandes empresas saben que cualquier solución para frenar el cambio climático, o incluso los primeros pasos débiles, comienza por promover un enfoque equilibrado en los acuerdos comerciales o excluir de su contenido aspectos como la protección de las inversiones. De hecho, la petrolera estadounidense Chevron lleva tiempo presionando sobre el acuerdo comercial entre la Unión Europea y Estados Unidos para que no sea así. Incluso llegaron a reconocer, como publicó The Guardian, que quieren que los inversores extranjeros tengan el derecho legal de impugnar decisiones de un Gobierno en materia ambiental cuando puedan suponer «un freno» para sus actividades. Si el orden internacional se asienta en un sistema legal que opera públicamente ante la sociedad civil, con tratados comerciales como este se elimina toda clase de escrutinio. Y cuando la opacidad entra en la fórmula, se vuelve mucho más difícil hacer coincidir el interés privado con el bien público. La Unión Europea fue acusada en 2015 de dar privilegiado a documentos confidenciales del TTIP a ExxonMobil. La petrolera fue consciente del cambio climático en 1981, pero durante veintisiete años gastó treinta millones en think tanks para negarlo. También, gracias al mecanismo de resolución de disputas comerciales que propone el TTIP, el gigante americano demandó a Canadá por cancelar un proyecto turístico que era inviable y contaminaba demasiado. La última noticia que saltó a la prensa sobre ExxonMobil fue que había tratado de censurar a los expertos en cambio climático en el Congreso de Estados Unidos, y que presionó para silenciar distintas conferencias parlamentarias sobre el calentamiento global al poco de llegar George W. Bush al poder en 2001. El que fuera comisario de Comercio de la UE cuando las negociaciones del TTIP
comenzaban, Karel de Gucht, le prometió a la petrolera norteamericana que el tratado «eliminará los obstáculos a sus planes de expansión en África y América del Sur»[54]. No es que sea un hombre malvado al servicio de las multinacionales, sino que sabe que si contribuye a los intereses de las compañías energéticas más grandes de Estados Unidos, este será un aliado de importancia en otros aspectos. Eventos recientes como la anexión rusa de Crimea y la insurgencia del Kremlin nos hacen preguntarnos si Europa está preparada para exportar su modelo o si, simplemente, aspira a contentar a los estadounidenses para mantener su seguridad. No obstante, la filosofía comercial estadounidense no suele preguntarse si las reglas son lo suficientemente detalladas como para que el planeta pueda salvaguardar su prosperidad. Simplemente lo somete a unas inercias de liberalización del comercio que tiende a ver las regulaciones como «barreras no arancelarias». El mayor de los peligros está siempre en el silencio, y el tratado de comercio omite cualquier redacción explícita y jurídicamente vinculante sobre principios básicos de la Unión Europea, tales como el de la precaución. El TTIP pone en contradicción dos lógicas: «La evaluación científica del riesgo», la preferida por Estados Unidos porque le permite sacar un producto nocivo al mercado y comparar después si realmente lo es, y el «principio de precaución», sobre el que la Unión Europea ha basado sus regulaciones en las últimas décadas. El propio presidente Barack Obama reconoció sus intenciones ante el Congreso estadounidense antes de iniciar las negociaciones. Su objetivo más ambicioso, decía, era eliminar los estándares «no basados en la ciencia»[55]. Aunque lo cierto es que el debate nunca se centró en la ciencia, sino en cómo esta ha sido utilizada por las grandes empresas para guiarnos hacia sus decisiones. El uso del conocimiento científico para influir en la toma de decisiones políticas ocupa el centro de una tormenta perfecta que ha provocado la insurgencia de las crisis simultáneas de confianza del pensamiento económico. La sagacidad de esa estrategia se basa en «usar la ciencia para defender cosas que no tienen nada que ver con la ciencia», me decía por videoconferencia Naomi Oreskes, profesora de la Universidad de Harvard. «La ciencia suele dar respuesta a la demanda ciudadana de imparcialidad, pero, dependiendo de quien la controle, es a veces una forma cualquiera de dar la razón a quien no la tiene». Al fin y al cabo, no serán los reguladores —cuya misión principal es proteger el
medio ambiente y buscar soluciones que eleven con mayor eficacia los altos niveles de protección— quienes se encarguen de fomentar la cooperación transatlántica, sino los funcionarios, cuyo único mandato es facilitar la inversión. Eso es lo que perjudica la ambiciosa tarea de elevar los estándares ambientales en cualquier tratado de comercio y lo que ocurre cuando se permite que el debate político para sacar adelante una regulación se libre en el terreno de las evaluaciones del impacto que tendrá para el comercio, y no en el clima o la seguridad. Consiste en someter las regulaciones al algodón único de la economía. Este es el verdadero peligro. Por ejemplo, en lo que respecta a pesticidas o a la alimentación animal, el TTIP propone «adoptar los niveles máximos» que marque una Comisión compuesta por expertos internacionales. El Centro Internacional de Ley Ambiental concluyó en uno de sus informes que, en estos casos, la mayor parte de los estándares son menores que los utilizados por la Unión Europea: «La Cooperación Reguladora no significa bajar unilateralmente las normas ambientales y de salud. Pero la Unión Europea ya se ha comprometido de manera explícita a eliminar el uso de sustancias tóxicas y sustituirlas por alternativas no tóxicas. La participación activa de Estados Unidos en la toma de decisiones europea, simplemente, dificulta esos esfuerzos»[56]. Además, aunque el Tratado de Fundación de la Unión Europea previene en su artículo 114.3 de una carrera hacia la baja en las regulaciones a través de una cláusula que dice que «los contaminadores deben pagar», el TTIP no incluye ninguna referencia a esa prioridad. Esto no daña el medioambiente por sí mismo, pero elimina los incentivos que tienen las compañías para reducir los costes de polución e implementar formas de producción más sostenibles. También transfiere los impactos de su nociva actividad a los consumidores, a los trabajadores y al medio ambiente. «Déjeme ser claro en este punto tan importante: no vamos a reducir los estándares de la protección de los consumidores, el medioambiente, la privacidad o la seguridad alimentaria en las negociaciones del TTIP», decía el comisario europeo de Clima, Miguel Arias Cañete, durante un evento financiado por Shell sobre «energía diplomática» el 16 de septiembre de 2015. Pero una buena parte de los estándares internacionales son inferiores a los europeos. Es el célebre ejemplo del capítulo sobre desarrollo sostenible que se encuentra en plena fase de negociación. Según las filtraciones, no es vinculante para ninguna de las partes, y sobre el que presiona Estados Unidos para que se acepten esos
estándares internacionales porque son más bajos. «Cuando tengamos un estándar superior al internacional, lo mantendremos. Nunca trataríamos de establecer un diálogo transatlántico si eso no implica aumentar o igualar el nivel de protección», decía repasando mentalmente lo que se tiene que decir en estos casos. Se atreven a decirlo y a repetirlo. A mentir sobre una descarada dinámica que viene sucediendo durante décadas. En uno de sus libros, el premio Nobel de Literatura Elias Canetti cuenta la anécdota de un sacerdote que, en el lecho de muerte, le dijo a su parienta, sentada junto a él: «¿Ves aquel enorme granero frente a nosotros? Bajo su techo hay tantas briznas de paja como diablos hay ahora reunidos a mi alrededor». Algo así debió de pensar Miguel Arias Cañete, apodado El Barón del Petróleo, cuando llegó al cargo de comisario europeo de Clima. El exministro español de Medio Ambiente lleva ocupando cargos de relevancia en el Partido Popular desde 1982. Según señala su declaración de bienes de 2011, cuando estaba en el Parlamento español, poseía acciones por valor de 326.000 euros en dos empresas petroleras: la Petrolífera DUCAR y Petrologis Canaris, S. L. En abril de 2014 se descubrió que, seis años antes, DUCAR había recibido una concesión de las istraciones públicas controladas por el Partido Popular para utilizar tierras de titularidad municipal y almacenar productos petrolíferos en el puerto de Ceuta. Tras la retirada de Cañete de los puestos directivos de estas empresas, su hijo, Miguel Arias Domecq, siguió siendo miembro de la junta, y su cuñado, Miguel Domecq Solís, el director de ambas. Más tarde, en enero de 2016, una prueba documental vinculó a Miguel Arias Cañete con el escándalo de Acuamed, una trama que ofrecía comisiones a cambio de adjudicaciones para constructoras. Tres meses después, en abril de 2016, tras la filtración de los famosos «Papeles de Panamá», la mujer del comisario, Micaela Domecq, aparecía involucrada — junto con otros once de su familia como firmas autorizadas— en una compañía llamada Rinconada, radicada en dicho país. En definitiva, no es que las grandes empresas se opongan al cambio climático porque sí; solo quieren que este no sea un obstáculo para el comercio. Es un planteamiento con un cierto mimbre de razón: más trabas ambientales para producir nuestros productos suponen menos beneficios y crecimiento económico. Es como un instinto automático que convierte a la energía en el recurso del que se apropia el mejor postor. La retórica de la búsqueda irrefrenable del interés personal —que supuestamente era lo correcto en la
modernidad industrial— está matando nuestro planeta porque trata de eliminar el pensamiento social y la conciencia acerca de aquello que es climáticamente sostenible. Un acuerdo que ponga el comercio y las inversiones al servicio de los objetivos sociales, ambientales y de salud pública, en lugar de supeditar las políticas de regulación al comercio y la inversión, requiere una reforma muy amplia que quizá impida la dependencia energética de la Unión Europea respecto a Rusia.
UNA VUELTA DE TUERCA A LA JUSTICIA
Si aún hay alguien que piensa en las casualidades, que lo olvide. En la industria del arbitraje internacional se ha creado un entramado de firmas de abogados y árbitros que sustituye a la comunidad jurídica tradicional. Muestra de la noble preocupación es que solo quince árbitros, casi todos ellos procedentes de Estados Unidos, Canadá y Europa, han resuelto más de la mitad de todas las disputas comerciales conocidas: el 64 % de las 123 demandas de al menos cien millones de dólares relacionadas con tratados y el 75 %de las dieciséis demandas que exigían, al menos, 4.000 millones de dólares[57]. Hoy son árbitros, otro día consultores, y pasado mañana, abogados de grandes empresas. Se forman en la istración pública, tejen su red de os y se enrolan después en el sector privado para demandar a sus Estados. Quién sabe si más tarde volverán a la istración pública para seguir desmantelando la justicia y exigir tribunales privados para suplirla. El problema radica en que el tratado de comercio transatlántico no elimina, ni mucho menos, la posibilidad de que cualquiera de las partes pueda nominar a árbitros proinversores. A lo sumo, les permite elegir entre un reducido elenco de ellos. Ha sucedido, y sigue ocurriendo en España, que algunos abogados del Estado en excedencia han llegado a asesorar a fondos de inversión en doce de los veinte arbitrajes planteados contra el país. Hablamos de que más de la mitad de las demandas recibidas por España en tribunales internacionales han sido gestionadas por abogados que, motivados por el dinero, han cruzado la puerta giratoria de la justicia y ahora cargan contra su propio Estado por decisiones tomadas durante la crisis económica. «¿Y qué problema hay con que esos abogados demanden a su Estado en medio de una crisis? No veo ninguna inmoralidad. Una parte le paga más, probablemente cinco veces más, y trabaja para ella. Pero es que los Gobiernos pagan una mierda», me decía Blazej Blasikiewicz, un polaco que trabaja en la Federación de Bancos Europeos (EBF, por sus siglas en inglés), racionalizando la máxima de que quien paga más obtiene más justicia.
Muchos tratados bilaterales de inversión —en torno a 3.000— contienen el mecanismo de resolución de disputas que plantea el TTIP, pero entre países desarrollados solo hay dos excepciones. Una de ellas es la del tratado de libre comercio entre Estados Unidos, Canadá y México (en inglés, The North American Free Trade Agreement; abreviado NAFTA); la otra, la Carta Europea de la Energía que España firmó el 17 de diciembre de 1994. La avalancha de demandas de inversores internacionales contra el Estado por este segundo acuerdo ha sido tal que en tan solo dos meses recibió cinco. Mientras que la mitad de los países de la Unión Europea fueron demandados una o ninguna vez en todo 2014. Además, durante los dos últimos años, España fue el tercer país más demandado del mundo a través de tribunales bien parecidos a los que plantea el TTIP. En estos momentos, la oleada de demandas que recibe proviene únicamente del sector de las renovables. Como escribió la revista Forbes entonces, «era obvio que la crisis en España obligaría a recortar en el sector solar», pero los inversores siguieron llegando, especularon y después demandaron[58]. Los abogados especializados que manejan las demandas en los tribunales internacionales contra sus Estados son, en parte, los responsables de las políticas gubernamentales en dicha materia. ¿Sería aceptable que, en un partido, un jugador fuera también el árbitro? Por ejemplo, la firma de abogados Allen & Overy, con sede en Madrid, fue la primera en representar los intereses de un inversor contra España. Uno de los abogados que la gestionó fue Antonio Vázquez Guillén, socio responsable del Departamento de Arbitrajes de la firma desde 2007 y abogado del Estado desde 1997. Esta compañía ha gestionado hasta siete demandas contra el país. Sobre la composición de la parte demandante, solo se tiene información de cuatro de ellas, y todas han sido gestionadas por Vázquez, que nunca quiso hacer declaración alguna. El bucle de la puerta giratoria no solo se produce en empresas que demandan al Estado, sino en aquellos bufetes que lo ayudan a defenderse. Herbert Smith Freehills es conocido por asesorar a clientes energéticos como la estadounidense Solar Reserve, que, de acuerdo con la información publicada por Wikileaks, fue favorecida por el Ministerio de Industria español en un concurso diseñado a medida de la firma. Casualmente, Herbert Smith obtuvo después un concurso del mismo Ministerio para defender al Estado en un arbitraje internacional. En 2009, la compañía incorporó a Eduardo Soler-Tappa, hasta entonces abogado jefe de
Industria. Ahora, este abogado del Estado en excedencia defiende al Estado en un litigio internacional desde Madrid, junto con Matthew Weiniger en Londres. Este último atesora el «mérito» de lograr que Reino Unido y Francia pagaran treinta millones al consorcio Eurotunnel’s, en Calais, debido a una decisión tomada por ambos durante la crisis migratoria europea. Por último, el socio en Madrid de Latham and Watkins, otro de los bufetes que defienden a España, es Antonio Morales. Fue abogado del Estado y ejerció de secretario del Consejo de Seguridad Nuclear entre 2002 y 2006. Ahora lleva pleitos de energía y, entre otras cosas, asesoró a la nuclear de Garoña, que es propiedad al 50 % de Endesa e Iberdrola, en su proceso de reapertura[59]. La correa de transmisión de determinados intereses privados se extiende a lo largo y ancho de la Unión Europea. Desde Alemania hasta Reino Unido, pasando por Francia, los País Bajos, Bélgica o Suecia. El dinero es la piedra angular de esta injerencia en la justicia. Según las estimaciones, más del 80 % de los costes legales que supone iniciar una de estas demandas termina en los bolsillos de los abogados de las partes. Ocho millones ganan por caso. Aunque los árbitros que se sientan en el tribunal también tienen sus comisiones: unos 3.000 dólares por día. Es un negocio muy lucrativo, y la entrada en vigor de este tratado crea nuevas oportunidades para estos árbitros, ya que permitiría a 51.495 compañías demandar directamente a los países europeos, frente a las 4.500 actuales. A pesar de lo repetido por buena parte de las voces contrarias al tratado, no es la posibilidad en sí de demandar a un Estado lo realmente interesante para las empresas. Lo que buscan es librarse de verse sujetos, de forma vinculante, al respeto por el medio ambiente, los derechos laborales o la protección al consumidor; que existan cláusulas que invocar cuando un Estado así se lo exija. Desempoderar a los Parlamentos nacionales y a las Cortes europeas convierte a los ciudadanos en meros objetos. Limitar sus derechos fundamentales también es una forma de someterlos. Los artículos que se establecen en las reglas de inversión de los tratados de comercio van en esa dirección. Se trata de tener un derecho que no tiene ningún otro ciudadano, que no puede demandar a las grandes corporaciones o a políticos negligentes. Los inversores extranjeros tienen las manos libres para perjudicar al bien público mientras ganen dinero, porque toda consideración política se somete al criterio de la inversión. Además, les permite «amputar» los fondos públicos al Estado.
Ya ocurre, sin necesidad de haber firmado ningún tratado, que ciertos fondos de inversión especulativos han llegado a exigir indemnizaciones por valor de 700 millones de euros a España debido a decisiones legítimas tomadas durante la crisis. Mientras, se recortaba el 22 % del gasto en sanidad, el 18 % en educación y uno de cada cuatro niños se encontraba bajo el umbral de la pobreza.
EL MANTRA DE LAS PYMES
He leído en muchos documentos —y escuchado en multitud de eventos— que el tratado de comercio con Estados Unidos crearía empleos y traería el crecimiento económico para las pymes como quien escucha el viento en un día de temporal. Lo cierto es que el único informe que apoyaba esa afirmación se basaba en una encuesta dirigida a 869 pequeñas y medianas empresas. En Europa hay 23 millones de pymes que representan el 99 % del número total de empresas, pero el documento solo hablaba de las 633.000 firmas que llevan a cabo el 80 % de las exportaciones[60]. En público, también las grandes organizaciones empresariales han enunciado los beneficios que traería a las organizaciones más pequeñas. «Se beneficiarán de forma significativa», dijo la patronal sa. «No hay duda de que tendrán nuevas oportunidades para exportar», opinaba la inglesa por su parte[61]. Ambas forman parte de BusinessEurope. Pero durante sus reuniones privadas se muestran más escépticas. Durante un encuentro confidencial celebrado en marzo, los primeros preguntaron cómo la Dirección General de Comercio podía «tranquilizar a las millones de pymes que no exportan y que se enfrentan a una mayor competencia»[62], pero los británicos fueron más lejos: «El beneficio que traería el TTIP para las pymes es aún hipotético», afirmaron también fuera de las cámaras, el 1 de julio de 2015[63]. El discurso oficial se esfuerza en repetir dos máximas: el americano es un mercado muy complejo y se quiere facilitar el a la información de las empresas europeas, ya que «no todas pueden permitirse abogados especializados que les digan dónde están las ventajas de exportación». Pero olvida completamente las consecuencias negativas que podría tener para el resto de las que no exportan a Estados Unidos. Esto es especialmente relevante para las pymes españolas, ya que solo 70.000 de entre los más de tres millones que existen exportan actualmente a ese mercado. También se puede valorar para saber sus efectos colaterales, lo que supondría establecer un privilegio adicional —en forma de tribunales de arbitraje— para
inversores que ya cuentan con una clara ventaja competitiva. En cualquier mercado, esto es, por sí solo, un peligro para el resto de las empresas más pequeñas, que no tienen el dinero suficiente para iniciar uno de estos litigios. Los datos son esclarecedores al respecto. Únicamente los costes legales para plantear una disputa entre inversor y Estado como las que contempla el TTIP puede llegar a superar los treinta millones. De media, las compañías más grandes han ganado 136 millones por cada caso adjudicado, mientras que las pymes solo han recibido dos millones[64]. Además, ¿cómo se conjuga esa idea con la existencia de una Cooperación Reguladora que, en muchos casos, es por sí misma un motor para la desregulación que más afecta a las pequeñas empresas? Un buen ejemplo de la ceguera con la que se desarrollan algunos argumentos es el acto que elaboró Pablo Zalba en el Parlamento Europeo un día de marzo de 2016. El evento duró veinticinco minutos y no se itieron preguntas: se proyectó el pequeño tráiler de un documental llamado I love vino, se despidieron e invitaron a los asistentes a tomar rosados y vinos blancos caros recién traídos de una de las comarcas más ricas de España. A pesar de que no existía un solo informe que pudiera demostrarlo, Zalba usó unas cuantas decenas de miles de euros del dinero de la partida que le corresponde como eurodiputado para financiar una televisión comunitaria privada. La intención: que tres periodistas viajaran a California, Washington, Bruselas y Navarra para hablar de los beneficios del TTIP para las pequeñas empresas de vinos navarras. Tras un par de copas le pregunté al político de forma reiterada sobre algunas cuestiones de fondo, como la integración europea, el fracaso de las políticas de competitividad y la imposibilidad de asegurar el contrato social con los ciudadanos, mientras se negociaba ampliar el poder empresarial en un tratado internacional. «Poco hablamos de la influencia del referéndum británico», nos respondió Zalba a mí y a un compañero corresponsal, Pablo García, antes de marcharse para cenar en un hotel con el director de la cadena de televisión y otros empresarios locales. Las pymes son de una importancia crucial para la economía europea, pero la gran mayoría produce bienes y servicios para los mercados locales o comunitarios. Pese a todo, este tipo de argumentos trata de convencer de que las pequeñas y medianas empresas saldrían ganando con el TTIP únicamente citando los datos de asociaciones comerciales relacionadas con las exportaciones de sus grandes empresas. Además, siempre hacen referencia a «los emprendedores» y a las «enormes barreras a las que se enfrentan las compañías».
Concretamente, el emprendedor del año de 2015 en Reino Unido, Titus Sharpe, lanzó una plataforma paneuropea para denunciar esas falacias. «A pesar de que ofrecemos empleo a quince millones de personas, solo el 0,5 % de las pequeñas y medianas empresas de Reino Unido y el 0,7 % de las empresas de toda Europa comercian con Estados Unidos. Además, el valor de los bienes y servicios que exportamos es inferior al 2 % del valor añadido que producen las pymes europeas en su conjunto». Y añadía: «Conozco lo difícil que puede ser crear y istrar un negocio exitoso. Pero un contexto en el que las mayores empresas del mundo tienen una ventaja injusta supone una amenaza para nuestro sector empresarial»[65]. Ese carácter misterioso que rodea a los beneficios que el TTIP puede proporcionar a las pymes contrasta con sus riesgos, que ni siquiera han sido estimados con rigor por los estudios oficiales. Casi tres años tardó la Comisión Europea en afrontar la idea de que la falta de un modelo empresarial adecuado puede lastrar a unas compañías a las que ni siquiera consultó debidamente para adoptar su postura negociadora. En algún momento echamos por la borda la idea de que las pequeñas o medianas empresas pudieran competir en detrimento de la necesidad de que grandes corporaciones, con una fuerte base exportada, ampliaran su mercado. En ese camino por preservar el orden liberal mundial, las sociedades se han visto obligadas a realizar muchas concesiones. Ya fuera por obcecadas cuestiones ideológicas, como en el caso de los servicios públicos, la dependencia en materias primas y cuestiones estratégicas, o por la falta de deliberación y coraje político para cumplir con el contrato social y repensar todas esas cuestiones que lastran nuestro desarrollo e integración. Un acuerdo comercial con Estados Unidos es fundamental para preservar el papel de la Unión Europea en el mundo, pero, tal y como está encaminado, tiene efectos colaterales trascendentales. ¿Es la perdida de los valores europeos el precio que estamos dispuestos a pagar para mantener el orden liberal?
5 ESPAÑA, LAS CONSECUENCIAS DE TOMAR UN CAMINO EQUIVOCADO
Con la crisis sucedió en España como con la historia de un testamento en vida: heredamos las ideas de aquellos personajes a los que habíamos honrado. Los muros que nos separaban del resto de la Comunidad Económica Europea fueron tumbados en 1985. Y nada nos impidió exponernos a esas corrientes que ya comenzaban a inundar el Viejo Continente. Evidentemente, un régimen como el franquista no podía tener cabida en el proceso político de integración. No obstante, el rechazo de las democracias europeas no se trasladó al terreno económico —habría dañado más a la población española que al régimen al que se pretendía hostigar—, así que, años antes de la Transición, ya se culminó el ingreso de España en el Fondo Monetario Internacional, el Banco Mundial (1958) y la propia OECE (1959). Tampoco ninguna de las potencias se negó a comerciar con España. «No hay naranjas fascistas; solo hay naranjas», pronunció el ministro de Exteriores francés, Georges Bidault, en un debate celebrado en la Asamblea Nacional sobre la llamada «cuestión española»[66]. Hasta tal punto que, en 1977, un 48 % de sus exportaciones se dirigían a la Europa comunitaria. Antes de integrarse definitivamente, España se vio inmersa en el proceso de occidentalización —condenada a la dependencia de Estados Unidos— y pronto olvidó sus planes de actuar como «puente» entre Europa y América Latina. Lo culminó con su solicitud de adhesión a la OTAN, aprobada finalmente en mayo de 1982. Más tarde, en plena Transición, la creación de instituciones y la adopción de costumbres democráticas permitieron a los ciudadanos españoles ser aceptados como europeos de pleno derecho. Aunque la europeización había comenzado, la memoria española jamás recordaría lo que se denominó los «Treinta Gloriosos», ese período socioeconómico transcurrido desde el final de la Segunda Guerra Mundial hasta la crisis del petróleo de 1973 que consolidó a Estados Unidos como la principal potencia mundial y alumbró las mayores cifras de crecimiento y bienestar social jamás vistas en este continente. Aun quienes recordaban una Europa sublime y legendaria la desprecian ahora.
No obstante, se ha mantenido la misma dinámica que antaño, previa a la recesión. Sus acuerdos, tratados y leyes nos parecen lejanos cuando entran en vigor, pero definen cada minuto de nuestra existencia. Los ciudadanos y los políticos virtuosos rehúsan culpar a Bruselas; los hipócritas, aunque iran a quienes los instigan, le desearon lo peor cuando los recortes se convirtieron en parte de nuestro patrimonio. Una verdad inalienable. «Europa nos prohíbe. Nos impone»; se asentó en el imaginario público un lenguaje que nos alejaba. En tercera persona. Como si hubiéramos dejado de sentirnos sus propietarios. «Nosotros entendemos que la unidad europea no puede hacerse solo hacia dentro, sino también hacia fuera. El ser histórico de Europa consiste, precisamente, en volcarse hacia el mundo. Todo intento de construir una Europa cerrada en sí misma estaría condenado al fracaso, además de no servir a los auténticos intereses europeos», pronunciaba el expresidente Felipe González en junio de 1985, momento de la adhesión de España a la actual Unión Europea. Antes de que España hubiera entrado en la Comunidad Económica Europea, los colegas comunitarios de González —con Willy Brandt a la cabeza— se habían convertido en los grandes benefactores económicos y políticos hasta que el Partido Socialista fue legalizado en 1977. Toda organización que aspira a lo eterno debe adaptarse al ritmo cambiante del tiempo. Pero en el PSOE, más avanzados que el resto de Europa, se organizaron apenas seis años después para lograr hazañas más ambiciosas: intentar poner en manos del mercado sectores que no funcionan con leyes de mercado. En plena era de oro de la socialdemocracia europea, la rama española se anticipó a su época y urdió un plan para vincular el sector privado con el público. En lugar de acabar con las injusticias inherentes al sistema capitalista, inauguraron la era de las privatizaciones. Se vendieron al mejor postor. El programa para afrontar la desigualdad social fue abandonado en detrimento de otros oficios, como el de convertirse en los más honestos gestores del capitalismo. Había unas ideas flotando en el universo comunitario que los distintos Gobiernos socialistas y conservadores hicieron suyas antes de la crisis. Como si no hacerlo significara no estar de moda. A pesar de todo, la apuesta definitiva por el sacrificio de las empresas públicas y su posterior privatización no procedió del Mercado Único o de las políticas de competencia europeas, como se apresuraron a decir. Fue una decisión que nuestros líderes tomaron por razones ideológicas, fruto de sus relaciones transatlánticas. El Estado, con Felipe González al frente,
había comenzado a renunciar a la potestad de bancos y empresas de telecomunicaciones o energía que en otro tiempo fueron públicas. José María Aznar imprimió fuerza al proceso, que en el plazo de treinta años José Luis Rodríguez Zapatero y Mariano Rajoy culminaron. Telefónica, Repsol, Argentaria, Gas Natural, Tabacalera, Endesa, Red Eléctrica y el holding Gas Natural-Unión Fenosa fueron cayendo, cual fichas de dominó, en manos privadas. Pero antes de proceder a la privatización —eso que llamaron «gestión pública»—, los representantes políticos se sirvieron de las puertas giratorias para colocar a los suyos en puestos clave. González formó parte del Consejo de istración de Gas Natural hasta que se aburrió de un sueldo de 125.000 euros anuales. El expresidente era, además, asesor de la presidencia de la tecnológica Indra, que un día fuera completamente pública y cuya privatización se inició con él al frente del Gobierno en 1996. Quien fue su número dos en el Ejecutivo entre 1991 y 1995, Narcís Serra, presidió Caixa Catalunya y posteriormente Catalunya Banc, con resultados desastrosos. El otro expresidente del Gobierno, el conservador José María Aznar, pasó a las filas de Endesa en calidad de asesor externo con una retribución de 200.000 euros al año. También uno de los magnates mediáticos más importantes del mundo, Rupert Murdoch, polémico por sus improperios racistas, le ofreció un sueldo similar como consejero del grupo de comunicación News Corporation. Uno de los hombres más cercanos a Aznar durante su presidencia, Ángel Acebes, se sienta aún en el Consejo de istración de Iberdrola desde abril de 2012, donde ya ha amasado más de un millón de euros como asesor. Los exministros de Economía también han pasado a engrosar las plantillas de grandes compañías. Desde socialistas como Pedro Solbes, que partió en 2011 hacia la eléctrica Enel, o Elena Salgado por partida doble (Nueva Pescanova y Endesa), hasta ese símbolo del derrumbe moral que ocurrió tras la crisis, Rodrigo Rato, que se asentó en Caja Madrid. La también exministra Trinidad Jiménez, fichada por Telefónica; Javier Solana, por Acciona, o Luis Carlos Croissier por Repsol, son parte de una granada lista de personas que han pasado de su cargo público al privado. Casi medio centenar de políticos y familiares están en nómina de empresas energéticas. El Consejo de istración de Endesa tuvo entre sus a Luis de Guindos hasta que fue nombrado ministro de Economía por Mariano Rajoy. El expolítico catalán Miquel Roca Junyent se mantiene como consejero desde 2009. «El fenómeno de las puertas giratorias se da con más frecuencia en
mercados como la energía, la banca, las telecomunicaciones o la asistencia sanitaria, en los que la cuenta de resultados de una empresa depende en buena parte de la regulación y la supervisión del Gobierno», señala Juan Pedro Velázquez-Gaztelu, periodista que ha recopilado todos los nombres en el capítulo cuatro del libro titulado Capitalismo a la española (2015). Ahora, en su condición de empresas privadas, los tótems empresariales de Madrid y Barcelona se estructuran con el nombre del Foro Puente Aéreo para elegir cuáles serán los siguientes pasos que más le convienen al país[67]. Cada cierto tiempo, los grandes empresarios han recibido a un presidente —ya sea Mariano Rajoy, Artur Mas o Esperanza Aguirre— en un encuentro a puerta cerrada. Ponen en venta sus decisiones políticas en cenas informales que reflejan una endogamia política similar a la que sucede en Bruselas salvo por un detalle: esas compañías campan a sus anchas por Moncloa y el Congreso, pero sin intermediarios profesionales ni un registro. España, que no tiene una forma rigurosa de contabilizar el contenido de sus encuentros, es el sexto país europeo con más grupos de presión registrados en Bruselas, con 464. Todo momento histórico está sujeto a una tarea inmediata. Si la primera fue convertir a las empresas públicas en patrimonio privado, lo siguiente debía ser defender con uñas y dientes lo conseguido. La intención no era otra que imponer de forma gradual una visión que enlaza el bienestar con la riqueza, hacer creer que existe un mercado supuestamente libre y que actúa, además, de forma mágica a la hora de corregir las desigualdades. Como alguien que en su imaginario todavía separa de forma insalvable lo económico y lo social, me hablaba uno de los altos representantes de una empresa del Ibex en la capital europea: «Lo que sucede ahora es que Bruselas regula para cada país, pero no conoce las características y circunstancias de cada uno. Todas las regulaciones que nos afectan se deciden desde allí. Nosotros, que tenemos pleno conocimiento del sector, las usamos para lograr el mayor equilibrio posible entre la competitividad y la necesidad social». Cuando apenas habían transcurrido quince minutos de entrevista, y tras un genérico sermón sobre cómo se desarrolla la presión en Bruselas, le pregunté por su posicionamiento concreto sobre el TTIP. Antes de responder, como si hubiera tocado un tema tabú, miró el reloj, se disculpó y me dijo que solo le quedaban diez minutos más para atenderme. «Crear un espacio común inicial con reglas equivalentes es lo más importante para nosotros. Ten en cuenta que esto es algo progresivo que vas alimentando con el futuro», contestó. No quería que revelara
ni su identidad ni el nombre de su compañía, a pesar de que han gastado decenas de miles de euros en financiar documentos que apoyan las políticas comerciales de la Unión Europea. Las grandes empresas del panorama español y su patronal defienden en público el TTIP de acuerdo a voluptuosas estimaciones económicas que hacen de la astrología una ciencia respetable. Pero, en privado, sus argumentos se ven desnudos. Y cuando eso sucede, aflora la realidad. «Mira, los Corsa y los Ferrari van a seguir siéndolo. Unos pierden, claro, pero al final del día el resultado debe eliminar lo menos eficiente y crear un ecosistema más competitivo. No puedes ponerle puertas al campo», me explicaba cual vendedor del oeste que ofrece pócimas con el elixir para todos los problemas. «A través del tratado comercial hemos de armonizar marcos regulatorios distintos para que los estándares occidentales predominen a nivel global». Hemos, decía. En una democracia, la gente se identifica a sí misma como parte de una primera persona del plural, un «nosotros» establecido por la herencia y la historia. Es curioso que, a diferencia de muchos españoles, las empresas hablan de Bruselas con una connotación política que la hace suya. Como un coto privado para ejercer su poder. El gran logro del TTIP, al fin y al cabo, es eso: crear un nosotros, una especie de identidad colectiva en la que quien no se identifica queda excluido o es tildado de antisistema. Se trata de invocar el mismo exorcismo usado por Margaret Thatcher para oponer a los trabajadores y a los parados. Lo que ha ocurrido es que se ha establecido un eje de buenos y malos alrededor del cual se han estructurado las decisiones políticas. Si juntamos a las 21 empresas del Ibex 35 que hacen públicos sus datos en el Registro de Transparencia de la Unión Europea, nos encontramos con que su inversión realizada en lobby asciende a casi ocho millones de euros. Por sectores, la banca española invirtió el año pasado más de 1,4 millones de euros, y la industria energética, casi un millón. Telefónica, BBVA, el Banco Santander e Iberdrola son las empresas españolas que más encuentros han tenido con altos cargos de la Comisión Europea. Sus nombres coinciden también con aquellos que han integrado desde su creación la poderosa Mesa Redonda de Servicio (ERT, por sus siglas en inglés), ya citada en el capítulo 2. En su momento, este Foro llegó a agrupar en sus filas a Ignacio Sánchez Galán, de Iberdrola; Antonio Brufau, de Repsol, y César Alierta, de Telefónica. Precisamente, esta última es la corporación española con el presupuesto en lobby más elevado, dos millones euros y seis lobistas en plantilla. Uno de ellos es el hijo del ministro de Asuntos Exteriores del Gobierno de Mariano Rajoy, José Manuel García Margallo, con
quien coincidí en buena parte de los «saraos» de la burbuja europea. Ese hombre presiona en favor de los intereses de Telefónica —una empresa privada— a los compañeros de partido de su padre, que ha ocupado un puesto de honor en el Gobierno y cuyo nombre incluso sonó para ocupar la presidencia de España. No son las proyecciones económicas de la firma del tratado las que interesan a algunas de las empresas más grandes del Ibex. Como reconocen en privado, se trata de «eliminar las barreras existentes». Creen que para lubricar la economía e imponer su influencia en nuevos mercados internacionales es necesario «armonizar las normas», y efectuarlo cuanto antes. Si no se hace ahora, «con diferencias tan ligeras entre dos potencias transatlánticas», no se hará nunca. Esta nueva retórica es moralista y victimista. En España se ha deshumanizado la corrupción, porque la humanidad corresponde a quien la ejerce, y culpado a quienes habían vivido por encima de sus posibilidades. Ante una sociedad a la deriva y sin valores, donde han primado los recortes sociales y el desempleo se manifiesta en formas de salvaje desigualdad, solo queda invocar un discurso aún más cruel que justifique sus políticas. Estos tratados de comercio, con el TTIP a la cabeza, cierran la cuadratura del pensamiento que se ha impuesto durante las últimas tres décadas. Empresas que alguna vez fueron públicas se desmantelaron para beneficio de políticos que más tarde acabaron en sus consejos de istración. Una vez que las compañías quedaron en manos privadas, sucedieron décadas en las que manejaban el cotarro en Madrid, dictaban las políticas más favorables y ofrecían después asientos en sus consejos a los políticos afines. El siguiente paso fue ir más allá e influir en las políticas de Bruselas en pos de un marco regulatorio más favorable al sector privado. Finalmente, tras la crisis, el proceso se culmina con la firma de tratados internacionales que ponen por escrito y a través de cláusulas legales los éxitos de tantos años de influencia. La decadencia de una sociedad, decía José Ortega y Gasset en España invertebrada, se produce cuando la gente pretender eliminar a las élites en lugar de reemplazarlas por otras. Ha ocurrido que los artífices de la Transición se resignan a impedir un cambio de paradigma, cualquier nuevo pacto social, y dejan que la política asuma el peso de todas las culpas. El establishment español, falto de credibilidad por la brutalidad de sus acciones, se diluye ahora en Bruselas y aspira a convertirse en uno de esos «emperadores locos» de los que hablaba el dramaturgo francés Albert Camus en su obra de teatro sobre el emperador romano Calígula: «Un hombre dispone de poder sin límites, pero por
primera vez lo utiliza sin límites, hasta negar el hombre y el mundo», dice al comienzo del segundo acto. Ya no se trata de sustituir a un ente superior por otro. El TTIP, con sus mecanismos jurídicamente vinculantes, le ofrece a la nueva élite una oportunidad histórica para comenzar a ser flotante —como si se tratara de esos dioses de la mitología griega— y no estar sujeta a ningún contrato social.
MADRID, UN LABORATORIO PARA EL NEOLIBERALISMO
Aunque, en lo sustancial, España ha participado del modelo social, económico y político asentado en Europa, su eje central, Madrid, ha sido la capital de todo. Ya fuera el lugar donde se puso en marcha el experimento neoliberal español o la aldea más desobediente, ese laboratorio donde se gestó su mayor antagonista: el 15M. Como la Galia dentro del Imperio romano. Como si se tratara de uno de los mejores sueños de la Dama de Hierro, se pensó en Madrid para poner en manos privadas el sistema sanitario y las escuelas. Fue en la capital española donde Alberto Ruiz-Gallardón, primero, y Esperanza Aguirre, después, instalaron modelos mixtos, públicos-privados. No solo demostraron su fracaso a la hora de establecer un sistema público y nivelar las necesidades, sino que también fueron inviables como empresas. Todo comenzó cuando Aguirre lanzó en 2004 su Plan de Infraestructuras Sanitarias, que contemplaba la construcción de lo que finalmente serían ocho hospitales «públicos»[68]. En realidad, se trataba de ceder a una empresa privada la gestión y el mantenimiento de un servicio privado por un período de unos treinta años. Los bolsillos de empresas como Acciona, Sacyr o FCC fueron enriqueciéndose gracias a lo que denominaron «la gran oportunidad de negocio». «El mayor triunfo político es, precisamente, determinar con las ideas la acción política, para que todos se orienten respecto de esas ideas. Y como ejemplo de esto, ahí está Margaret Thatcher», escribía la expresidenta de la Comunidad de Madrid en su libro Yo no me callo[69]. La misma suerte corrieron la educación primaria, la secundaria y la superior —como derecho universal para la población —, tras la congelación y la reducción de los presupuestos. Todo un ejercicio de complicidad con las políticas que emprendió Thatcher y que culminó en unas decisiones urbanísticas que privatizaron el suelo, y fiscales que eximieron de impuestos a los más ricos. Madrid se convirtió en la comunidad autónoma con la brecha salarial y de patrimonio más elevada entre ricos y pobres, y la que menos presupuesto tenía para gasto en salud, según su renta per cápita, y en educación por habitante. Si, en los inicios de los años setenta, Felipe González fue de los primeros
socialdemócratas en degustar la miel del neoliberalismo, años más tarde, y con Aznar como cabecilla, España optó por impregnarse de las invenciones de Margaret Thatcher y Ronald Reagan mediante las relaciones «atlánticas», es decir, vínculos que se forjaban a través del comercio. «A partir del Congreso de Sevilla de 1990, con la llegada de Aznar a la presidencia del Partido, el PP impulsa la actividad de FAES (Fundación para el Análisis y los Estudios Sociales), creada un año antes como laboratorio de ideas. Y FAES se volcó en la tarea de preparar toda clase de documentos programáticos sobre todas las cuestiones principales que tiene que afrontar un Gobierno en un país occidental. No hubo materia que se dejara sin tocar: la política internacional, la defensa, la justicia, la sanidad, la educación, las pensiones, la política energética, la cultura…», relata de nuevo Aguirre, que todavía pide a día de hoy la reformulación del PP a partir de los valores de antaño. Esas convicciones que llegaron como un asteroide desde el Reino Unido hasta Madrid, esas que parecen ya arrinconadas en España, han engrasado, en parte, el tratado con Estados Unidos y la política comercial europea desde los años ochenta. El empeño de Margaret Hilda Thatcher por imponer recortes en el gasto público y deslindar lo económico de lo social supuso abrir una brecha en la sociedad. Nunca existió el neoliberalismo como tal en España, pero dejó su huella en los actores más importantes de una época. Y gracias a FAES, ese think tank del Partido Popular que heredó su visión de la época más conservadora de Ronald Reagan, sus ideas se resisten a la muerte buscando prolongarse de forma casi indestructible hasta la actualidad. Semejante osadía requiere de un equipo humano y recursos suficientes. En el terreno comercial, su portavoz más destacado es Jaime García Legaz, incorporado como secretario general de la fundación y nombrado precisamente secretario de Estado de Comercio, es decir, el encargado de promocionar el TTIP en España y valorar sus consecuencias. Legaz fue impulsado por Luis de Guindos, ministro de Economía y Competitividad y expresidente de Lehman Brothers en España cuando quebró en 2008. En lo referente a la sanidad, aún perdura la sombra de Javier Fernández-Lasquetty, que fue consejero de la Comunidad de Madrid y secretario general de FAES, cargo que ocupó hasta 2007. Apodado como el «nuevo ayatolá del neoliberalismo», planteó por primera vez el copago sanitario y una reducción de las prestaciones sanitarias públicas. La subcontratación de servicios, una lista interminable de cierres hospitalarios y diversas privatizaciones en Madrid también formaron parte de su mandato.
«El neoliberalismo, esa contaminación ideológica, estaba en el hilo argumental de FAES», me decía en su despacho José María Lassalle, el secretario de Estado de Cultura del PP durante la primera legislatura de Rajoy y diputado en el Congreso. Y continuaba, irritado: «El neoliberalismo llegó a mi partido con nombres y apellidos. Ello, junto a la renuncia de la moderación interna, ha tenido una consecuencia directa: la corrupción. El mercado necesita de la legalidad, de un entorno de seguridad jurídica. Eso es lo que decía Adam Smith. Considerar el comercio como una cruzada ideológica de tradición neoliberal y no como un contexto geopolítico de acción es un error». Lassalle es lo más parecido a un hereje respecto a la doctrina instalada en un determinado momento en el Partido Popular, por lo que no resultó complicado encontrar puntos de vista diferentes a los de un partido ortodoxo en lo referente a las relaciones transatlánticas: «Europa ha bebido de la tradición americana y eso se refleja en el propio Tratado de Fundación de la Unión Europea. Un mercado sin un marco que lo frene puede desembocar en una corrupción generalizada. Eso no es bueno para nadie. No puedes establecer el mismo modelo que los americanos porque ellos han erosionado el mercado, pero no con la ley como fin». Como liberal declarado por encima de cualquier otra consideración, se esforzaba en preservar la idea del libre comercio resistiéndose a asumir que había sido pervertida: «De verdad creo que el tratado de libre comercio con Estados Unidos salvaguardará las esencias del Estado del bienestar y la paz social. Pero Europa debería encontrar los recursos que la posibilitan y, después, complementarse con ellos. Sí, es cierto que los norteamericanos han logrado ser una potencia global, pero aún son víctimas del estado excepcional de la Guerra Fría», afirmaba. Un firme creyente en la idea de que las democracias, cuando están sujetas a estados de excepción, terminan cediendo: «Hasta los romanos sabían que si la República estaba en peligro, la excepción solo podría durar un tiempo. La situación de excepción debilita a las democracias y Europa va en camino de un estado de excepción permanente». Hablaba en futuro para negarse a asumir que ese futuro ya se ha convertido en presente: el Estado no asegura el orden, la paz y la libertad. Tampoco calma el miedo, mientras que el sistema político pierde legitimidad. En uno de esos malentendidos que ha asolado Europa tras la asfixia soviética — esa succión de recursos públicos en favor de las clases privilegiadas que se ha llevado a cabo sin ningún obstáculo—, se generó una dinámica que hizo de determinados dogmas la piedra angular de sus políticas. Esa condena que pagamos en la actualidad sucedió en un momento puntual de su historia,
alejándola del proyecto de sus fundadores.
EL 15M
Las ideas calan en la vida de las personas y se mantienen allí, imperturbables, mientras nadie plantea alternativas. La izquierda —entendiendo como izquierda a la socialdemocracia— ha sido vapuleada y ha permanecido aletargada durante esos años. Un tapón generacional al borde del estallido, la percepción de la ruptura del contrato social, la delegación del papel del Gobierno en unas élites que resultaron ser corruptas, el fin de las prestaciones sociales y un tejido social colapsado hicieron explosionar a España. Fue una estruendosa manifestación de quienes señalaban la simbiosis existente entre los líderes políticos y los empresariales, entre las economías públicas y el capitalismo financiero. Fue el movimiento de los indignados: el 15M. El pasado ha sido lo suficientemente amplio como para proporcionar ejemplos que demuestran que las soluciones planteadas hasta el momento no han sido las correctas. El presente es el reflejo de un panorama desolador que acabaremos aceptando por miedo a un futuro peor. Pero un futuro que tarde o temprano acabará llegando. Si el movimiento nacido en la Puerta del Sol en mayo de 2011 reclamaba que siguiera vigente un pacto social no escrito entre Gobierno y ciudadanos, el TTIP camina lejos de su cumplimiento y firma un contrato que aborrece cualquier consideración que se aleje del comercio o la inversión. Si del 15M se desprendía una proclama de cierta desconfianza ante la Unión Europea, «ese organismo supranacional ante el que no se puede ejercer un control democrático», el TTIP no le pone freno. Se destierra la menor oportunidad de situar a los ya escépticos ciudadanos europeos en el centro de la toma de decisiones. Aceptamos que los representantes salidos de las urnas queden sometidos a unos procesos más burocráticos y opacos en los que su voz cada vez tiene menos peso. Perdemos la confianza en nuestros líderes en un momento crucial para nuestro futuro. «Si el 15M señaló al sistema en su conjunto y creó una ola de indignación que puso a las élites políticas a la defensiva, el TTIP nos obliga a movilizarnos contra algo que afecta a todo aquello que llevamos décadas combatiendo», sostiene Carlos Sánchez Mato, definido como «economista heterodoxo» a quien
la onda expansiva del 15M le ha llevado a ser concejal de Economía y Hacienda del Ayuntamiento de Madrid. «Las consecuencias de este tratado desde el punto de vista social y económico son tan irrisorias que tienen que contarte un canto de sirena como el de que es necesario acabar con el desempleo. Hay gente muy proclive a creerse esas historias», añade este político de la rama de Izquierda Unida en Ahora Madrid, quien, junto al PSOE, declaró a Madrid ciudad contraria al TTIP el 25 de mayo de 2016. Si algo ha conseguido el 15M es que del modelo neoliberal que impregnó la capital de España durante décadas se pasara a las ideas de un hombre procedente del mismo departamento de Economía de la Universidad Complutense que forjó a José Luis Sampedro, economista de rostro amable que daba respuestas teóricas a lo que la gente pedía en la Puerta del Sol. «Los marxistas no planteamos el fin del comercio, sino terminar con la explotación de clase», me explicaba Sánchez Mato en su despacho, situado junto al Banco de España. Décadas de lucha antiglobalización concentraban en sus palabras la mayoría de las críticas que la izquierda radical europea dirige hacia el TTIP. Desde la «vuelta de tuerca neoliberal» y la «vergüenza socialista» hasta esa crítica siempre presente que apunta a las instituciones supranacionales. En Bruselas se ha generado un consenso entre académicos demócratas —la mayoría liberales— que carga contra el tratado de comercio con Estados Unidos por lo que supone para la capacidad de influencia en el mundo de la Unión Europea. «Se puede atacar el TTIP desde la óptica liberal, claro, pero desnaturaliza nuestra lucha. Y yo prefiero elegir a mis compañeros de lucha», me dijo el concejal cuando le pregunté sobre la posibilidad de adherirse a ese consenso no escrito. El TTIP les ha obligado a movilizarse contra un presente que asume los estragos del pasado y obvia los efectos colaterales del futuro. Como si fuera un ataque perpetrado contra la memoria. En Madrid, el Gobierno de la Comunidad prácticamente se desentendió de la obligación de garantizar la prestación sanitaria a sus ciudadanos. Los mismos que algún día no solo lo aceptarán y lo olvidarán, sino que protestarán, por ejemplo, contra la privatización de servicios públicos que contempla el acuerdo, en lugar de pensar en cómo establecer un sistema que recupere el bienestar en cualquier lugar del mundo dentro de unas décadas, cuando la tecnología impregne la sociedad. Ocurre que la gente se encuentra tan arrinconada y vapuleada que solo se concibe una defensa inmediata. De esta forma, el TTIP incluso ha comenzado a definirse como
«generador de resistencias». Como dice la profesora universitaria y activista de la plataforma No al TTIP, Adoración Guamán, «solo una gran coalición alternativa conformada por los movimientos sociales, sindicales y políticos puede hacer posible una nueva victoria frente a los intereses de las multinacionales»[70]. Imaginen un paisaje que tiene su propia naturaleza. Eso es un marco. Supongan ahora que lo miramos a través de un caleidoscopio compuesto únicamente por la lente de la economía. Eso es el tratado de comercio con Estados Unidos. Su intención es similar a la de los acuerdos para poner fin al cambio climático. «Consiste en crear un marco atractivo donde todos se sientan invitados a proyectar sus deseos más profundos, pero manteniendo una zona lo bastante nebulosa como para no perder más que a los más radicales», me explicaba en cierta ocasión Naomi Klein tras una conferencia con Jeremy Corbyn en plena negociación del Acuerdo del Clima de París (COP 21). La izquierda se ha visto definida, y sobre todo con este tratado, como la parte más radical. Ha servido, junto a algunas ONG, para poner límites a un eje que está totalmente escorado.
LA POSTURA DE LOS PARTIDOS POLÍTICOS ESPAÑOLES ANTE EL TTIP
La posición oficial de los partidos políticos españoles se basa en las directrices que llegan desde sus grupos parlamentarios en Bruselas. El Partido Popular, por ejemplo, justifica su apoyo al tratado «por la posibilidad de crear riqueza y nuevas oportunidades para las pymes con gran impacto en el comercio, la energía, la seguridad y el transporte». No ha existido un debate serio que aborde la dimensión geopolítica del tratado ni su capacidad de decidir el futuro de España y de la Unión Europea. Es como quien se pone una venda en los ojos y guarda el paraguas ante una tromba de agua que está a punto de caer. Lo mismo le ocurre al PSOE. «¿Queremos que se regule la globalización? Sí. Y la manera es marcar los términos en los que se tienen que comerciar los bienes y servicios», me dijo en una ocasión la eurodiputada socialista Inmaculada Rodríguez. No hay sobre la mesa un posicionamiento político propio que se abstraiga de las máximas del presidente del Parlamento Europeo, el socialista alemán Martin Schulz. Buena parte de la postura de los socialdemócratas europeos, desde los ses y los belgas hasta los laboristas británicos, se ha mostrado contraria al mandato de la Gran Coalición europea y ha rechazado las cláusulas más injustas del tratado cuando ha tenido ocasión. El PSOE, no obstante, presenta unas líneas rojas lo suficientemente difusas como para permitirle firmar cualquier acuerdo final: «Que se garanticen los derechos sociales, medioambientales, sanitarios, de seguridad alimentaria y la protección de datos personales», o que su «formulación final contribuya al crecimiento económico sostenible y a la creación de empleo de calidad», entre otras. En realidad, son conjeturas idílicas cuyo cumplimiento se atiene a consideraciones cuanto menos subjetivas. Son eufemismos que no afrontan las cuestiones principales y que chocan con la postura de los alcaldes y concejales socialistas de más de veinte ciudades, incluidos los de Madrid, que han iniciado o apoyado mociones de censura contra el TTIP por las consecuencias que el acuerdo tendría para las pequeñas empresas y las comunidades locales.
Por su parte, durante un evento en Bruselas celebrado en el mes de junio, el líder de Ciudadanos, Albert Rivera, señaló de forma certera que el TTIP es «como un cuchillo». Y añadió: «Un tratado de comercio puede ser una buena herramienta o tener consecuencias muy perjudiciales. Si Europa cierra un buen tratado puede ser una gran oportunidad para sus trabajadores». A pesar de que el partido entiende la importancia del acuerdo, sigue haciendo malabares retóricos para evitar posicionarse. «El TTIP es una oportunidad para que las democracias liberales puedan tener una influencia decisiva en la gobernanza global», dijo Rivera. Escasea la capacidad para justificar una posición favorable y lo justifican por la dificultad de pronunciarse sobre un texto que aún no está cerrado, a pesar de que hay evidencias significativas que permiten trazar las líneas de lo que vendrá y, sobre todo, de lo que ya existe. Sin duda, el partido más crítico es Podemos, que se opone frontalmente a la ratificación de los tratados comerciales y apunta no solo al TTIP, sino también al TiSA y el CETA (ambos por sus siglas en inglés). La postura incluye además el fomento de un «cambio en las políticas de comercio e inversión del Consejo Europeo y una actitud disuasoria para que los países de la Unión Europea no presionen a terceros para firmar nuevos tratados de comercio e inversión». Sus análisis pueden ser certeros en algunos aspectos, pero son incapaces de responder a la siguiente pregunta: si firmar acuerdos de libre comercio deprisa y corriendo con uno de los bandos para excluir a otro no es el camino, ¿qué papel debe desempeñar Europa en un futuro en la economía global? Salirse de la globalización y pronunciar una crítica memorizada hacia las transnacionales no es una respuesta. Tampoco tirar por la borda la posibilidad de reforzar el peso europeo en el mundo a través del comercio. Como señalaba el secretario del área Internacional de Podemos, Pablo Bustinduy, en referencia a Rusia, «existen herramientas de diplomacia política, económica y financiera, así como cultural, para sustituir el paradigma de la confrontación por el del diálogo y la cooperación»[71]. A pesar de que la suya es una de las voces que más alto han sonado sobre la situación geopolítica y el papel que podría desempeñar España, hasta el momento la posición oficial del partido ha pasado solo por reivindicar «la soberanía nacional en detrimento del poder de las élites». Esto es, a la postre, ineficaz sin un plan completo. Los tratados de comercio se han convertido en una especie de guerra de las galaxias. Ejercen un poder nunca visto sobre nuestras vidas. Lo avisaba el que fuera director general de la Organización Mundial de Comercio (OMC), Pascal
Lamy (2005-2013): «El comercio se libra en un mundo de elefantes». España es un pequeño planeta dentro de un todo, y los humanos que lo habitamos somos quienes sufrimos la letra pequeña. Al fin y al cabo, quienes deciden el marco de juego no tienen la necesidad de cuadrar el balance interno de los ciudadanos. El equilibrio político necesario para reformar este modelo no es fácil, pero así construyeron el contrato social europeo nuestros antepasados. Si entonces se trataba de crecer de forma sostenida para distribuir el bienestar de manera justa y equitativa, ahora que necesitamos un nuevo contrato la estrategia debería pasar por alcanzar un ideal conjunto. Nuestra época está ávida de políticos que logren ponerse de acuerdo para hacer prosperar una sociedad que podría verse definida por el TTIP. Aunque, en realidad, sí existen aspectos en los que puedan coincidir un liberal entendido y una persona que se considera de izquierdas. Con otras palabras se lo decía Íñigo Errejón, ideólogo intelectual de Podemos, al mismo José María Lassalle: «Hay una clara intención por lograr un espacio de soberanía colectiva que tarde o temprano permita sustituir un verdadero Gobierno nacional por otro comunitario. Pero es imposible que eso ocurra porque se ha debilitado el control político, y el modelo constitucional de Europa fracasó. Que la política pueda volver a Europa se dificulta»[72]. Errejón apuntaba de forma hábil al problema. Aunque, al igual que cualquier otro Gobierno europeo, nunca se atrevería a dar ningún paso que culminara con la integración política europea. Y no lo haría porque nadie le volvería a elegir. Pero si no se empieza a forjar un ideal conjunto para el futuro, ¿hacia dónde se dirige el proyecto comunitario? Quizá hacia algo peor. Estamos contemplando cómo buena parte de las ideologías de nuestro tiempo emiten el último grito de auxilio en una Europa llena de monstruos. Los bárbaros ya avivan los discursos de extrema derecha en la mayoría de los Parlamentos de los estados europeos, y el retrato del fracaso de la religión católica como referente ante el abandono de las naciones es un hecho tan evidente como el fanatismo en forma de terrorismo atacando los valores de Occidente, esa multiculturalidad que nunca fue. Ante nuestros ojos contemplamos un continente distópico en pleno proceso hacia una nueva transición. Pero esa idea de libertad y de democracia aún está presente entre los espectros políticos mayoritarios. Ya sean conservadores, liberales o socialistas. El TTIP anestesia la capacidad política, usurpa la tan invocada «soberanía nacional» (o, mejor dicho, la capacidad de influencia) y retrocede en lo que al cumplimiento de la democracia representativa se refiere para mantener el orden liberal. Los
políticos europeos lo saben y conocen su peligros cuando lo apoyan. Por eso no hablan de este tratado con claridad. Esperan a que pase la indignación para mantener el equilibrio. Pero eso no ocurrirá. Se ha perdido el menor atisbo de consenso; el debate público se ha polarizado hasta los extremos y nadie explica a los ciudadanos españoles qué implicaciones reales tiene para su futuro.
SECUELAS PARA ESPAÑA
No son pocos los rumores que han corrido a propósito de las negociaciones del TTIP. El debate público se ha guiado erróneamente entre la posible llegada de pollos colorados, carne hormonada o cosméticos prohibidos. Al respecto, la postura del Gobierno se ha limitado a enunciar las posibles e insignificantes ganancias económicas que llegarían gracias a un tratado de estas características. Un estudio de la Cámara de Comercio norteamericana habla de un aumento del 0,4 % del PIB español como dato más notable. También de que las inversiones de Estados Unidos en España se han reducido casi a la mitad en el período 20092012, y que 264.000 empleos dependen de sus empresas en nuestro país. Como si esto fuera suficiente para afrontar un debate público de calidad. Lo cierto es que no hay aún un solo informe público del Ejecutivo que identifique claramente cuáles son los riegos para España. Ni un solo dato que detalle las posibles consecuencias para el país. Esto revela que no hay conocimiento alguno para articular medidas institucionales cuando haya que afrontarlas, ni para hacer uso de las salvaguardas que establece el TTIP y que permiten excluir de la liberalización a los sectores o servicios que cada país estime oportuno. La agricultura es uno de los temas más polémicos de los veinticuatro capítulos en la fase de negociación del acuerdo. Mientras muchas de las normas alimentarias y agrícolas en la Unión Europea son relativamente más severas que las de Estados Unidos, no han sido pocas las presiones de la agroindustria —el sector que más influencia ha ejercido sobre el TTIP— para suavizarlas y llevarlas a su mínimo común denominador. Phil Hogan, comisario europeo de Agricultura, es bastante firme en este sentido. Sabe que muchos agricultores deberían hacer frente a una fuerte competencia y a una posible caída de los precios, lo que amenazaría la viabilidad de la agricultura, además de afectar negativamente a las áreas rurales y a los intereses de los consumidores. En España, por ejemplo, los ganaderos gallegos están vendiendo el litro de leche más barato que el de agua. Según el Ministerio de Agricultura, 0,34 euros es un precio razonable para un litro de leche, aunque algunos productores están
cobrando menos de 0,28 céntimos. El 7 de septiembre de 2015, la Comisión Europea presentó un paquete de medidas de 500 millones de euros para apoyar a los ganaderos ante la crisis que vive el sector lácteo por la caída de precios, pero no accedió a la demanda principal: subir los precios de intervención de la leche. Esta medida, reclamada por España, Italia, Portugal y Francia, consiste en que las istraciones paguen más por los excedentes y almacenarlos hasta que se estabilicen los precios, de forma que los productores puedan vender su leche a un precio más alto. En el TTIP, la Unión Europea reconoce —según las filtraciones de Greenpeace — que se abre más en cuestiones del sector agrícola como el vino, el aceite de oliva y los lácteos. La pregunta es la siguiente: si la política agraria común europea está fallando y nuestros ganaderos no son capaces de sobrevivir, ¿cómo es posible garantizar la viabilidad del sector abriendo más aún el mercado? «Es una condición proteger a los sectores que puedan ser más sensibles y tener con ellos un trato diferenciado», me dijo en una ocasión, en los pasillos del Parlamento Europeo, Isabel García Tejerina, ministra de Agricultura, Alimentación y Medio Ambiente del Gobierno de España. Y sin responder a los ganaderos gallegos, continuaba: «El sector agroalimentario podrá ser más competitivo y encontrar grandes oportunidades. Cuando un vino albariño se vende en Estados Unidos es porque ha habido un viticultor y una bodega que lo producen. Esta es una oportunidad de empleo y de riqueza para Galicia o para cualquier otra región española». Nuestra forma de identificación más poderosa son los valores y los estereotipos culturales adquiridos durante siglos. Precisamente, la ministra hablaba del albariño, una variedad de uva originaria de las Rías Baixas gallegas que cuenta con la calificación de denominación de origen, otro de los aspectos donde los negociadores europeos están haciendo un gran esfuerzo. Los dos bloques transatlánticos tienen enfoques rotundamente diferentes en cuanto a su protección. La Unión Europea establece un registro exhaustivo de los nombres de vinos, quesos, carnes y otros productos que se elaboran en regiones geográficas de acuerdo con unos métodos de producción definidos. Sin embargo, en Estados Unidos, denominaciones como la langosta de Maine, las patatas de Idaho o las cebollas de Vidalia están defendidas por las propias marcas comerciales de la industria. Esas compañías privadas son responsables de los retos legales que se derivan del uso de esos nombres, ya sea en Estados Unidos o
en el extranjero. Y en lo que concierne al TTIP, las empresas privadas se oponen a aumentar la protección de las indicaciones geográficas. Una misión para la que el Congreso estadounidense ya ha manifestado su apoyo[73]. En cuanto al vino —un producto clave para España—, la brecha entre ambos lados es bastante profunda. Las cifras muestran que Europa domina su comercialización. Pese a que Estados Unidos es el cuarto mayor exportador de vino del mundo, en 2013 tuvo un déficit comercial de 3.000 millones de dólares respecto a la Unión Europea, que, de lejos, es el líder en producción con el 60 % de la oferta mundial en el año 2011 (procedente en su mayoría de Francia, Italia y España, según el Servicio Exterior de Agricultura estadounidense). No extraña que Estados Unidos haya mostrado un rechazo total en las negociaciones a la exigencia europea de dejar de producir hasta diecisiete denominaciones protegidas en el sistema comunitario —el Champagne, el Oporto y el Jerez, entre ellas—, puesto que ya ha mantenido posturas similares en otras ocasiones. Es el caso del artículo 18.32 del capítulo sobre Derechos de Propiedad Intelectual del otro gran acuerdo de libre comercio que Estados Unidos ya ha firmado con once países del Pacífico, donde se establecen motivos explícitos para la cancelación de las indicaciones geográficas que se consideren nombres comunes. Aunque este enfoque no afectaría directamente a la protección de los productos españoles que se venden en la Unión Europea, sí debilitaría su protección cuando se exporten a Estados Unidos o a otros mercados. Pero la mayor preocupación es el precedente que se sienta. Las indicaciones geográficas están amparadas por las leyes europeas y sus acuerdos comerciales como una forma de propiedad intelectual. No se trata de que las hamburguesas estadounidenses se abaraten y de que el precio del jamón ibérico se incremente como fruto del aumento de la demanda. No es eso lo que persigue el acuerdo. Pero sí se busca eliminar barreras culturales en los países europeos a favor de incrementar el comercio transatlántico. Todo lo anterior, junto a la promesa de que se producirá una apertura en el mercado de la contratación pública estadounidense, cierra la cuadratura de un círculo fundamental para la supervivencia de determinadas industrias nacionales. La contratación pública cubre una amplia gama del gasto público en todo tipo de bienes y servicios, desde carreteras, energías renovables y grandes proyectos de construcción, hasta pequeñas granjas, programas escolares o contratos de servicio de limpieza de universidades públicas. Estos programas suelen estar
diseñados para beneficiar la actividad económica local, ya que su gasto es financiado por los contribuyentes. Se trata de establecer preferencias tales como la producción de alimentos saludables, cultivados en la zona, que benefician tanto a los agricultores como a los consumidores. Lo que está siendo cuestionado en el TTIP es la ventaja de los pequeños negocios locales. Según el análisis académico de un centro canadiense, los compromisos adquiridos en otros tratados similares «pueden restringir sustancialmente la capacidad de la mayoría de los órganos de gobierno provinciales y municipales para utilizar el gasto público como un catalizador para la consecución de objetivos sociales». Y culmina: «Desde la creación de buenos puestos de trabajo para apoyar a los agricultores locales hasta abordar la cuestión climática»[74]. Hablamos, como diría Ulrich Beck de riesgos que producen «nuevas desigualdades internacionales». En definitiva, cuanto más se limite la capacidad para utilizar instrumentos que protejan a las industrias nacionales, instándolas a aumentar su competitividad en mercados globales, más obligados se verán los Gobiernos a utilizar la economía de casino y a adoptar políticas contrarias a cualquier contrato social y dirigidas exclusivamente a atraer inversores. De manera automática, se limita la capacidad de premiar a aquellas compañías locales que favorecen la conciliación laboral y familiar, que protegen el medioambiente o que garantizan la igualdad de género. Además, sin la existencia de una «cláusula de oro» que exija un sello de calidad para que esto no ocurra, el peligro aumenta. «No podemos tolerar que las pequeñas y medianas empresas sean apartadas continuamente frente a un puñado de grandes empresas sin un compromiso social y ambiental férreo. En una ciudad como la nuestra son inisibles los procesos que precarizan los derechos laborales y discriminan a los ya explotados y vulnerables trabajadoras y trabajadores», me decía Gerardo Pisarello, primer teniente de alcalde del Ayuntamiento de Barcelona que regenta Ada Colau, durante el primer encuentro paneuropeo de municipios contrarios al TTIP en la Ciudad Condal. De nuevo son dinámicas que establece el TTIP, el acuerdo de comercio e inversión más avanzado que se ha negociado hasta la fecha. La degradación no vendrá directamente de un aspecto concreto del tratado, sino de la podredumbre de la atmósfera que lo rodea. Los Gobiernos corren el riesgo de tener que recurrir, por ejemplo, a la reducción de las normas laborales para mantener el tipo en ese nuevo mundo globalizado. Si no se definen cuidadosamente las disposiciones sobre la protección de la inversión, como parece ocurrir, podrían convertirse en un arma de doble filo para la más que probable futura
desregulación en materia laboral. La amenaza que caería sobre España «por no fomentar el comercio» es que podría ser demandada en un tribunal de arbitraje. Algo así como quien se esposa las manos y lanza las llaves al río. A pesar de que, como señala un informe de la Universidad de Gante para el Parlamento Europeo, «la liberalización puede tener efectos positivos sobre la protección del trabajo mediante el aumento de los niveles de ingresos, el conjunto de las partes del TTIP puede tener un impacto negativo sobre las condiciones sociales finales»[75]. Como bien muestran estos pasajes, el problema radica en el abismo existente entre los hechos y los valores, entre las propuestas que deberían ser y las que son. Pronosticar un futuro devastador para cualquier sector o un período de bonanza nunca visto se torna imposible. El futuro está sometido a demasiadas consideraciones y cada Estado europeo se enfrenta a su particular enfermedad. Pero es verdad que, observando algunas dinámicas ocurridas durante los últimos años y el rumbo que siguen, es posible detectar, aunque sea mínimamente, sus efectos. Está en juego recuperar el desaprovechado potencial de España en la Unión Europea, así como el de Europa en el mundo.
CONCLUSIÓN
Las élites económicas han utilizado el derrumbe social y financiero para exigir una serie de reformas que violan aún más el orden preexistente y que, en condiciones normales, serían activamente rechazadas por la población. Una suerte de «doctrina del shock» que permite hacer reformas impopulares por la reciente conmoción de un desastre. Aun habiendo perdido su autoridad, tratan de generar otras dinámicas potencialmente devastadoras en mercados más internacionalizados y en sociedades socavadas. Imaginen que corren a toda velocidad hacia una línea de salvación que divisan cercana y, cuanto más avanzan, más lejos la ven. De eso trata el TTIP, de borrar las fronteras de excesos pasados y dibujar líneas nuevas aún más lejanas. Asumimos, aun sin quererlo, que la demencia se convierta en lógica. Un acuerdo de estas características, tal y como está diseñado, sirve para sentar un marco de juego para lo que sea que esté por llegar, al tiempo que derrumba todo intento por construir un orden alternativo. De forma casi inmediata aceptamos un automatismo: somos capaces de soñar formas de construir una Unión peor a la actual, pero no tenemos tiempo para pensar hacia dónde caminará en —qué sé yo— veinte años y plantear un proyecto de sociedad para entonces. Es fácil imaginar —sin ánimo de fomentar confabulación alguna— a los grandes visionarios de nuestro tiempo sentados en oficinas de torres elevadas —o, quizá, en Silicon Valley— cavilando cómo será el mundo en un par de décadas y comenzando a sentar las bases para afrontarlo ya mismo. Quienes han impulsado estas políticas comerciales sobre todo han pensado en la dirección correcta anticipándose a los cambios futuros. Para eso tienen sus laboratorios de ideas en los que llevan miles de millones invertidos y donde organizan todos esos eventos. No hace falta poseer un oráculo para verlo. Están utilizando el comercio para eliminar la cuestión moral y crear un coto privado. El nuevo feudalismo cree que ya no funcionan las normas locales y desea internacionalizarlas. Las denominaciones de origen, el modelo de sociedad europeo, las distinciones culturales… son vistos como obstáculos con los que acabar: «El mundo que está por llegar no los necesitarán», piensan quienes tienen la absoluta certeza de que ese futuro —el que ellos mismos diseñan— acabará sucediendo.
Puede que las grandes empresas quieran ampliar el mercado sanitario, que busquen que el medioambiente no sea una barrera para el comercio o que traten de lograr que unos cuantos productos prohibidos lleguen a nuestras vitrinas. Pero lo que realmente les importa es que tarde o temprano alguien tendrá que regular sus nuevas actividades. Hay decenas, cientos, miles de normas que están por llegar. Quieren dar sentido a una forma de entender el mundo que les beneficia. ¿Por qué iban, si no, a estar tan obsesionadas con lograr un «acuerdo vivo» que incluya en él a la Cooperación Reguladora? El mundo no deja de cambiar, la digitalización está al caer y desean ser capaces de tener el derecho a dar forma a cualquier avance, homogeneizarlo a ambos lados y poseer los instrumentos legales para poner a competir a los estados y ver quién baja más sus estándares. «De lo contrario, nos iremos a otro sitio», les dirán. Así lleva ocurriendo desde los inicios de la integración europea. Equiparar cada norma, toda enmienda de cada ley, y marcar un techo regulatorio es la única forma que les queda de seguir acumulando capital. No creo en las conspiraciones. El TTIP está lejos de ser la última vuelta de tuerca del neoliberalismo o cualquier clase de gran ataque del capitalismo. Lo que ocurre es que los pesimistas siempre tratan de encontrar nuevas épocas para que sus críticas parezcan nuevas. Pero no se dan cuenta de que siempre llegan tarde. No es que haya quien lleva años sacando las tropas cuando la batalla ya ha acabado, sino que las saca en batallas que ya perdieron sus abuelos. La mayoría de los movimientos antiglobalización que murmuran la crítica contra el TTIP no son nuevos. Llevan desde finales de los años noventa inundando las calles contra la deriva comercial. Y ahora, las redes. Al contrario de los que impulsan estos tratados, que se sirven de China como enemigo al que superar, quienes articulan las críticas antineoliberales siguen sin identificar de forma certera, inequívoca y tangible al suyo. El neoliberalismo no es una noticia diaria en la televisión. No proyecta un mito ideológico donde las distintas demandas se articulan contra el capitalismo global. No hay una sola agrupación que haya sabido entenderlo y orquestar un movimiento popular en su contra. Y no ha podido llevarse a cabo porque el neoliberalismo hace tiempo que dejó de ser el contrincante que había que batir. «Consiste en no volver a denominar neoliberalismo a lo que ahora está ocurriendo. Un sistema que dedica, como lo está haciendo desde 2008, una buena parte de sus recursos públicos al salvamento de sus bancos no es un sistema neoliberal, sino que se ha pasado a otra etapa de excepcionalidad caracterizada por el capitalismo de
Estado», señala el periodista Paul Mason en su libro Postcapitalismo[76]. El capitalismo de Estado es precisamente el mismo sistema que impera en ese país al que se debe seguir de cerca: China. No cabe duda de que el mandato de negociación que impulsa el TTIP es una tergiversación absoluta de lo que fue la idea primigenia de Europa. Pero las incapacidades para ponerlo de manifiesto y construir un nuevo consenso han permitido a las clases dominantes desarticular las débiles críticas al status quo y dividir a sus oponentes integrando algunas de las demandas más controvertidas —como aceptar un poco más de transparencia en las negociaciones del tratado o una ligera modificación de los polémicos tribunales de arbitraje—. Han aislado y despedazado a los grupos de la izquierda y a los sindicatos. Los han convertido en parte de su sistema, en unos críticos sectarios a los que es sencillo controlar. No es casualidad que una serie de intelectuales europeístas, liberales o progresistas frustrados se juntaran en esa cuna del establishment europeo que es el Colegio de Europa en Brujas para demandar un cambio de rumbo en los tratados de comercio. Ellos podrían llegar a ser los verdaderos herejes del sistema y los únicos capaces de articular un discurso que deje claro que los Gobiernos europeos están perdiendo su oportunidad para fomentar la igualdad, ese reparto de bienestar que dio lugar a la Unión Europea. Esas personas gritaban que nos vemos incapaces de reaccionar ante la pérdida de poder en un mundo tan globalizado donde el comercio es interdependiente de otros factores. No buscaban democratizar las instituciones europeas ni abogaban, como muchos activistas proponen, por una revolución democrática de las instituciones. Aquellos políticos que en los años noventa establecieron un foro con la industria, sabían que el capitalismo estaba aquí y se abrazaron a él con tanta fuerza que trataron de aprovechar su impulso haciendo coincidir los intereses comerciales de las grandes empresas con las iniciativas políticas comunitarias de Europa. No funcionó, y desde entonces las élites han perdido su autoridad y se ha producido un vacío intelectual en la izquierda. El futuro traerá paradigmas nuevos y hay que empezar a pensar en ellos. Hay una serie de factores que han convertido lo que era utopía en una oportunidad para generar nuevas alianzas y un ideal común. Quienes se oponen a estos tratados deben saber que las ideas fijas solo desaparecen cuando otras las reemplazan. Hay que entender que la batalla más difícil es pelear contra la degradación de un término y la imposición de otros: la idea de la seguridad no
puede primar ante la de la libertad. Las empresas quieren resultados a corto plazo, pero también piensan de forma estratégica en el futuro. Pisan y solo vemos la huella que dejan sus pies. Nuestros líderes calman su sed mientras evitan mirar a los tiempos que vendrán en los próximos años. Asumamos que el comercio y la inversión son buenos, pero el respeto al medioambiente, los derechos humanos y la democracia liberal son los valores que estructuran nuestra sociedad. Puede que aún estemos a tiempo y que esas palabras que defienden con el mantra del libre comercio sobrevivan al exceso de aplicaciones ridículas, pero no sucederá mientras tratemos de buscar un culpable contra el que cargar porque es más difícil que encontrar un objetivo común en el que converger y una idea de progreso hacia la que avanzar. Es momento de abandonar algunos tabúes y de empezar a generar consensos para afrontar la época que está por llegar. Se suele decir que la gente tiende a ser moralista cuando no tiene ideas. Acontece en España que la política nacional se ha convertido en un circo espantoso porque cada vez el Gobierno tiene menos potestad. Los compromisos parecen inviables en una Europa que se parece cada vez más a un lugar antiguo, a las cenizas de un imperio al que los turistas vienen a hacerse selfies. No se puede iniciar un cambio de calado si la política no recupera su función y equilibra el rol que tiene el comercio con la sociedad. Tampoco si los ciudadanos no encaran su tarea y son conscientes de lo que ocurre. Lo cierto es que no hay ningún mercado totalmente libre. El mercado se construye en favor de alguien. El libre mercado ha impedido garantizar y extender la prosperidad lo máximo posible entre los ciudadanos. A mí me preocupa que el contrato social se haya traspuesto al interés comercial con tanta fuerza que ya sea difícil distinguirlos, y mucho menos hacer que se cumpla. Siempre resulta complicado formular lo que queremos, y no digamos construirlo en la práctica. Que los ciudadanos europeos digan «no» a los automatismos de unos tratados, tal y como llevan décadas planteados, no tiene nada de extremista. Es más, quizá sea el momento de un ajuste inteligente del comercio internacional. Muchos expertos se atreven a decir que esa es la única medida de igualdad urgente, básica, en la que todos estén de acuerdo: exigir la capacidad para decidir nuestro futuro. Comenzar por virar la deriva ideológica que guía eso que llaman libre comercio, pero que no lo es, y luchar contra esa gangrena que es la falta de pragmatismo. Se podría empezar por poner al mismo nivel ante la ley a un hombre y las maquinas económicas que lo someten. Y continuar
haciendo que los derechos laborales dejen de ser una mercancía anónima que se vende sin tener en cuenta los lazos que unen al mercado, donde las multinacionales salen siempre ganando. Velen para que las garantías del consumidor no se sometan al precio más bajo, sobre todo en bienes básicos como la comida y los medicamentos. Prohíban que esos rituales en forma de tribunales privados que sitúan a los Estados a merced del dinero no vulneren la ley que se ha fraguado durante años de experiencia. En tierra de la competitividad, donde los actores económicos más poderosos abusan de su fuerza, no mantengan su apuesta disparatada por fijarse únicamente en el comercio y la inversión e impulsen el desarrollo sostenible. Si bien es cierto que las empresas deben tener un ecosistema en el que competir pulcramente, los estados están obligados, a través de sus Parlamentos, la capacidad de examinar los tratados sin necesidad de procedimientos de urgencias o métodos no democráticos basados en la opacidad. Alcanzar algunas de estas ideas parece irrealizable, pero no por ello se debe dejar de avanzar hacia ellas. En lugar de maximizar simplemente el comercio y la inversión, los acuerdos comerciales podrían ser negociados sobre una base que contribuya a los fines reales de nuestras sociedades: la lucha contra el cambio climático, la desigualdad o los derechos laborales. Imaginen que todos los esfuerzos empleados en armonizar dos sistemas tan distintos se hubieran destinado a fines como incrementar el bienestar, introducir salarios dignos y hacer vinculante el endurecimiento de las regulaciones sociales así como ambientales. Esto se puede hacer fácilmente a través de cláusulas explícitas y bien redactadas que se integren en los acuerdos (por ejemplo, el compromiso de ambas partes a adoptar los más altos niveles de protección social o ambiental) o a través de disposiciones que proporcionan espacio suficiente a los Gobiernos a la hora de aplicar las políticas europeas a nivel nacional y regional. También es necesario excluir de la mesa de negociaciones, y de forma clara, bienes públicos como el agua, la salud, la educación y los servicios financieros. El TTIP puede mejorar el enfoque de la Unión Europea sobre las disposiciones laborales y acompañarse de iniciativas que permitan la redistribución de las ganancias fruto de la liberalización, así como compensar a los perdedores de la globalización y ejercer su responsabilidad con los países en desarrollo. Lo realmente ambicioso es poner todo esto en el centro de la agenda política y económica. Para ello sería también de suma importancia repensar el Fondo Europeo de Adaptación a la Globalización, impulsar la unión fiscal, armonizar el
impuesto de sociedades y otros deberes de la zona euro para mantener su cohesión interna. Porque, si no lo hace, poco importa que firme acuerdo de inversión alguno, ya que pronto dejará de ser un jugador clave en el comercio mundial. También existe una alternativa viable al estado actual de los tribunales de arbitraje privados. La Comisión Europea podría declinar de forma elegante la persecución de nuevos tratados sobre la base de los actuales. Y para ello cabría, en primer lugar, ponerse a trabajar en un proceso judicial internacional que reemplazara las canalladas que contienen los tratados existentes. Los versados en arbitraje internacional exigen que la ley de inversión extranjera se equilibre, obligar a que tanto los derechos como las responsabilidades de los inversores extranjeros se ejecuten dentro del mismo proceso y que estén escritos de forma clara en cualquier tratado potencial. Nada será suficiente si el derecho no es respetuoso con las instituciones nacionales, de acuerdo con los principios de protección jurídica internacional para todos los individuos y compatible con determinados valores judiciales: independencia, transparencia y procedimientos justos. Hay momentos en los que es preciso elegir. La Comisión Europa puede hacer todas estas cosas, y así debería ser si quisiera influir en terceros países, retomar negociaciones que involucran a más países y crear ese mundo global sin barreras para el que fue concebida. Incluso la Cooperación Reguladora tiene margen de maniobra. Las autoridades que establecen las reglas deben ser capaces de preservar todo su poder para iniciarlas, sin conceder ningún tratamiento específico a las grandes empresas transatlánticas. La rendición de cuentas es necesaria y debe ir acompañada de garantías para que no sea posible bloquear o retrasar las regulaciones europeas de acuerdo a la potestad única de beneficiar el comercio. Hay una diferencia notable entre la cooperación entre reguladores y la introducción de procedimientos y estructuras específicas que afectan a la toma de decisiones democráticas en las instituciones europeas. No es descabellado —sino que debería ser una prioridad— que quienes decidan sobre la legislación de la Unión Europea sean sus propios legisladores sin que el derecho a regular se vea afectado, como lleva ocurriendo desde hace años. La toma justa de decisiones, que rinde cuentas a los ciudadanos, no puede ser un barco del que saltar cuando las cosas no van bien. El TTIP es un ejemplo para el resto de las conversaciones comerciales que tienen o tendrán lugar. Aunque las negociaciones sean lentas, la Unión Europea y China
ya están discutiendo un acuerdo de inversión con la protección de inversores como una de las principales exigencias. ¿No sería mejor ver de forma más transparente esa economía asiática e impulsar que el Estado de derecho proteja la propiedad intelectual y la inversión extranjera? En ello radica el valor estratégico de un tribunal de arbitraje entre inversor y Estado realmente sólido en el TTIP: hacer más difícil que Beijing imponga sus valores. No es necesario excluir, solo dialogar y coevolucionar. En este sentido, la posición geográfica juega un papel de suma importancia. Europa no es solo un aliado de Estados Unidos, sino también de Eurasia y del Mediterráneo. Los hay que señalan que no somos un continente. Si solo pensamos Europa en términos de Europa, perdemos influjos de otras partes como Asia. Como dice la teoría del geógrafo inglés John Mackinder, «quien domina el corazón de Eurasia, domina el mundo». Además, si el TTIP se rompe y el TPP sigue adelante, no solo se cimentaría el Pacífico como pivote de Estados Unidos, sino que Europa perderá protagonismo. Seamos claros: en caso de que las negociaciones del TTIP se colapsen para siempre, la recriminación entre ambas potencias transatlánticas llevaría a una división sumamente profunda. A veces quizá no entendemos que el mundo nos observa. Si Moscú percibe la pequeña humillación que supone el fracaso de esta conversación, lo aprovechará como una nueva oportunidad para intensificar su retórica antioccidental y acercarse más a Beijing. Ante este desorden mundial, Europa se cierra porque es frágil. A lo largo de este libro lo he repetido sin cesar: el TTIP es una forma de sentar dinámicas. Una nueva, pero no la primera. Da un paso enérgico hacia un precipicio y sigue por su pendiente hacia el abismo. La Unión Europea sabe que no puede perder su oportunidad y, a lo sumo, aspira a minimizar sus daños. Está maniatada, condenada a una alianza económica, política y, de forma indirecta, también militar con Estados Unidos. ¿Cuánto tiempo puede preservar Europa su democracia con la eterna estrategia de sortear los males mayores? Alemania, un país que se caracteriza por sus exportaciones y cuyo éxito depende en gran medida de la determinación de los estándares mundiales pertinentes, aún mantiene una ventaja que quizá no dure mucho tiempo. Las economías emergentes y las poblaciones ricas de Asia han entendido la revolución tecnológica y comienzan a unirse en alianzas poderosas. El liderazgo europeo se está reduciendo. En los próximos años se crearán nuevos acuerdos comerciales en todo el mundo con regulaciones clave sobre la seguridad, el medio ambiente,
la privacidad y, sobre todo, la propiedad intelectual. La pregunta es si el TTIP influirá en que las dinámicas europeas prevalezcan llegado ese momento tan determinante. Con el actual mandato de negociación, la respuesta es un rotundo no. Ser ambicioso implica participar en la creación de nuevas políticas y articular reglas en un nuevo orden global que digan algo así como: «Estados Unidos, hazte a un lado; Europa ha vuelto». Las inminentes elecciones norteamericanas podrían congelar las negociaciones durante largos meses, y esto puede ser visto como una oportunidad para cambiar de rumbo. También las urnas que se abrirán en el eje franco-alemán a finales de 2017, e incluso la salida del Reino Unido, que, afrontada de forma conjunta, puede servir para vencer a los fantasmas del pasado. No cabe duda de que la falta de cohesión en el seno comunitario es uno de los grandes temores a los que nuestros líderes se enfrentan cuando buscan un espacio transatlántico común como el que se plantea con Estados Unidos. La Unión Europea carece de un mercado único en sectores estratégicos como la energía, las telecomunicaciones, el sector digital, los servicios financieros, y aún menos en lo que se refiere a defensa. Mientras las fronteras comunitarias sigan siendo resguardadas por el poder militar del otro bloque transatlántico, el poder negociador europeo será inferior. La OTAN, esa organización internacional que América utiliza para subyugar a Europa, es sorteada sin mayor preocupación para bombardear Irak, y lo hace con la aceptación de muchos de sus países . Con el comercio sucede algo similar. Es ese «poder inteligente»[77] del que hablaba Joseph Nye, cofundador de la teoría del neoliberalismo en las relaciones internacionales, el que adoptaron para alejarse de la coerción de la istración Bush tanto Barack Obama como la secretaria de Estado Hillary Clinton, hoy candidata a presidir Estados Unidos. El mismo que usan para hacerle entender a nuestros dirigentes que hay un lugar para la Unión Europea en el gobierno del mañana. Hemos de saber también que todo refuerzo de la OTAN —como el que se propone con el TTIP, de forma indirecta— aniquila cualquier sueño de un ejército europeo y una capacidad de defensa propia. Independencia. Ante este escenario global, se torna imprescindible invocar a la voluntad y al coraje político para cambiar el mandato de la negociación del tratado de comercio con Estados Unidos, iniciar una nueva conversación y colocar el comercio y las inversiones al servicio de los 800 millones de consumidores que forman parte de él. Esta es la solución más inmediata. No obstante, toda
ambición caerá en saco roto si no se generan debates públicos de calidad. Miren al pasado. En cada una de las rondas de la Organización Mundial del Comercio, el comisario europeo de turno miraba a sus espaldas, pero solo tenía a las grandes empresas detrás. Así que pensemos y hagámoslo de forma colectiva. Es posible aprovechar que esas élites desautorizadas han bajado al universo terrenal con el fin de explicarnos los beneficios del libre comercio y decirles que eso no es comercio ni libertad, que queremos una Unión Europea mejor. Los estadounidenses y los europeos debemos hacer hincapié en la definición moral de nuestra alianza y abstraernos de la obcecación geográfica. Démosle la vuelta al calcetín. Este camino es sumamente complicado, pero no pionero. Ahí quedará Franklin D. Roosevelt, que tiró a la basura toda su doctrina y adoptó una solución contra la austeridad que salvó a su país del colapso. Subsistir —si es posible utilizar ya esa palabra— pasa por convertir el comercio en una herramienta, no en un objetivo en sí mismo. Debe serlo porque puede suponer una gran iniciativa para recuperar el control y la confianza política. Cada ciudadano renuncia a su soberanía ante un ente superior, que al mismo tiempo la traslada a la Comisión Europea para que negocie libremente con Estados Unidos y otros actores. Devolverle la credibilidad a ese proceso también servirá para fomentar la integración política, esa que reparte el bienestar y que brilla por su ausencia entre lo que muchos interpretan que son «consignas de Bruselas». La historia es siempre un conjunto de malentendidos de unos e interpretaciones de otros. El comercio ha sido el espacio que osados líderes políticos utilizaron para ampliar sus proyectos ideológicos más agresivos. Margaret Thatcher arruinó el primer gran intento y sentó las bases para un mercado interno que quitaba la menor responsabilidad social a los Estados que lo componían. El TTIP, ahora impulsado por la canciller Angela Merkel, camina hacia algo similar, pero con Estados Unidos. Nos aproximamos a un punto de no retorno en el que solo hay odio contra los responsables. Se ha debilitado la confianza de quien ha visto cómo la austeridad le aplastaba, y parece que ya no queda más que la protesta. La toma de decisiones de las funciones legislativa, ejecutiva y regulatoria se está diluyendo. Pero no puede haber progreso en una sociedad pesimista y anclada en el pasado. Como ya dijimos en la introducción, pensar en la decadencia, ya sea de Europa o
del mundo, es impedir que todo cambie. La hazaña es sumamente importante. Solo el éxito pondrá de relieve las grandes virtudes de Europa. Tantas veces se la ha visto fracasar en el curso de los años que nadie, salvo los ciegos de esperanza, guarda un recuerdo cristalino de su breve existencia. Háganlo, háganse cargo, hagámonos cargo de esta empresa, expliquémosle las reglas del juego a nuestras opiniones públicas sin esa sospecha hacia Europa, y digámosles de forma honesta hacia dónde vamos, mientras luchamos por cambiar ese impedimento en el camino futuro.
BREVE GUÍA PARA ENTENDER EL TTIP
EL PROCESO DE NEGOCIACIÓN
Los Gobiernos de la Unión Europea le entregaron en junio de 2013 una serie de directrices a la Comisión Europea —algo así como la istración pública de la UE— para que comenzara a negociar la Asociación Transatlántica sobre Comercio e Inversión con los Estados Unidos de América, el conocido como TTIP, por sus siglas en inglés. En el proceso de negociación comercial —en ocasiones se alarga durante años —, la cabeza visible la ostenta quien ocupe el cargo de comisario de Comercio. Le acompaña un equipo de negociadores y unos cincuenta funcionarios de distintas direcciones generales (Comercio, Medio Ambiente, Salud, Mercado Interno, etc.) para trabajar de forma conjunta en las posiciones que la Unión Europea lleva a la mesa. Cuando se llega a un texto final con la parte contraria, el acuerdo potencial se somete a revisión jurídica, es traducido y se envía al resto de estados de la UE y al Parlamento Europeo, quienes tienen que dar su consentimiento. Llegado este momento, la posibilidad de realizar modificaciones es inexistente. O se plantea una enmienda a la totalidad a un texto formado por varios cientos de páginas y escrito en un lenguaje jurídico complejo, o se aceptan en su conjunto las obligaciones vinculantes en todos los niveles de la istración. Para siempre. En teoría, no es el Consejo Europeo el que únicamente decide si lo respalda, sino los estados y los diputados del Parlamento Europeo, fruto de la categoría de «acuerdo mixto» que adquiere. Esto es necesario cuando un tratado contiene cuestiones o temas para los cuales la UE no tiene competencia. No obstante, el 30 de octubre de 2014, la Comisión Europea le preguntó al Tribunal de Justicia Europeo «si la Unión Europea posee la competencia necesaria para firmar y concluir unilateralmente el Tratado de Libre Comercio con Singapur». La intención no era otra que conocer específicamente qué cláusulas del tratado podían ser identificadas como competencia exclusiva de la UE y cuáles no. Como la pregunta se realizó casualmente un año después de haberse iniciado las
negociaciones comerciales con Estados Unidos, está servida la duda de si realmente el TTIP deberá ser ratificado en su conjunto por los estados o solo por algunas de sus partes. Aunque la petición expresa de Angela Merkel para que el Acuerdo de Comercio con Canadá (CETA, por sus siglas en inglés) sea ratificado por cada estado miembro hace pensar que la canciller alemana ha decidido quitarle a Bruselas la competencia exclusiva de la política comercial.
CAPÍTULOS Y SECTORES
Un acuerdo de tamañas características abarca un área innumerable de cuestiones, aunque suelen estar dividas en tres partes muy concretas que se negocian de forma paralela y que formarán parte de un texto único final. En primer lugar, se trata de reducir, y en algunos casos incluso de eliminar, los derechos aduaneros sobre las mercancías que se comercian entre sí. También de profundizar en la liberalización de algunos servicios, abrir el mercado de los contratos públicos y determinar las normas de origen de los productos europeos. En segundo lugar, en lo que respecta a las regulaciones, se tiende a decir que solo se busca acordar la forma de cooperar a la hora de introducir nuevas normas o reducir el coste que tiene implementarlas en el otro lado. Lo cierto es que se trata de reconocer recíprocamente legislaciones domésticas que involucran a industrias muy delicadas. Desde aquellas que afectan a los químicos, a los cosméticos o a los productos farmacéuticos y textiles, hasta las relacionadas con las tecnologías de la información o los vehículos. El último punto trata de llegar a un acuerdo sobre las normas para el futuro comercial del mundo. En este sentido se negocian cuestiones relacionadas con la propiedad intelectual, la energía o las pequeñas y medianas empresas.
PUNTOS DE FRICCIÓN A AMBOS LADOS
Los dos capítulos más espinosos son la compra pública y las denominaciones de origen. La primera se refiere a aquellas reglas que complican a las pymes europeas la consecución de grandes proyectos, ya que en ocasiones se han visto obligadas a cambiar sus cadenas de suministro e incluso a establecer su producción en Estados Unidos, que se niega a abrir este mercado de forma real. Si la parte europea sostiene que la apertura de sus mercados de contratación se encuentra en, aproximadamente, el 85 %, frente al 32 % de Estados Unidos, los funcionarios estadounidenses señalan que las empresas de la UE tienen un mejor a las licitaciones públicas del otro lado. Desde hace casi cien años, en Estados Unidos impera una ley por la cual la industria del país tiene prioridad en las grandes obras públicas lanzadas por su Estado. Un choque «casi irreconciliable», como se desprende de las filtraciones de sus conversaciones, que podría acabar por sí solo con las relaciones. Por otro lado, ceder en el terreno de las denominaciones de origen implica defender los productos insignia de cada país que cruce el charco. La Unión Europea ha sido ambiciosa a la hora de instar al otro bando a modificar el uso de sus indicaciones geográficas. Esa designación garantiza que solo los productos de una determinada región —que cumple con las características de su origen— puedan ser vendidos bajo su nombre original en el territorio europeo. Bruselas se encuentra desesperada tratando de extender esta protección al otro mercado. Y, como reconocen los propios negociadores, será difícil que logre ampliar esta garantía a todos los productos. Hay otras cuestiones, como la de los cosméticos, donde la Unión Europea se mantiene firme con las restricciones que impone a las empresas norteamericanas para no dejar entrar productos prohibidos. Sucede algo similar con los alimentos compuestos por organismos genéticamente modificados, prohibidos en Europa, y a los que Estados Unidos quiere abrir la puerta. Entre las escasas concesiones que han hecho los norteamericanos hasta el momento destaca el sistema de arbitraje entre inversores y Estados, antes
conocido como ISDS y recientemente modificado a ICS, por sus siglas en inglés. Se trata de uno de los temas más controvertidos por la capacidad que tendrían las empresas de demandar a los Gobiernos respecto a decisiones tomadas en contra de sus intereses económicos. Aunque los cambios hayan sido poco más que un lavado de imagen, le han dado a Washington una excusa perfecta para pedirle cesiones a Bruselas en otros aspectos verdaderamente cruciales para su futuro. Al fin y al cabo, en una negociación tan compleja, todas las partes tendrán que ceder tarde o temprano en aspectos clave si realmente quieren llegar a un acuerdo ambicioso. Lamentablemente, quien más opciones tiene de hacerlo es la parte más vulnerable: la Unión Europea.
ESTRATEGIA COMERCIAL
Hay quien dice que la Unión Europea ha vivido inocentemente en un sueño. Desde el final de la Guerra Fría gozó de un nivel de bonanza geopolítica sin precedentes. Pero la disolución de la Unión Soviética, las diversas ampliaciones europeas y el nuevo foco en Asia la han ido relegando progresivamente. Ante esta tesitura, ha nacido durante los últimos años una nueva retahíla de negociaciones comerciales con la intención de despertar del letargo. El TTIP no es ni mucho menos el único tratado que negocia la Unión Europea, aunque sí el más importante. No solo por el volumen de comercio de bienes y servicios que supone, sino por la importancia geoestratégica y la cooperación reguladora que establece. Corea del Norte, Singapur, Vietnam o Japón, entre los países más cercanos al gigante asiático, junto con el deshielo de las conversaciones con Mercosur (Argentina, Brasil, Paraguay, Uruguay y Venezuela), o el recién cerrado acuerdo con Canadá tratan de impedir la pérdida de hegemonía europea.
DEFENSORES Y DETRACTORES
Establecer bandos de forma nítida es prácticamente imposible. Y más aún con el escaso debate público existente y la poca calidad que este irradia. Si bien es cierto que algunos datos, como los del último Eurobarómetro de diciembre de 2015, ilustran que el apoyo al TTIP era superior a un 50 % de media entre los países europeos, durante los últimos meses la cifra no ha dejado de descender. Por otro lado, más de 1.500 autoridades locales de Europa han mostrado su rechazo al tratado. Los Ayuntamientos de Madrid y Barcelona, por ejemplo, se han sumado no hace mucho a otras instituciones españolas. En lo referente al Parlamento Europeo, la corriente de voto suele ser al estilo de la Gran Coalición alemana: conservadores, socialdemócratas y liberales, a favor; y verdes, la izquierda y la derecha radical, en contra. Estos posicionamientos políticos tan polarizados no ilustran con veracidad el sentimiento que hay en Europa acerca del TTIP. En Alemania, sin duda alguna el país más crítico con el tratado, el 70 % de los eurodiputados está a favor; un caso paradójico, sobre todo cuando el 27 % de la población se posiciona en contra. Otros como Austria, Francia, Luxemburgo o Bélgica se oponen contundentemente al estado actual de las negociaciones. Esta no es ni mucho menos una cuestión que enfrente únicamente a los movimientos antiglobalización —aunque su voz sea la que más suene— con los partidarios del libre comercio. Miles de organizaciones de la sociedad civil, académicos de todo tipo o pequeños y medianos grupos empresariales han seguido las máximas de oponerse al tratado por lo que supone para la capacidad decisoria de la Unión Europea.
AGRADECIMIENTOS
«Lo que tú haces no es más que lo que tú querías hacer mientras lo haces», escribía Pedro Salinas. Olvidó que todo intento se vuelve un deseo inútil sin otras manos. Un único y verdadero agradecimiento a Maribel y Roberto por acompañarme siempre, aún sin estar, en cada viaje. Escribir un libro es algo semejante a negociar un tratado. No es puntual y está a merced de dinámicas que durante mucho tiempo lo van puliendo. Una mención a María y Santi, que sentaron la primera piedra con sus lecciones. También a esos compañeros y compañeras de Madrid que me ayudaron a darle forma. Y a quienes han editado este libro con el mimo de quien pule un diamante. A veces bastaron las ideas en bruto de esa mente brillante que es Sergi. Él me ha espoleado, recomendado lecturas y apoyado en cada segundo de escritura de este manuscrito; junto con Ana, que me conoce de memoria a golpe de compartir atardeceres y conversaciones a puñados. Ambos lo han sido todo en estos meses. Jordi y Flo me abrieron las puertas, sin pedir nada a cambio, de las entrañas de Bruselas, y esas nuevas amigas —que ya lo son para siempre— soportaron mis debates absurdos en la barra de mil bares. No quedan apenas reseñas pendientes, pero sí muchos recuerdos. A esos cinco y otros tantos imprescindibles.
EKAITZ CANCELA Bruselas, julio de 2016
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Notas
[1] Henry Kissinger, Diplomacia (1994).
[2] La Ronda de Doha fue una negociación emprendida en el marco de la Organización Mundial del Comercio (OMC) que tenía como fin continuar la liberalización del comercio mundial. Concretamente, trató de cerrar un área que había quedado pendiente en la pasada Ronda de Uruguay: el comercio agrícola. Los países participantes debían llevar a cabo una reducción significativa de la protección que ofrecían a su agricultura, ya fuera por la vía de los subsidios directos a los agricultoras o a las exportaciones.
[3] Cavan O’Connor Close y Dominic J. Mancini, «Comparison of US and European Commission guidelines on Regulatory Impact Assessment/Analysis», EU Bookshop, 2007.
[4] http://ctxt.es/es/20160504/Politica/5807/Entrevista-Ignacio-Garcia-BerceroTTIP-Europa-El-TTIP-un-tratado-bajo-sospecha.htm
[5] United States Trade Representative, «Report on Technical Barriers to Trade», 2016.
[6] ec.europa.eu/civil_service/docs/special_advisers/2015/frydman_cv_en.pdf
[7] http://digitalcommons.osgoode.yorku.ca/ohlj/vol50/iss1/6/
[8] http://www.reuters.com/article/us-repsol-argentinaidUSBREA1O1LJ20140225
[9] Gus Van Harten, «Key flaws in the European Commission’s proposals for foreign investor protection in TTIP», 2015.
[10] www.asktheeu.org/en/request/s_with_the_tobacco_indust
[11] www.economist.com/node/21685480?fsrc=scn/tw/te/pe/ed/ameanfeat
[12] cepr.org/content/corporate-hip
[13] http://ert.eu/sites/ert/files/generated/files/document/1997_european_industry_and_the_develop
[14] Corporate Europe Observatory, Europa S. A. La influencia de las multinacionales en la construcción de la Unión Europea, Icaria Editorial, Barcelona, 2002.
[15] https://idoc-pub.juegazos.net/publication/264158259_Business_Interests_and_the_Transatlant
[16] https://decorrespondent.nl/3884/Big-business-orders-its-pro-TTIParguments-from-these-think-tanks/179184456-59671a10
[17] PLOS Medicine, «Working the System», British American Tobacco’s Influence on the European Union Treaty and Its Implications for Policy: An Analysis of Internal Tobacco Industry Documents, 2010.
[18] http://www.rowmaninternational.com/books/rule-makers-or-rule-takers
[19] http://www.margaretthatcher.org/document/107332
[20] http://www.independent.co.uk/news/world/europe/a6695996.html
[21] Julian Assange, «TTIP, TPP and TISA. Privacy Debate»,YouTube.
[22] Sir John Chilcot, «Chilcot Report», 2016.
[23] http://www.theguardian.com/world/2002/apr/07/1
[24] http://www.corporateeurope.org/sites/default/files/businesseuropeuschamber-paper.pdf
[25] https://newleftreview.org/II/19/regis-debray-letter-from-america
[26] Rafael Poch-de-Feliu, La quinta Alemania. Un modelo hacia el fracaso europeo, Icaria Editorial, Barcelona, 2013.
[27] Henry Kissinger, China, 2011.
[28] Hu Yaobang, «Create a New Situation in All Fields of Socialist Modernization. Report to the 12th National, Congress of The Communist Party of China», 1982.
[29] https://www.vda.de/en/topics/economic-policy-andinfrastructure/ttip/statements-ttip.html
[30] http://corporateeurope.org/sites/default/files/attachments/dg_trade_meeting_with_car_industry
[31] www.europarl.europa.eu/sides/getDoc.do?pubRef=//EP//NONSGML+COMPARL+PE-544.474+01+DOC+PDF+V0//es
[32] http://publications.jrc.ec.europa.eu/repository/bitstream/JRC75998/ld-na25572-en-n_online.pdf y http://ec.europa.eu/clima/policies/transport/vehicles/docs/2011_pems_jrc_62639_en.pdf
[33] http://www.nytimes.com/2015/12/02/business/international/vw-argued-foreasing-new-eu-tests-on-emissions.html?_r=0
[34] http://eur-lex.europa.eu/legal-content/EN/TXT/?uri=CELEX:31999H0125
[35] Kynaston, City of London. Citado por Owen Jones en El Establishment…, ob. cit.
[36] http://www.asktheeu.org/en/request/2006/response/7139/attach/2/asenius%200805.PDF.pdf
[37] http://www.alter-eu.org/sites/default/files/documents/a-captive-commission5-11-09.pdf
[38] http://www.cityoflondon.gov.uk/about-the-city/what-we-do/mediacentre/news-releases/2014/Pages/city-welcomes-lord-hill-role.aspx
[39] http://www.euractiv.com/euro-finance/barroso-considers-ban-speculationews-325532
[40] Konrad, Sabine F. y Richman, Lisa M. (2011), «Investment Treaty Protection for State Defaults on Sovereign Bonds – The Broader Implications of Abaclat et al. v. The Argentine Republic», K&L Gates Legal Insight, 17 October, http://m.klgates.com/arbitration-world-12-14-2011/#06
[41] Clyde & Co (2012), «Managing Eurozone risk through BIT planning», http://www.clydeco.com/s/Files/Publications/2012/CC001232_Managing_Eurozone_ri p1
[42] http://www.politico.eu/wp-content/s/2016/06/Transatlantic-FinancialRegulatory-Coherence-Coalition-press-release.pdf
[43] https://www.thebureauinvestigates.com/2012/07/09/bbas-secret-meetingswith-ministers/
[44] http://www.margaretthatcher.org/speeches/displaydocument.asp? docid=106689
[45] http://www.telegraph.co.uk/news/newstopics/mpsexpenses/6989408/Andrew-Lansley-bankrolled-by-private-healthcareprovider.html
[46] http://www.mirror.co.uk/news/uk-news/nhs-reform-leaves-tory-backers105302
[47] http://www.unitedhealthgroup.com/About/Executives.aspx
[48] http://healthcare-competitiveness.com/wpcontent/s/AHC_Trade_Policy_Proposal.pdf
[49] http://www.margaretthatcher.org/document/108329
[50] Ferdi De Ville, «In pursuit of a consistent European Parliament position on two transatlantic trade agreements», 2016.
[51] http://www.theguardian.com/global-development/povertymatters/2013/apr/16/margaret-thatcher-impact-legacy-development
[52] http://www.theguardian.com/environment/2016/apr/20/eu-dropped-climatepolicies-after-bp-threat-oil-industry-exodus
[53] La filtración está disponible en este enlace: https://es.idoub.com/document/317954305/Leaked-EU-TTIP-proposal-onEnergy-and-Raw-Materials-20-June
[54] https://www.theguardian.com/environment/2016/feb/23/eu-toldexxonmobil-that-ttip-would-aid-global-expansion-documents-reveal
[55] https://ustr.gov/sites/default/files/03202013 %20TTIP%20Notification%20Letter.PDF
[56] http://www.ciel.org/wp-content/s/2015/06/LCD_TTIP_Jan2015.pdf
[57] Corporate Europe Observatory and Transnational Institute, «Profiting from Crisis», 2014.
[58] http://www.forbes.com/sites/christopher coats/2013/01/31/spanish-solarslasting-pv-hangover
[59] «Abogados contra el Estado», El País, 23 de mayo de 2014.
[60] trade.ec.europa.eu/doclib/docs/2015/april/tradoc_153348.pdf
[61] http://www.policyreview.eu/cbi-why-the-uk-needs-ttip/
[62] http://www.asktheeu.org/en/request/meeting_between_commissioner_mal_4#incoming6770
[63] http://www.asktheeu.org/en/request/2122/response/7498/attach/4/150731 %203223518 %20Meeting%20report%20with%20CBI.pdf
[64] Gus Van Harten, «Who Has Benefited Financially from Investment Treaty Arbitration? An Evaluation of the Size and Wealth of Claimants»,York University, 2016.
[65] http://www.independent.co.uk/voices/here-is-how-ttip-threatens-smallbusinesses-in-the-uk-a6819131.html
[66] Citado en Charles Powell, «La larga marcha hacia Europa: España y la Comunidad Europea, 1957-1986», Real Instituto Elcano, Madrid, 2015.
[67] http://www.quienmanda.es/posts/puente-aereo-entre-los-gigantes-de-laeconomia-espanola
[68] P. Carmona, B. García y A. Sánchez, Spanish Neocon. La revolución neoconservadora en la derecha española, Traficantes de Sueños, Madrid, 2012.
[69] Esperanza Aguirre, Yo no me callo, Espasa, Madrid, 2016.
[70] Adoración Guamán, TTIP. El asalto de las multinacionales a la democracia, Akal, Madrid, 2015.
[71] http://www.jotdown.es/2016/06/pablo-bustinduy/
[72] La Vanguardia, «Primer debate PP-PODEMOS, cara a cara entre LasalleErrejón», 2015.
[73] https://www.cbs-global.com/articles/ttip-talks-resume-senators-urgeleaders-to-fight-gi-misuse
[74] Sinclair, Trew, Mertins-Kirkwood, Making Sense of the CETA, 2014.
[75] Ferdi De Ville, Jan Orbie y Lore Van den Lutte, «TTIP and Labour Standards»,Study for the Directorate-General for the Internal Policies, Bruselas, 2016.
[76] Paul Mason, Postcapitalismo. Hacia un nuevo futuro, Paidós, Barcelona, 2016.
[77] Joseph Nye, Soft Power. The Means to Success in World Politics, 2005.
El TTIP y sus daños colaterales Ekaitz Cancela No se permite la reproducción total o parcial de este libro, ni su incorporación a un sistema informático, ni su transmisión en cualquier forma o por cualquier medio, sea este electrónico, mecánico, por fotocopia, por grabación u otros métodos, sin el permiso previo y por escrito del editor. La infracción de los derechos mencionados puede ser constitutiva de delito contra la propiedad intelectual (art. 270 y siguientes del Código Penal) Diríjase a Cedro (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita reproducir algún fragmento de esta obra. Puede ar con Cedro a través de la web www.conlicencia.com o por teléfono en el 91 702 19 70 / 93 272 04 47 © Ilustración de la cubierta: John Macdougall-AFP-Getty Images © Ekaitz Cancela, 2016 © Soledad Gallego-Díaz, por el prólogo, 2016 © Editorial Planeta, S. A., 2016 Ediciones Temas de Hoy es un sello editorial de Editorial Planeta, S. A. Avda. Diagonal, 662-664, 08034 Barcelona
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