El relato del Horror 1
El relato del Horror 1
H. P. Lovecraft John William Polidori Alejandro Dumas Elizabeth Gaskell Joseph Rudyard Kipling
Índice de contenido
Portadilla
Legales
Avistaje del género
Avistaje de las obras
Avistaje de los autores
1. H. P. Lovecraft. El modelo Pickman
2. John William Polidori. El Vampiro
3. Alejandro Dumas. Historia de un muerto contada por él mismo
4. Elizabeth Gaskell. El cuento de la vieja niñera
5. Joseph Rudyard Kipling. La marca de la bestia
Más allá del avistaje
El relato del horror 1 / Howard Phillip Lovecraft ... [et al.]. - 1a ed. - Ciudad Autónoma de B
Traducción de todos los relatos: Departamento Editorial Planeta
Todos los derechos reservados © 2020, Grupo Editorial Planeta S.A.I.C. Publicado bajo el sello Planetalector® Av. Independencia 1682, C1100ABQ, C.A.B.A. www.editorialplaneta.com.ar
Primera edición en formato digital: febrero de 2020 Digitalización: Proyecto451
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Inscripción ley 11.723 en trámite ISBN edición digital (ePub): 978-987-767-151-3
Avistaje del género
Surgidas en el ilustrado siglo XVIII, las narraciones de terror tienen ya una vasta tradición en la literatura occidental que cuenta entre sus filas algunos nombres ilustres como los de Mary Shelley, Edgar Allan Poe, H. P. Lovecraft o Stephen King y la creación de algunos mitos cuya fama supera a la de sus autores, como el conde Drácula o la horrorosa criatura ideada por Víctor Frankenstein. Desde las voluminosas novelas góticas que dotaron la imaginación en tiempos de la Ilustración hasta las películas que conforman buena parte de la educación sentimental de los jóvenes de diferentes generaciones, el terror es parte fundamental de la cultura popular de la Modernidad. Pocas narraciones han tenido tanto éxito como estas que se han sostenido en base a seres fantasmales o sádicos que parecen cuestionar la tranquilidad y el orden del mundo que habitamos. Ahora bien: ¿A qué denominamos terror? ¿A un género literario? ¿A reglas que en menor o mayor grado repetirían una serie de narraciones? ¿A un conjunto relativamente acotado de temas (los fantasmas, los hombre-lobo, los zombies, etc.? ¿A una atmósfera lúgubre y opresiva? ¿A la amenaza de lo sobrenatural? En este sentido, H. P. Lovecraft -uno de los más célebres autores de terror de todos los tiempos-, planteó, indagando en torno a la naturaleza del género fantástico que «La atmósfera es lo más importante, pues el criterio definitivo de autenticidad no es la estructura de la intriga sino la creación de una impresión específica (…) Por tal razón, debemos juzgar el cuento fantástico no tanto por las intenciones del autor y los mecanismos de la intriga, sino en función de la intensidad emocional que provoca. Un cuento es fantástico, simplemente si el lector experimenta en forma profunda un sentimiento de temor y terror, la presencia de mundos y potencias insólitos», «intensidad emocional», «sentimiento de temor y terror». Al definir lo fantástico Lovercraft responde, también, a las inquietudes en torno al terror. El terror como atmósfera, como clima opresivo, como irrupción de temores primales que se encuentran reprimidos bajo la fortaleza racional. No se trata de la elección de un tema específico (como en el género maravilloso, con su aceptación inicial de lo
sobrenatural) ni de una estructura determinada (como en el género policial, con su tranquilizadora explicación final) sino en la creación de climas específicos que apuestan a generar inquietud en el lector. Una inquietud que, a diferencia de otros géneros, se agudizará finalizada la narración. Podemos situar los orígenes de la moderna narrativa de terror en la novela gótica del siglo XVIII. Se trataba de narraciones ambientadas en espacios tan románticos como lúgubres: viejos castillos medievales, cementerios, catedrales abandonadas, criptas... Los personajes, muchas veces víctimas de la desesperación, se veían enfrentados a la amenaza de acontecimientos que bordeaban lo sobrenatural. Lo emocional estaba puesto en primerísimo plano: desbordados, los protagonistas coqueteaban con la obsesión, la locura, la pérdida total del control sobre sí mismos. El terror y su pariente cercano, el género fantástico, son deudores hasta el día de hoy del imaginario fundado por estas narraciones pioneras escritas por autores como Horace Walpole, William Godwin o Jan Potocki. Surgida con el gótico del siglo XVIII y extendida a lo largo de los siglos XIX y XX, la narrativa de terror se ha ido desarrollando a la par que la Modernidad. En ella, la Razón ha sido puesta en un lugar de privilegio: toda explicación del mundo y todo orden social deben tener, imaginan nuestros tiempos modernos, un sustento lógico comprensible a fuerza de pensamiento. El discurso científico reemplaza al religioso para explicar los fenómenos del mundo; lo sobrenatural, fue relegado a la superstición y a las fantasías infantiles. El sujeto que la Modernidad imagina para sí es autónomo, autorreflexivo, coherente, siempre con dominio sobre sus pasiones. En este contexto, la narrativa de terror aparece como la contracara del proyecto moderno, como aquella zona que ha sido negada por los discursos racionalizadores que se volvieron hegemónicos en Europa desde el 1700. La fascinación por el pasado oscuro, la aparición de seres sobrenaturales como vampiros y hombres lobo, el deseo como desborde: el terror hace foco en aquellas zonas que la Modernidad quiso ocultar pero que, sin embargo, perviven en el presente de manera perturbadora. En un artículo publicado en 1919, el psicoanalista Sigmund Freud denomina «siniestro» a «aquella suerte de espanto que afecta a las zonas conocidas y familiares desde tiempo atrás». Lo siniestro, según está concepción, no sería un mero sinónimo de lo horroroso; se trata, más bien, de un horror específico, propio de la Modernidad, que consiste en la angustia experimentada cuando lo espantoso ocultado en la cotidianeidad sale a
la luz, generando inquietud. Para el padre del psicoanálisis, lo siniestro es ante todo una experiencia: no se trata de un género literario ni un procedimiento. Lo reprimido, aquello que la Modernidad no quiso ver bajo sus mantos progresistas, retorna, se hace visible. Lovecraft y Freud, teóricos que en principio poco y nada perecen tener en común, coinciden en señalar el horror como una atmósfera, una sensación. El terror tiene que ver, en nuestros tiempos, con aquello que no puede ni debe ser dicho ni mostrado, con la fascinación y repugnancia por otras realidades que conviven con las tranquilizadoras certezas de la Razón.
Avistaje de las obras
Los cuentos que integran la presente antología comparten esta concepción propia del terror moderno. Escritos entre 1816 y 1927, fueron concebidos a lo largo de poco más de cien años que implicaron una suerte de Edad de Oro de la Modernidad occidental. Los años de lo que pareció ser el triunfo definitivo de la ciencia sobre las supersticiones, en los que Europa y Estados Unidos se presentaron a sí mismos como faros de civilización, en los que las grandes ciudades se desarrollaron y se convirtieron en lugar de vida y esperanzas para millones de personas que abandonaban sus hogares en el campo en busca de un futuro más próspero. Una época en la que la razón occidental se imaginó como guía universal: su ciencia y el orden que emanaba de ella se vislumbraron como el modelo válido para el desarrollo humano. Pero si algo caracterizó a los autores que incursionaron en las atmósferas de terror durante este período fue cuestionar el optimismo del discurso iluminista. Desde sus antecedentes góticos, con su culto a la oscuridad y a la Edad Media, el terror del siglo XIX se ocupó por indagar aquellas zonas vedadas por las luces de la Modernidad, suspendiendo, al menos en los momentos de zozobra lectora, sus certezas. Los cuentos de esta antología configuran un muestrario temático del afán transgresor del terror: un vampirismo que coquetea con los límites morales de la época («El vampiro», de John Polidori), los relatos de fantasmas que violan las certezas de la ciencia moderna («Historia de un muerto...», de Alejandro Dumas e «Historia de la vieja niñera», de Elizabeth Gaskell), la mirada hacia un oriente que resulta tan seductor como peligroso («La marca de la bestia», de Rudyard Kipling) o el retorno de los años oscuros y fundacionales de una nación que se pretende democrática y racional («El modelo Pickman», de H. P. Lovecraft). Retomemos la pregunta que nos hacíamos en un principio: ¿En qué consiste el terror? Lo que nos responden estos cuentos es que el terror en la Modernidad tiene que ver con aquella que viene a socavar sus principios. Si la ciencia es el eje ordenador de la vida social, proliferarán los relatos fantásticos en donde lo sobrenatural se muestra como una presencia inquietante; si Occidente se exhibe
como un modelo civilizatorio, los relatos orientalistas ambientados en Asia o en los vestigios de la América Precolombina darán cuenta de una lógica cultural, horrorosa a los ojos europeos, que se resiste a desaparecer; si el presente se imagina como un grado de progreso superior al pasado, las prácticas salvajes de tiempos pretéritos vuelven a nuestros tiempos. La atmósfera de lo siniestro atraviesa cada uno de los relatos. Lo que espanta es menos la sensación de peligro o la presencia de lo sobrenatural que la sensación de que el confortable mundo que habitamos tiene profundas grietas que ponen un jaque nuestros principios. Como si estos cuentos nos recordaran que detrás de la apariencia racional de la civilización moderna hay cimientos de barbarie que no se ven pero que continúan presentes. Por ello, la atmósfera de terror obra con narradores que prefieren trabajar con la vacilación antes que con la certeza. En muchas ocasiones se trata de narradores protagonistas atravesados por la sombra de la locura; el lector debe optar entre creer la verdad de su relato, inclinándose por la explicación sobrenatural o cuestionarla de lleno al adjudicárselo a un desvarío mental. Y cuando estén escritos en tercera persona, los relatos escaparán a cualquier forma de omnisciencia: asumirán el punto de vista de un personaje o de un grupo de personajes que, poco a poco, acompañarán al lector en el descubrimiento de esa otra realidad horrorosa: es el caso de «El vampiro», de John Polidori, relato que lleva al lector a acompañar las vicisitudes del protagonista desde sus inicios como seductor frívolo hasta su desgracia final. En relatos que toman como eje el cuestionamiento de las certezas de la Modernidad, la adopción de un punto de vista ambiguo es fundamental para la construcción de una atmósfera inquietante. En el terror no se trata tanto de negar sin más los fundamentos de la razón sino en poner en duda sus cimientos. Por eso, los protagonistas de estos relatos no son, con frecuencia, demasiado confiables: libertinos y seductores («El Vampiro», «Historia de un muerto...»), obsesivos, («El modelo Pickman»), hombres atemorizados por las religiones orientales («La marca de la bestia»). A la inversa de lo que sucede con los relatos costumbristas, se trata de historias que no apuestan a la identificación del lector con personajes y situaciones reconocibles. Más bien, sucede lo contrario: se escogen personajes excéntricos, verdaderos freaks que oscilan entre lo racional y la perturbación mental con los que el lector, en principio, no debería identificarse. Pero, sin embargo, la ambigüedad con la se construyen esos relatos permiten y fagocitan la identificación en pos de la atmósfera de terror. La omnisciencia es imposible en relatos que hacen de un punto de vista en
penumbras su principal principio constructivo. Los relatos de terror mantienen un vínculo de cercanía y distancia con respecto al policial, género también surgido en el siglo XIX a partir de los vientos de la razón ilustrada. Como en el terror, el policial presenta un momento de vacilación, en el que un crimen parece de imposible resolución racional y en los que el caos y el mal parecen haberse adueñado del mundo. En ambos casos, se trata de relatos en los que lo imposible parece dominar la escena de un universo que se creía universalmente explicado; en ambos, nos encontramos ante personajes desorientados, cuando no espantados, ante la posibilidad de la presencia de lo sobrenatural en nuestras vidas. No parece casual que la narrativa policial clásica, la de terror y la de su prima hermana, la fantástica, hayan tenido su momento de esplendor a lo largo del siglo XIX. En el momento de mayor consolidación del proyecto moderno, nos encontramos ante dos respuestas imaginarias ante la misma inquietud. Ante la sospecha de que el mundo no es el lugar apacible que creemos, la narrativa policial brindará un final tranquilizador, en donde la ley y la razón se muestran finalmente triunfantes y en donde lo inquietante termina siendo explicado mediante las leyes racionales que ordenan el mundo. En contrapartida, el género fantástico y la narrativa de terror acentuarán la posibilidad de la existencia real de lo sobrenatural. Más allá de que la solución sea de índole maravillosa o no, lo que prima es la seguridad de que habitamos un mundo peligroso en el que las certezas racionales y morales se han abolido. Un mundo en el que todo es posible. La narrativa de terror clásica bien puede ser leída como el rostro no mostrado, el rostro oculto de una Modernidad que se imaginó a sí misma sin fisuras, como una totalidad coherente y racional que traería progreso para la Humanidad. Buena parte de la ficción del siglo XIX es hija de este imaginario: el policial y la ciencia ficción fueron variantes utópicas que pusieron en primer plano las posibilidades del desarrollo científico e intelectual; lo fantástico y el terror, en cambio, acentuaron los componentes endebles de la razón moderna. Si, como afirmó el pintor español Francisco de Goya, la razón produce monstruos, la narrativa de terror nos dirá que nada tranquilizador nos espera al despertar. Que una vez abiertos los ojos, el horror continuará junto a nosotros, imperturbable.
Avistaje de los autores
H. P. LOVECRAFT (1890-1937) fue un narrador norteamericano que incursionó en la ciencia ficción, lo fantástico y, fundamentalmente, en la narrativa de terror, de la cual se transformó en un referente insoslayable. Su obra, no valorada por la crítica de su tiempo, fue celebrada, por jóvenes lectores que lo leyeron por primera vez en revistas populares. Sus relatos suelen plantear la coexistencia de un pasado bárbaro en plena Modernidad. El tono de sus narraciones, solemne, siempre busca inquietar al lector. Entre su vastísima producción narrativa, se destacan «La ciudad sin nombre» (1921), «La llamada de Cthulhu» (1926), «El modelo Pickman» (1926), «El color del espacio exterior» (1927) e «Historia del Necronomicon» (1927).
JOHN WILLIAM POLIDORI (1795-1821) fue un médico y, muy ocasionalmente, poeta y narrador inglés. Escribió poemas que pronto fueron sentenciados al olvido. La tormentosa noche del 17 de junio de 1816, una de las noches más célebres de la literatura universal, pergeñó la idea del relato «El vampiro», que si bien no le dio la fama ni prestigio literario al menos sí creo un mito y generó una fructífera descendencia que llega hasta nuestros días. Polidori fundaba sin saberlo no solo un personaje sino todo un imaginario: el vampiro moderno es espeluznante pero también elegante e irresistiblemente seductor. El mito dice que el modelo de su creación se basó maliciosamente en el poeta romántico Lord Bayron, de quien fue médico personal y a quien detestaba. El mito afirma, también, que su suicidio se debió a los tormentos que le causó el autor de Don Juan.
ALEJANDRO DUMAS (1802-1870) fue un narrador francés, famoso por sus novelas que se convirtieron en uno de los primeros fenómenos de literatura masiva de la Modernidad. Hijo de un noble francés y de una esclava haitiana, Dumas hilvanó narraciones en donde la novela histórica se
dio cita con las historias de aventuras. El éxito de obras como El conde de Montecristo (1844), Los tres mosqueteros (1844) o Veinte años después (1845) lo convirtieron no solo en un escritor profesional sino también en un hombre rico y un una celebridad de su tiempo. Para diferentes generaciones en todo el mundo, su obra fue un paso obligado en la formación lectora.
JOSEPH RUDYARD KIPLING (1865-1936) fue un escritor británico nacido en Bombay, India, por entonces territorio del Imperio Británico. Su obra narrativa aborda el terror, la cercanía de lo fantástico y la novela de aventuras. Escribió textos infantiles entre los que sobresale El libro de las tierras vírgenes (1894). Si bien sus posiciones políticas siempre fueron defensoras del imperialismo británico, en sus obras puede leerse una fascinación hacia la cultura india, expresada en ocasiones en el temor y en el desarrollo de una prosa afiebrada. Autor inquieto, vivió en Londres y en Estados Unidos. Publicó, entre otros, La marca de la bestia (1890), La luz que se apaga (1891), Kim (1901) y La casa de los deseos (1926). En 1907 fue galardonado con el premio Nobel de Literatura.
ELIZABETH GASKELL (1810-1865) fue una escritora inglesa, famosa en su tiempo por sus obras de carácter biográfico y por sus novelas realistas que ofrecían retratos panorámicos de la sociedad de su época. A los 22 años contrajo matrimonio con William Gaskell. La casa de la pareja se convirtió en un espacio de sociabilidad literaria: la frecuentaron, entre otros, autores como Charles Dickens o Charlotte Brontë. Entre sus novelas más celebradas se encuentran Mary Barton (1848) y Norte y sur (1855). El abordaje fantástico de «El cuento de la vieja niñera» es una excepción en el conjunto de su obra.
FERNANDO NÚÑEZ Licenciado y profesor en Letras, egresado de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires.
1 H. P. Lovecraft El modelo Pickman
No tienes por qué pensar que me he vuelto loco, Eliot: mucha gente tiene prejuicios más estrafalarios que este. ¿Por qué no te burlas del abuelo de Oliver, por ejemplo, que jamás ha aceptado viajar en un vehículo con motor? Es cosa mía si no puedo soportar ese maldito ferrocarril metropolitano. Además, por otra parte, lograremos llegar mucho más rápido en taxi. De haber optado por el metro, nos habríamos visto forzados a subir a pie la colina de Park Street. Tengo claro, es verdad, que estoy más nervioso que el año pasado, cuando nos vimos por última vez. No creo, sin embargo que mis nervios sean un motivo suficiente como para que me recomiendes ir a una clínica. El Señor sabe bien que tengo motivos profundos para estar conmovido. Es más, creo que soy muy afortunado por haber conservado la lucidez hasta ahora. ¿Por qué me estás interrogando? No solías ser tan cruel. Bueno, si tienes que escuchar todo esto, no veo ninguna razón para que no lo hagas. Tal vez incluso tengas derecho a saberlo, ya que fuiste el único en escribirme, como si fueras un pariente preocupado, cuando te llegó la noticia de que yo ya no frecuentaba el Art Club y que me mantenía alejado de Pickman. Ahora que Pickman ha desaparecido, de vez en cuando paso por el club, pero, por supuesto, mi estado de ánimo ya no es el de antes. No, no sé qué habrá sido de Pickman y no me gusta hacer conjeturas. Deberías haberte imaginado que yo sabía algo importante cuando me distancié de él… y esta es la causa por la que no me interesa y no quiero pensar dónde habrá ido después. Que la policía investigue todo lo que pueda. Personalmente, no creo que averigüe mucho, si tenemos en cuenta que todavía no sabe nada acerca de la casa que, con el nombre de Peters, él había alquilado en el North End. Ni
siquiera estoy tan seguro de que yo mismo sea capaz de encontrarla otra vez… ni siquiera creo que me proponga ir a buscarla, aun a plena luz del día. En cambio, me parece saber por qué la alquiló. Te hablaré de eso. Lo haré para que tengas claro, mucho antes de que haya concluido mi relato, por qué razón no acudo a la policía. Ellos me obligarían a que los llevara hasta la casa, pero la verdad es que yo no podría regresar allí, ni siquiera si conociera el camino. Bien, es por eso que no puedo tomar el metro (y esto, seguramente, también te causará risa) ni descender a ningún sótano o bodega. Supuse que podrías haber entendido que mi alejamiento de Pickman no se debió a las mismas razones estúpidas que provocaron esa misma conducta en otras personas como el doctor Reid o Joe Minot o Rosworth. Insisto en que no me interesa en absoluto el arte que se ocupa de lo morboso, pero cuando un sujeto tiene la genialidad de Pickman, para mí resulta un honor conocerlo, al margen de los rumbos que tome su obra. Jamás existió en Boston un pintor tan notable como Richard Upton Pickman. Lo aseguré desde el principio y sigo afirmándolo; lo sostuve incluso cuando dio a conocer aquel Necrófago alimentándose. Recordarás que, precisamente por esa obra, Minot dejó de saludarlo. Tú bien sabes que se necesita un profundo conocimiento del arte para engendrar obras como las de Pickman. Hace falta una honda penetración en las entrañas mismas de la naturaleza. Cualquier insignificante ilustrador de tapas de revistas sería capaz de derramar colores sobre el papel de un modo ridículo y pretender que nos está entregando una pesadilla, un aquelarre de brujas o un retrato del diablo. Sin embargo, únicamente un gran artista puede alcanzar un resultado que nos parezca verosímil y que logre aterrorizarnos. Esto es así porque solo un artista verdadero puede reconocer la auténtica anatomía de lo terrible y la fisiología del miedo: es el único que conoce exactamente la clase de líneas que despiertan los instintos dormidos o los recuerdos del miedo que hemos heredado, solo él es capaz de perseguir los contrastes precisos de color y los efectos de luz que estimulan en su espectador el sentido latente de la anormalidad. No es necesario que te explique por qué un Fuseli nos causa escalofríos, mientras que la portada de una revista de fantasmas solo nos produce risa. Hay algo que esos seres excepcionales captan, un aspecto que está más allá de la vida. Pocos artistas son capaces de trasmitirnos eso, aunque sea de manera fugaz. Es el don que distingue a Gustave Doré y también a Angarola. A mi juicio, precisamente Pickman poseía ese don en grado superlativo. Nadie tuvo ese talento antes que él y nadie, con ayuda del Señor, volverá a tenerlo. No pretendas saber qué es lo que esos hombres ven. Uno puede captar en la
práctica del arte una gran diferencia entre las obras que perciben estos seres esenciales arrancados a la naturaleza y aquellos otros productos industriales que podrían fabricarse en un estudio. En síntesis, podríamos decir que el artista propiamente fantástico está dotado de un tipo de visión que lo habilita para percibir motivos genuinos de un mundo espectral. Es por esa razón que logra unos resultados alejados enormemente de las melosas representaciones de sueños, así como las obras de un pintor «vitalista» se distinguen de los pastiches de alguien que ha aprendido a dibujar por correspondencia. ¡Ojalá alguna vez me hubiese sido permitido ver lo que Pickman vio!… Pero no. Vayamos a beber un trago antes de enfrascarnos en este asunto. ¡Por Dios! Pienso que yo no estaría vivo si hubiera visto lo que ese hombre —si es que acaso era un hombre— vio. Seguramente recordarás que el lado fuerte de Pickman eran los rostros. Creo que nadie desde Goya ha puesto tanta intensidad en representar determinados rasgos o una determinada expresión. Y antes que Goya tal vez habría que buscar en los anónimos artistas medievales que crearon las gárgolas o las quimeras de NotreDame o del Mont Saint-Michel. Esos artistas creían que las criaturas que plasmaban en sus obras eran reales… y tal vez incluso veían esa clase de criaturas, sobre todo si se recuerda que la Edad Media tuvo algunas etapas muy curiosas. En cierta ocasión, recuerdo perfectamente, le preguntaste a Pickman cómo demonios obtenía esas ideas y visiones. Él te contestó profiriendo una desagradable carcajada. Esa carcajada fue, casualmente, la razón por la que Reid se disgustó con él. No olvides que Reid venía de graduarse en patología comparada y era una cantera de conocimiento y de «grandes ideas» sobre el significado biológico o evolutivo de cualquiera de los síntomas mentales o físicos que uno se pudiera imaginar. Pickman le provocaba una repulsión cada vez más aguda y ese rechazo terminó prácticamente transformándose en miedo. Él decía que la expresión de Pickman, incluso sus rasgos, iban tomando progresivamente un rumbo que no le gustaba: el derrotero en que se desarrollaba era ya inhumano. Si mantuviste en ese tiempo correspondencia con Reid, supongo que le habrás indicado que su error consistió en dejar que los cuadros de Pickman actuaran sin mediación sobre sus nervios o su imaginación. Eso fue lo que yo me dije por aquel entonces. De todos modos, te aseguro que no me distancié de Pickman por ninguna de estas cuestiones. Por el contrario, mi iración hacia el maestro fue incrementándose, ya que sin lugar a duda aquel Necrófago alimentándose era una obra maestra. Como sabes, el club no quiso exhibirlo y el Museo de Bellas Artes ni siquiera lo aceptó como donación. Tampoco quiso comprarlo nadie, así
que el cuadro quedó olvidado en casa de Pickman hasta que este se marchó. Está en manos de su padre ahora, en la casa familiar de Salem. Ya sabes que Pickman nació en la antigua Salem. Allí uno de sus antepasados fue quemado en 1692 por brujería. Me habitué a visitar a Pickman con cierta frecuencia, especialmente después de que comencé a buscar material bibliográfico para preparar una monografía sobre el arte fantástico. Acaso la idea me haya sido sugerida por su propia obra. De todos modos, debo confesar que su trabajo fue un yacimiento muy rico de sugerencias y de datos que me servían para aquel propósito. Pickman me permitió acceder a todos sus trabajos, a todos los cuadros y dibujos que tenía con él, incluso algunos bocetos a tinta que, de haber caído ante los ojos de los integrantes del club, hubieran significado su inmediata expulsión. Al poco tiempo yo me había convertido en una especie de seguidor incondicional y me pasaba horas enteras ocupado, como un estudiante, en teorías artísticas y especulaciones filosóficas tan disparatadas que por sí solas habrían justificado la internación de Pickman en el manicomio de Danvers. El pintor me hizo muchas confidencias. Esto se debía no solo a mi manifiesta iración por él, sino también al hecho de que casi toda la gente conocida había comenzado a rehuirlo. Me dijo una tarde que, si yo le aseguraba mi discreción más absoluta, me mostraría algo distinto de lo que yo estaba acostumbrado a ver, algo mucho más fuerte y perturbador que todas las otras obras que tenía en su casa. En esa ocasión me confió que ciertos temas eran insoportables para la calle Newbury; cosas que aquí estarían fuera de lugar y tampoco podrían ser creadas en un sitio como este. Su misión, me dijo, consistía en capturar las armonías del alma y que eso resultaba claramente imposible de practicar en una serie de calles aburridas de construcción reciente y moderna. —Back Bay no es Boston… todavía sigue siendo casi nada porque no ha tenido tiempo suficiente para acuñar recuerdos y poblarse de espíritus locales. A mi juicio, los fantasmas de esta zona son fantasmas domesticados que han olvidado su hogar original en un pantano o en una cueva de bastante profundidad. Es necesario que yo vea fantasmas humanos, fantasmas de seres lo bastante resistentes como para haber soportado un vistazo al Infierno y lo suficientemente preparados como para regresar portando el significado de lo que habían visto. »El lugar más propicio para que viva un artista —continuó— es el North End. Un artista, si tratara de ser coherente y sincero consigo mismo y con su obra,
solo residiría en los barrios pobres, porque es allí donde se acumulan las tradiciones. Esos lugares no solo han sido construidos; se han desarrollado. Han vivido generaciones tras generaciones, han gozado de la vida y han muerto, en épocas en que la gente se atrevía a vivir, sentir y morir. ¿Sabías que en 1632 existía un molino en la Copp’s Hill y que la mitad de las calles actuales fueron trazadas en 1650? He visto y podría mostrarte edificios que se mantienen en pie desde hace más de dos siglos y medio, casas que han soportado sucesos que seguramente harían derrumbarse a los edificios modernos. ¿Qué sabe la gente de hoy en día acerca de la vida y de las fuerzas que la mueven? En el presente llaman fantasías a la brujería de Salem, pero la abuela de mi tatarabuela bien podría haber usado otras palabras. Porque a ella la colgaron en la Gallows Hill, vigilada por la beata de Cotton Mather. (1) El maldito Mather siempre estaba obsesionado con que alguien se escapara de aquella demoníaca cárcel de monotonía. ¡Qué pena que no lo hayan hecho víctima de un hechizo o le hayan chupado toda la sangre durante la noche! »Te haría ver uno de los lugares donde vivió —proseguía Pickman— y también puedo llevarte a otra casa en la que no se atrevía a entrar pese a sus muchas fanfarronadas. Sabía cosas que no se animó a escribir en aquel desabrido Magnalia ni en el pueril Maravillas del mundo invisible. De paso, ¿sabías que en una época todo el North End estaba surcado por una red de túneles que permitían a ciertas personas el o con otras casas, y también con el cementerio y con el mar? Podemos examinar diez casas construidas antes de 1700. Te apuesto a que en ocho de ellas es posible ver algo extraño en la bodega. No pasa un solo mes sin que escriban en los periódicos que un grupo de obreros descubrió pasadizos subterráneos que no llevan a ningún sitio. Hace poco se localizó uno en la calle Henchman. Había brujas y la invocación de sus sortilegios; contrabandistas, piratas y lo que ellos traían del mar. Te aseguro que en otras épocas la gente sabía vivir y también sabía cómo ingeniárselas para expandir las fronteras de la vida. Este, por cierto, no era el único mundo que un hombre con imaginación y audacia podía conocer. Hoy, en cambio, las mentes se han aguado tanto que incluso un club de pretendidos artistas se asusta y conmociona si un cuadro traspone los sentimientos que pudo experimentar un feriante de la calle Beacon en la mesa de té. »Sin embargo, es su propia estupidez lo único que salva el presente —afirmaba el pintor—, porque lo inhabilita para interrogar el pasado. ¿Qué dicen en realidad del North End los mapas, los archivos y las guías? Puedo llevarte a treinta o cuarenta callejuelas ubicadas al norte de la Prince Street, cuya
existencia no es conocida ni siquiera por diez personas, aparte de los extranjeros que viven en ellas. ¿Pero qué saben acerca de su naturaleza esos hombres morenos? No conocen nada, Thurber, porque esos lugares ancestrales están repletos de terror, de maravillas y de puertas para acceder a mundos diferentes de los vulgares. Y, sin embargo, ninguno sabe comprenderlos o sacarles el provecho necesario. Te lo diré mejor: hay una sola alma capaz… ¿o crees que he estado escudriñando el pasado en vano? »Noto —me decía— que estás interesado en esta clase de cosas. Pues bien, ¿qué dirías si te confiara que tengo otro estudio en esa zona, donde puedo capturar el tenebroso espíritu de los pasados horrores y pintar cosas que jamás habrían acudido a mi imaginación en la calle Newbury? Por supuesto que no haría esta revelación a los estúpidos viejos andropáusicos del club… empezando por Reid… el muy maldito… siempre susurrando como si yo fuera una especie de monstruo. Créeme, Thurber, hace ya tiempo que decidí pintar el terror de la vida de manera análoga a como se pinta su belleza, así que realicé algunas investigaciones en sitios sobre los que tenía motivos para saber que habitaba el terror. »Hallé un lugar —musitó Pickman— que solo han visto otros tres seres humanos vivos del Norte, además de mí. No está muy lejos del metro aunque a siglos de él en cuanto a espíritu se refiere. Resolví alquilarlo debido al extraño pozo con paredes de ladrillos que hay en la bodega. Ese edificio está casi en ruinas, por lo que a nadie se le ocurriría ir a vivir allí. Me da vergüenza confesarte lo que pago por él. Como no necesito luz solar para mi tarea, tapié las ventanas. El taller lo instalé en la bodega, porque es allí donde la inspiración se vuelve más intensa, pero también hay otras habitaciones con muebles en la planta baja. Ese edificio es de un siciliano, y para alquilárselo he usado el nombre de Peters. »Si lo deseas —concluyó Pickman—, te llevaré conmigo esta noche. Estoy seguro de que los cuadros te gustarán mucho, puesto que en ellos he puesto lo mejor de mí. No habrá que caminar mucho. Siempre voy a pie para no llamar la atención llegando en taxi a semejante barrio. Podemos tomar el metro en la South Station e iremos hasta la calle Battery. Al cabo de una pequeña caminata estaremos allí. Entenderás, Eliot, que después de semejante arenga, yo no podía hacer mucho más que reprimirme para no salir corriendo, más que caminando, hasta el primer taxi vacío que apareciera por ahí.
Juntos tomamos el metro en la South Station y muy cerca de las doce habíamos llegado a la calle Battery, caminando a lo largo del muelle. A continuación, subimos a lo largo de una callecita desierta que era la más vieja y la más sucia que había visto en toda mi vida, salpicada por casas de tejados destruidos, vidrios de ventanas astilladas y chimeneas maltrechas a punto de desintegrarse. Sin embargo, aún se erguían contra el cielo. Sentí en ese momento que todas las casas que yo veía entonces también las había visto Cotton Mather. Llegamos a una esquina mal iluminada, doblamos a la izquierda y tomamos un callejón mucho más angosto, silencioso, pero sin ninguna luz. Nos detuvimos repentinamente y Pickman extrajo de entre sus ropas una linterna con la que proyectó un haz de luz contra una puerta antiquísima cuya madera estaba tan podrida que parecía imposible que se tuviera en pie. Pickman la abrió y me invitó a entrar en un vestíbulo vacío que aún conservaba los rastros de lo que en otros tiempos debió de haber sido un magnífico artesonado de roble. Era sencillo, por supuesto, pero evocaba claramente la época de Andros, Phipps y la brujería. A continuación, me hizo franquear una puerta a la izquierda, encendió una lámpara de petróleo y me incitó a que me sintiera cómodo, como en mi propia casa. Sabes muy bien, Eliot, que soy lo que se llama vulgarmente un tipo duro, pero debo confesarte que lo que vi en las paredes de aquella casa me provocó un nudo en el alma y en las tripas. Estaban allí los cuadros de Pickman —esos que no podía pintar, ni mucho menos exhibir, en la calle Newbury— y… ¡no sé qué puedo decirte! Mejor vamos a tomar otra copa. La necesito. Comprenderás que es inútil que trate de describirte aquellas pinturas, porque ¿cómo hacer para describir el más horrible, blasfemo pavor, y la más pestilente descomposición moral a través de unas simples pinceladas de color puestas sobre un lienzo? En esas obras no podía verse la técnica sofisticada que se advierte en Sidney Sime. Ni siquiera se trataba de los panoramas o la vegetación cósmica que utiliza Clark Ashton Smith para suscitar el horror. Los contornos tomaban por lo general los desdibujados rasgos de cementerios viejos, bosques tenebrosos, acantilados y rocas cercanas al mar. Se veían túneles revestidos de ladrillos, antiguas habitaciones artesonadas o sencillas criptas de mampostería. Su escenario predilecto era el cementerio de la Copp’s Hill, que seguramente no se encontraba muy lejos de donde estábamos. Especialmente en las figuras de primer plano se destacaba la morbosidad. Como
sabes, en la pintura de Pickman predomina un retratismo de tipo satánico. Las figuras no eran del todo humanas; más bien, intentaban acercarse a diversos grados de lo humano. La mayor parte de los seres, apenas bípedos, mostraban un aire canino. ¡Me parece verlos! Sus ocupaciones… no me pidas precisión. En general, se hallaban alimentándose. No te quiero decir en qué consistía su alimento. A veces se agrupaban en cementerios o pasadizos subterráneos y de vez en cuando se disputaban su presa…, o para decirlo mejor, su preciado trofeo. Sobre todo, esa fétida y demoníaca expresividad de la que Pickman sabía dotar a los rostros enceguecidos del macabro botín. En algunos cuadros, las criaturas saltaban a través de una ventana abierta al corazón de la noche o hacían su nido en el pecho de algún ser durmiente para entretenerse con su garganta. Una de las pinturas mostraba a una jauría de aquellas fétidas criaturas aullando en torno a una bruja empalada en la Gallows Hill, cuya fisonomía tenía un parecido notable con la de los seres que estaban a su alrededor. No creas, sin embargo, que lo que me impresionó hasta el vómito fue la temática de aquellos cuadros. Ya no soy un niño y por cierto que he visto cuadros parecidos muchas veces. Fueron los rostros, Eliot, unos rostros que parecían escapar de la tela movidos por un aliento vital. En este mismo momento uno podría haber jurado que estaban vivos. Dame otro trago, Eliot. Me acuerdo especialmente de una tela llamada La lección… ¡Dios mío! ¿Te imaginas a un grupo de esos seres amontonados en semicírculo, en un cementerio, volcados a la tarea de enseñar a un niño a alimentarse como ellos? Sería el precio de un intercambio, supongo. Seguramente has oído hablar del viejo mito referido a las terribles sustituciones que practican los seres sobrenaturales. Dejan en las cunas a sus propias crías para reemplazar a los niños que duermen allí y se llevan a esas criaturas inocentes. Esas obras de Pickman mostraban qué les ocurre a esos niños robados, cómo se desarrollan hacia la deformidad. Comencé a advertir, en ese momento, una horrible similitud entre los rostros de las figuras humanas y las no humanas. Pickman, esencialmente, se concentraba en la tarea de determinar, con todos los grados de morbosidad posibles, una cadena evolutiva siniestra entre lo perfectamente humano y lo depravadamente inhumano. ¡Los seres humanos eran el origen de esos monstruosos seres caninos! La pregunta sobre lo que sucedería con las crías que quedaban en las cunas a modo de trueque pasó, fugazmente, por mi mente. Un cuadro que de pronto quedó frente a mis ojos me aclaró ese tema. Representaba el interior de una casa
puritana, decorada con muebles del siglo XVII, y una reunión familiar en torno al padre, que leía las Sagradas Escrituras. Todos los rostros, excepto uno, comunicaban integridad, piedad y seriedad ceremonial; el rostro diferente transmitía la más repulsiva burla. Se trataba de un joven que parecía hijo de aquel piadoso padre, aunque era indudable su hermandad con los seres infrahumanos. Evidentemente, se trataba del producto de uno de aquellos trueques… y, como arrastrado por un impulso de ironía superior, Pickman había dado al rostro del joven una semejanza pavorosa con sus propias facciones… Pickman había encendido una lámpara en la habitación contigua y me invitaba a pasar para mostrarme sus «últimos bocetos». No había comenzado a hablar para comunicarle mis impresiones sobre lo que había visto —el estupor y la emoción me habían dejado mudo—, cuando él notó claramente mi estado de ánimo y, sin duda, se sintió halagado. Nuevamente, Eliot, quiero que tengas en cuenta que no soy un payaso capaz de ponerse a gritar frente a cualquier espectáculo que se aparte de lo que consideramos normal. Ya soy lo bastante mayor como para no dejarme impresionar con facilidad. Sin embargo, lo que me mostró en aquella habitación me arrancó un grito y me sentí forzado a tomarme del marco de la puerta para no desvanecerme y caer al piso. Si en la primera de las salas reinaban los vampiros y las brujas poblando el mundo de nuestros antepasados, a esta habitación la colmaba el horror que anida en nuestra vida cotidiana. ¡Cómo se atrevía Pickman a pintar esas cosas! Había un bosquejo llamado Accidente en el metro, donde se podía ver una jauría de seres malignos brotando de una catacumba enorme. Surgían de una grieta del suelo y atacaban a la multitud que aguardaba en la plataforma. Se veía en otro una danza en Copp’s Hill, entre las tumbas, pero no en el pasado, sino que sucedía en la actualidad. Había varias imágenes de sótanos, con monstruos que emergían de agujeros y grietas de la mampostería, haciendo gestos horrendos mientras se agazapaban tras barriles o calefactores, acechando a la primera víctima que bajara por la escalera. Una de las telas, que era espantosa, parecía centrarse en un vasto sector de Beacon Hill, con ejércitos poblados de monstruos fétidos que brotaban de los miles de agujeros que cubrían el terreno. Había representadas allí escenas de danza en cementerios actuales. Lo más perturbador era una escena en una cripta perdida donde una aglomeración de pequeñas bestias se arremolinaba en torno de otra que, con una conocida guía de Boston en sus manos, iba leyéndola en voz alta. Las bestias señalaban todas juntas un mismo pasaje y sus rostros
estaban rígidos, como distorsionados por una risa epiléptica. Casi me parecía poder oír el estruendo. El título de la tela era: Holmes, Lowell y Longfellow están enterrados en Mount Auburn. De a poco fui recobrando mi aplomo y mi serenidad. Mientras me adaptaba lentamente a aquella segunda habitación diabólica y enfermiza, comencé a analizar mi propio estado de ánimo. En primer lugar, comprendí que todo aquello me producía asco porque era una evidencia de la falta de humanidad y la absoluta e imperturbable crueldad de Pickman. Debía de ser un enemigo declarado del género humano para regodearse de aquella manera con el oprobio del espíritu y la tortura de la carne, y con la ruindad con que degradaba todo lo humano. En segundo lugar, toda aquella pintura era aterradora debido a su propia grandeza. Su arte persuadía: al mirar sus cuadros, veíamos a los demonios como en persona, y esos seres, por supuesto, nos inspiraban miedo. Pickman, curiosamente, pintaba de un modo lineal, sin recurrir a ningún truco o efectismo, sin difuminar la luz ni distorsionar lo real: los perfiles eran nítidos y los detalles eran demasiado bien definidos. ¡Ni que hablar de los rostros! En los cuadros podía verse algo más que la simple interpretación de un artista; era el propio Infierno volcado con la mayor fidelidad que sea dada imaginar. Era imposible confundir a Pickman con un imaginativo o con un romántico: su obra se limitaba a reflejar un mundo terrible que él veía de modo cristalino. Solo Dios puede saber dónde había percibido las heréticas formas que se veían en los cuadros. Sea cual fuese el origen de sus telas, algo me resultaba más que evidente: Pickman era un pintor realista y casi científico en lo que respecta a concepción y ejecución. Mi anfitrión fue al estudio, que se encontraba en el sótano, y yo descendí detrás de él. No bien alcanzamos el pie de la escalera húmeda, Pickman concentró el haz de luz de su linterna en un rincón, donde había un círculo de ladrillos que marcaba evidentemente un pozo de gran dimensión excavado en el piso. Cuando nos acercamos, comprobé que el orificio medía alrededor de un metro y medio de diámetro. Sus paredes tendrían unos treinta centímetros de espesor y sobresalían quince centímetros por encima del nivel del suelo. Tenía todo el aspecto de tratarse de una de esas sólidas obras del siglo XVII. Pickman me explicó que se trataba de un para conectarse con la red de túneles que surcaba las entrañas de la colina y de la que me había hablado antes. Pude ver que el pozo se hallaba cubierto con un sólido disco de madera. Si las desatinadas revelaciones de Pickman tenían algo de verdad, procuré imaginar hacia dónde
conducían y un estremecimiento recorrió todo mi cuerpo. Seguimos avanzando, sin embargo, y mi anfitrión me hizo pasar, a través de una puerta de madera carcomida, a una habitación bastante grande. La habitación tenía un piso de madera y estaba equipada propiamente como el estudio de un pintor. Una instalación de gas acetileno aportaba la luz necesaria para trabajar allí. Colocados sobre caballetes o apoyados contra la pared, estaban los cuadros sin terminar. Me producían el mismo espanto que los que había visto arriba y volvían a dar fe de la minuciosidad que lo caracterizaba. El esbozo de las escenas era muy detallado, y las líneas de lápiz revelaban el cuidado con que Pickman trataba de lograr la perspectiva y las proporciones precisas. Era un gran pintor, y puedo seguir afirmando esto ahora, pese a todo lo que sé. Me llamó la atención una enorme cámara fotográfica que se hallaba sobre una mesa: Pickman me explicó que la empleaba para fotografiar paisajes que luego ingresaban como fondo en sus telas; con este método se ahorraba tener que transportar todos sus cacharros de un lado para otro, hasta dar con un marco adecuado. En su opinión, una fotografía era tan buena como un paisaje o un modelo real, y por eso solía recurrir a ellas. Había algo amenazante en los repulsivos bocetos y en las monstruosidades inconclusas que se agolpaban en todos los rincones del estudio. Cuando súbitamente Pickman me hizo ver una enorme tela colocada sobre un caballete, no pude reprimir un nuevo grito de horror; el segundo de aquella noche. Los ecos de mi alarido rebotaron en una y otra de las oscuras bóvedas de aquella bodega húmeda y salitrosa, y debí hacer un gran esfuerzo para contenerme y no estallar en una risa histérica. ¡Dios mío! Todavía hoy ignoro hasta qué punto me encontraba frente a una realidad o a una fantasía. Aparecía un monstruo gigantesco e indescriptible en el cuadro. Con ojos llameantes y enrojecidos, sostenía con sus garras filosas a una persona que antes debió haber sido un hombre. Roía su cabeza con la misma gula con que un niño mordisquea una golosina. El monstruo estaba de cuclillas y cuando uno lo miraba, sentía la sensación terrible de que en cualquier instante podía arrojar a su presa y saltar en busca de alguna golosina más sólida. Aun así, lo que provocaba esa sensación de terror gélido no era aquel rostro canino de orejas puntiagudas, ni sus ojos embebidos en sangre. No se trataba de su nariz deforme, ni de sus fauces, de las que caía chorreando una baba rosada. No eran tampoco las garras escamadas, ni la repulsiva pelambre que recubría el
cuerpo, ni los pies no del todo ungulados, si bien cualquiera de aquellas características por sí solas podría haber desmoronado a un hombre sensible. Lo que te estremecía, Eliot, era su técnica, la impiadosa, implacable y deshumanizada técnica. Hasta aquella noche jamás había visto sobre una tela el impulso vital de una manera tan ferozmente real en cuanto a concepción y ejecución. Aquel monstruo estaba entre nosotros —miraba con ferocidad y roía, roía y miraba con ferocidad— y comprendí que solo un paréntesis breve en la vigencia de las leyes de la naturaleza había permitido a un hombre pintar una cosa como aquella sin un modelo… y sin haber frecuentado ese mundo infrahumano que ningún mortal ha conseguido ver, a menos que haya vendido el alma al diablo. Adosado de un modo desprolijo a una parte de la tela que todavía no había sido pintada se veía un trozo de papel muy arrugado; en principio pensé que se trataba de una de las fotografías que Pickman utilizaba para lograr algún fondo tan horrendo como el núcleo del cuadro. Me dispuse a alisarlo para observarlo más detalladamente. Sin embargo, en ese momento Pickman se sobresaltó súbitamente y con violencia. Desde que mi grito despertó ecos inusitados en esa lúgubre bodega, mi anfitrión parecía prestar atención con especial cuidado a posibles ruidos de respuesta. Ahora él también parecía ser víctima del miedo, aunque a diferencia del que yo experimentaba, en su caso parecía más físico que espiritual. Sacó del bolsillo un revólver y con una seña me recomendó que guardara silencio. Fue hacia el interior de la bodega, luego cerró la puerta y me dejó solo en el estudio. Se apoderó de mí la parálisis. Cuando aguzaba el oído, me parecía percibir un sutil sonido en alguna parte, como si proviniera de alguien que estaba deslizándose por el suelo. A continuación, oí muchos chillidos agudos y golpes fuertes en una dirección que no pude determinar. Una imagen de inmensas ratas acudió a mi atribulada imaginación. En ese momento, un nuevo ruido consiguió ponerme la carne de gallina: el estrépito de una pesada madera al caer sobre alguna piedra o ladrillo. ¿Madera sobre ladrillo? Esa combinación no me resultaba extraña. Se escuchó el ruido por segunda vez, ahora con mayor intensidad; iba seguido por una vibración, como si la madera hubiese caído mucho más lejos que la primera vez. Aún no se habían apagado las vibraciones cuando resonaron, uno tras otro, seis disparos de revólver realizados de un modo especial, como si lo hiciera un domador de leones deseoso de impresionar a su público. Unos
momentos después se abrió la puerta e ingresó Pickman trayendo su arma humeante y maldiciendo a las ratas que se agitaban en el viejo pozo. —Creo que solamente el diablo sabe lo que comen allí, Thurber —refunfuñó con sarcasmo—, porque esos viejísimos túneles comunican con cementerios, madrigueras de bruja y con el mar. Seguramente tus gritos las habrán excitado. A fin de cuentas, no hay que quejarse demasiado: agregan un poco de color al ambiente, ¿no crees? La aventura de aquella noche finalizó así. La promesa de Pickman de mostrarme el lugar se había cumplido perfectamente. Dejamos ese laberinto de callejuelas por otra dirección, ya que de pronto me encontré en la calle Charter, que me era tan familiar. Sin embargo, me sentía muy excitado como para identificar el modo en que habíamos llegado hasta allí. Era demasiado tarde como para tomar el metro, así que regresamos a pie por la calle Hannover. Recuerdo muy bien la caminata. A continuación, doblamos en Tremont y luego de subir por Beacon llegamos hasta la esquina de Joy, donde Pickman me abandonó. Desde ese momento no volví a verlo. ¿De verdad quieres saber por qué dejé de ver a Pickman? Reprime tu impaciencia. Déjame que pida otro café. No… no fue a causa de los cuadros que vi en aquel lugar. Por supuesto que esas telas habrían sido motivo más que suficiente para que a Pickman le hubiesen prohibido el a nueve de cada diez hogares de Boston. Espero que ahora comprendas la razón de mi fobia a bajar a los túneles del metro o a sótanos. Me aparté de él por algo que encontré a la mañana siguiente en uno de los bolsillos de mi abrigo. Sí, era aquel papel arrugado que estaba prendido a la espantosa tela que me había mostrado en la bodega, el cual yo pensaba que era una fotografía con algún paisaje que se proponía emplear como escenario o fondo para el monstruo. Seguramente cuando se produjo el sobresalto súbito de Pickman, me guardé sin darme cuenta el papel en el bolsillo antes de llegar a mirarlo. Y bien, aquí está el café, Eliot; te aconsejo que lo tomes bien negro. En efecto, mi alejamiento de Pickman fue por ese papel, por eso me alejé de Richard Upton Pickman, el artista más fascinante y maravilloso que haya conocido… y el ser más abominable que haya atravesado jamás los límites de la vida para asomarse a los abismos del mito y la locura. Reid tenía razón: Pickman no era del todo humano.
Sobre aquel papel que ya quemé no me pidas explicaciones, hipótesis ni conjeturas. Hay secretos que se remontan a la época de Salem y recuerda que Cotton Mather relata historias aún mucho más raras. Sabes lo endemoniadamente expresivos que eran los cuadros de Pickman y siempre nos preguntábamos de dónde habría sacado aquellos rostros. Bueno… te confesaré que aquel papel no era, como yo en principio había creído, la fotografía de un paisaje para ser empleado como fondo. En el papel sólo se veía al ser monstruoso que estaba pintando en aquella terrible tela. Era el modelo vivo que le había servido de inspiración. Su fondo no era más que la pared de la bodega registrada con todos sus detalles. Por Dios, Eliot, aquella era una fotografía tomada del natural. ¡Era una foto de la vida!
1- Clérigo protestante, puritano y pastor. Temible cazador de brujas en Salem y exterminador de nativos en Nueva Inglaterra. (N. del E.)
2 John William Polidori El Vampiro
Este episodio sucedió durante los festejos que se organizaban durante un invierno muy crudo en la ciudad de Londres. En esas fiestas que daban los personajes más importantes de la vida nocturna y diurna de la capital inglesa, apareció un noble, que llamaba más la atención por sus peculiaridades que por su rango. El sujeto miraba a su alrededor como si él no estuviera participando del jolgorio general. Parecía que solo atraían su atención las risas de los demás, como si pudiera acallarlas a voluntad y asustar a todos aquellos seres para los cuales reinaban la alegría y la despreocupación. Los que experimentaban esta sensación de temor no podían explicar cuál era su causa. Muchos la atribuían a esa mirada gris y fija, capaz de penetrar hasta lo más hondo de una conciencia, hasta lo más profundo de un corazón. Pero lo cierto era que la mirada recaía sobre la mejilla con un rayo de plomo que dejaba sentir su peso sobre la piel que no lograba atravesar. Las excentricidades del personaje hacían que fuera invitado a las principales mansiones de la capital. Todos deseaban verlo. Los que estaban acostumbrados a la excitación violenta y experimentaban la melancolía del aburrimiento, el peso del ennui, se sentían sumamente contentos de estar junto a un sujeto capaz de atraer la atención de manera intensa. Su semblante tenía un tono lívido, mortal. Jamás se coloreaba con un tinte rosado, ni por el rubor de la modestia ni por la fuerte emoción de la pasión; sin embargo, sus facciones y su perfil eran bellos. Muchas damas, de esas que andan siempre en busca de notoriedad, trataban de conquistar sus atenciones y conseguir al menos algunas señales de afecto de este visitante. Lady Mercer, que
había sido la burla de todos por la cantidad de hombres con los que se exhibía y a los que arrastraba a sus alcobas privadas después de su casamiento, se interpuso en su paso e hizo lo imposible para llamar su atención… pero en vano. Aunque en apariencia los ojos del misterioso personaje se clavaban fijamente en ella cuando Lady Mercer estaba frente a él, en verdad ni siquiera se daba cuenta de su presencia. Hasta su imprudencia parecía pasar inadvertida a los ojos del caballero, por lo que, cansada de fracasar, la muchacha abandonó la contienda. Aunque esas adúlteras vulgares no lograban torcer la dirección de aquella mirada masculina, el noble no era indiferente al bello sexo. Sin embargo, esta se dirigía con tal cautela tanto a la esposa virtuosa como a la hija inocente que muy pocos suponían que realmente le gustaba hablar con las mujeres. Aun así, pronto se ganó la fama de poseer una locuacidad meritoria. Tal vez fuera porque las virtudes de su verborragia superaban el temor que inspiraba aquel carácter tan singular. O acaso porque las damas se quedaban perturbadas ante su aparente odio al vicio. Lo cierto es que el caballero no tardó en contar con una hueste de iradoras, tanto entre esas mujeres que se ufanaban de la feminidad enarbolando sus virtudes domésticas como entre las que manchaban el buen nombre del género con sus faltas. Por esa misma época, un joven llamado Aubrey llegó a Londres. Era huérfano, con una única hermana que poseía una fortuna más que respetable, porque sus padres habían fallecido cuando él era niño todavía. Sus tutores lo habían abandonado a su suerte, ya que pensaban que su deber solo consistía en cuidar de su fortuna; por lo tanto, derivaban aspectos más importantes de su educación en manos de personas subalternas. Por eso, Aubrey cultivó más su imaginación que su buen juicio. En consecuencia, solía alimentar los sentimientos románticos del honor y el candor, esos que diariamente arruinan a tantos jóvenes inocentes. Aubrey creía en la virtud y pensaba que el vicio era consentido por la Providencia solo como un contraste de ella misma, tal como se lee en las novelas. Consideraba que la desgracia de una casa consistía tan solo en los cortinados, que la mantenían cálida, aunque, a su juicio, siempre se adaptaban mejor a los ojos de un pintor gracias al desarreglo de sus pliegues y a los diversos manchones de pintura.
Creía, en suma, que los sueños de los poetas eran las realidades de la existencia. Aubrey era sincero, rico y atractivo. Por tales razones, tras su ingreso en los círculos más divertidos de la ciudad, lo rodearon y persiguieron muchas mujeres, con hijastras casaderas, y muchas esposas en busca de pasatiempos extraconyugales. Tanto las hijas como las esposas infieles pronto opinaron que era un joven de gran talento, por sus ojos brillantes y sus sensuales labios. Inmerso en el romance de sus solitarias horas, Aubrey se sobresaltó al descubrir que, excepto en las llamas de las velas, que chisporroteaban no por la presencia de un duende sino por las corrientes de aire, en la vida real no existía la menor base para las tonterías románticas de las novelas, de las que había extraído sus pretendidos conocimientos. No obstante, encontró cierta compensación a su vanidad satisfecha. Estaba a punto de abandonar sus sueños cuando el extraordinario ser antes mencionado y descripto se cruzó en su camino. Lo examinó con atención. Le resultó imposible formarse una idea del carácter de un hombre tan completamente absorto en sí mismo, de un hombre que parecía no observar los objetos externos a él. Aparte del reconocimiento tácito de su existencia, manifestado en su tendencia a evitar el o con él, dejaba que su imaginación ideara todo aquello que halagaba su propensión a las ideas extravagantes. Aubrey pronto convirtió a ese ser en el héroe de un romance. Y decidió observar a aquel retoño de su fantasía más que al personaje en sí mismo. Se hizo amigo de él, le brindó algunas atenciones y logró hacerse notar por el misterioso caballero. Su presencia acabó por ser reconocida. Gradualmente, se fue enterando de que Lord Ruthven tenía unos asuntos algo embrollados, y no tardó en averiguar, por lo que se comentaba en la calle, que estaba a punto de emprender un viaje. Como quería obtener más información con respecto a esa criatura tan peculiar, que hasta entonces solo había excitado su curiosidad pero sin satisfacerla, Aubrey les comunicó a sus tutores que había llegado el instante de realizar un viaje. Durante muchas generaciones se lo consideró necesario para que la juventud trepara rápidamente por las escaleras del vicio, igualándose con las personas maduras, por lo cual no parecerían angelitos caídos del cielo cuando se mencionara ante ellos intrigas escandalosas, como temas de placer, con distinto
grado de perversión. Los tutores aceptaron y de inmediato Aubrey le contó sus intenciones a Lord Ruthven, sorprendiéndose agradablemente cuando este lo invitó a viajar en su compañía. Orgulloso de esta prueba de afecto por parte de una persona que aparentemente no tenía nada en común con los demás mortales, el muchacho aceptó encantado. Unos días más tarde, ya habían atravesado el Canal de la Mancha. Aubrey no había tenido nunca hasta entonces la oportunidad de estudiar a fondo el carácter de su compañero de viaje. De pronto descubrió que, aunque gran parte de sus acciones eran totalmente visibles, los resultados mostraban unas conclusiones muy diferentes, de acuerdo con los motivos de su comportamiento. Su compañero era muy liberal con el dinero: los vagos, los ociosos y los pordioseros recibían de su mano más limosna de la necesaria para aliviar sus necesidades más perentorias. Aubrey observó también que Lord Ruthven jamás aliviaba las desdichas de los virtuosos, reducidos a la indigencia por la mala suerte, a los cuales despedía sin contemplaciones e incluso con burlas. Cada vez que alguien acudía a él no para remediar sus necesidades sino para poder hundirse en la lujuria o en las más tremendas iniquidades, Lord Ruthven jamás negaba su ayuda. Aubrey atribuía esta nota de su carácter a la mayor insistencia de los viciosos, que generalmente son mucho más molestos e inoportunos que el desdichado y el virtuoso indigente. Una circunstancia quedó muy grabada en la mente del joven en relación con las obras solidarias del lord: todos aquellos a quienes ayudaba Lord Ruthven inevitablemente veían caer una maldición sobre ellos, pues eran llevados al cadalso o se hundían en la miseria más abyecta. Tanto en Bruselas como en otras ciudades por las que pasaron, Aubrey se asombró ante la aparente avidez con que su acompañante buscaba los centros donde anidaban los mayores vicios. Solía entrar en los garitos de los puertos, donde apostaba, y siempre con fortuna, salvo cuando un canalla era su antagonista. En esas ocasiones era cuando perdía más de lo que había ganado antes. Pero siempre conservaba la misma expresión pétrea, imperturbable, con la que generalmente contemplaba a la sociedad que lo rodeaba.
Sin embargo, cuando el noble se tropezaba con la novicia juvenil o con un padre infortunado de una familia numerosa, no sucedía lo mismo. En esos casos, su deseo parecía la ley de la fortuna; dejaba de lado su abstracción, a la vez que sus ojos brillaban con más fuego que los del gato cuando juega con el ratón ya moribundo. En todas las ciudades que recorría dejaba a la florida juventud que frecuentaba sus mismos círculos echando maldiciones, en la soledad de una fortaleza del destino que la había arrastrado hacia él, al alcance de aquel mortal enemigo. Muchos padres se sentaban coléricos en medio de sus hambrientos hijos, sin un solo penique de su anterior fortuna, sin lo necesario siquiera para satisfacer sus más acuciantes necesidades. Sin embargo, cuanto ganaba en las mesas de juego lo perdía inmediatamente tras haber esquilmado algunas grandes fortunas de personas inocentes. Acaso este fuera el resultado de cierto grado de conocimiento capaz de combatir la destreza de los más experimentados. A menudo Aubrey deseaba decirle todo esto a su amigo, suplicarle que abandonase esta caridad y estos placeres que causaban la ruina de los demás, sin producirle a él beneficio alguno. Sin embargo, postergaba esta súplica porque día tras día esperaba que su amigo le diera una oportunidad de poder hablarle con franqueza y sinceridad. Eso nunca ocurrió. En su carruaje, y en medio de la naturaleza más lujuriosa y salvaje, Lord Ruthven siempre era el mismo: sus ojos hablaban menos que sus labios. Y aunque Aubrey se hallaba tan cerca del objeto de su curiosidad, no obtenía mayor satisfacción de este hecho. Solo la constante exaltación del vano deseo de desentrañar aquel misterio que en su excitada y febril imaginación empezaba a parecerle algo sobrenatural. Pronto llegaron a Roma, y Aubrey perdió de vista a su compañero por algún tiempo, dejándolo en la cotidiana compañía del círculo de amistades de una condesa italiana, mientras él visitaba los monumentos de la ciudad casi desierta. Cuando se hallaba ocupado con estos recorridos, llegaron varias cartas de Inglaterra, que abrió con impaciencia. La primera era de su hermana, que le daba las mayores seguridades de su cariño; las otras eran de sus tutores, y la última, lo dejó asombrado.
Si antes había pasado por su imaginación la posibilidad de que su compañero de viaje poseía algún malvado poder, aquella carta parecía reforzar tal creencia. Sus tutores insistían en que abandonase inmediatamente a su amigo. Lo urgían a hacerlo por la maldad de tal personaje, a causa de sus casi irresistibles poderes de seducción, que hacían sumamente peligrosos sus hábitos para con la sociedad en general. Los tutores habían descubierto que su desdén hacia las adúlteras no tenía su origen en el odio a ellas, sino que había requerido, para aumentar su satisfacción personal, que las víctimas —los compañeros de la culpa— fuesen arrojadas desde el pináculo de la virtud inmaculada a los más hondos abismos de la infamia y la degradación. En resumen: todas aquellas damas a las que había buscado, aparentemente por sus virtudes, se habían quitado la máscara desde la partida de Lord Ruthven. No sentían ya el menor escrúpulo en exponer toda la deformidad de sus vicios a la vista del público. Aubrey decidió de inmediato separarse de un personaje que todavía no le había mostrado ni un solo punto brillante en donde posar la mirada. Resolvió inventar un pretexto creíble para abandonarlo, y se propuso, mientras tanto, continuar vigilándolo estrechamente y no dejar pasar la menor circunstancia acusatoria. De este modo, penetró en el mismo círculo de amistades que Lord Ruthven, y no tardó en darse cuenta de que su amigo estaba dedicado a ocuparse de la inexperiencia de la hija de la dama cuya mansión frecuentaba más a menudo. En Italia, no es nada común que una mujer soltera frecuente los círculos sociales. Por eso, Lord Ruthven se veía obligado a llevar adelante sus planes en secreto. Pero la mirada de Aubrey lo siguió en todas sus tortuosidades, y pronto averiguó que la pareja había concertado una cita que sin duda iba a causar la ruina de una chica inocente e impulsiva. Se presentó en el aposento de su amigo sin perder el tiempo y bruscamente le preguntó cuáles eran sus intenciones con respecto a la joven. Le manifestó también que estaba enterado de su cita para aquella misma noche. Lord Ruthven contestó que sus intenciones eran las que podían suponerse en semejante menester. Y cuando el muchacho le preguntó si pensaba casarse con la muchacha, se echó a reír. Aubrey se marchó, e inmediatamente redactó una nota en la que alegaba que desde aquel momento renunciaba a acompañar a Lord Ruthven durante el resto
del viaje. Luego le pidió a su sirviente que buscase otra residencia, y fue a visitar a la madre de la joven, a la que informó de cuanto sabía, no solo respecto a su hija, sino también al carácter de Lord Ruthven. La cita quedó cancelada. Al día siguiente, Lord Ruthven se limitó a enviar a su criado con una nota en la que se avenía a una completa separación, pero sin insinuar que sus planes hubieran quedado arruinados por la intromisión de Aubrey. Al salir de Roma, el joven dirigió sus pasos a Grecia, y tras cruzar la península, llegó a Atenas. Se alojó en la casa de un griego, y en poco tiempo se encontró sumamente ocupado en buscar muestras y testimonios de la antigua gloria en unos monumentos que, avergonzados al parecer de ser testigos mudos de las hazañas de los hombres que antes fueron libres para convertirse después en esclavos, se ocultaban debajo del polvo o de los líquenes enredados. Se alojaba bajo su mismo techo un ser tan afable y bello que podía haber sido la modelo de un pintor que deseara llevar a la tela la esperanza prometida a los seguidores de Mahoma en el Paraíso. Excepto que sus ojos eran demasiado pícaros y vivaces, más aptos para pretender a un ser vivo que a un alma. Cada vez que danzaba en la pradera o correteaba por el monte, parecía mucho más ágil y veloz que las gacelas, y también mucho más graciosa. Era, en resumen, el verdadero sueño de un epicúreo. El delicado paso de Ianthe acompañaba a menudo a Aubrey en su búsqueda de antigüedad. Y a veces la inconsciente joven se empeñaba en la persecución de una mariposa de Cachemira, mostrando la hermosura de sus formas al dejar flotar su túnica al viento, bajo la ávida mirada de Aubrey que, de ese modo distraído, olvidaba las letras que acababa de descifrar en una tablilla medio borrada. Las trenzas de la muchacha relucían a los rayos del sol con un brillo sumamente delicado, cambiando con rapidez de matices. Eso puede haber sido la causa del olvido del joven anticuario, que dejaba huir de su mente el objeto que antes había creído de capital importancia para la debida interpretación de un pasaje de Pausanias. Sin embargo, ¿por qué intentar describir unos encantos que todo el mundo veía, mas nadie podía apreciar?
Se trataba de la inocencia, la juventud, la belleza, que no estaban aún contaminadas por los vicios de los salones, por las salas de baile mundanas. Mientras el joven anotaba los recuerdos que deseaba conservar en su memoria para el futuro, la muchacha estaba a su alrededor, contemplando los mágicos efectos del lápiz que trazaba los paisajes de su tierra patria. Entonces, ella le describía las danzas en la campiña, pintándoselas con todos los colores de su juvenil paleta; las celebraciones matrimoniales que había visto en su niñez, y se refería a los temas que evidentemente más la habían impresionado, como los cuentos sobrenaturales de su nodriza. Su afán y la sensación de que ella creía verazmente en lo que narraba excitaron el interés de Aubrey. A menudo, cuando ella contaba el cuento del vampiro vivo, que había pasado muchos años entre amigos y sus más queridos parientes alimentándose con la sangre de las doncellas más hermosas para prolongar su existencia unos meses, a Aubrey se le helaba la sangre en las venas, aunque intentaba reírse de aquellas horribles fantasías. Sin embargo, Ianthe solía citarle nombres de algunos ancianos que habían contado entre sus contemporáneos, por lo menos, con un vampiro vivo. Ellos habían hallado a sus parientes cercanos y a algunos niños marcados con la señal del apetito del monstruo. Cuando la joven veía que Aubrey se mostraba incrédulo ante tales relatos, le rogaba que le creyese, puesto que la gente había observado que quienes se atrevían a negar la existencia del vampiro siempre obtenían alguna prueba que, con gran dolor y penosos castigos, los obligaba a reconocer su existencia. Ianthe le detalló la aparición tradicional de aquellos monstruos, y el horror de Aubrey aumentó al escuchar una descripción casi exacta de Lord Ruthven. A pesar de eso, el joven persistió en querer convencer a la joven griega de que sus temores no podían estar confirmados por hechos ciertos, si bien al mismo tiempo repasaba en su memoria todas las coincidencias que lo habían incitado a creer en los poderes sobrenaturales de Lord Ruthven. Cada día Aubrey se sentía más ligado a Ianthe. Su inocencia, tan opuesta a las virtudes fingidas de las mujeres entre las que había buscado su idea del amor, había conquistado su corazón. Aunque le parecía ridícula la posibilidad de que un muchacho inglés, de buena familia y mejor educación, se casara con una
joven griega, carente casi de cultura, lo cierto era que cada vez amaba más a la doncella que lo acompañaba constantemente. En algunas ocasiones se separaba de ella, decidido a no volver a su lado hasta haber conseguido sus objetivos. Pero siempre le resultaba imposible concentrarse en las ruinas que lo rodeaban, con la imagen de la muchacha que lo era todo para él. Ianthe no se percataba del amor que Aubrey experimentaba por ella y se seguía comportando con él como esa misma chiquilla casi infantil de los primeros días. Se veía obligada a separarse del joven con frecuencia. Eso se debía tan solo a no tener a nadie con quien visitar sus sitios favoritos; entre tanto, su acompañante se hallaba atareado dibujando o descubriendo algún fragmento que había escapado a la acción destructora del tiempo. La muchacha apeló a sus padres para dar fe de la existencia de los vampiros. Y todos, con algunos individuos presentes, afirmaron su existencia, pálidos de horror ante aquel solo nombre. Al tiempo, Aubrey decidió realizar una excursión que le llevaría varias horas. Cuando los padres de Ianthe supieron el nombre del lugar, le suplicaron que no regresase de noche, ya que necesariamente debería atravesar un bosque por el que ningún griego pasaba, por ningún motivo, luego del atardecer. Describieron ese lugar como el paraje donde los vampiros celebraban sus orgías y bacanales nocturnas. Le aseguraron que sobre todo aquel que se atrevía a cruzar por aquel sitio recaían los peores males. Aubrey no hizo caso de tales advertencias y se burló de los temores. Cuando vio que todos se estremecían por sus risas ante aquel poder infernal, cuyo solo nombre les helaba la sangre, acabó por callar y ponerse serio. Aubrey salió de excursión, según había proyectado, a la mañana siguiente. Le sorprendió observar la melancólica cara de su huésped, preocupado asimismo al comprender que sus burlas de aquellos poderes hubiesen inspirado tal terror. Estaba a punto de partir, cuando Ianthe se acercó al caballo que el joven montaba y le rogó que regresase pronto, pues era por la noche cuando aquellos seres malvados entraban en acción. Aubrey se lo prometió.
Tan ocupado estuvo en sus investigaciones que no se dio cuenta de que la luz del día iba dando fin a su reinado. En el horizonte aparecía una de aquellas manchas que en los países cálidos se convierten muy pronto en una masa de nubes tempestuosas, que vuelcan toda su furia sobre el desdichado país. Finalmente, montó a caballo, decidido a recuperar el tiempo de su retraso. Pero ya era tarde. En los países del sur apenas existe el crepúsculo. Se oculta el sol inmediatamente y sobreviene la noche. Aubrey se había demorado con exceso. Tenía la tormenta encima, los truenos se sucedían uno tras otro sin respiro y el fuerte aguacero se abría paso por entre el espeso follaje. Mientras, un relámpago azul pareció caer a sus pies. El caballo se asustó de repente, y comenzó a galopar alocadamente por el bosque espeso. Una vez agotado de cansancio, el animal se detuvo. Entonces Aubrey descubrió a la luz de los relámpagos que estaba en la vecindad de una choza que apenas se destacaba por entre la hojarasca y la maleza que lo rodeaba. Desmontó y se aproximó, cojeando, con el fin de encontrar a alguien que pudiera llevarlo a la ciudad, o al menos obtener asilo contra la furiosa tormenta. Al estar cerca de la cabaña, los truenos, que habían callado un instante, le permitieron oír unos gritos femeninos, mezclados con risotadas de burla, todo como en un solo sonido. Aubrey quedó turbado. Mas, soliviantado por el trueno que retumbó en aquel momento empujó la puerta de la choza con un súbito esfuerzo. Veía solo unas tinieblas densas, pero el sonido lo iba guiando. Parecía que nadie se había dado cuenta de su presencia, pues aunque llamó a la puerta, continuaron los mismos sonidos sin que nadie reparase al parecer en él. No tardó en tropezar con alguien, a quien apresó inmediatamente. De pronto, una voz volvió a gritar de manera ahogada, y al grito le siguió una carcajada. Aubrey se encontró poseído por una fuerza sobrehumana. Decidido a vender cara su vida, luchó, pero fue en vano. Fue levantado y arrojado de nuevo al suelo con una potencia enorme. Luego, su enemigo se le echó encima. Arrodillado sobre su pecho, le rodeó la garganta con las manos. De pronto, un resplandor de varias antorchas entrevistas por el agujero que hacía de ventana vino en su ayuda. Al momento, su rival se puso de pie y, separándose del joven, corrió hacia la puerta. Muy poco después, dejó de oírse hasta el crujido de las ramas caídas que fueron pisoteadas por el fugitivo.
Ya había cesado la tormenta. Aubrey, que era incapaz de moverse, gritó. Poco después lo oyeron los portadores de antorchas. Ingresaron a la cabaña, y el resplandor de la resina quemada cayó sobre los muros de barro y el techo de bálago, totalmente lleno de mugre. El joven los instó a buscar a la mujer que lo había atraído con sus gritos. Por lo tanto, volvió a quedarse en penumbras. Cuál fue su horror cuando de nuevo quedó iluminado por la luz de las antorchas, y pudo percibir la forma etérea de su amada convertida en un cadáver. Cerró los ojos, esperando que todo fuese un producto espantoso de su imaginación. Pero volvió a ver la misma figura al abrirlos, y estaba tendida a su lado. No había nada de color en sus mejillas, ni siquiera en sus labios, y en su semblante se veía una inmovilidad que resultaba casi tan atrayente como la vida que antes lo animara. Había sangre en el cuello y en el pecho de la joven. En su garganta se veían las marcas de los colmillos que se habían hincado en las venas. —¡Un vampiro! ¡Un vampiro! —gritaron los de la partida ante aquel espectáculo. Rápidamente construyeron unas parihuelas, y Aubrey comenzó a caminar al lado de la que había sido el objeto de sus hermosas visiones, que ahora yacía muerta en la flor de su vida. Aubrey tenía el cerebro tan ofuscado que no podía ni siquiera pensar. Quería refugiarse en el vacío. Casi sin darse cuenta, empuñaba en su mano una daga de forma especial, que habían encontrado en la choza. El grupo no tardó en reunirse con más hombres, que habían sido enviados por la afligida madre para buscar a la joven desaparecida. Los exploradores, al aproximarse a la ciudad, advirtieron con gritos a los padres de la doncella que había sucedido una horrorosa catástrofe. Sería imposible describir su dolor. Cuando comprobaron la causa de la muerte de su hija, miraron a Aubrey y señalaron el cadáver. Estaban inconsolables, y más tarde ambos murieron de pesar. Aubrey, en la cama, padeció una violentísima fiebre, con delirios. En esos momentos llamaba a Lord Ruthven y a Ianthe, mediante cierta combinación que le parecía una súplica a su antiguo compañero de viaje para que perdonase la
vida de la doncella. Otras veces lanzaba imprecaciones contra Lord Ruthven, y lo maldecía como asesino de la joven griega. Lord Ruthven llegó por aquel entonces a Atenas de manera casual. Cuando se enteró del estado de su amigo, se presentó inmediatamente en su casa y se convirtió en su enfermero particular. Apenas Aubrey se recuperó de la fiebre y los delirios, quedó horrorizado y petrificado ante la imagen de aquel a quien ahora consideraba un vampiro. Lord Ruthven, con sus palabras afectuosas y amables, que implicaban casi cierto arrepentimiento por la causa que había motivado su separación, sumadas a la ansiedad, las atenciones y los cuidados prodigados al muchacho enfermo, hicieron que Aubrey pronto se reconciliase con su presencia. Lord Ruthven parecía cambiado. Ya no era el ser apático de antes, que tanto había asombrado a Aubrey. Pero tan pronto terminó la convalecencia del joven, su compañero volvió a ofrecer el mismo aspecto de antes, y Aubrey ya no distinguió la menor diferencia, salvo que a veces veía la mirada de Lord Ruthven fija en él, al mismo tiempo que una sonrisa maliciosa flotaba en sus labios. Sin saber por qué, aquella mueca le molestaba. Durante la última etapa de su recuperación, Lord Ruthven pareció absorto en la contemplación de las olas que levantaba en el mar la brisa marina, o en señalar el progreso de los astros que, como el nuestro, dan vueltas en torno al Sol. Más que nada, parecía querer evitar todas las miradas ajenas. Aubrey, como consecuencia de la desgracia sufrida, tenía su mente bastante debilitada, y la elasticidad de espíritu que antes era su característica más notable parecía haberlo abandonado para siempre. Él no era tan amante del silencio y la soledad como Lord Ruthven, pero deseaba estar solo, algo que no lograba en Atenas. Si se dedicaba a explorar las ruinas de la antigüedad, el recuerdo de Ianthe a su lado lo atormentaba. Si recorría los bosques, el paso leve de la joven parecía corretear a su lado, en busca de una sencilla violeta. Repentinamente, esta visión se esfumaba, y en su lugar veía el rostro pálido y la garganta herida de la joven, con una tímida sonrisa en los labios.
Decidió huir de esas visiones, que en su mente creaban un entramado de asociaciones amargas y sombrías. Entonces, le propuso a Lord Ruthven, a quien se sentía unido por los cuidados que aquel le había prodigado durante su enfermedad, visitar juntos aquellos rincones de Grecia que aún no habían visto. Recorrieron la península en todas direcciones y buscaban cada rincón que pudiera estar unido a un recuerdo. Aunque exploraron todo, no vieron nada que llamase realmente su interés. Por entonces se oía hablar mucho de bandas de ladrones, mas los dos viajeros gradualmente fueron olvidándose de ellas. Las atribuyeron a la imaginación popular o a la invención de algunos individuos que querían excitar la generosidad de aquellos a quienes fingían proteger de tales peligros. Ignorando tales advertencias, en cierta ocasión viajaban con muy poca escolta, cuyos componentes más debían servirles de guía que de protección. Penetraron en un estrecho desfiladero, en el fondo del cual se hallaba el lecho de un torrente, lleno de grandes masas rocosas desprendidas de los altos acantilados que lo flanqueaban. Allí tendrían motivos para arrepentirse de su negligencia. Apenas se habían adentrado por un sendero sumamente angosto cuando se vieron sorprendidos por el silbido de las balas que pasaban muy cerca de sus cabezas, y las detonaciones de varias armas. A los pocos instantes, la escolta los había abandonado. Se resguardaron detrás de las rocas y empezaron a disparar contra sus atacantes. Aubrey y Lord Ruthven siguieron su ejemplo y se retiraron momentáneamente al amparo de un recodo del desfiladero. Se sentían avergonzados por asustarse tanto ante un vulgar enemigo, que con gritos insultantes los conminaba a seguir avanzando. Al mismo tiempo, estaban expuestos a una matanza segura si alguno de los ladrones se situaba más arriba de su posición y los atacaba por la espalda. Decidieron precipitarse al frente, en busca del enemigo… No bien abandonaron el refugio rocoso, Lord Ruthven recibió en el hombro el impacto de una bala que lo derribó rodando al suelo. Aubrey acudió en su ayuda sin hacer caso del peligro a que se exponía, mas no tardó en verse rodeado por los malhechores, a la vez que los componentes de la escolta, al ver herido a Lord Ruthven, levantaron inmediatamente las manos en señal de rendición. Con la promesa de grandes recompensas, Aubrey convenció a sus atacantes para
que trasladasen a su herido amigo a una cabaña situada no lejos de allí. Una vez que concertaron el rescate a pagar, los ladrones no los molestaron y se contentaron con vigilar la entrada de la cabaña hasta el regreso de uno de ellos, que debía percibir la suma prometida gracias a una orden firmada por el joven. Rápidamente decayó la energía de Lord Ruthven. Dos días más tarde, la muerte pareció ya inminente. No había cambiado ni su comportamiento ni su aspecto y parecía indiferente al dolor y a todo lo que lo rodeaba. Cuando promediaba el tercer día, su mente pareció extraviarse, y su mirada se fijó insistentemente en Aubrey, que se sintió impulsado a ofrecerle ayuda más que nunca. —Puedes salvarme… Puedes hacer aún mucho más… Y no me refiero a mi vida, pues le temo tan poco a la muerte como al término del día. Pero puedes salvar mi honor. Sí, podrías salvar el honor de tu amigo. —Dime cómo —asintió Aubrey—, y lo haré. —Pues es muy sencillo. Yo necesito muy poco… Mi vida necesita espacio… Oh, no puedo explicarlo todo… Pero si callas lo que sabes de mí, mi honor se verá libre de las murmuraciones del mundo. Si mi muerte es por algún tiempo desconocida en Inglaterra, yo… yo… ah, viviré. —Nadie va a saberlo. —¡Júralo! —exigió el moribundo, incorporándose con gran violencia—. ¡Júralo por las almas de tus antepasados, por todos los temores de la naturaleza, jura que durante un año y un día no le contarás a nadie mis crímenes ni mi muerte! ¡Pase lo que pase, veas lo que veas! Los ojos del moribundo parecían querer salirse de sus órbitas. —¡Te lo juro! —exclamó Aubrey. Lord Ruthven se dejó caer sobre la almohada, lanzó una carcajada y expiró. Aubrey se retiró a descansar, pero no logró conciliar el sueño. Su mente daba vueltas y más vueltas sobre los detalles de su amistad con tan extraño ser. Sin saber por qué, cuando recordaba el juramento que le había prestado, se sentía invadido por un frío extraño, con el presentimiento de una desgracia inminente.
Se levantó muy temprano. Iba ya a entrar en la cabaña donde había dejado el cadáver, pero uno de los ladrones le avisó que ya no estaba allí, pues él y sus camaradas lo habían transportado a la cima de la montaña. Esa era la promesa hecha al difunto, le habían dicho que lo dejarían expuesto al primer rayo de luna después de su muerte. Aubrey quedó perplejo ante esa información. Decidió ir, junto con varias personas, al sitio donde habían dejado a Lord Ruthven, para enterrarlo debidamente. Sin embargo, una vez en la cumbre de la montaña, no encontró ni rastro del cadáver ni de sus ropas, aunque los ladrones juraron que era aquel el lugar en que habían depositado el muerto. Durante algún tiempo su mente se perdió en diversas conjeturas. Finalmente, decidió descender de nuevo, convencido de que los ladrones habían enterrado el cadáver tras despojarlo de sus vestiduras. Harto de un país en el que sólo había sufrido tremendos horrores, y en el que todo conspiraba para fortalecer aquella superstición melancólica que se había adueñado de su mente, resolvió abandonarlo y llegar a Esmirna. Mientras esperaba un barco que lo llevara a Otranto o a Nápoles, se ocupó en acomodar los efectos que tenía consigo y que habían pertenecido a Lord Ruthven. Halló un estuche que contenía varias armas, más o menos adecuadas para asegurar la muerte de una víctima. Dentro había varias dagas y sables. Enorme fue su sorpresa cuando, mientras examinaba esos objetos de curiosas formas, encontró una vaina decorada en el mismo estilo que la daga hallada en la choza fatal. Aubrey se estremeció. Para conseguir nuevas pruebas, buscó la daga. Su horror llegó a su culminación al ratificar que la hoja se adaptaba a la vaina, pese a su peculiar forma. No eran ya necesarias más pruebas. Sus ojos parecían adheridos a la daga, pese a lo cual todavía se resistía a creerlo. Sin embargo, aquella forma especial, los mismos relucientes adornos del mango y la vaina no dejaban el menor resquicio para la duda. Además, sendos objetos mostraban gotas de sangre. Partió de Esmirna y, cuando llegó a Roma, sus primeras investigaciones fueron sobre la joven que él había intentado arrancar de las garras seductoras de Lord Ruthven. Sus padres se hallaban desconsolados, totalmente arruinados: a la joven no se la había vuelto a ver desde la salida de la capital de Lord Ruthven.
Aubrey estuvo a punto de enloquecer ante tal cúmulo de horrores, temiendo que la joven también hubiese sido víctima del mismo asesino de Ianthe. El joven se volvió más callado y taciturno. Su principal ocupación consistió ya en apresurar a sus postillones, como si tuviese necesidad de salvar a un ser muy amado. Arribó a Calais, y una brisa que parecía dócil frente a sus deseos no tardó en dejarlo en las costas de Inglaterra. Se apresuró hacia la mansión de sus padres y allí, por un momento, pareció perder, gracias a los besos y abrazos de su hermana, todas las rémoras del pasado. Si antes, con sus infantiles caricias, ya había conquistado el afecto de su hermano, ahora que empezaba a ser mujer, él la quería todavía más. La señorita Aubrey no era dueña de esa gracia que atrae las miradas y el aplauso en las reuniones y fiestas. No mostraba el ingenio ligero y mundano que solo existe en los salones. Jamás se iluminaban con ironías o sarcasmos sus ojos azules. De su persona emanaba un halo de encanto melancólico que no se debía a ninguna desdicha sino a un sentimiento interior. Eso parecía indicar un alma consciente de un reino más brillante. No tenía el paso delicado que atrae como la gracia de la mariposa, como un color grato a la vista. Su paso era, en cambio, sosegado y pensativo. Cuando estaba sola, su semblante jamás se deleitaba con una sonrisa de alegría. Ante el afecto de su hermano, y cuando olvidaba en su presencia los pesares que le impedían el descanso, ¿quién no habría cambiado una sonrisa por tanta dicha? Parecía que tanto los ojos de la joven como su rostro entero jugaban a la luz de su esfera propia. Sin embargo, la muchacha solo tenía dieciocho años, por lo que no había sido presentada en sociedad todavía. Habían considerado los tutores que ese acto debía demorarse hasta que su hermano regresara del continente. En ese momento, él se constituiría en su protector. En consecuencia, resolvieron que darían una fiesta con el fin de que ella apareciese «en escena». Aubrey habría preferido estar apartado de todo bullicio, alimentándose con la melancolía que lo agobiaba. No sentía ningún interés por las frivolidades de personas desconocidas, pero se mostró dispuesto a sacrificar su comodidad y sus deseos para beneficiar a su hermana. De esta manera, no tardaron en llegar a su casa de la Capital, a fin de disponerlo todo para el día siguiente, el elegido para la fiesta.
Concurrió a la fiesta una multitud desmedida. Fue un acontecimiento de los que no se habían dado en mucho tiempo, donde todo el mundo estaba ansioso por dejarse ver. Aubrey apareció con su hermana. Más tarde, solo en un rincón, mirando a su alrededor con muy poco interés, pensó abstraídamente que la primera vez que había visto a Lord Ruthven había sido en aquel mismo salón. De pronto sintió que lo tomaban por el brazo, mientras que en sus oídos resonaba una voz que recordaba demasiado bien. —Acuérdate del juramento. Apenas tuvo valor para volverse, ya que tenía miedo de ver a un espectro que podría destruirlo. Distinguió, no muy lejos, a la misma figura que había atraído su atención cuando, a su vez, él había sido presentado en sociedad. Examinó a aquella figura fijamente, hasta que sus piernas casi se negaron a sostener el peso de su cuerpo. Tomando a un amigo del brazo, subió a su carruaje y le ordenó al cochero que lo llevase a su casa de campo. Apenas llegó allí, empezó a pasearse agitadamente, con la cabeza entre las manos, como si temiera que sus pensamientos le estallaran en el cerebro. Lord Ruthven había vuelto a presentarse ante él… Y todos los detalles se encadenaron súbitamente ante sus ojos: la daga…, la vaina…, la víctima…, su juramento. ¡No era posible, se dijo muy alterado, no era posible que un muerto resucitara! Era imposible que se tratase de un ser real. Decidió frecuentar de nuevo el mundillo social. Necesitaba aclarar sus dudas. Noche tras noche, comenzó a recorrer diversos salones, siempre con el nombre de Lord Ruthven en sus labios. Sin embargo, nada averiguó. Una semana más tarde, acudió con su hermana a una fiesta en la mansión de unas nuevas amistades. Dejándola bajo la protección de la anfitriona, Aubrey se retiró a un rincón y allí dio rienda suelta a sus pensamientos. Cuando al fin vio que los invitados comenzaban a retirarse, entró en el salón y encontró a su hermana rodeada de varios caballeros. Parecían conversar
animadamente. El joven intentó abrirse paso para reunirse con su hermana, cuando uno de los presentes, al darse vuelta, le mostró un rostro con aquellas facciones que tanto aborrecía. Aubrey dio un salto, tomó a su hermana del brazo y la arrastró hacia la calle, atolondradamente. El camino estaba obstruido por la multitud de criados que aguardaban a sus respectivos amos. Mientras trataba de superar aquella barrera humana, la conocida y fatídica voz repitió sus palabras al oído: —¡Acuérdate del juramento! Ni siquiera se atrevió a girar. Siempre arrastrando a su hermana, llegó a su casa. Aubrey empezó a dar señales de desequilibrio mental. Si antes su mente había estado solo ocupada con un tema, ahora estaba totalmente absorta en él. Ya tenía la certidumbre de que el monstruo seguía vivo. Ya no le dedicaba atención a su hermana, y fue inútil que ella tratara de arrancarle la verdad acerca de tan extraña conducta. Aubrey se limitaba a mascullar palabras casi incoherentes, que aterraban aún más a la muchacha. Cuanto más Aubrey meditaba en ello, más se trastornaba. Su juramento lo abrumaba. ¿Debía permitir, pues, que aquel monstruo rondase por el mundo, en medio de tantos seres queridos, sin delatar sus intenciones? Hasta su misma hermana había hablado con él. Pero, aunque quebrantase su juramento y revelase las verdaderas intenciones de Lord Ruthven, ¿quién iba a creerle? Consideró la posibilidad de liberar el mundo de tan cruel enemigo con sus propias manos. Recordó, sin embargo, que la muerte no afectaba al monstruo. Durante días permaneció en tal estado, encerrado en su habitación, sin ver a nadie. Comía solo cuando su hermana lo apremiaba a ello, con lágrimas en los ojos. Al fin, como no pudo soportar por más tiempo el silencio y la soledad, salió de la casa para rondar de calle en calle, ansioso por descubrir la imagen que tanto lo acosaba. Su aspecto distaba mucho de ser atildado. Usaba las mismas ropas tanto al feroz sol del mediodía como a la humedad de la noche. Finalmente, nadie pudo ya reconocer en él al antiguo Aubrey. Mientras que al principio regresaba todas las noches a su casa, pronto comenzó a tenderse a descansar allí donde la fatiga lo vencía. Angustiada por su salud, su hermana empleó a algunas personas para que lo
siguiesen. El joven supo alejarlas, puesto que huía de un perseguidor más veloz: su propio pensamiento. La conducta de Aubrey, no obstante, cambió de pronto. Sobresaltado ante la idea de que estaba abandonando a sus amigos, dejándolos con un feroz enemigo entre ellos y sin que tuvieran el menor conocimiento de su presencia, decidió entrar de nuevo en sociedad. Quería vigilarlo estrechamente, y ansiaba advertir, a pesar de su juramento, a todos aquellos a quienes Lord Ruthven demostrase cierta amistad. Pero cuando entró en un salón, su aspecto miserable, su barba de varios días resultaron tan sorprendentes, sus estremecimientos interiores tan visibles, que su hermana se vio obligada a suplicarle que se abstuviese, por el bien de ambos, de cultivar una sociedad que lo afectaba de manera tan extraña. Esta súplica resultó vana y los tutores creyeron su deber interponerse. Temían que el joven tuviera trastornado el cerebro y pensaron que había llegado el momento de recobrar ante él la autoridad delegada por sus difuntos padres. A fin de precaverle de las heridas mentales y de los sufrimientos físicos que padecía a diario en sus vagabundeos, e impedir que se expusiera a los ojos de sus amistades con las inequívocas señales de su trastorno, acudieron a un médico para que residiera en la mansión y cuidase de Aubrey. El muchacho apenas pareció darse cuenta, tan completamente absorta estaba su mente en el otro asunto. Su incoherencia acabó por ser tan grande que se vio confinado a su dormitorio. Pasaba los días allí, tendido en la cama, incapaz de levantarse. Su rostro se volvió demacrado y sus pupilas adquirieron un brillo vidrioso; solo mostraba cierto reconocimiento y afecto cuando entraba su hermana a visitarlo. Por momentos se sobresaltaba, y la tomaba de las manos, con unas miradas que afligían intensamente a la joven. Deseaba que el monstruo no la hubiese tocado ni rozado siquiera. —¡Oh, mi querida hermana querida, no lo toques! ¡Si de veras me quieres, no te acerques a él! Cuando ella le preguntaba a quién se refería, Aubrey se limitaba a mascullar:
—¡Es verdad, es verdad! Y se hundía en su abatimiento anterior, del que su hermana no lograba ya arrancarlo. Esta situación duró muchos meses. Pero, gradualmente, en el transcurso de aquel año, sus incoherencias fueron menos frecuentes, y su cerebro se aclaró bastante. Mientras tanto, sus tutores observaban que varias veces diarias contaba con los dedos cierto número, y luego sonreía. Cuando llegó el último día del año, uno de los tutores entró en el dormitorio y empezó a conversar con el médico respecto a la melancolía del muchacho, precisamente cuando al día siguiente debía casarse su hermana. Aubrey se mostró alerta de inmediato, y preguntó, con angustia, con quién iba a contraer matrimonio. Encantados de aquella demostración de cordura, de la que le creían privado, mencionaron el nombre del conde de Marsden. Aubrey creyó que se trataba del joven conde al que él había conocido en una fiesta de sociedad y pareció complacido. Más aún, asombró a sus oyentes al expresar su intención de asistir a la boda y su deseo de ver cuanto antes a su hermana. Pese a que ellos se negaron a este anhelo, su hermana no tardó en hallarse a su lado. Aubrey, al parecer, no fue capaz de verse afectado por el influjo de la encantadora sonrisa de la muchacha, puesto que la abrazó, la besó en las mejillas, bañadas en lágrimas por la propia joven al pensar que su hermano volvía a estar en el mundo de los cuerdos. Aubrey empezó a expresarle su afecto cálidamente y a felicitarla por casarse con una persona tan distinguida. De repente, se fijó en un medallón que ella lucía sobre el pecho. Cual no sería su estupor al abrirlo y descubrir en él, las facciones del monstruo que tanto y tan funestamente había influido en su existencia. En un ataque de furor, tomó el medallón y, arrojándolo al suelo, lo pisoteó. Cuando ella le preguntó por qué había destruido el retrato de su futuro esposo, Aubrey la miró como sin comprender. Después, sujetándola de las manos, y mirándola con una frenética expresión de espanto, procuró obligarla a jurar que jamás se casaría con semejante monstruo, ya que él…
No pudo continuar. Era como si su propia voz le recordase el juramento prestado, y al girar en redondo, pensando que Lord Ruthven se hallaba detrás de él, no vio a nadie. Los tutores y el médico, que todo lo habían oído, pensaron que la locura había vuelto a apoderarse de aquel pobre cerebro, entraron y lo obligaron a separarse de su hermana. Aubrey se arrodilló ante ellos, suplicándoles que postergasen la boda un solo día. Pero ellos, que atribuyeron ese pedido a la locura que se imaginaban devoraba su mente, intentaron calmarlo y lo dejaron solo. Lord Ruthven había visitado la mansión a la mañana siguiente de la fiesta, y le había sido negada la entrada como a todo el mundo. Cuando se enteró de la enfermedad de Aubrey, comprendió que era él la causa inmediata de la perturbación. Cuando le confirmaron que el joven estaba loco, no pudo disimular su júbilo ante quienes le dieron esta noticia. Fue corriendo a casa de su antiguo compañero de viaje, y con sus constantes cuidados, fingiendo un gran interés por su hermano y por su triste destino, gradualmente fue conquistando el corazón de la señorita Aubrey. ¿Quién hubiera podido resistirse a aquel poder? Lord Ruthven hablaba de los peligros que lo habían rodeado siempre, del escaso cariño que él había hallado en el mundo, excepto por parte de la joven con la que conversaba. ¡Ah, desde que la conocía, su existencia había empezado a parecer digna de algún valor, aunque sólo fuese por la atención que ella le prestaba! En fin, supo utilizar con tanto arte sus astutas mañas, o tal fue la voluntad del Destino, que Lord Ruthven conquistó el amor de la hermana de Aubrey. Por el título de una rama de su familia, obtuvo una embajada importante, nombramiento que le sirvió de excusa para apresurar la boda (pese al trastorno mental del hermano), de modo que esta tendría lugar al día siguiente, antes de su partida para el continente. Una vez lejos del médico y el tutor, Aubrey trató de sobornar a los criados, pero en vano. Pidió pluma y papel, que le entregaron, y escribió una carta a su hermana. La conjuraba —si en algo apreciaba su felicidad, su honor y el de quienes yacían en sus tumbas, que la habían tenido en brazos como su esperanza y la esperanza del buen nombre familiar— a posponer solo por unas horas
aquella boda, sobre la cual vertía sus más terribles maldiciones. Los criados prometieron entregar la misiva, pero antes se la dieron al médico. Este prefirió no alterar a la señorita Aubrey con lo que, consideraba, era solamente el delirio de un demente. La jornada fue pasando sin descanso para ninguno de los ocupantes de la casa. Y Aubrey percibió con horror los rumores de los preparativos para el casamiento. Llegó la mañana, y oyó el ruido de los carruajes al ponerse en marcha. Aubrey se puso frenético. La curiosidad de los sirvientes superó, al fin, a su vigilancia. Y de a poco todos se alejaron de sus puestos para ver partir a la novia, dejando a Aubrey al cuidado de una indefensa anciana. El joven aprovechó la oportunidad. Saltó afuera de la habitación y no tardó en presentarse en el salón donde todo el mundo se había reunido para la marcha. Lord Ruthven fue el primero en divisarlo, e inmediatamente se le acercó, asiéndolo del brazo con inusitada fuerza para sacarlo de la estancia, temblando de rabia. Cuando estuvieron en la escalinata, le susurró al oído: —Acuérdate del juramento. Sabrás que si hoy no es mi esposa, tu hermana quedará deshonrada. ¡Las mujeres son tan frágiles…! Mientras decía esto, lo empujó hacia los criados que, alertados ya por la anciana, lo estaban buscando. Aubrey no pudo soportarlo más: no encontró salida a su furor, por lo cual se le rompió un vaso sanguíneo y tuvo que ser trasladado rápidamente a su cama. El episodio no le fue mencionado a la hermana, que no estaba presente cuando aconteció, pues el médico temía causarle cualquier agitación. La boda se celebró con toda solemnidad, y el novio y la novia abandonaron Londres. Aubrey estaba cada vez más débil. La hemorragia de sangre le produjo los síntomas de la muerte próxima. Deseaba que llamaran a los tutores de su hermana, y cuando estos estuvieron presentes y sonaron las doce campanadas de la medianoche, instantes en que se cumplía el plazo impuesto a su silencio,
relató de manera frenética cuanto había vivido y sufrido. Falleció inmediatamente después. Tras escuchar la historia, los tutores se apresuraron a buscar a la pareja para proteger a la hermana de Aubrey, mas cuando llegaron ya era tarde. Lord Ruthven había desaparecido, y la joven había saciado la sed de sangre de un vampiro.
3 Alejandro Dumas Historia de un muerto contada por él mismo
Tres amigos estábamos reunidos en el taller de un pintor una noche de diciembre. El clima era frío y triste y se oía, confusamente, el ruido de la lluvia que golpeaba los cristales con monotonía y persistencia. El taller al que me refiero era muy amplio, pero estaba mal iluminado por la débil luz de una estufa, alrededor de la cual nosotros nos sentábamos a conversar. Si bien éramos todos jóvenes y bulliciosos, la conversación se había contagiado, a pesar nuestro, del espíritu triste de aquella noche, y pronto las palabras entusiastas se nos agotaron. Uno de nosotros iba atizando permanentemente, para reavivarla, la espléndida llama azul de un ponche. Esa llama proyectaba una claridad fantástica sobre las cosas circundantes. Todos los objetos de esa habitación, los grandes bosquejos, los cristos, las bacantes, las madonas, parecían haber cobrado vida propia. Las sombras danzaban y se desplazaban sobre las paredes, como enormes cadáveres fundidos, todas ellas, en un tono verdoso similar. Ese vasto salón, que de día brillaba por las creaciones del pintor y relucía poblado por sus sueños, esa noche, en la penumbra, había adquirido un carácter extraño. Cuando la cucharita de plata caía en el tazón lleno de licor encendido, los objetos comenzaban a reflejarse sobre los muros con formas más inauditas y con los matices más insólitos. No solo esos viejos profetas de barba blanca, sino también las extravagantes caricaturas que cubren las paredes de los talleres, y que se asemejan a un ejército de demonios como los que aparecen en los sueños, o como los que dibujaba Goya. Por otra parte, la bruma fría y calma del exterior agigantaban lo fabuloso del interior del recinto; cada vez que mirábamos aquella claridad por un instante, podíamos vernos y reconocernos a nosotros mismos con
los rostros en color gris verdoso, con los ojos fijos y brillantes como carbones. En esas imágenes nuestros labios eran lívidos y las mejillas parecían hundidas. Acaso lo más impresionante era una máscara de yeso que estaba moldeada sobre el rostro de uno de nuestros amigos, muerto hacía algún tiempo. Esa máscara que estaba colgada cerca de la ventana recibía en su perfil el reflejo proyectado del ponche, y eso le confería una fisonomía curiosamente burlona. Todo la gente ha sufrido en alguna situación, como nosotros esa noche, el influjo de los salones vastos y tenebrosos, tal como los describe Hoffmann o como los pinta Rembrandt; todo el mundo experimentó, al menos una vez en la vida, esos temores sin causa, esas fiebres espontáneas al ver objetos a los que el rayo blanquecino de la luna o la luz vacilante de una lámpara dotan de una forma misteriosa; todos se han encontrado alguna vez en una habitación grande y sombría, escuchando con un amigo alguna historia inverosímil o sobrenatural. Seguramente todos habrán sentido ese terror secreto que uno podría interrumpir de golpe solo con encender una lámpara o con cambiar de tema. Sin embargo, evitamos hacerlo, porque nuestros pobres corazones necesitan emociones, ya sean verdaderas o falsas. Aquella noche, en fin, éramos tres. La tertulia entre nosotros, que nunca tomaba la línea más directa para llegar a su destino, ya había seguido todas las etapas propias de nuestras ideas veinteañeras: a veces, la conversación era ligera como el humo de nuestros cigarrillos; en otras ocasiones, era vivaz como la llama del ponche; por momentos, se volvía sórdida como la sonrisa de aquella máscara de yeso. Estábamos ya en un punto en el que no charlábamos siquiera; los cigarros, que seguían el movimiento de las cabezas y de las manos, refulgían como tres aureolas que pintaran piruetas en la sombra. Me resultaba evidente que el primero que abriera la boca y que interrumpiera el silencio, aunque más no fuera para bromear, provocaría un sobresalto a los otros dos: tan concentrado estaba cada uno de nosotros en un estado de reverente ensoñación. —Henri —dijo el que estaba a cargo de vigilar el ponche, dirigiéndose al pintor —, ¿has leído a Hoffmann? —¡Claro! —respondió Henri.
—Y, ¿qué opinas de él? —Pienso que es digno de iración, más aún porque creía fervorosamente en los relatos que escribía. Cuando era niño, solo sé que al leerlo por la noche, me iba a la cama a menudo sin cerrar el libro. Ni siquiera me atrevía a mirar detrás de mí. —Entonces, ¿te gusta lo fantástico? —Por cierto. —¿Y a ti? —me preguntó. —A mí también. —Pues bien, les voy a contar una historia fantástica que me sucedió. —Ya sabíamos que esto no podía terminar de otro modo; vamos, cuenta. —¿Se trata de una historia que te ocurrió a ti mismo? —pregunté. —Sí. A mí mismo. —Adelante, cuéntanos. Creo que hoy estoy predispuesto a creer todo. —Más aún, ya que puedo afirmar que soy el protagonista. Palabra de honor. —Pues arranca ya, te escuchamos. Dejó caer la cucharilla en el tazón. La llama languideció poco a poco, y permanecimos en una penumbra casi completa, solo nuestras piernas quedaron iluminadas por la luz que daba el fuego de la estufa. Él comenzó: —Cierta noche, hace aproximadamente un año, hacía el mismo frío que hoy, el mismo frío, llovía igual, con esta misma tristeza. Yo tenía muchos enfermos que atender, y después de haber hecho mi última visita, en lugar de ir un instante a Les Italiens, como era mi costumbre, pedí que me llevaran a mi casa. Vivía por entonces en una de las calles más desiertas del barrio Saint-Germain. Estaba muy cansado y me acosté de inmediato. Apagué la lámpara y me entretuve un
rato mirando el fuego, que ardía y hacía danzar grandes sombras sobre la cortina de mi cama. Al final, mis ojos se cerraron y me dormí. »Dormía ya hacía una hora cuando sentí una mano que me sacudía enérgicamente. Desperté alterado, como quien espera dormir mucho tiempo, y observé con estupor al visitante nocturno. Era mi criado. »—Señor —me dijo—, levántese inmediatamente; lo están buscando para que visite a una joven que agoniza. »—¿Dónde vive esa muchacha? —quise saber. »—Casi enfrente; además, ahí está la persona que ha venido por usted para acompañarlo a verla. »Entonces me incorporé y me vestí apresuradamente, pensando que por la hora y las circunstancias sabrían excusar mi indumentaria. Tomé mi bisturí y seguí al hombre que me habían enviado. »Afuera llovía a cántaros. »Por suerte, solo tuve que atravesar la calle y al instante me encontré en casa de la paciente que reclamaba mis cuidados. Era un palacete amplio y aristocrático. Crucé un gran patio, subí una escalinata, pasé por un vestíbulo donde había unos criados aguardándome: ellos me hicieron subir un piso y pronto estuve en la habitación de la enferma, una habitación enorme con viejos muebles de madera negra esculpida. Una mujer me hizo entrar en aquel cuarto al que nadie nos siguió. Me condujeron hacia una cama de columnas tapizada con una antigua y rica tela de seda. Allí pude ver, sobre la almohada, la más encantadora cabeza de madona que jamás haya soñado Rafael. Sus cabellos eran dorados como una ola del Páctalo y enmarcaban un rostro que tenía un perfil angelical; sus ojos estaban semicerrados y su boca, entreabierta, mostraba una doble hilera de perlas. Su cuello era tan blanco que resplandecía, y era puro de líneas; su camisa insinuaba unos pechos tan hermosos que eran capaces de tentar a san Antonio. Cuando tomé su mano, recordé esos brazos blancos que Homero atribuye a Juno. En fin, esa mujer era una mezcla de ángel cristiano y de diosa pagana; todo en ella mostraba pureza de alma y fogosidad de los sentidos. Tanto podía pasar por la santa Virgen o por una bacante lasciva; era capaz de enloquecer a un sabio y de dar fe a un ateo. Al aproximarme a ella, sentí, a través del calor de la fiebre, un aroma enigmático, ese perfume misterioso hecho de la unión de todos los
perfumes que puede emanar una mujer. »Estaba tan impactado que no recordaba siquiera la causa que me había llevado allí, y me quedé mirándola, como si ella fuera una revelación y no encontrara nada parecido a ella en mis recuerdos ni en mis sueños. De pronto, volvió la cabeza hacia mí, abrió sus grandes ojos azules y me dijo: »—Estoy sufriendo mucho. »A pesar de sus palabras, no tenía casi nada. Con una simple sangría estaría curada. Tomé mi bisturí, y al rozar aquel brazo tan blanco, mi mano tembló. Sin embargo, el médico se impuso al hombre. Cuando abrí su vena, corrió una sangre pura como de coral en fusión, y ella se desmayó. »No quise dejarla sola. Me quedé a su lado. Sentía una dicha secreta por tener la vida de aquella mujer entre mis manos; detuve la sangre, ella volvió a abrir poco a poco los ojos, se llevó la mano que tenía libre a su pecho, se dirigió hacia mí y me miró con una de esas miradas capaces de condenar o salvar. Luego me dijo: »—Muchas gracias, ahora sufro menos. »Yo sentí tal voluptuosidad, tanto amor y tanta pasión por ella que me quedé paralizado en mi sitio, contando cada latido de mi corazón según oía los latidos del suyo, escuchando su respiración todavía un poco febril. Me decía a mí mismo que, si había algún elemento celestial en esta Tierra, debía ser el amor de aquella mujer. »Más tarde se durmió. »Me encontraba yo de rodillas sobre los peldaños de su cama, como un sacerdote en un altar. Del techo colgaba una lámpara de alabastro que daba una deliciosa claridad a todos los objetos. Me encontraba solo a su lado. La mujer que me había llevado a ese cuarto había salido para anunciar que su ama estaba bien y que ya no necesitaba a nadie. Su ama estaba allí, es cierto, serena y bella como un ángel dormido en medio de sus plegarias. Pero en lo que a mí respecta, yo estaba loco… »Sin embargo, no podía quedarme toda la noche en aquella habitación. Sin hacer ruido para no despertarla, procuré salir. Indiqué algunos cuidados para la paciente antes de irme, y a la mujer le aseguré que volvería al día siguiente.
»Su recuerdo me desveló cuando regresé a mi casa. Comprendí que el amor de aquella joven debía ser un encantamiento eterno en el que se fundieran pasión y ensoñación; que esa mujer debía ser pudorosa como una santa y a la vez tan apasionada como una cortesana. Entendí que debía ocultar a los ojos del resto del mundo todos los tesoros de su hermosura, y pensé que ella debía entregarse a su amante desnuda por entero. Su imagen me resultó incendiaria, abrasó mi noche de pasión y, cuando llegó el amanecer, yo ya me hallaba locamente enamorado de ella. »Después, al cabo de los pensamientos locos de una noche agitada, comencé a reflexionar: me dije que me separaba de aquella mujer una diferencia infranqueable, que era demasiado bella para no tener un amante; que ese hombre debía ser demasiado amado para que ella lo olvidase. Comencé a odiar sin conocer a aquel hombre, a quien Dios daba tanta felicidad en este mundo. Lo maldije para que pudiera sufrir, sin protestar, un dolor eterno. »Impaciente, esperaba la hora a la que podía presentarme en su casa, y el tiempo que pasé aguardándola me pareció un siglo. »No bien llegó la hora, me dirigí hacia ella. »Me hicieron ingresar en un cuarto exquisito, de un rococó estridente, de un Pompadour intenso; la muchacha estaba sola en el recinto y leía: un vestido de terciopelo negro le ajustaba todas las partes del cuerpo. Dejaba ver, solamente, como en las vírgenes del Perugino, solo las manos y la cabeza. Tenía el brazo que yo había sangrado coquetamente apoyado en cabestrillo y extendía ante el fuego sus pequeños pies, tan bellos que no parecían hechos para caminar sobre esta Tierra. Esa mujer era tan completamente exquisita que Dios parecía haberla dado al mundo como un esbozo de los ángeles. »Me hizo sentar a su lado, con un gesto de su mano. »—¿Tan pronto se levanta usted, señora? —le dije—. Es imprudente de su parte. »—No, soy fuerte —me contestó sonriendo—, dormí muy bien, y además no estaba enferma. »—Sin embargo, me dijo que estaba padeciendo. »—Pero era más del pensamiento que del cuerpo —dijo con un suspiro.
»—¿Tiene usted alguna pena, señora? »—Oh, sí. Una muy profunda. Por suerte, Dios también es médico y ha encontrado la panacea universal: el olvido. »—Sin embargo, hay dolores que matan —le dije. »—Pues bien, la muerte o el olvido, ¿no es lo mismo? Una es la tumba del cuerpo, el otro es la tumba del corazón, y no hay más que eso. »—Pero, señora —dije—, ¿cómo es posible que tenga usted un dolor? Está usted demasiado elevada para que la tristeza la alcance. Bajo sus pies, las penas deben sentirse como las nubes bajo los pies de Dios; las tormentas son para nosotros, a usted le corresponde la serenidad. »—En eso se engaña —continuó ella—, y eso prueba que toda su ciencia se detiene ahí, en el corazón. »—Ahora, entonces —le dije—, procure olvidar, señora. Dios permite a veces que una alegría siga a un dolor, que la sonrisa suplante a las lágrimas; y cuando el corazón de aquel al que pone a prueba está demasiado vacío como para llenarse solo, cuando la herida es demasiado profunda para cicatrizarse sin ayuda, Dios envía al camino de aquella alma a la que quiere consolar otra alma que la entiende; porque sabe que se sufre menos si se sufre de a dos; y llega un momento en que el corazón vacío se llena de nuevo o la herida se cura. »—¿Y cuál es su diagnóstico, doctor —inquirió ella—, y cómo curaría semejante herida? »Después de un silencio bastante largo, iré aquel rostro divino sobre el que la media luz filtrada a través de las cortinas de seda arrojaba colores encantadores. Adoré también su hermosa cabellera dorada. Sus cabellos ya no estaban sueltos como en la víspera, sino estirados y lacios sobre las sienes y recogidos en la nuca. »La conversación había adoptado un aire triste desde el principio; por eso aquella mujer me pareció más radiante aún que la primera vez, con su triple corona de belleza, pasión y dolor. Dios la había puesto a prueba con el dolor y era necesario que aquel hombre a quien ella entregaba su alma aceptara la misión, doblemente santa: debía hacerla olvidar el pasado y crearle esperanzas
con respecto al futuro. »Permanecí ante ella, no ya enloquecido como durante la víspera debido a su fiebre, sino sereno y discreto ante su resignación. Si me hubiera sido dada en aquel momento, habría caído a sus pies, la habría tomado de las manos y hubiera llorado con ella como con una hermana, hubiera respetado al ángel y consolado a la mujer. »Pero ¿cuál era aquel dolor que había que hacer olvidar, que había dejado en ella aquella herida que todavía sangraba? Ese enigma era lo que yo ignoraba, lo que debía adivinar, porque ya existía entre la enferma y el médico suficiente intimidad y confianza como para que me confesase una pena, pero al parecer no la suficiente para que me contara la causa. No encontraba a su alrededor nada que pudiera darme una pista: la víspera, nadie había ido a su cabecera para inquietarse por ella; al día siguiente, nadie se presentaba para verla. Aquel dolor debía estar, pues, en el pasado, y reflejarse solo en el presente. »—Doctor —me preguntó de pronto saliendo de su ensimismamiento—, ¿podré volver a bailar pronto? »—Por supuesto, señora —le dije yo, asombrado por aquella transformación. »—Porque tengo que dar un baile hace mucho tiempo programado —continuó ella—; ¿vendrá usted? Debe de tener una opinión malísima de mi dolor que, haciéndome soñar de día, no me impide bailar de noche. Sabrá que el mío es uno de esos pesares que hay que empujar al fondo del corazón para que el mundo no se entere de nada; una de esas torturas que debemos disimular con una sonrisa, para que nadie las adivine: quiero guardar para mí sola lo que sufro, como otro guardaría su alegría. Este mundo, que me tiene envidia y celos porque me encuentra bella, cree que soy feliz, y es una convicción que no quiero quitarle. Es por eso que bailo, aun a riesgo de llorar al día siguiente, pero de llorar sola. »Me tendió la mano con una mirada en la que se mezclaban extrañamente el candor y la tristeza, y me dijo: »—Hasta pronto, ¿verdad? »Le besé la mano y salí. »Llegué atontado a casa.
»Podía ver sus ventanas desde mi ventana, y estuve todo el día mirándolas, oscuras y silenciosas. Me olvidaba de todo por aquella mujer; incluso de dormir y de comer. Por la noche tenía fiebre, al día siguiente por la mañana, deliraba, y a la noche siguiente estaba agotado.» —¡Muerto! —exclamamos los que lo habíamos escuchado con atención. —Muerto —contestó nuestro amigo con una convicción imposible de traducir en palabras—, muerto como Fabien, ese de la máscara de ahí. —Sigue —le pedí. La lluvia golpeaba contra los cristales. Volvimos a echar leña en la estufa, cuya llama roja y viva iba iluminando suavemente la oscuridad que invadía el taller. Él continuó: —Desde entonces, comencé a sentir solo una emoción fría. Ese fue, sin duda, el momento en que me arrojaron en la fosa. «No sé desde cuánto tiempo hacía que estaba sepultado, cuando oí confusamente una voz que me llamaba por mi nombre. Temblé de frío sin poder responder. Algunos instantes después, la voz volvió a llamarme; hice un esfuerzo para hablar pero, cuando se movieron mis labios, sentí un sudario que me envolvía de la cabeza a los pies. Sin embargo, logré articular débilmente estas palabras: »—¿Quién me llama? »—Yo —contestó una vez. »—¿Pero quién eres tú? »—Yo. »Esa voz se iba debilitando como si se hubiera perdido en el viento, o como si no hubiera sido más que un ruido leve de las hojas. »A la tercera vez todavía mi nombre llegó a mis oídos, pero en esa ocasión el nombre pareció correr de rama en rama, de manera que el cementerio entero lo repitió sordamente. Se oyó un ruido de alas, como si mi nombre, pronunciado de
pronto en el silencio, hubiera puesto a volar a toda una bandada de pájaros nocturnos. »Sentí que mis manos se elevaban hasta mi rostro como movidas por resortes misteriosos. Levanté en silencio el sudario que me cubría e intenté ver. Creí que despertaba de un largo sueño. »Sentía frío. »Nunca me olvidaré del horror tan lúgubre que me rodeaba. Los árboles no tenían hojas y sus ramas descarnadas se retorcían dolorosamente como grandes esqueletos. Un rayo de luna tenue, que se filtraba a través de las nubes negras, me iluminaba un horizonte donde una serie de tumbas blancas se alineaban como una escalera hacia el cielo. El conjunto de aquellas voces indefinidas de la noche que tutelaban mi despertar parecían cargadas de terror y secretos. »Di vuelta mi cabeza y busqué a quien me había llamado. Estaba sentado junto a mí. »—Déjeme dormir. »—Oye —me dijo—, ¿te acuerdas de la Tierra? »—No. »—¿No extrañas nada? »—No. »—¿Pero cuánto tiempo hace que duermes? »—No lo sé. »—Entonces yo te lo voy a decir. Hace dos días que estás muerto, y tu última palabra, en vez de ser el nombre del Señor, fue el nombre de una mujer. Has sido tan blasfemo que tu cuerpo sería de Satán, si Satán quisiera tomarlo. ¿Me entiendes? »—Sí.
»—¿Deseas vivir? »—¿Tú eres Satán? »—No te importa si soy Satán o no, ¿tú quieres vivir? »—¿Se trata solamente de vivir? »—No, vas a volver a ver a esa mujer. »—¿Pero cuándo? »—Esta misma noche. »—¿En qué lugar? »—En su casa. »—Bien. Acepto —dije yo tratando de levantarme—. Dime antes cuáles son tus condiciones. »—No te pongo ninguna condición —me respondió Satán—; ¿no crees acaso que de cuando en cuando no soy capaz de hacer el bien? Esta noche ella dará un baile y te llevaré a él. »—Vayamos, pues. »—Vayamos. »Satán me tendió la mano, y de pronto encontré que estaba de pie. »No puedo describir lo que sentí. Era un frío terrible que helaba mis , eso es todo lo que puedo comentar ahora. »—Entonces —continuó Satán—, sígueme. Comprende que no te haga salir por la puerta principal, el portero no te dejaría pasar, querido. Una vez aquí, no se sale. Sígueme, pues: vamos primero a tu casa, allí te vestirás; porque no puedes ir al baile con este mismo traje que llevas, especialmente porque no es un baile de disfraces; pero envuélvete, cúbrete bien con tu sudario, porque la noche está helada y te podrías enfermar.
»Satán se echó a reír como ríe Satán, y yo seguí caminando tras él. »—Estoy seguro —continuó— de que, pese al servicio que te hago, no me amas todavía. Así están hechos los hombres, ingratos con sus amigos. No es que censure la ingratitud; es un vicio que yo inventé y es uno de los más difundidos, pero me gustaría verte menos triste. Es la única gratitud que te pido. »—¿Pronto llegaremos? —dije cansado y con esfuerzo. »—¡Pareces impaciente! —dijo Satán—. ¿Es tan bella? »—Casi como un ángel. »—Mi querido amigo —continuó riendo—, hay que confesar que te falta delicadeza y tacto. Acabas de nombrar a los ángeles, precisamente a mí, que lo he sido. Eso resulta más chocante aún, cuando ningún ángel haría por ti lo que yo estoy haciendo hoy. Pero te perdono; siempre se le debe perdonar alguna cosa a un hombre muerto hace solo dos días. Estaba diciéndote, además, que esta noche estoy muy contento; porque hoy han ocurrido en el mundo muchas cosas que me alegran. Yo creía que a los hombres perversos algo los había vuelto virtuosos desde hace algún tiempo, pero no: son siempre iguales, tal como los he creado. Y bueno, querido, rara vez he visto jornadas como esta; desde ayer llevo cosechados casi seiscientos veintidós suicidas solo en Europa, y entre ellos hay más jóvenes que viejos. Eso constituye una pérdida peor, porque mueren sin haber tenido hijos; llevo juntados dos mil doscientos cuarenta y tres asesinatos, hablo siempre solo de Europa; de las demás partes del mundo, ya perdí la cuenta: con esto me pasa lo que a los grandes capitalistas, no puedo enumerar mi fortuna. Nuevos adulterios: un millón seiscientos veintitrés mil novecientos setenta y cinco nuevos adulterios; ese incremento me asombra menos porque es debido a los bailes; doscientos jueces que se han vendido; habitualmente tenía más. Sin embargo, nada me ha dado mayor placer que esas veintisiete muchachas que han muerto blasfemando de Dios, la mayor de las cuales no tenía siquiera dieciocho años. Si haces la cuenta, mi querido, todo eso suma un ingreso aproximado de dos millones seiscientas veintiocho mil almas solo en Europa. Y ni cuento los incestos, las falsificaciones de moneda, las violaciones: eso es apenas dinero de bolsillo. Es decir, haciendo un promedio de tres millones de almas que se pierden al día, calcula en cuánto tiempo el mundo entero será mío. Voy a verme obligado a comprarle a Dios el Paraíso para ampliar el Infierno porque no van a entrar tantas personas juntas.
»—Entiendo que te alegres —murmuré yo apurando el paso. »—Me hablas así —continuó Satán—, con aire triste y vacilante; ¿tienes miedo de mí porque me ves cara a cara? ¿Tan repugnante te resulto? Pues razonemos un poco, por favor: ¿qué sería del mundo sin mí? ¿Un mundo que tuviera sentimientos que llegaran del cielo, y no pasiones originadas en Satán? En ese caso, el mundo moriría de spleen, esa mezcla de aburrimiento y melancolía, querido. ¿El oro? ¿Quién ha inventado el oro? Yo. ¿El juego? Yo inventé los negocios y el amor. Todo yo. »—Por eso no comprendo que ciertos hombres me odien tanto. Los poetas, por ejemplo, que hablan tanto del amor puro, no comprenden que al mostrar el amor que redime desatan la pasión que pierde; porque gracias a mí, lo que siempre buscan los hombres no es una mujer como la Virgen, sino una pecadora como Eva. Y tú mismo, en este momento, tú que todavía estás frío como un cadáver y pálido como un muerto, no es precisamente un amor casto lo que vas a buscar junto a la mujer a cuyo lado te llevo, sino una noche de lascivia. Así ves, pues, que el mal sobrevive a la muerte. Si el hombre tuviera que elegir, preferiría la eternidad de la pasión a la felicidad serena de la virtud. Una prueba de eso es que, por algunos años de pasión sobre la Tierra, pierde la dicha eterna del cielo. »—¿Cuándo llegamos? —pregunté yo; porque el horizonte se iba renovando siempre, y parecía que caminábamos sin avanzar. »—Tú siempre tan impaciente —replicó Satán—, aun cuando trato de abreviar la ruta todo lo posible. »—Debes entender que yo no puedo pasar por la puerta. Allí hay una gran cruz y esta es mi aduana. Si cuando viajo me tropiezo con ella, me tendría que detener. En ese caso, me vería obligado a santiguarme. Yo soy capaz de cometer un crimen, pero nunca un sacrilegio; y además, como ya te he dicho, no te dejarían pasar. ¿O acaso piensas que ustedes, los hombres, se mueren, los entierran y un buen día se pueden marchar sin decir nada? Estás errado, querido; sin mí habrías tenido que esperar a la resurrección eterna, un proceso que habría sido largo. Ven conmigo y quédate tranquilo, ya llegaremos. Te prometí un baile y lo tendrás: yo siempre cumplo mis promesas, y mi firma es conocida. »En las palabras irónicas de mi funesto acompañante se oía un tono de fatalismo que me aterraba; me parece oír todavía todo lo que acabo de contarles.
»Fuimos caminando un tiempo más, hasta que llegamos a un muro ante el que estaban amontonadas unas tumbas en forma de escalera. Satán puso el pie en la primera, y, contra su costumbre, caminó sobre las piedras sagradas hasta que estuvo en la cima de la muralla. »Dudé en seguirlo por ese mismo camino, tenía miedo. »—No hay peligro; puedes poner el pie encima, son conocidos. »Apenas estuve a su lado, me preguntó: »—¿Te gustaría ver lo que sucede en París? »—No, sigamos. »Saltamos del muro a tierra. »La luna, bajo la mirada de Satán, se había cubierto de velos como una joven pudorosa ante una mirada descarada. Hacía mucho frío esa noche y todas las puertas se encontraban cerradas; todas las ventanas, oscuras; todas las calles estaban en silencio. Parecía que nadie había hollado hacía mucho tiempo el suelo sobre el que caminábamos; a nuestro alrededor todo tenía una apariencia espectral. Se podía creer que, cuando el día llegase, nadie iba a abrir las puertas, ninguna cabeza se asomaría a las ventanas y nada perturbaría ese silencio: sentía que caminábamos por una ciudad muerta hacía siglos y reencontrada en unas excavaciones; en fin, la ciudad parecía estar despoblada para que se poblara el cementerio. »No se oía ni un ruido, no se encontraba ni una sombra; la travesía fue larga a través de aquella ciudad espantosa de silencio y de reposo; finalmente, llegamos a nuestra casa. »—¿Eres capaz de reconocerla? —inquirió Satán. »—Sí —respondí apagadamente —, entremos. »—Espera, debo abrir. También fui el inventor del robo: tengo una segunda llave de todas las puertas, excepto de la entrada al Paraíso, por supuesto. »Ingresamos.
»La quietud del exterior se prolongaba adentro; era horrible. »Yo sentía que estaba en medio de un sueño, no respiraba ya. Imaginen ustedes que vuelven a entrar en la habitación donde han muerto hace dos días, allí encuentran todo idéntico, tal como estaba durante la enfermedad, pero con el sello sombrío que da la muerte; podía ver los objetos ordenados, como si uno ya no tuviera que tocarlos. La única cosa animada que había visto desde mi salida del cementerio era mi gran péndulo, a su lado había un ser humano muerto, y el péndulo contaba las horas de mi eternidad como había contado las de mi vida. »Me dirigí a la chimenea, tomé una bujía y la encendí para cerciorarme de la verdad, porque todo cuanto me rodeaba se presentaba a través de una claridad pálida y sobrenatural que me daba, por así decir, una visión interior. Sin embargo, todo era real; esa era mi habitación. Vi el retrato de mi madre, que me sonreía como siempre; abrí los libros que estaba leyendo algunos días antes de morir; solamente la cama no tenía ropa, y había sellos en todas partes. »Con respecto a Satán, se había sentado al fondo, y leía atentamente la Vida de los Santos. »En ese momento pasé ante un gran espejo y pude verme cubierto con un atuendo raro, envuelto en un pálido sudario con los ojos cerrados. Aquella vida que me devolvía un poder desconocido me provocó dudas, y me llevé la mano al corazón. »Pero en ese momento mi corazón no latía. »Luego me llevé la mano a la frente, y mi frente estaba tan helada como el pecho, el pulso estaba tan mudo como el corazón. Yo podía reconocer todo lo que había abandonado; así pues, en mí solo vivían el pensamiento y los ojos. »Por lo demás, era horrible que no pudiera apartar mi mirada de aquel gran espejo que me devolvía mi imagen sombría, helada y muerta. Cada movimiento de mis labios se reflejaba como la horrible sonrisa de un cadáver. No podía moverme del sitio; no podía gritar. »Se oyó un zumbido sordo y lúgubre del reloj, ese que precede al campaneo de los viejos péndulos, y dio las dos; después todo recuperó la calma. »Luego de unos instantes, sonó a su turno una iglesia vecina, luego otra, luego
otra más. »En un rincón del espejo veía a Satán que se había dormido sobre la Vida de los Santos. »Logré darme vuelta. Había un espejo frente a aquel en el que miraba, de modo que podía verme repetido millares de veces con esa claridad pálida que da una sola bujía en una vasta sala. »El miedo había llegado al clímax: comencé a gritar. »Satán se despertó. »—Aquí vemos, sin embargo —me dijo mostrándome el libro—, con qué se quiere inculcar virtud a los hombres. Me resultó tan aburrido que me he dormido, yo que estoy en vela desde hace seis mil años. ¿Y no estás preparado todavía? »—Sí —contesté maquinalmente—, ya estoy listo. »—Apúrate —contestó Satán—, rompe los sellos, llévate tus ropas y oro, sobre todo, mucho oro; deja los cajones abiertos, y mañana la justicia encontrará el modo de condenar a cualquier pobre diablo por rotura de sellos; esa será mi pequeña ganancia. »Mientras me vestía, me tocaba la frente y el pecho: los dos estaban fríos. »No bien estuve preparado, miré a Satán. »—¿Vamos a verla? —le dije. »—Dentro de cinco minutos. »—¿Y mañana? »—Pues mañana —me dijo— vas a recuperar tu vida corriente; yo no hago las cosas a medias. »—¿Sin condiciones? »—Sin condiciones.
»—Salgamos —le dije. »—Sígueme. »Bajamos. »Al cabo de unos instantes estábamos en la casa a la que me habían llamado cuatro días antes. »Subimos. »Me resultó conocida la escalinata, y luego reconocí el vestíbulo, la antecámara. Las entradas de al salón estaban llenas de gente. »Estaba en medio de una fiesta deslumbrante con luces, flores, joyas y mujeres. »Todos estaban bailando. »Al ver toda aquella alegría, creí en mi resurrección. »Me incliné al oído de Satán, que no me había abandonado. »—¿Y ella dónde está? —le pregunté. »—En su tocador. »Cuando la contradanza terminó, crucé el salón: los espejos con luces de velas reflejaron mi imagen blanca y sombría. Pude volver a ver aquella sonrisa que me había helado; pero allí ya no había soledad, estaba la gente; no era el cementerio, era un baile; no era la tumba, era el amor. Me dejé embriagar y olvidé por un instante de dónde venía, sin pensar en otra cosa que en aquello por lo que había ido al palacete. »Al llegar a la puerta del gabinete, la vi. Estaba más bella y encantadora que nunca. Quedé inmóvil un instante, como en éxtasis; iba ceñida por un vestido de blancura resplandeciente, con los hombros y los brazos desnudos. Volví a ver, más con la imaginación que en la realidad, un pequeño punto rojo en el lugar que yo había sangrado. Cuando apareció, estaba rodeada de jóvenes a los que apenas escuchaba; alzó con indolencia sus hermosos ojos llenos de sensualidad, me vio, pareció dudar al reconocerme y luego, ofreciéndome una sonrisa encantadora,
dejó a todo el mundo y se acercó a mí. »—Ya ve usted que soy fuerte —me dijo. »La orquesta se hizo oír. »—Como prueba de ello —continuó, tomándome del brazo—, vamos a bailar juntos el vals. »Dijo algunas palabras a alguien que pasaba a su lado. Yo vi a Satán junto a mí. »—Cumpliste tu promesa —le dije—, gracias; pero necesito poseer a esta mujer esta misma noche. »—La tendrás —me dijo Satán—, pero límpiate el rostro, tienes un gusano en la mejilla. »Entonces desapareció dejándome todavía más helado que antes. Como para volver a la vida, apreté el brazo adorable de aquella mujer a la que iba a buscar desde el fondo de la tumba y la arrastré al salón. »Sonaba uno de esos valses embriagadores en los que desaparece todo cuanto nos rodea, en los que no se vive más que uno para otro, en los que las manos se encadenan, los cuerpos se funden y los pechos se tocan. Yo danzaba con los ojos clavados en sus ojos, y su mirada, que me sonreía eternamente, parecía decirme: “¡No imaginas los tesoros de amor y de pasión que daré a mi amante! ¡Si supieras cuánta pasión hay en mis caricias, cuánto fuego guardan mis besos! A quien ame, daré todas las bellezas de mi cuerpo, todos los pensamientos de mi alma, porque soy joven, porque soy sensual, voluptuosa y bella!”. »Mientras tanto, el vals nos arrastraba en un torbellino lascivo y vertiginoso. »El baile duró mucho tiempo. Cuando la música cesó, éramos los únicos que seguíamos danzando. »Entonces ella cayó en mis brazos, con el pecho oprimido, flexible como una serpiente, y alzó sobre mí sus grandes ojos que parecieron decirme: “¡Te amo!”. »La llevé al gabinete, donde estábamos solos. Los salones iban quedando desiertos.
»Allí se dejó caer sobre un diván, cerrando los ojos a medias a causa de la fatiga, como bajo un abrazo amoroso. »Me recliné sobre ella y le dije en voz baja: »—¡Si tú supieras cuánto te amo! »—Lo sé —me dijo ella—, y yo también te amo. »Todo era como para volverse loco. »—Yo daría mi vida —dije— por una hora de amor contigo, y mi alma por una noche. »—Escucha —dijo ella abriendo una puerta oculta en la tapicería—, dentro de un instante estaremos solos. Espérame. »Me arrastró suavemente, y me encontré solo en su dormitorio, todavía alumbrado por la lámpara de alabastro. Se olía un perfume de misteriosa sensualidad imposible de describir. Me senté al lado del fuego, porque tenía frío. Luego me miré al espejo y confirmé que seguía estando muy pálido. Oí los coches que partían uno a uno; luego, cuando el último se alejaba, se hizo un silencio solemne. Poco a poco mis terrores regresaron; no me atrevía a volverme, tenía frío. Me asombró que ella no viniese; contaba los minutos y no oía ningún ruido. Puse los codos sobre las rodillas y apoyé la cabeza entre mis manos. »En ese momento, empecé a pensar en mi madre, en mi madre que lloraba en aquel momento a su hijo muerto, en mi madre para quien yo era toda la vida, y hacia la que no había albergado más que pensamientos intrascendentes. Todos los días de mi infancia volvieron a pasar ante mis ojos como si se tratara de un sueño. Recordé que cada vez que había sufrido una herida para curar, una tristeza para mitigar, fue siempre a mi madre a quien había recurrido. Tal vez en el momento en que yo me preparaba para una noche de amor, ella se preparaba para una noche de insomnio, sola, silenciosa, junto a objetos que la hacían acordarse de mí, o velando con mi solo recuerdo. ¡Los pensamientos eran tan horribles!; tenía remordimientos; las lágrimas vinieron a mis ojos. Entonces me levanté. En el momento en que me miraba en el espejo, vi una sombra pálida y blanca detrás de mí, que me miraba fijo.
»Me volví, era mi hermosa amada. Afortunadamente mi corazón no latía, porque de haberlo hecho, se hubiera roto de emoción. Afuera y adentro, todo estaba silencioso. »Me atrajo a su lado, y pronto olvidé todo. Esa fue una noche imposible de contar. Sentí placeres desconocidos, voluptuosidades tales que se acercan al sufrimiento. En mis fantasías amorosas no encontré nada parecido a aquella mujer que tenía en mis brazos. Era ardiente como una Mesalina, casta como una madona, flexible como una tigresa. Daba besos que quemaban los labios, me decía palabras que hacían arder el corazón. Había en ella algo tan potentemente atractivo que hubo momentos en que tuve miedo. »Cuando el día despuntaba, la lámpara comenzó a palidecer. »—Ahora —me dijo aquella mujer—, hay que marcharse; ya llega el día, no puedes quedarte aquí; pero por la tarde, a primera hora de la noche te espero, ¿sí? »Por última vez sentí sus labios sobre los míos, ella apretó de modo convulso mis manos, y me marché. »La misma quietud seguía afuera. »Caminaba como un loco, apenas creía en mi vida, sin pensar en ir a casa de mi madre ni en regresar a la mía, ¡tanto embriagaba mi corazón aquella mujer! »Hay algo que se desea más que una primera noche pasada junto a una amante: una segunda. »Se había levantado la luz, triste y gélida. Estuve caminando sin rumbo al azar por el campo árido y solitario. Esperaba la noche. »La noche llegó temprano. »Me dirigí corriendo a la casa del baile. »Cuando franqueaba el umbral de la puerta, vi a un viejo pálido y achacoso que bajaba la escalinata. »—¿Dónde va el señor? —me detuvo el portero.
»—A casa de la señora de P… —le dije. »—Señora de P… —dijo él mirándome con sorpresa y señalándome al anciano —, ese señor es quien vive en esta mansión; ella murió hace dos meses. »Di un grito y caí de espaldas.» —¿Y qué pasó después? —pregunté yo, ansioso por saber más. —¿Después? —dijo él, disfrutando de nuestra atención y calculando cada una de sus palabras—, después me desperté, porque todo eso no había sido más que un sueño.
4 Elizabeth Gaskell El cuento de la vieja niñera
Ya saben ustedes, queridos míos, que su madre era huérfana e hija única. Seguramente habrán oído decir que el abuelo de ustedes, el padre de ella, fue clérigo de Westmoreland, el mismo sitio de donde yo provengo. Aún era yo una niña de la escuela del pueblo cuando, un día, se presentó su abuelo a preguntar a la maestra si había allí alguna alumna que pudiera trabajar como niñera. Yo me sentí extraordinariamente honrada cuando la maestra me llamó. Declaró que yo cosía muy bien y era una muchacha formal y honrada, de padres muy bien conceptuados, aunque humildes. Sentí en ese momento que nada me gustaría más que servir a aquella bonita y joven señora embarazada, que se sonrojaba tanto como yo al hablar del niño que esperaba y de lo que yo tendría que hacer con él. Puedo ver que esta parte de mi cuento no les interesa a ustedes tanto como lo que suponen que viene después, así que se los contaré enseguida. Me emplearon antes de que naciera la señorita Rosamunda (la niñita que es ahora vuestra madre), y me instalé en la vicaría. En verdad, me daba muy poco trabajo cuando nació, porque siempre estaba en brazos de su madre y dormía junto a ella toda la noche. Yo me sentía muy orgullosa cada vez que mi ama me confiaba a la beba. Ni antes ni después ha habido una criatura como ella, aunque todos ustedes han sido preciosos. Sin embargo, en dulzura y atractivo ninguno ha superado a vuestra madre. Ella se parecía a su propia madre, que era una señora de verdad, nieta de lord Furnivall, de Northumberland. Al parecer, no había tenido hermanos ni hermanas y se había educado con la familia de milord hasta que se casó con el abuelo de ustedes, que no era más que un vicario, hijo de un comerciante de Carlisle, pero el caballero más honrado y discreto que ha existido, y era también un hombre que trabajaba honradamente y con firmeza en su parroquia, muy extensa y esparcida sobre los páramos de Westmoreland. La pequeña Rosamunda tendría unos cuatro o cinco años cuando sus padres
murieron en quince días, uno tras otro. ¡Ah, qué época tan triste! Mi joven señora y yo esperábamos otro bebé, cuando el señor regresó de una de sus largas cabalgatas, mojado y agotado, con el mal que le causó la muerte. Ella ya no volvió a recuperarse y no vivió más que para ver a su nuevo bebé muerto y apoyado sobre su pecho antes de morir ella también. En su lecho de muerte, mi ama me suplicó que no abandonara nunca a la señorita Rosamunda; pero aunque no me lo hubiera dicho, yo habría ido con la pequeña hasta el fin del mundo. Antes de que se hubieran aplacado nuestros sollozos, llegaron los albaceas y tutores a poner en orden todos los asuntos prácticos. Los tutores eran el primo de mi pobre ama, lord Furnivall, y el señor Esthwaite, hermano de mi amo, comerciante de Manchester. En ese momento no estaba en tan buena posición como lo estuvo después y tenía una familia numerosa para mantener. ¡Bien! No sé si ellos lo acordaron entre sí o si se debió a una carta que mi ama había escrito a su primo en su lecho de muerte, pero lo cierto es que se acordó que la señorita Rosamunda y yo nos fuésemos a la casa solariega de los Furnivall, en Northumberland. Milord lo presentaba como si hubiera sido deseo de la madre que la niña viviera con su familia, y como si él no tuviera nada que objetar al respecto, ya que en una casa tan grande una o dos personas más no se notarían. Aunque no era ese el modo en que a mí me hubiera gustado que se pensase en mi alegre y preciosa criatura (que era como un rayo de sol en cualquier familia, fuera lo grande que fuese), me alegraba que la gente de Dale se irara al enterarse de que yo iba a ser la niñera de mi amita en la casa solariega de los Furnivall. Me equivoqué al pensar que íbamos a vivir con milord. Parece ser que la familia había abandonado la casa solariega hacía cincuenta años o más. Tampoco había vivido allí mi pobre ama, a pesar de haberse educado en la familia. Eso fue para mí una decepción, porque me hubiera gustado que la señorita Rosamunda pasara la juventud en el sitio en que se había criado su madre. El acompañante de milord, a quien hice tantas preguntas como me atreví, me contó que la casa solariega estaba al pie de los páramos de Cumberland, y era magnífica. Allí vivía, solamente con algunos criados, una tal señorita Furnivall, la anciana tía abuela de milord. Me contó que era un lugar muy saludable y que milord había pensado que sería muy conveniente para la señorita Rosamunda por algunos años. Además, su estancia allí tal vez le serviría de distracción a su anciana tía. Me encargó milord que preparara el equipaje de la señorita Rosamunda para un día definido. Se trataba de un hombre serio y orgulloso, según la manera de todos los lores Furnivall. Nunca pronunciaba ni una palabra más de las
necesarias. Se rumoreaba que había estado enamorado de mi joven señora, pero que como ella sabía que el padre de él se hubiera opuesto a la relación, nunca quiso corresponderle y se casó con el señor Esthwaite; pero yo no estoy del todo enterada de cómo fueron esos sucesos. Igual, permaneció soltero. Y nunca se preocupó mucho por la señorita Rosamunda, algo que creo hubiera hecho de haber tenido un profundo y genuino interés por su difunta madre. Fuimos enviadas a la casa solariega con su valet, y le ordenó que debía unírsele en Newcastle aquella misma tarde; así que este señor no tuvo mucho tiempo para presentarnos a todos aquellos desconocidos. Nos dejó, se fue, y se deshizo rápidamente de nosotras. Y allí permanecimos, ¡pobrecitas solitarias! (y yo que por entonces no había cumplido los dieciocho años), en la gran casa solariega. Ahora parece que hubiéramos llegado ayer. Muy temprano habíamos dejado nuestra querida vicaría y llorábamos ambas como si el corazón fuera a rompérsenos, a pesar de viajar en el coche de milord, en el cual tanto había deseado pasear. Cuando cayó la tarde, en un día de septiembre, nos detuvimos para cambiar de caballos por última vez en una ciudad pequeña transitada por mineros y tratantes de carbón. En ese momento la señorita Rosamunda se había quedado dormida, pero el señor Henry me pidió que la despertara para que pudiera ver, al llegar, el parque y la casa solariega. Me pareció que era una pena despertarla, pero yo hice lo que me pedía por miedo a que le dijera a milord que lo había desobedecido. Ya habíamos dejado atrás todo vestigio de ciudad, e incluso de pueblo, y habíamos entrado en un parque grande y silvestre. No era como los parques del sur, sino que allí había rocas y ruido de agua corriendo; también vimos árboles retorcidos y algunos robles antiguos, ya todos blancos y sin corteza por el paso de los años. A lo largo de dos millas el camino era en ascenso, y luego vimos una casa enorme e imponente que estaba rodeada de árboles. Estaban tan cerca que, en ciertos tramos, las ramas arañaban las paredes cuando soplaba el viento. Algunas ramas colgaban truncas, pues nadie parecía ocuparse mucho de aquel lugar, no podaban los árboles ni mantenían el camino en condiciones, por lo cual la senda para los coches estaba cubierta de musgo. Solo estaba despejado el sector que se encontraba delante de la casa. En el gran paseo no había ni una hierba, y no crecían ni árboles ni enredaderas sobre la extensa fachada cubierta de ventanas. Había un ala a cada lado de la casa, que remataba a su vez en otra fachada, porque la mansión, aunque muy desolada, era todavía más amplia de lo que yo había imaginado. Los páramos, infinitos y yermos, se elevaban tras ella. A la izquierda de la casa, frente a ella, había un jardincito anticuado, según descubrí
después, y a ese jardín daba una puerta de la fachada occidental. El lugar había sido podado del tupido boscaje por alguna antigua lady Furnivall. Sin embargo, las ramas de los grandes árboles silvestres habían vuelto a crecer proyectando su sombra sobre el sitio, y había muy pocas flores que pudieran sobrevivir allí entonces. No bien llegamos a la gran entrada principal y entramos en el vestíbulo, creí que iba a perderme, de tan espacioso, amplio e imponente. Vi una araña de bronce que colgaba en medio del techo; y yo, que jamás había visto una igual, la miré con asombro. A un costado del vestíbulo, había una gran chimenea, tan grande como toda la pared de una casa en mi tierra, con morillos macizos para sostener la leña. Junto a la chimenea se hallaban colocados unos pesados sofás ya fuera de moda. Al otro extremo del vestíbulo, a la izquierda desde la entrada, en el ala oeste, se podía apreciar un órgano empotrado en el muro, tan grande que lo llenaba casi entero. Detrás del órgano, al mismo lado, había una puerta, y enfrente, a ambos lados de la chimenea, otras puertas se abrían a la parte este de la casa. Nunca crucé esas puertas mientras estuve en la mansión y no puedo decirles lo que había detrás. Ya caía la tarde, y el vestíbulo, sin iluminación, estaba tétrico, oscuro y sombrío. Pero no nos detuvimos allí ni un momento. El viejo criado que nos había abierto hizo una inclinación de cabeza al señor Henry y nos llevó a través de la puerta que había al otro extremo del órgano, haciéndonos pasar por numerosos vestíbulos y pasillos pequeños hasta llegar a la sala occidental, donde estaba sentada la señorita Furnivall. Rosamunda se aferraba a mí con fuerza, asustada y perdida en aquel lugar tan grande, pero yo no me sentía mucho mejor. La sala oeste tenía un aspecto muy hospitalario, con un fuego acogedor. Estaba amueblada de manera agradable. La señorita Furnivall era una señora muy mayor, de unos ochenta años, según me pareció, aunque no lo sé con certeza. Era alta, delgada y tenía la cara llena de finas arrugas, como si se las hubieran dibujado a punta de aguja. Sus ojos eran atentos, para compensar, supongo, su sordera. Era tan sorda que se veía obligada a usar una trompetilla. La señora Stark, su doncella, se sentaba a su lado, y trabajaban juntas en el mismo gran tapiz. Su dama de compañía era casi tan anciana como ella. Había vivido con la señorita Furnivall desde que ambas eran muy jóvenes y después de tantos años parecía más una amiga que una criada; tenía un aspecto tan frío, duro e insensible como si nunca hubiera sentido afecto por nadie, excepto por su ama. A causa de la gran sordera de esta última, la señora Stark en cierto modo la trataba como si lady Furnivall fuera una niña.
Luego de transmitir algún recado de parte de milord, el señor Henry nos dijo adiós a todos, haciendo caso omiso de la pequeña mano extendida de mi amorosa señorita Rosamunda. Nos dejó allí, de pie, con las dos ancianas mirándonos a través de sus anteojos. Me sentí aliviada cuando llamaron al viejo lacayo que nos había abierto y le dijeron que nos condujera a nuestros aposentos. Nos fuimos, pues, de aquella gran sala y entramos en otra, y salimos también de aquella y pasamos un gran tramo de escaleras y recorrimos una amplia galería (que era una especie de biblioteca, pues tenía a un lado libros y al otro ventanas y pupitres), hasta que llegamos a nuestras habitaciones. Supe que por suerte estaban exactamente sobre la cocina, pues empezaba a pensar que me perdería en aquel desierto de casa. Nuestro sector era un antiguo cuarto de niños que había sido utilizado por todos los pequeños lores y ladies hacía mucho, con un vivaz fuego encendido, la marmita hirviendo y una mesa puesta para tomar el té. Además de aquella habitación, estaba el cuarto de dormir de los niños, donde había una camita para la señorita Rosamunda junto a mi propio lecho. El viejo Santiago llamó a Dorotea, su mujer, para que nos diera la bienvenida, y tanto él como ella fueron tan afectuosos y hospitalarios que, poco a poco, la señorita Rosamunda y yo nos fuimos sintiendo cómodas, como en casa. Después del té, ella ya estaba sentada sobre las rodillas de Dorotea y parloteando a toda velocidad, tanta como le permitiera su lengüita. Me enteré de que Dorotea era de Westmoreland, y eso nos unió en cierto modo. No podría haber deseado tratar con gente más cariñosa que el viejo Santiago y su mujer. Santiago había pasado casi toda su vida con la familia de milord y le parecía lo más famoso y noble del mundo; hasta menospreciaba un poco a su mujer porque antes de casarse solo había vivido en una familia de granjeros. Pero la quería bien. A su cargo había una criada que hacía todo el trabajo duro; se llamaba Inés. Inés y yo, Santiago y Dorotea, la señorita Furnivall y la señora Stark éramos toda la familia… ¡sin olvidar nunca a mi dulce señorita Rosamunda! Muchas veces me preguntaba qué harían todos ellos antes de que la niña llegara allí, tanto se ocupaban ahora de ella. En la cocina o en la sala, daba lo mismo. La seria señorita Furnivall y la fría señora Stark parecían alegrarse cada vez que la criatura aparecía, revoloteando como un pájaro, jugando y deambulando de aquí para allá, con un murmullo continuo y un parloteo bello y jubiloso. Estoy segura de que muchas veces, cuando la niña se marchaba a la cocina, las señoras se sentían contrariadas, pero eran demasiado orgullosas como para pedirle que se quedase con ellas. Por otro lado, les resultaba un poco chocante que la niña prefiriera ir a la cocina; aunque a decir verdad, opinaba la señora Stark, no era de
sorprenderse recordando de qué linaje venía el padre de Rosamunda. Esa casa enorme y vieja era como un gran centro de exploraciones para la pequeña señorita Rosamunda. Iba de expedición por todas partes, arrastrándome a mí tras ella. Iba por toda la mansión, excepto el ala este, que nunca estaba abierta, así como nunca se nos cruzaba por la cabeza la idea de visitarla. En las zonas norte y oeste había suficientes aposentos agradables, llenos de cosas magníficas para nosotras, aunque no resultasen tan extraordinarias para la gente que hubiera visto más del mundo. Aunque las ventanas estaban oscurecidas por las ramas de los árboles que las rozaban y por la hiedra que las había cubierto, en la verde oscuridad podíamos distinguir antiguos jarrones de porcelana, cajas de marfil tallado, libros grandes y pesados y, sobre todo, los retratos antiguos. Recuerdo que cierta vez mi niña quiso que Dorotea fuera con nosotras para decirnos quiénes eran todos esos personajes. Todos eran retratos de parientes de milord, aunque Dorotea no podía decirnos sus nombres. Ya habíamos recorrido casi todas las habitaciones cuando llegamos a un antiguo salón situado sobre el vestíbulo, donde había un retrato de la señorita Furnivall o, como por entonces la llamaban, la señorita Gracia, pues era la hermana menor. Debió de ser bellísima, pero tenía una mirada tan rígida y altiva y tal desprecio pintado en los ojos, con las cejas un poco levantadas, que parecía como si preguntara todavía quién cometería la impertinencia de atreverse a mirarla, frunciendo los labios cuando la contemplábamos. Vestía un traje enteramente novedoso para mí, pues era según la moda de cuando ella era joven: un sombrero blanco y suave, como de fieltro, un poco inclinado sobre las sienes, con un elegante penacho de plumas a un costado, y un traje de raso azul que se abría por delante sobre una pechera blanca. —¡Bueno! —dije luego de mirarla hasta cansarme—. No hay nada como la juventud, según dicen, pero ¿quién pensaría que la señorita Furnivall hubiera sido una belleza tan notable? —Sí —dijo Dorotea—. Lamentablemente las personas cambian y se deterioran. Pero si es verdad lo que el padre de mi señora solía decirnos, la señorita Furnivall, la hermana mayor, era incluso más bella que la señorita Gracia. Su retrato está por ahí, en alguna parte, solo que si te lo muestro no debes contárselo nunca a nadie, ni siquiera a Santiago. ¿Crees que la niña sabrá callarse? Como se trataba de una niña tan franca y dulce, yo no estaba segura de su
silencio, así que la hice esconderse y luego ayudé a Dorotea a dar la vuelta a un gran cuadro que estaba colgado de cara a la pared. En verdad, superaba en hermosura a la señorita Gracia, y me pareció que le ganaba también en altivez, aunque en este punto resultaba difícil decidirse. Me hubiera quedado contemplándola durante una hora, pero Dorotea parecía atemorizada por haberme mostrado el retrato y volvió a darle la vuelta apresuradamente. A continuación, me hizo ir corriendo en busca de la señorita Rosamunda, pues había en la casa algunos sitios desagradables donde no quería que entrase la pequeña. Yo en esa época era una joven valiente y animosa y me importaba poco lo que la vieja dijera, pues me gustaba jugar al escondite tanto como a cualquier chico; fui corriendo entonces en busca de mi niña. Cuando se acercó el invierno y se acortaron los días, me parecía oír cierto ruido, como si alguien estuviera tocando el enorme órgano en el vestíbulo. No lo oía a diario, pero desde luego sonaba muy a menudo mientras yo estaba con la señorita Rosamunda, quieta y silenciosa en su dormitorio después de haberla acostado. Se lo oía sonar a lo lejos, rugiendo y aumentando su volumen. Cuando bajé a cenar, la primera noche, le pregunté a Dorotea quién había estado tocando. Santiago dijo brevemente que yo era una tonta que creía que era música el viento que suspiraba entre los árboles; pero pude percibir que Dorotea lo miraba muy asustada y que Bessy, la criada, murmuraba algo para sus adentros y empalidecía. Noté que no les había agradado mi pregunta, de modo que me llamé a silencio esperando charlar a solas con Dorotea, ya que solo de ese modo podría sonsacarle alguna información. De modo que al día siguiente esperé el momento e insistí en que me dijera quién tocaba el órgano, pues sabía muy bien que se trataba del órgano y no del ulular del viento, aunque me había callado en presencia de Santiago. Hubiera jurado que Dorotea ya estaba aleccionada para evitar el tema y no pude sacarle ni una palabra. Por lo tanto, probé con Bessy, aunque siempre me había considerado por encima de ella, pues yo era una igual de Santiago y Dorotea y Bessy poco más que su criada. Me dijo que no debía decirlo nunca, y que si lo decía no tenía que contar jamás que había sido ella quien me lo había comunicado. Me dijo que era un ruido muy extraño y que ella también lo había oído muchas veces, aunque casi siempre había sido en noches de invierno y antes de que se desatara una tormenta. La gente decía que era el viejo lord que tocaba el gran órgano del vestíbulo, tal como solía hacerlo en vida. Fuese o no el viejo lord, no logré averiguar qué pieza tocaba, ni por qué ejecutaba esa música precisamente en vísperas de una tormenta invernal. Bessy no pudo o no quiso decírmelo.
¡Bien! Como ya les dije, yo tenía un corazón valiente y me pareció que resultaba muy agradable oír resonar por la casa aquella música, la tocara quien la tocase. A veces apenas se elevaba sobre las fuertes ráfagas de viento, de modo lastimero o triunfal, exactamente igual que un ser viviente. En otras ocasiones, caía hasta ser un sonido casi imperceptible; solo que se trataba siempre de música y melodías, por lo cual era una tontería decir que era el viento. Primero pensé que la que tocaba era tal vez la señorita Furnivall sin que lo supiese Bessy. Un día, cuando estaba yo misma en el vestíbulo, abrí el órgano y miré en su interior, como había hecho cierta vez con el órgano de la iglesia de Crosthwaite, y vi que por dentro estaba todo roto y estropeado a pesar de tener un aspecto tan hermoso. Y entonces, aunque era de día, sentí un leve escalofrío y lo cerré, echando a correr a toda prisa hacia mi alegre cuarto de niños. Después de eso y durante algún tiempo ya no me gustó escuchar la música, tal como les pasaba a Santiago y Dorotea. En el ínterin, mi señorita Rosamunda se iba haciendo querer más y más por los habitantes de la casa. Las viejas señoras deseaban que cenara temprano con ellas. En esas cenas, Santiago permanecía en pie detrás de la silla de la señorita Furnivall y yo detrás de la señorita Rosamunda, con toda la etiqueta. Después de cenar, la niña se quedaba jugando en un rincón de la gran sala, silenciosa como un ratón, mientras la señorita Furnivall se dormía y yo me iba a cenar a la cocina. La pequeña se ponía muy contenta cuando volvía conmigo al cuarto de los niños, pues, según decía, la señorita Furnivall era tan triste y la señora Stark tan aburrida… Pero ella y yo éramos bien alegres y paulatinamente me acostumbré a no preocuparme por aquella música sobrenatural que no hacía mal a nadie y que no sabíamos ni siquiera de dónde venía. Aquel invierno fue muy frío. A mediados de octubre empezaron las heladas y duraron muchas, muchas semanas. Recuerdo que un día, durante la cena, la señorita Furnivall levantó sus tristes y abotagados ojos y dijo a la señora Stark de una manera extrañamente significativa: —Temo que este invierno será terrible. La señora Stark hizo como que no oía y se puso a hablar en voz alta de otros temas. A Rosamunda y a mí no nos importaban las heladas, ¡nada de eso! Mientras el tiempo se mantuvo seco subíamos las pendientes que había detrás de la casa y recorríamos los páramos, desolados y desnudos, y corríamos bajo el aire fresco y cortante. Cierta vez bajamos por una nueva senda que nos llevó más allá de los dos viejos arbustos nudosos que crecían doblados sobre sí mismos por el ala oriental de la casa. Los días se iban acortando más y más, y el viejo lord, si
se trataba de él, tocaba el gran órgano de un modo cada vez más frenético y melancólico. Una tarde de domingo, creo que a fines de noviembre, pedí a Dorotea que se encargara del cuidado de la señorita cuando saliera de la sala después que la señorita Furnivall hubiera dormido su siesta, pues hacía demasiado frío para llevarla conmigo a la iglesia. Yo, sin embargo, no quería dejar de ir. Dorotea aceptó con mucho gusto y como quería tanto a mi niña, a mi juicio todo parecía marchar bien. Bessy y yo nos pusimos en camino muy aprisa, aunque el cielo parecía denso y opresivo sobre la blanca tierra, como si la noche no acabara de alejarse. El aire, aunque tranquilo, era muy cortante. —Va a caer una nevada —pronosticó Bessy. Y así fue. Estábamos aún en la iglesia cuando empezó a nevar espesamente, en grandes copos, tan copiosamente que casi se oscurecían las ventanas. Dejó de nevar antes de que saliéramos, pero la nieve se extendía blanda, espesa y profunda bajo nuestros pies mientras nos dirigíamos a casa. Antes de entrar en el vestíbulo, salió la luna y me parece que había entonces más luz (por la luna y también por la nieve blanca y deslumbrante) que cuando partimos para la iglesia entre las dos y las tres. No les he contado que la señorita Furnivall y la señora Stark no iban nunca a la iglesia. Ellas solían leer sus plegarias juntas, a su manera reservada, lúgubre; para ellas era como si el domingo se les hiciera muy largo si no estaban atareadas con su tapiz. De modo que cuando fui a la cocina a reunirme con Dorotea pensando en recoger a la señorita Rosamunda y subirla conmigo, no me sorprendió que me dijera que las señoras habían retenido a la niña y que esta no había ido a la cocina, como yo le había ordenado que hiciera cuando se cansase de portarse bien en la sala. Me quité mi abrigo y fui a buscarla para llevarla a cenar a su cuarto. Sin embargo, cuando llegué a la sala, allí estaban sentadas las dos señoras, muy silenciosas y quietas, cruzando alguna palabra de cuando en cuando, pero con el aspecto de que una personita tan esplendorosa y alegre como la señorita Rosamunda no hubiera estado nunca cerca de ellas. Supuse que estaría escondida (ese era uno de sus juegos favoritos) y que habría convencido a las damas para que hicieran como que no sabían nada. De modo que me dirigí paso a paso a mirar debajo del sofá y detrás de la silla, fingiendo que me asustaba mucho no encontrarla. —¿Sucede algo, Ester? —me dijo con tono seco la señora Stark. No sé si la señorita Furnivall me habría visto, pues según les dije, estaba muy sorda, y se hallaba sentada inmóvil contemplando ociosamente el fuego con su
rostro alicaído y su expresión pesimista. —Estoy buscando a mi pequeñita Rosy Posy —contesté, siguiendo con la idea de que la niña estaba allí y cerca de mí, aunque yo no la viera. —Rosamunda no está aquí —dijo la señora Stark—. Se marchó, hace más de una hora, iba en busca de Dorotea. Ella se dio vuelta también y se puso a mirar el fuego. El corazón me dio un salto al oír aquello y empecé a desear no haber abandonado nunca a mi cielito. Regresé junto a Dorotea y se lo conté. Santiago se había ido a pasar el día fuera, pero ella, Bessy y yo tomamos faroles y fuimos primero al cuarto de los niños, y luego recorrimos la inmensa casa, gritando, llamando y suplicando a la señorita Rosamunda que saliera de su escondite y no nos asustara mortalmente de aquel modo, pero no se oyó ninguna respuesta. —¡Oh! —dije yo al fin—. ¿Se habrá ido al ala este y estará escondida allí? Pero Dorotea aseguró que no era posible, que ni siquiera ella misma había estado allí nunca, que las puertas estaban siempre con cerrojo y que, según creía, el lacayo de milord tenía las llaves; que de cualquier modo, ni ella ni Santiago las habían visto nunca. Yo dije que volvería a ver si después de todo la niña estaba escondida en la sala sin que las viejas señoras lo supiesen. Afirmé que si la encontraba allí le daría unos azotes por el susto que me había causado, pero no pensaba hacerlo en absoluto. Bien; volví a la sala oeste y dije a la señora Stark que no la encontrábamos por ninguna parte y le pedí que me dejara mirar allí, pues yo ya estaba pensando que podía haberse quedado dormida en algún rincón cálido y escondido. ¡Pero nada! Buscamos y buscamos (y la misma señorita Furnivall se levantó y se unió a la búsqueda temblando), pero no apareció en ningún sitio. Luego salimos otra vez todos los de la casa y revisamos en todos los sitios en que habíamos buscado antes, pero seguimos sin hallarla. La señorita Furnivall tiritaba y temblaba tanto que la señora Stark la volvió a llevar a la sala, no sin haberme hecho prometer que le llevaría a la niña apenas la encontráramos. ¡Ay de mí! Empezaba a pensar que no la encontraríamos nunca, cuando se me ocurrió mirar en el gran patio delantero, que estaba enteramente cubierto de nieve. Me asomé desde el piso de arriba. Era una noche de luna tan clara que pude distinguir, bien definidas, dos pequeñas huellas de pisadas que podían seguirse desde la puerta del vestíbulo
hasta dar la vuelta a la esquina del ala oriental. No recuerdo cómo bajé, pero a empujones abrí la grande y pesada puerta y, cubriéndome la cabeza con la falda de mi vestido, eché a correr. Di la vuelta a la esquina este, y al llegar allí, una gran sombra caía sobre la nieve. Cuando salí otra vez a la luz de la luna, volví a ver las pequeñas huellas que subían… a los páramos. Hacía un frío terrible, tan terrible que el aire casi me despellejaba la cara mientras corría; pero yo seguía pensando lo asustada que estaría mi pobre cielito. Ya distinguía los arbustos, cuando vi a un pastor que descendía de la colina, llevando un bulto en sus brazos. Me gritó, preguntándome si había perdido una niña. A mí el llanto me impedía hablar, pero se acercó y pude ver a mi niñita chiquita, que yacía en sus brazos inmóvil, blanca y dura, como si estuviera muerta. Me dijo que había subido a los páramos para llevarse a sus ovejas antes de que llegara el duro frío nocturno, y que bajo los arbustos (unas negras marcas en esa ladera que estaba desprovista de toda mata en varios kilómetros a la redonda), había hallado a mi señorita, mi corderito, rígida y fría, sumida en ese terrible sueño producido por la helada. ¡Ah, la alegría y las lágrimas de tenerla en mis brazos de nuevo! No dejé que el pastor la llevara, sino que la tomé en mis propios brazos, sosteniéndola junto al calor de mi pecho y mi cuello. Fui sintiendo que la vida volvía lentamente a sus suaves y pequeños. Pero aún estaba insensible cuando llegué al vestíbulo, y yo me hallaba sin aliento para hablar. Entramos por la puerta de la cocina. —¡Pronto! Traigan el calentador —dije. Subí con ella y empecé a desnudarla en el cuarto de los niños, junto al fuego que Bessy había mantenido encendido. Llamé a mi corderito con todos los nombres dulces y juguetones que se me ocurrieron, todavía con los ojos llenos de lágrimas. Y al fin, ¡oh, al fin!, abrió sus grandes ojos azules. Así que de inmediato la metí en su cama calentita y mandé a Dorotea a avisarle a la señorita Furnivall que todo marchaba bien. Yo decidí permanecer la noche entera junto a la cama de mi criaturita. No bien su preciosa cabeza tocó la almohada, cayó en un sueño apacible y yo me quedé velándola hasta que amaneció, y ella entonces se despertó resplandeciente y despejada, según creí entonces… y, queridos míos, según creo ahora. Me contó que había pensado que quería irse con Dorotea, pues las dos señoras ya se habían dormido y ella ya estaba muy aburrida en la sala. Cuando pasaba por el pequeño vestíbulo del oeste de la casa, vio cómo caía la nieve a través de la alta ventana, cómo caía blandamente y sin interrupción. Como quería ver lo bonita y blanca que estaría en el suelo, se dirigió al gran
vestíbulo. Una vez allí, se acercó a la ventana y pudo contemplarla sobre el camino, suave y brillante. Estaba todavía mirando la nieve cuando vio a una niña más pequeña que ella, «¡pero tan linda!», decía mi cielito, «y aquella niña me hizo señas para que saliera, y ¡oh!, era tan linda y tan dulce que no tuve más remedio que ir». Y que luego aquella otra niña la había tomado de la mano y, una junto a otra, habían llegado a la esquina del ala este. —Bueno, eres una embustera, una niña mala que está contando cuentos —dije —. ¿Qué diría tu buena mamá, que está en el cielo y no dijo una mentira en su vida, qué diría si oyera a su Rosamunda, y seguro que la oye, si la oyera contar embustes? —Pero Ester —lloró mi niña—, ¡te digo la verdad! ¡De verdad que sí! —¡No me digas! —le respondí muy enojada—. He rastreado tus huellas en la nieve y no se veían más que las tuyas. Si hubiera habido una niña que hubiera subido la colina de tu mano, ¿no crees que sus pisadas estarían con las tuyas? —Pero yo no tengo la culpa de que esas huellas no estén, querida Ester —dijo ella llorando—. Nunca miré a sus pies; pero ella aferraba mi mano en su manito, fuerte y apretada. Hacía mucho, mucho frío. Me llevó hacia arriba, por el camino de los páramos, hasta los arbustos. Allí encontré a una señora llorando y lamentándose, pero apenas me vio dejó de llorar y sonrió con mucho orgullo y majestad. Me colocó sobre sus rodillas y empezó a arrullarme para que me durmiera. Esto es todo, Ester, pero es cierto ¡y mi querida mamá sabe que digo la verdad! —agregó llorando. Pensé entonces que la niña tendría fiebre e hice como que le creía. Ella volvió a repetir su historia una y otra vez, y siempre igual. Finalmente, Dorotea llamó a la puerta con el desayuno de la señorita Rosamunda y me dijo que las viejas señoras estaban abajo, en el comedor, y que querían hablarme. Ambas habían estado en el dormitorio de la niña la noche anterior, pero cuando la señorita Rosamunda estaba ya dormida, así que no habían hecho más que mirarla sin preguntarme nada. —Seguro que ahora me espera una reprimenda —murmuré mientras recorría la galería del norte—. Sin embargo —me dije envalentonándome—, yo dejé a la niña a su cuidado y son ellas las que tienen la culpa de haber dejado que se les escapara sin vigilancia.
Con valentía, me presenté ante ellas y conté mi historia. Se la conté toda a la señorita Furnivall, gritándosela al oído; pero cuando hablé de la otra niña que había en la nieve y que engatusó a Rosamunda para llevarla junto a la señora hermosa y altiva que estaba bajo el arbusto, levantó los brazos, sus brazos viejos y pálidos, y gritó en voz alta: —¡Perdonen, cielos! ¡Tengan misericordia! La señora Stark la aferró, me pareció que con bastante rudeza, pero ella se soltó y se dirigió a mí con una autoridad feroz y avasallante: —¡Ester, debes separarla de esa niña! ¡Esa criatura la llevará a la muerte! ¡Niña malvada! Debes decirle que se trata de una niña mala y perversa. Luego la señora Stark me echó apresuradamente de la habitación, de la que verdaderamente salí con mucho gusto. Pero la señorita Furnivall seguía gritando: —¡Por favor! ¡Misericordia! ¿No vas a perdonar nunca? ¡Han pasado muchos años! Después de esos incidentes yo estaba muy preocupada. No me atrevía a perder de vista nunca a la señorita Rosamunda, ni de noche ni de día, por miedo a que volviera a escaparse tras alguna visión, y con más motivo porque me parecía que la señorita Furnivall estaba loca y temía que algo parecido (que podía ser un mal de familia) pudiera atacar a mi cielito. Y mientras tanto, el frío no cedía y cada vez que la noche era inusualmente tormentosa, entre las ráfagas y a través del viento oíamos al viejo lord que tocaba el órgano. Pero no me importaba el viejo lord; adonde iba la señorita Rosamunda, iba yo detrás, pues mi cariño por ella, preciosa huérfana desamparada, era más poderoso que el miedo que me inspiraba ese sonido solemne y horroroso. Por otra parte, a mí me tocaba procurar que ella estuviera alegre y contenta, como correspondía a su edad, así que jugábamos juntas y juntas vagábamos de aquí para allá y por todas partes, pero no me atrevía a perderla de vista en aquella casa enorme. Una tarde, poco antes de Navidad, jugábamos juntas en la mesa de billar del gran vestíbulo (no porque supiéramos jugar, sino porque a la niña le gustaba echar a rodar las pulidas bolas de marfil con sus lindas manos y a mí me gustaba hacer lo que hacía ella) y de pronto, sin que nos diéramos cuenta, nos quedamos a oscuras dentro de la casa, aunque todavía había claridad en el exterior. Yo ya estaba pensando en llevar a Rosamunda a su cuarto, cuando de repente gritó:
—¡Ester, mira! Allá afuera, sobre la nieve, allí está mi pobre niñita. Me volví hacia las ventanas altas y estrechas y allí, con toda certeza, vi una niña más pequeña que la señorita Rosamunda, vestida de la manera más inadecuada para estar a la intemperie en una noche tan cruda, llorando y golpeando los cristales de la ventana, como si quisiera que le abrieran. Parecía sollozar y gemir. Cuando la señorita Rosamunda, sin poder resistirse más, se precipitó sobre la puerta para abrirla, he aquí que de repente, justo encima de nosotras, sonó el órgano con un estruendo tan fuerte y atronador que me hizo temblar toda. Más aún cuando me di cuenta de que, incluso en el silencio de aquel frío invierno, no había oído ningún ruido de manos que golpeasen los cristales de la ventana, a pesar de que la niña fantasma parecía golpear con todas sus fuerzas. Aunque la había visto llorar y quejarse, ni el más leve sonido había llegado a mis oídos. No sé si en aquel preciso momento me di cuenta de todo aquello —el sonido del gran órgano me había dejado helada de terror—, pero lo que sí sé es que tomé a la señorita Rosamunda antes de que abriera la puerta del vestíbulo y, sujetándola fuertemente, me la llevé pataleando y gritando a la cocina grande e iluminada, donde Dorotea e Inés estaban ocupadas haciendo pastelitos. —¿Qué le sucede a mi vidita? —exclamó Dorotea cuando entré llevando a la señorita Rosamunda, que sollozaba como si el corazón fuera a rompérsele. —Ester no me ha querido dejar abrir la puerta para que entrase la niñita, y ella se morirá si se queda afuera, en los páramos, toda la noche. ¡Eres mala y cruel, Ester! —dijo pegándome. Pero podría haberme golpeado más fuerte, y no lo hubiera sentido porque yo había sorprendido en los ojos de Dorotea una mirada de terror sobrenatural que me heló la sangre. —¡Inmediatamente cierren la puerta trasera de la cocina y echen bien el cerrojo! —dijo a Inés. Y luego no dijo una palabra más. Me dio un puñado de pasas y almendras para calmar a la señorita Rosamunda, pero ella seguía llorando, pensando en la niña que estaba en la nieve, y no quiso tocar ninguna golosina. Cuando se quedó dormida en la cama, a fuerza de llorar, me alegré. Me escabullí a la cocina y comuniqué a Dorotea que había tomado una decisión: me llevaría a Rosamunda a casa de mi padre, en Applethwaite, donde, aunque viviríamos humildemente,
estaríamos en paz. Le confesé que ya había pasado bastante miedo con el ruido del órgano del viejo lord, pero que después de haber visto con mis propios ojos a aquella niñita que gemía y se quejaba, vestida con harapos, como no podía estarlo ninguna niña de la vecindad, golpeando para que le abrieran y sin que pudiera oírse el menor ruido; después de ver a esa chiquilla con una oscura herida en el hombro derecho, y de que la señorita Rosamunda había vuelto a toparse con aquel fantasma que casi la había arrastrado a la muerte, yo no estaba dispuesta a soportarlo más. Noté que Dorotea cambiaba de color una o dos veces. Cuando acabé, me dijo que no creía que pudiera llevarme conmigo a la señorita Rosamunda, pues legalmente milord era su tutor y yo no tenía derechos sobre ella. A continuación, me preguntó si iba a abandonar a la niña que tanto quería solo por unos ruidos y apariciones que no podían hacerme daño y a los que todos habían ido acostumbrándose. Yo estaba enojada y trémula y le contesté con pasión a Dorotea que ella podía decir todo aquello porque sabía qué significaban todas aquellas apariciones y ruidos que tal vez habían tenido algo que ver con la niña fantasma mientras vivió. La llené de improperios de tal modo que acabó contándomelo todo. Y entonces deseé que no lo hubiera hecho, pues la información solo sirvió para dejarme más atemorizada que nunca. Me dijo que había oído contar aquella historia a varios vecinos ancianos que todavía vivían en la zona cuando ella se casó, cuando la gente iba de visita algunas veces a la casa, antes de que adquiriera tan mala fama en la región. Me aclaró que lo que le habían contado podía o no ser verdad. El viejo lord fue el padre de la señorita Furnivall; Dorotea la llamaba la señorita Gracia, pues la mayor era la señorita Maude y llevaba el título de señorita Furnivall por derecho. Jamás se había visto un hombre tan orgulloso como el viejo lord, y sus altivas hijas se le parecían. Consideraban que no había hombre digno de casarse con ellas, y eso que tenían para elegir, pues en su tiempo fueron notables bellezas, según podía verse por sus retratos colgados en la sala. Sin embargo, tal como dice el antiguo proverbio, «Dios abate al orgulloso», y aquellas dos bellezas altaneras se enamoraron del mismo hombre. Ese hombre no era más que un músico extranjero que su padre había traído de Londres para que tocase en la casa solariega. Porque sobre todas las cosas, después de su orgullo, lo que más amaba el viejo lord era la música. Sabía tocar casi todos los instrumentos conocidos y, aunque parezca extraño, esta afición por la música no le suavizaba el carácter, sino que era un viejo cruel y duro que, según decían, había destrozado el corazón de su pobre esposa con su crueldad. La música lo
volvía loco y daba por ella lo que le pidieran. Por eso hizo venir a aquel extranjero cuya música era tan bella que, se comentaba, hasta los pájaros detenían sus cantos en los árboles para escucharlo. Paulatinamente, aquel músico extranjero alcanzó tal influencia sobre el viejo lord que este llegó a no poder prescindir de su visita anual. Fue él quien hizo traer de Holanda el gran órgano y colocarlo en el vestíbulo, donde está ahora. Le enseñó al viejo lord a tocarlo; pero muchas, muchísimas veces, mientras lord Furnivall no pensaba más que en su fabuloso órgano y en su aún más maravillosa música, el moreno músico extranjero se paseaba por los bosques con una de las jóvenes: algunas veces con la señorita Maude, otras con la señorita Gracia. La señorita Maude fue la vencedora y se llevó el premio: el músico y ella se casaron en secreto y antes de que él repitiera su visita anual, ella había dado a luz una niña en secreto, en una granja de los páramos, mientras su padre y la señorita Gracia creían que estaba en las carreras de Doncaster. Aunque se transformó en esposa y luego en madre, Maude no se dulcificó lo más mínimo, sino que siguió tan irritable y altiva como siempre; o tal vez más, pues tenía celos de la señorita Gracia, a la que su esposo hacía la corte… para cegarla, según decía él, a su esposa. Por eso, en cierto modo, la señorita Gracia triunfó sobre la señorita Maude, y la señorita Maude se volvió cada vez más hosca, tanto para con su esposo como para con su hermana. El músico, que podía desprenderse fácilmente de lo que le desagradaba e irse a ocultar al extranjero, se marchó aquel verano un mes antes de lo acostumbrado e insinuó que no volvería más. Mientras tanto, la niña quedó en la granja y su madre acostumbraba a hacerse ensillar el caballo y galopar desesperadamente sobre las colinas para verla, al menos una vez por semana. Cuando Maude quería, quería intensamente, y cuando odiaba, odiaba apasionadamente. Mientras tanto, sin darse por enterado, el viejo lord seguía tocando y tocando el órgano y los criados creían que la dulce música que tocaba había amansado su terrible carácter, del cual (decía Dorotea) se podían contar historias terribles. Luego, además, se puso achacoso y debió usar una muleta. Su hijo, es decir, el padre del actual lord Furnivall, estaba en América sirviendo en el ejército, y el otro hijo estaba en el mar, así que la señorita Maude podía hacer lo que quisiera. Ella y la señorita Gracia eran cada vez más frías y más hostiles una con la otra, hasta que acabaron por no hablarse más que cuando el viejo estaba presente. El marido de Maude, el músico extranjero, volvió al verano siguiente, pero fue por última vez, pues tanto lo exasperaron ambas hermanas con sus celos y pasiones que se cansó y se marchó y no volvió a saberse de él.
La señorita Maude, que siempre había tenido intención de dar a conocer su matrimonio no bien falleciera su padre, quedó entonces abandonada, sin que nadie supiera que se había casado, con una hija que no se atrevía a reconocer, aunque la amaba con locura, y conviviendo con un padre al que temía y con una hermana a la que odiaba profundamente. Cuando al verano siguiente el moreno extranjero no regresó, tanto la señorita Maude como la señorita Gracia se volvieron melancólicas y sombrías; se las veía demacradas, pero, aun así, estaban más hermosas que nunca. Poco a poco, la señorita Maude fue alegrándose, pues su padre estaba cada vez más achacoso y más ensimismado en su música, y ella y la señorita Gracia vivían casi aparte, en habitaciones separadas, una en la parte oeste y otra, la señorita Maude, en la del este, precisamente en las habitaciones que ahora están cerradas. De modo que pensó que podía traer a su hija consigo para que vivieran juntas y que nadie necesitaba saberlo. Solo se enterarían aquellos que no se atreverían a hablar de ello y se verían obligados a creer que se trataba, como ella decía, de una niña de un campesino a la que había tomado cariño. Según Dorotea, todo esto se sabía muy bien. Pero lo que pasó después nadie lo sabía, excepto la señorita Gracia y la señora Stark, que era en ese entonces su doncella y mucho más amiga suya de lo que su hermana había sido nunca. Los criados suponían, por palabras que habían oído, que la señorita Maude había derrotado a la señorita Gracia diciéndole que, mientras el extranjero se había estado burlando de ella fingiendo amarla, el músico moreno había sido su propio esposo. Desde aquel día, el color se retiró para siempre de las mejillas y los labios de la señorita Gracia y se le oyó decir muchas veces que, tarde o temprano, a su hermana le llegaría la venganza. Y la señora Stark estaba siempre espiando las habitaciones del este. Una noche pavorosa, justamente pasado el Año Nuevo, mientras la nieve se extendía en una capa espesa y profunda y los copos seguían cayendo como para cegar a cualquiera que estuviera allá afuera, se oyó un estrépito violento y, sobre él, la voz del viejo lord que maldecía y juraba de una manera feroz y espantosa. Además, se oyó el llanto de una niña, y el orgulloso desafío de una mujer furiosa, y luego el ruido de un golpe, y un silencio mortal, y gemidos y sollozos que morían en la ladera de la colina. A continuación, el viejo lord convocó a todos sus criados y les anunció, con terribles insultos, que su hija se había deshonrado y que la había echado de casa. Les dijo que, aunque no entraran nunca en el cielo, no debían facilitarle ayuda ni comida ni abrigo. Y mientras tanto, la señorita Gracia estuvo en pie a su lado,
pálida y silenciosa como el mármol; y cuando él terminó de hablar, exhaló un gran suspiro, expresando que su trabajo había rendido frutos y había alcanzado su meta. Pero el viejo lord no volvió a tocar el órgano y murió aquel año; y aún nadie entiende cómo la mañana que siguió a aquella noche feroz y espantosa, los pastores, al bajar la ladera de los páramos, encontraron a la señorita Maude, con la razón extraviada, sonriendo. Estaba sentada bajo los arbustos, acariciando a una niña muerta que tenía en el hombro derecho una herida terrible. —Sin embargo, no fue el golpe lo que la mató —dijo Dorotea—. Fueron la helada y el frío. ¡Todos los animales del monte estaban en su agujero y todas las bestias en su guarida, mientras que la niña y su madre fueron arrojadas a vagar por los páramos! ¡Pues ya lo sabes todo! —y me preguntó si tenía menos miedo ahora. En verdad tenía más miedo que nunca, pero dije que no. Deseé irme con la señorita Rosamunda lejos para siempre de aquella horrible casa, pero no quería dejarla ni me atrevía a llevármela conmigo. ¡Pero cómo la cuidaba y vigilaba! Echábamos los cerrojos a las puertas y cerrábamos las contraventanas una hora o más antes de oscurecer, antes que dejarlas abiertas cinco minutos demasiado tarde. Mi señorita seguía oyendo llorar y lamentarse a esa niñita sobrenatural, y por más que hacíamos y le decíamos, no podíamos lograr que desistiera de su deseo de abrirle para protegerla del viento cruel y de la nieve. Yo, mientras tanto, me mantenía todo lo alejada que podía de la señorita Furnivall y la señora Stark, pues les tenía miedo… sabía que no podía haber nada bueno en ellas, con aquellos rostros severos y marchitos y aquellos ojos que desvariaban, mirando hacia los horribles años del pasado. Incluso en medio de mi temor, sentía una suerte de compasión, al menos por la señorita Furnivall. Quienes se han hundido en el abismo no pueden tener una mirada más desesperada que la que se veía siempre en sus ojos. Al final, hasta llegué a apiadarme tanto de aquella mujer (que nunca pronunciaba una palabra más que cuando se veía obligada a hacerlo) que comencé a rezar por ella, y enseñé a la señorita Rosamunda a orar por una persona que había cometido un pecado mortal. Muchas veces, al llegar a estas palabras, la niña, que estaba de rodillas, se quedaba escuchando y se levantaba diciendo: —Puedo oír a mi niñita que llora y se lamenta muy tristemente. ¡Ay, ábrele la puerta o morirá! Después del Año Nuevo, una noche oí tocar tres veces la campana de la sala, que
era la señal convenida para llamarme. No quería dejar sola a la señorita Rosamunda, que estaba dormida, pues el viejo lord había estado tocando con más fuerza que nunca y temía que mi cielito se despertara oyendo a la niña espectro. Sabía que no podría verla, pues había cerrado muy bien las ventanas para evitarlo. Así que la saqué de la cama, envolviéndola en las ropas que encontré más a mano, y me la llevé a la sala, donde las viejas señoras estaban sentadas atareadas en su tapiz, como de costumbre. Cuando llegué, levantaron los ojos y la señora Stark preguntó, completamente sorprendida, por qué había llevado allí a la señorita Rosamunda, sacándola de su cama caliente. Comencé a susurrar: —Yo tenía miedo de que, en mi ausencia, fuera arrastrada por la niña salvaje de la nieve… Me detuvo lanzando una mirada a la señorita Furnivall y dijo que la señorita Furnivall quería que deshiciera unas puntadas que ellas habían hecho mal y no podían deshacer. Así que dejé a mi precioso cielito en el sofá y me senté en un taburete al lado de las señoras, con el corazón lleno de odio hacia ellas, mientras oía el viento que rugía y bramaba. La señorita Rosamunda dormía profundamente, a pesar del modo en que soplaba el viento, y la señorita Furnivall no decía ni una palabra, ni miraba a su alrededor cuando las ráfagas sacudían las ventanas. Súbitamente se puso de pie y levantó una mano, como para indicarnos que escuchásemos. —¡Estoy oyendo voces! —dijo—. ¡Oigo terribles gritos! ¡Es la voz de mi padre! Precisamente en aquel momento, mi cielito se despertó sobresaltada. —¡Está llorando mi niña! ¡Y cómo llora! —e intentó levantarse para reunirse con ella. Pero los pies se le enredaron en la manta y yo la detuve, porque se me erizaba el cabello ante esos sonidos que ellas podían oír y nosotras no. Luego de uno o dos minutos, los ruidos se acercaron y se agruparon y llegaron a nuestros oídos: también nosotras distinguimos voces y gritos y dejamos de oír el viento invernal que bramaba afuera. Me miró la señora Stark y yo la miré a ella, pero no nos atrevimos a pronunciar palabra. De repente, la señorita Furnivall se dirigió a la puerta y atravesando el pequeño salón del oeste, abrió la puerta del gran vestíbulo. La señora Stark fue tras ella y yo no me atreví a quedarme atrás, aunque tenía el corazón casi
paralizado de miedo. Alcé estrechamente a mi cielito en los brazos y las seguí. En el vestíbulo, los gritos eran más sonoros que nunca; parecían venir del ala este… cada vez más cerca… más cerca, al otro lado de las puertas cerradas… justo tras ellas. A continuación, noté que la gran araña de bronce estaba encendida, aunque el vestíbulo seguía a oscuras. Un fuego ardía en la gran chimenea, aunque no desprendía nada de calor. Me estremecí de pánico y aterrada apreté más a mi cielito junto a mí. Pero al hacerlo, la puerta del este se estremeció. Rosamunda gritó, luchando de repente para soltarse de mí: —¡Tengo que ir, Ester! ¡La niñita está ahí!, ¡la oigo!, ¡viene! ¡Ester, tengo que ir! Yo la sujeté con todas mis fuerzas, la sostuve con toda mi voluntad y resolución. Mis manos no la hubieran soltado, aunque hubiera muerto ahí mismo, tan decidida estaba a detenerla. La señorita Furnivall se quedó de pie escuchando y sin prestar atención a mi cielito, que estaba en el suelo, y a la que yo aferraba, de rodillas, rodeándole el cuello con ambos brazos, mientras ella forcejeaba y luchaba por desasirse. De pronto, la puerta del este se abrió con estrépito, como si la empujaran con violencia, y en medio de aquella luz clara y misteriosa, se destacó la figura de un hombre anciano y alto, de cabello gris y ojos relampagueantes. Ese hombre implacable empujaba ante sí, con gestos de odio impiadoso, a una mujer hermosa y orgullosa que llevaba a una niña pequeña aferrada a su ropa. —¡Oh Ester, Ester! —exclamó la señorita Rosamunda—. ¡Esa es la señora! ¡La señora que vi debajo de los arbustos! Y mi niñita está con ella. ¡Me llaman! ¡Tiran de mí para que yo vaya hacia ellas!… las siento… ¡Me tengo que ir! En sus esfuerzos por soltarse, casi llegó a tener convulsiones. Pero yo la sostenía más y más fuerte, hasta que temí hacerle daño. Sin embargo, prefería lastimarla antes que dejarla salir corriendo hacia aquellos horrorosos fantasmas. La dama y la niña espectrales se dirigieron a la puerta del gran vestíbulo, donde el viento ululaba reclamando a su presa. Antes de llegar a ella, la señora se dio vuelta y pude ver que desafiaba al anciano con un gesto furioso y altanero. Luego se acobardó, y levantó los brazos, desesperada y lastimosamente, para resguardar a su hija —su hijita— de la muleta que el viejo padre había levantado para golpearla. Y la señorita Rosamunda, que parecía herida por una fuerza mayor que la mía, se retorció en mis brazos y sollozó (pues para entonces mi pobre cielito ya estaba
desfalleciendo): —¡Ester: quieren que vaya con ellas a los páramos! ¡Siento que me arrastran hacia ellas! ¡Oh, niñita mía! ¡Yo iría con ustedes, pero la cruel, la malvada de Ester me tiene agarrada muy fuerte! Apenas vio la muleta levantada a punto de golpear, Rosamunda se desmayó, y yo di gracias a Dios por ello. En aquel preciso momento, cuando el viejo alto, con el cabello moviéndose como una ráfaga de fuego de un horno en llamas, iba a pegarle a la niña que temblaba, la señorita Furnivall, la mujer anciana que estaba de pie a mi lado, gritó: —¡Oh padre, padre! ¡Perdona a esta niñita inocente! Precisamente entonces, vi —vimos todas— cómo tomaba forma y se corporizaba otro fantasma, recortándose en la luz azulada y brumosa que llenaba el vestíbulo. No la habíamos visto hasta entonces: era otra dama, que estaba de pie junto al viejo, con una mirada de odio inexorable y de desprecio triunfal. Aquella figura tenía un aspecto muy agradable, con su sombrero blanco inclinado sobre la orgullosa frente y sus labios rojos y fruncidos. Vestía una bata de raso azul. Yo la había visto antes. Era el retrato de la señorita Furnivall en su juventud. Mientras, los terribles fantasmas avanzaban; sin hacer caso de la desesperada súplica de la vieja señorita Furnivall, la muleta que el padre había levantado cayó sobre el hombro derecho de la niña, mientras la hermana más joven miraba, sin inmutarse, victoriosa y mortalmente serena. En aquel momento desaparecieron las oscuras luces y ese extraño fuego que no despedía calor. Descubrí que la señorita Furnivall yacía paralizada a nuestros pies, como si estuviera herida de muerte. Esa misma noche fue llevada a su cama, y ya no pudo levantarse más. Yacía con el rostro vuelto hacia la pared, hablando por lo bajo, pero musitando siempre: —¡Ay!, ¡ay! ¡Todo aquello que se hace en la juventud no puede deshacerse en la vejez! ¡Lo que se hace en la juventud no puede deshacerse en la vejez!
5 Joseph Rudyard Kipling La marca de la bestia
Vuestros dioses y mis dioses… ¿acaso sabemos, vosotros o yo, quiénes son más poderosos?
PROVERBIO INDÍGENA
Dicen algunos que al este del canal de Suez termina el control de la Providencia. El hombre queda sometido al poder de los dioses y demonios de Asia, y la Providencia de la Iglesia de Inglaterra apenas ejerce una supervisión leve y ocasional cuando se trata del caso de un súbdito británico. Teniendo en cuenta que esta teoría justifica algunos de los horrores más innecesarios de la vida en la India, podría aplicarse a mi relato. Mi amigo Strickland es de la Policía y conoce más de lo aconsejable sobre los nativos de la India. Él puede dar testimonio de la autenticidad de los sucesos. Nuestro doctor, Dumoise, también vio aquello que observamos Strickland y yo. La conclusión que el doctor extrajo de esos hechos fue, sin embargo, absolutamente errónea. Ahora él está muerto; falleció en circunstancias muy singulares, que ya han sido descriptas en otra parte. Fleete llegó a la India con algo de dinero y algunas tierras en el Himalaya, cerca
de un lugar llamado Dharmsala. Ambas propiedades eran herencia de un tío, y, de hecho, había llegado aquí para explotarlas. Era un hombre alto, pesado, amable e inofensivo. Conocía escasamente a los indígenas y protestaba por las dificultades del lenguaje. Llegó a caballo desde su hacienda en las montañas para pasar el Año Nuevo en la estación y se alojó con Strickland. Se celebró una gran cena para Nochevieja en el club, y la velada —naturalmente— fue regada con abundante alcohol, como correspondía a la ocasión. Toda vez que se reúnen hombres procedentes de los rincones más apartados del Imperio, existen razones para que se comporten de una forma un tanto revoltosa. Había bajado de la frontera un contingente de Catch-’em Alive-O’s, hombres que no habían visto veinte rostros blancos juntos durante un año y que estaban acostumbrados a cabalgar veinte millas hasta el fuerte más cercano, a riesgo de exponer el estómago a una bala Khyberee, en lugar de deleitarlo con las bebidas de rigor. Aprovecharon bien esta nueva situación de seguridad, porque trataron de jugar al billar con un erizo enrollado que hallaron en el jardín, y uno de ellos recorrió la habitación con la tiza entre los dientes. Habían llegado del sur media docena de plantadores y se dedicaban a engatusar al mayor mentiroso de Asia, que intentaba al mismo tiempo superar sus embustes. Estaban allí todos, y allí se produjo un estrechamiento de filas general para hacer un recuento de las bajas que habíamos tenido durante el año, tanto de los muertos como de los mutilados. Esa fue una noche muy húmeda en todos los sentidos. Bebimos tanto que cantamos «Auld Lang Syne» con los pies en la Copa del Campeonato de Polo y las cabezas entre las estrellas. Nos juramos esa noche que todos seríamos buenos amigos. Más tarde, algunos partieron y anexionaron Birmania; otros trataron de abrir una brecha en el Sudán y sufrieron una derrota frente a los Fuzzies en aquella cruel batalla de los alrededores de Suakim. Otros consiguieron medallas y estrellas; algunos se casaron, lo que no deja de ser una tontería; otros hicieron cosas peores. Mientras, el resto de nosotros permanecimos atados a nuestras cadenas y luchamos por amasar riquezas a fuerza de experiencias desagradables y poco satisfactorias. Fleete comenzó la velada tomando jerez y bitters, después bebió champaña a buen ritmo hasta los postres, que fueron acompañados de un capri seco, sin mezclar, tan fuerte y áspero como el whisky; tomó Benedictine con el café, cuatro o cinco whiskies con soda para mejorar su puntería en el billar. Hubo cervezas y dados hasta las dos y media y, finalmente, acabó con brandy añejo. En consecuencia, cuando salió del club, a las tres y media de la madrugada, bajo una helada extrema, se encolerizó con su caballo porque sufría ataques de tos, e
intentó subirse a la montura de un salto. En consecuencia, su caballo se escapó y se dirigió a los establos, de modo que Strickland y yo formamos una «Guardia de Deshonor» para acompañarlo hasta su casa. El camino atravesaba el bazar que estaba cerca de un pequeño templo consagrado a Hanuman, el Dios Mono, una de las divinidades principales, digna de respeto. Todos los dioses tienen buenas cualidades, del mismo modo que las tienen todos los sacerdotes. Yo, en lo personal, le doy bastante importancia a Hanuman y soy amable con sus adeptos… los grandes monos grises de las montañas. Uno nunca sabe cuándo puede necesitar a un amigo. Se veía luz en el templo y al pasar junto a él, escuchamos las voces de unos hombres que entonaban himnos. En un templo indígena, los sacerdotes pueden levantarse a cualquier hora de la noche para honrar a su dios. Fleete, antes de que pudiéramos detenerlo, subió las escaleras en una corrida, propinó unas patadas en el trasero a dos sacerdotes y apagó solemnemente la brasa de su cigarro en la frente de la imagen de piedra roja de Hanuman. Aunque Strickland procuró sacarlo de allí a la rastra, Fleete se sentó y dijo ceremoniosamente: —¿Pueden ver eso? Es la marca de la B… bessstia. Yo la he hecho. ¿No les parece hermosa? De inmediato, el templo se llenó de ruidos y de gente, y Strickland, que sabía lo que sucede cuando se profana a los dioses, declaró que podríamos esperar cualquier desgracia. Por su situación oficial, su prolongada residencia en el país y su debilidad por mezclarse con los indígenas, los sacerdotes lo conocían mucho y la situación lo incomodaba. Fleete se había sentado en el suelo y se negaba a moverse. Anunció que el «viejo Hanuman» sería para él una almohada confortable. En ese instante, sin previo aviso, salió un Hombre de Plata de un nicho situado detrás de la imagen del dios. Iba totalmente desnudo, a pesar del frío extremo, y su cuerpo brillaba como plata escarchada, pues era lo que la Biblia llama «un leproso tan blanco como la nieve». Además, carecía de rostro, ya que se trataba de un leproso que llevaba muchos años de padecimiento. El mal ya había corrompido su cuerpo. Strickland y yo nos detuvimos para levantar a Fleete, mientras el templo se llenaba cada vez más con una muchedumbre que parecía
surgir de las entrañas de la tierra. Precisamente en ese momento, el Hombre de Plata se deslizó por debajo de nuestros brazos, con un sonido exactamente igual al maullido de una nutria, se abrazó al cuerpo de Fleete y le golpeó el pecho con la cabeza sin que nos diera tiempo a rescatarlo de sus brazos. Después se retiró a un rincón y se sentó, maullando, mientras la multitud obturaba las puertas. Se vio a los sacerdotes verdaderamente enfurecidos hasta el momento en que el Hombre de Plata tocó a Fleete. La extraña caricia pareció apaciguarlos. Después de un rato en silencio, uno de los sacerdotes se acercó a Strickland y le dijo en perfecto inglés: —Es mejor que te lleves a tu amigo. Él ha terminado con Hanuman, pero Hanuman no ha terminado con él. El gentío nos abrió paso y arrastramos a Fleete al exterior. Strickland estaba enojadísimo. Decía que por su culpa podían habernos acuchillado a los tres, y que Fleete debía dar gracias a su buena suerte por haber podido escapar de allí sano y salvo. Fleete no agradeció a nadie. Dijo que quería irse a la cama. Estaba soberanamente ebrio. Continuamos nuestro camino; Strickland caminaba en silencio y furioso, hasta que Fleete padeció un de estremecimientos y sudores. Dijo que los olores del bazar le resultaban insoportables. Se preguntó por qué demonios autorizaban que esos mataderos se ubicaran tan cerca de las residencias de los ingleses. —¿Ustedes acaso no sienten el olor de la sangre? —preguntó. Logramos finalmente meterlo en la cama, justo cuando asomaba la aurora, y Strickland me invitó a tomar otro whisky con soda. Mientras bebíamos, me contó lo que había ocurrido en el templo y itió que el incidente lo había confundido y desconcertado. Strickland odiaba que los indígenas lo estafaran, porque su ocupación en la vida consistía en someterlos con sus propias armas. Todavía no lo había logrado, pero es posible que en quince o veinte años obtenga algunos pequeños avances en el tema. —Creo que en lugar de ponerse a maullar podrían habernos destrozado —dijo—. Me gustaría saber qué es lo que pretendían. No me gusta nada este asunto.
Yo opiné que el Consejo Director del Templo entablaría una demanda criminal contra nosotros por insultos a su religión. En el Código Penal indio existe un artículo que contempla precisamente la ofensa cometida por Fleete. Strickland dijo que esperaba y rogaba que solo hicieran eso. Antes de salir eché un vistazo al cuarto de Fleete. Estaba tumbado sobre el costado derecho, rascándose el pecho del lado izquierdo. Por fin, a las siete en punto de la mañana, me fui a la cama. Sentía frío, estaba deprimido y de mal humor. A la una me encaminé a casa de Strickland para saber cómo estaba Fleete. Suponía que tendría una resaca espantosa. Fleete estaba desayunando y tenía mal aspecto. No se percibía su habitual jovialidad. Insultaba al cocinero porque no le había servido la carne poco cocida. A mi modo de ver, un hombre capaz de comer carne cruda después de una noche de borrachera era una curiosidad de la naturaleza. Le comenté esto a Fleete y él se rio: —Qué extraños mosquitos crían ustedes en estos parajes —dijo—. Me comieron vivo pero solo en una parte. —Quiero ver esa picadura —dijo Strickland—. Es posible que haya mejorado desde esta mañana. Mientras preparaban las chuletas para él, Fleete se abrió la camisa y nos mostró, exactamente bajo el pecho izquierdo, una marca que parecía una reproducción perfecta de los rosetones negros (las cinco o seis manchas irregulares ordenadas en círculo) que se ven en la piel de un leopardo. Strickland la examinó y dijo: —La marca era de color rosa por la mañana. Ahora se ha vuelto negra. Fleete corrió hacia un espejo. —¡Por Júpiter! —dijo—. Esto es espantoso. ¿Qué es? Estábamos por contestarle cuando le sirvieron las chuletas, sangrientas y jugosas, como las había pedido. Fleete se comió tres con una voracidad repugnante. Masticaba solo con las muelas del lado derecho e inclinaba la cabeza sobre el hombro derecho al tiempo que desgarraba la carne. Al finalizar, se dio cuenta de lo extraño de su comportamiento, pues dijo a manera de excusa: —Me parece que nunca he sentido tanta hambre en mi vida.
Al finalizar el desayuno, Strickland me pidió: —No te vayas. Quédate aquí; quédate esta noche. Este pedido me parecía ridículo porque mi casa se encontraba a menos de cinco kilómetros de la de Strickland. Sin embargo, Strickland insistió, y estaba por decirme algo, cuando Fleete nos interrumpió, declarando con aire avergonzado que tenía hambre otra vez. Strickland envió un hombre a mi casa para que me trajeran la ropa de cama y un caballo, y bajamos los tres a los establos para hacer tiempo. Los hombres que sienten debilidad por los caballos jamás se cansan de contemplarlos. Y cuando dos camaradas que comparten esta debilidad matan el tiempo de esta manera, seguramente se transmitirán uno al otro una importante cantidad de información, conocimientos y mentiras. En los establos había cinco caballos. Nunca olvidaré la escena que se produjo cuando los examinamos. Se habían vuelto locos. Se encabritaron y relincharon, y hasta estuvieron a punto de romper las cercas; transpiraban, temblaban aterrorizados, echaban espuma por la boca, como enloquecidos de pánico. El suceso era bien extraño porque los caballos de Strickland lo conocían tan bien como sus perros. Nos alejamos del establo por miedo de que los animales se abalanzaran sobre nosotros en medio de un ataque de terror. Entonces Strickland regresó y me llamó. Los caballos seguían atemorizados, pero se mostraron cariñosos y nos dejaron acariciarlos. Luego apoyaron sus cabezas sobre nuestros pechos. —No nos tienen miedo a nosotros —dijo Strickland—. ¿Sabes? Daría mi sueldo de tres meses para que Outrage pudiera hablar en este momento. Pero Outrage seguía mudo, y se contentaba con arrimarse amorosamente a su amo y resoplar por el hocico, como suelen hacer los caballos cuando quieren decir algo. Fleete vino hacia nosotros mientras estábamos en las caballerizas. No bien los caballos lo vieron, el estallido de terror se reiteró con más fuerza aún. Afortunadamente alcanzamos a escapar de allí sin recibir ninguna coz. Strickland dijo: —Me da la sensación de que no te aprecian demasiado, Fleete. —Tonterías —dijo Fleete—. Te mostraré cómo mi yegua me va a seguir como un perro.
Fue hacia ella, que ocupaba una cuadra separada; pero en el momento en que abrió la tranca de la cerca, la yegua saltó sobre él, lo derribó y salió al galope por el jardín. Me largué a reír, pero a Strickland el incidente no le resultaba nada gracioso. Se atusó el bigote y tiró de él con tanta fuerza que estuvo a punto de arrancárselo. En vez de salir corriendo detrás de su yegua, Fleete bostezó y dijo que tenía sueño. A continuación, se fue a la casa para acostarse, por cierto una manera estúpida y aburrida de pasar el día de Año Nuevo. Strickland se sentó a mi lado en los establos y me preguntó si no había percibido algo curioso en los modales de Fleete. Yo había notado que comía como una bestia, pero que esta singularidad podía ser una consecuencia de su vida solitaria en las montañas, apartado de una sociedad tan refinada y superior como la nuestra, por poner un ejemplo. Pero Strickland seguía sin encontrarlo divertido. Creo que ni siquiera me escuchaba, porque su comentario posterior fue sobre la marca en el pecho de Fleete. Yo sugerí que podía haber sido provocada por moscas vesicantes, a menos que fuera una marca de nacimiento que se hiciera visible ahora por primera vez. Ambos opinamos que no era agradable a la vista, y Strickland aprovechó esa oportunidad para decirme que yo era un ingenuo. —Me resulta difícil explicarte lo que estoy pensando —dijo—, porque seguramente pensarías que estoy loco; pero necesito que te quedes conmigo unos días, si fuera posible. Preciso tu ayuda para vigilar a Fleete, pero no me respondas hasta que hayas llegado a una decisión. —Tengo que ir a cenar afuera esta noche —dije. —Yo también —dijo Strickland—, y también Fleete. A menos que ahora haya cambiado de idea. Caminamos por el jardín, fumando, sin hablar, hasta que terminamos nuestras pipas. Después fuimos a despertar a Fleete. Ya estaba levantado y se paseaba ansioso de un lado a otro de la habitación. —Quiero más chuletas —dijo—. ¿Es posible conseguirlas? Nos reímos y dijimos: —Ve a tu cuarto a cambiarte de ropa. Los caballos estarán listos en unos minutos.
—Muy bien —dijo Fleete—. Pero solo voy a ir cuando me hayan servido las chuletas… jugosas, si es posible. Parecía decirlo en tono serio. Recién eran las cuatro en punto y nosotros habíamos desayunado a la una. Durante un buen rato siguió reclamando aquellas chuletas poco cocidas. Se puso las ropas de montar y salió a la terraza. Su yegua no le permitió acercarse. Los tres animales se mostraban ariscos, locos de miedo. Fleete dijo, finalmente, que prefería quedarse en casa y pedir algo de comer. Strickland y yo salimos a andar a caballo, muy confundidos. Cuando pasamos por el templo de Hanuman, el Hombre de Plata salió y maulló a nuestras espaldas. —Este no es uno de los sacerdotes del templo —dijo Strickland—. Cómo me gustaría ponerle las manos encima. No pudimos saltar en nuestro paseo por el hipódromo aquella tarde. Los caballos estaban fatigados y se movían despacio, como si hubieran participado en una carrera. —El pánico que han pasado después del desayuno no les ha caído nada bien — opinó Strickland. Durante el resto del paseo no hizo más comentarios. Creo que maldijo para sus adentros un par de veces, pero eso no cuenta. Cuando regresamos, a las siete, ya había anochecido y no se veía ninguna luz en la cabaña. —¡Qué poco atentos son mis sirvientes! ¡Qué bribones! —dijo Strickland. Mi caballo se espantó con algo que había en el camino para carruajes. Fleete apareció repentinamente bajo su hocico. —¿Por qué estás arrastrándote por el jardín? —inquirió Strickland. Ambos caballos se encabritaron y casi nos tiraron al suelo. Bajamos de la montura en los establos y volvimos con Fleete, que se encontraba en posición de cuatro patas bajo los arbustos. —¿Pero qué diablos te pasa? —dijo Strickland. —Nada, nada en absoluto —dijo Fleete, muy rápido y con voz apagada—.
Estuve practicando jardinería, estudiando botánica, ¿saben? Me parece delicioso el olor de la tierra. Creo que voy a dar un paseo, una larga caminata… toda la noche. Comprendí entonces que todo esto era muy extraño y le dije a Strickland: —No iré a cenar afuera esta noche. —¡Dios te bendiga! —dijo Strickland—. Vamos, Fleete, levántate. Haré una fiesta aquí fuera. Ven a cenar, encendamos las luces. Nos quedaremos todos a cenar en casa. De muy mala gana, Fleete se levantó y dijo: —No quiero lámparas… nada de lámparas. Aquí se está mucho mejor. Cenemos al aire libre y pidamos algunas chuletas más… muchas chuletas. Algo crudas… jugosas, sangrientas y con cartílago. Las noches de diciembre en el norte de la India son extremadamente frías, y la propuesta de Fleete era propia de un demente. —Adentro —dijo Strickland con severidad—. Vamos adentro inmediatamente. Fleete entró, y cuando encendieron las lámparas, notamos que estaba literalmente cubierto de barro, de la cabeza a los pies. Seguramente debía de haber estado rodando por el jardín. La luz lo asustó y se retiró de inmediato a su habitación. Era horrible contemplar sus ojos. Había una luz verde detrás de ellos, no en ellos, si es que puedo expresarlo así. Su labio inferior colgaba con flacidez. Strickland dijo: —Supongo que vamos a tener problemas, problemas graves, esta noche. Te sugiero que no te cambies tus ropas de montar. Esperamos y esperamos a que Fleete volviera a aparecer. Mientras tanto, ordenamos que trajeran la cena. Pudimos oír que iba y venía ansiosamente por su habitación, pero no había ninguna luz allí. De pronto, surgió del cuarto un aullido prolongado de lobo. La gente escribe ligeramente y habla con frivolidad de sangre que se hiela y de cabellos erizados, y otras cuestiones de ese tenor. Estas sensaciones son
demasiado horribles para tratarlas con ligereza. En ese momento, mi corazón dejó de latir, como si un cuchillo lo hubiera atravesado, y Strickland se puso tan lívido como el mantel. Se repitió el aullido y, a lo lejos, a través de los campos, le contestó otro aullido. Era el colmo del horror. Strickland se precipitó en el cuarto de Fleete. Yo lo seguí y pudimos descubrir que Fleete estaba a punto de saltar por la ventana. Emitía unos sonidos de animal que surgían desde el fondo de la garganta. Era incapaz de respondernos cuando le gritábamos. Escupía. Casi no recuerdo lo que ocurrió a continuación, pero creo que Strickland debió de golpearlo con el sacabotas hasta aturdirlo. De otro modo, yo no habría sido capaz de sentarme sobre su pecho. Fleete no podía hablar, gruñía. Pero sus gruñidos no eran los de un hombre, sino los de un lobo. Su espíritu humano debía de haberse evaporado durante el día y desaparecido al caer la noche. Comprendimos que estábamos tratando con una bestia, una bestia que alguna vez había sido Fleete. El incidente al que me refiero estaba más allá de cualquier experiencia humana y racional. Procuré pronunciar la palabra «hidrofobia», pero la expresión se negaba a salir de mis labios. Sabía que me estaba engañando a mí mismo. Conseguimos correas de cuero para amarrar a la bestia; le atamos juntos los pulgares de las manos y los dedos de los pies, y lo amordazamos. Lo transportamos al comedor y enviamos un hombre para que buscara a Dumoise, el doctor, y le pidiera que viniese de inmediato. No bien hubimos despachado al mensajero y recobrado el aliento, Strickland dijo: —Opino que no servirá de nada. Este no es un caso para un médico. Yo sospechaba que tenía razón. La cabeza de la bestia se encontraba libre y la sacudía de un lado a otro. Si una persona hubiera entrado a la habitación en ese momento, podría haber creído que estábamos curando una piel de lobo. De todos los detalles, este era el más repugnante. Con la barbilla apoyada en el puño, Strickland se sentó, mirando cómo se retorcía la bestia en el suelo, pero sin decir ni una sola palabra. En la trifulca se le había desgarrado la camisa y ahora aparecía la marca negra en forma de roseta en el pecho izquierdo. Esa marca sobresalía de su cuerpo como una ampolla.
Mientras esperábamos en silencio, escuchamos, en el exterior, un maullido parecido al de una nutria hembra. Ambos nos levantamos. Yo me sentía literalmente enfermo, real y físicamente enfermo. Nos persuadimos el uno al otro de que se trataba del gato. Entonces llegó Dumoise. Nunca había visto a este hombre mostrar una sorpresa tan poco digna de un profesional. Diagnosticó que estábamos frente a un caso grave y preocupante de hidrofobia y que no había nada que pudiéramos hacer al respecto. Cualquier medida paliativa no harían más que prolongar la agonía. La bestia echaba espuma por la boca. Fleete, como le dijimos a Dumoise, había sido mordido por perros una o dos veces. Si un hombre posee media docena de terriers, debe esperar que le den un mordisco un día u otro. Dumoise no podía ayudarnos. Solo podía certificar que Fleete estaba muriendo de hidrofobia. En ese momento, la bestia aullaba pues se las había arreglado para escupir el calzador. Dumoise dijo que ya estaba dispuesto a certificar la causa de la muerte porque el desenlace final era inminente. Se ofreció a quedarse con nosotros, porque era un hombre bondadoso, pero Strickland rechazó este gesto de amabilidad. No quería arruinarle el día de Año Nuevo a Dumoise. Solo le pidió que no hiciera pública la verdadera causa de la muerte de Fleete. De modo que Dumoise se marchó profundamente alterado, y apenas dejó de oírse el ruido de las ruedas de su coche, Strickland me reveló, en un susurro, sus sospechas. Pensaba que sus intuiciones eran tan fantásticas e improbables que no se atrevía a formularlas en voz alta. Yo también compartía las sospechas de Strickland, pero estaba tan avergonzado de sentirlas que simulé incredulidad. —Aun en el caso de que el Hombre de Plata hubiera hechizado a Fleete por mancillar la imagen de Hanuman, el castigo no habría sido tan rápido. Mientras murmuraba estas palabras, volvió a escucharse aquel grito que venía del exterior de la casa. La bestia cayó otra vez víctima de violentos estremecimientos, tanto que nos hizo temer que las correas que lo sujetaban no resistieran su fuerza. —¡Aguarda! —dijo Strickland—. Si esto sucede seis veces, haré justicia por mano propia. Te ordeno que me ayudes. Fue a su habitación y regresó con los cañones de una vieja escopeta, un trozo de sedal de pescar, una cuerda gruesa y el pesado armazón de su cama. Las
convulsiones habían seguido después del grito. Se prolongaron dos segundos en cada ocasión y la bestia estaba cada vez más débil. —¡Pero él no puede quitarle la vida! —murmuró Strickland—. ¡No puede quitarle la vida! Yo dije, aunque sabía que estaba contradiciendo lo que creía: —Debe de ser un gato. Si el Hombre de Plata es el responsable, ¿cómo se atreve a venir aquí? Strickland atizó los trozos de leña de la chimenea. A continuación puso los cañones de la escopeta entre las brasas y extendió el bramante sobre la mesa. Luego rompió un bastón en dos. Había un trozo de hilo de pescar, con el que ató los dos extremos en un lazo. Entonces dijo: —¿De qué manera lograríamos capturarlo? Porque debemos atraparlo vivo y sin dañarlo. Yo opiné que debíamos confiar en la Providencia y avanzar sigilosamente entre los arbustos de la parte delantera de la casa. El hombre o animal que producía los gritos evidentemente se movía alrededor de la casa, se deslizaba regularmente, como un vigilante nocturno. Si lo aguardábamos en los arbustos hasta que se acercara, podríamos golpearlo hasta dejarlo sin sentido. Strickland aceptó esta propuesta; nos arrastramos por una ventana del cuarto de baño a la terraza, cruzamos el camino de coches y nos internamos entre los arbustos. Gracias a la luz de la luna observamos cómo el leproso daba la vuelta por la esquina de la casa. Iba completamente desnudo, y de tanto en tanto, maullaba y se paraba como si estuviera bailando con su propia sombra. La escena era muy poco atractiva, sobre todo teniendo en cuenta que el pobre Fleete se había visto reducido a tal degradación por un ser tan abyecto. Dejé de lado todos mis escrúpulos y resolví ayudar a Strickland desde los ardientes cañones de la escopeta hasta el lazo de soga —desde los riñones hasta la cabeza y de la cabeza a los riñones—, con todos los instrumentos de tortura que resultaran necesarios. Apenas el leproso se detuvo un momento enfrente del porche, nos abalanzamos sobre él. Era extremadamente fuerte y temimos que pudiera escapar o que resultase fatalmente herido antes de que pudiéramos capturarlo. Creíamos que los leprosos eran criaturas frágiles, pero comprobamos que esa idea era
equivocada. Strickland le pegó en las piernas, haciéndole perder el equilibrio, y yo le puse el pie en el cuello. En ese momento maulló horriblemente. Aun a través de mis botas de montar, podía sentir que su carne era la carne de un hombre enfermo. El leproso intentaba golpearnos con los muñones de las manos y los pies. Lo enlazamos con el látigo de los perros, bajo las axilas, y lo fuimos arrastrando hasta el recibidor y después hasta el comedor, donde estaba la bestia. Lo atamos con las correas de una valija. Si bien no intentó fugarse, siguió maullando. Lo que sucedió cuando lo confrontamos con la bestia excede cualquier descripción. La bestia se retorció en un arco, como si hubiera sido envenenada con estricnina, y comenzó a gemir de una manera lastimosa. Ocurrieron otras muchas cosas, pero no pueden ser relatadas aquí. —Me parece que tenía razón —dijo Strickland—. Ahora vamos a pedirle que ponga fin a este asunto. Sin embargo, el leproso solo maullaba. Strickland se enrolló una toalla en la mano y sacó los cañones de la escopeta de fuego. Por mi parte, hice pasar la mitad del bastón a través del nudo del hilo de pescar y amarré al leproso al armazón de la cama. Recién en ese momento llegué a comprender cómo pueden soportar los hombres, las mujeres y los niños el espectáculo de ver arder a una bruja viva; porque la bestia gemía en el suelo, y aunque el Hombre de Plata no tenía rostro, se podían ver los horribles sentimientos que pasaban por el bloque que tenía en lugar de cara, exactamente como las ondas de calor atraviesan un metal que está al rojo vivo… como los cañones de la escopeta, por ejemplo. Inevitablemente, Strickland debió taparse los ojos con las manos durante unos instantes. Luego comenzamos a trabajar. Esta parte no debe ser impresa.
Ya amanecía cuando el leproso habló. Sus maullidos no nos habían satisfecho hasta ese momento. La bestia se había desmayado, exhausta, y la casa estaba en silencio. Después de desatar al leproso, le comunicamos que debía expulsar al espíritu maléfico. Se arrastró al lado de la bestia y puso su mano sobre el pecho izquierdo. Eso fue todo lo que hizo. Cayó de cara contra el suelo y gimió, aspirando aire de forma violenta y convulsiva. Luego vimos la cara de la bestia y notamos que el alma de Fleete regresaba a sus ojos. Más tarde, el sudor bañó su frente, y sus ojos se cerraron. Esperamos durante una hora, pero Fleete seguía durmiendo. Lo cargamos hasta su habitación y ordenamos al leproso que se
fuera. Le dimos el armazón de la cama, la sábana para que cubriera su desnudez, los guantes y las toallas con las que lo habíamos tocado, y el látigo que había rodeado su cuerpo. Envuelto con la sábana, el leproso salió al aire de la mañana sin hablar ni maullar. Strickland se enjugó la cara y se sentó. A lo lejos, un gong nocturno, en la ciudad, recordó que eran las siete. —¡Han pasado veinticuatro horas exactamente! —dijo Strickland—. Con esto ya hice méritos suficientes como para asegurar mi destitución del servicio. Y hay que sumarle mi internación de por vida en un asilo para dementes. ¿Te parece que estamos despiertos? Habían caído al piso los cañones al rojo vivo de la escopeta y estaban chamuscando las alfombras. El olor era completamente real. A las once de la mañana fuimos a despertar a Fleete. Después de examinarlo con detenimiento, notamos que la roseta negra de leopardo había desaparecido de su pecho. Estaba soñoliento y cansado, pero, no bien nos vio, dijo: —¡Oh! ¡El diablo los lleve, amigos! Feliz Año Nuevo. Cuando beban, no vayan a mezclar jamás sus bebidas. Yo estoy medio muerto. —Muchas gracias por tus buenos deseos, pero estás un poco atrasado —dijo Strickland—. Ya es la mañana del 2 de enero. Dormías profundamente mientras el reloj daba una vuelta completa. En ese momento la puerta se abrió, y el pequeño Dumoise asomó la cabeza. Había venido a pie, creyendo que nosotros ya estábamos en el proceso de amortajar a Fleete. —Vine con una enfermera —dijo Dumoise—. Supongo que puede entrar para… para lo que sea necesario. —¡Por supuesto! —dijo Fleete, con entusiasmo—. Tráenos a tus enfermeras. Dumoise se quedó mudo. Strickland lo sacó de la habitación y le explicó que debía de haber habido un error en el diagnóstico. Dumoise permaneció atónito y, atolondradamente, dejó la casa. Sentía que su reputación profesional había sido menoscabada y se inclinaba a tomar la recuperación del enfermo como un ataque a su persona. Strickland salió también. Al regresar dijo que había sido convocado al Templo de Hanuman para ofrecer una reparación por la ofensa infligida al dios. Le habían asegurado solemnemente que ningún hombre blanco
había tocado jamás al ídolo, y que este encarnaba todas las virtudes en una sola ilusión. —¿Qué piensas? —dijo Strickland. Contesté: —Pero hay más cosas… Strickland detestaba esas palabras. Dijo que yo había gastado esa frase de tanto usarla. Luego ocurrió otro episodio curioso, que llegó a causarme tanto miedo como los peores momentos de aquella noche. Cuando Fleete terminó de vestirse, entró en el comedor y olfateó. Tenía una manera un tanto extraña de mover la nariz cuando olfateaba. —¡Hay un terrible olor a perro en este sitio! —exclamó—. Deberías tener esos terriers en mejor estado. Inténtalo con azufre, Strick. Pero Strickland no respondió. Preso de un súbito ataque de histeria tomó el respaldo de una silla y se refugió tras él. Es espantoso ver a un hombre sólido preso de una ataque de histeria. En ese momento me vino a la cabeza la idea de que nosotros, que habíamos librado una batalla por el alma de Fleete contra el Hombre de Plata en esa misma habitación, nos habíamos deshonrado para siempre como ingleses. Y entonces me largué a reír y gorjear tan impúdicamente como Strickland, delante de Fleete, quien creía que nos habíamos vuelto locos. Nunca quisimos contarle lo que había sucedido. Años después, cuando Strickland ya era un hombre casado y todo un miembro de la sociedad que asistía a los actos religiosos para complacer a su mujer, recordamos de nuevo aquel incidente, pero esta vez desapasionadamente. Strickland me sugirió darlo a conocer. Por mi parte, no creo que hacerlo público sea apropiado para resolver el misterio: porque, en primer lugar, nadie dará crédito a una historia tan desagradable; y en segundo lugar, cualquier hombre de bien sabe perfectamente que los dioses de los paganos son de piedra y bronce, y que cualquier intento de tratarlos de otra manera será castigado con justicia.
Más allá del avistaje
1. Animación a la lectura
Antes de leer
• Los cuentos que van a leer forman parte del género de terror que se explica en Avistaje del género. Conversen con sus compañeras/os y docente acerca de ¿Qué quiere decir «amenaza de lo sobrenatural»? Mencionen experiencias vividas con este género (puede ser a partir de lectura de cuentos o novelas, o de películas vistas). • Lean los siguientes fragmentos de cuentos de esta antología:
«No había nada de color en sus mejillas, ni siquiera en sus labios, y en su semblante se veía una inmovilidad que resultaba casi tan atrayente como la vida que antes lo animara. Había sangre en el cuello y en el pecho de la joven. En su garganta, se veían las marcas de los colmillos que se habían hincado en las venas.»
«El vampiro», de Polidori
«Estábamos por contestarle cuando le sirvieron las chuletas, sangrientas y jugosas, como las había pedido. Fleete se comió tres con una voracidad
repugnante. Masticaba solo con las muelas del lado derecho e inclinaba la cabeza sobre el hombro derecho al tiempo que desgarraba la carne. Al finalizar, se dio cuenta de lo extraño de su comportamiento, pues dijo a manera de excusa: —Me parece que nunca he sentido tanta hambre en mi vida.»
«La marca de la bestia», de Kipling
«Especialmente en las figuras de primer plano se destacaba la morbosidad. Como sabes, en la pintura de Pickman predomina un retratismo de tipo satánico. Las figuras no eran del todo humanas; más bien, intentaban acercarse a diversos grados de lo humano. La mayor parte de los seres, apenas bípedos, mostraban un aire canino. ¡Me parece verlos! Sus ocupaciones… no me pidas precisión. En general, se hallaban alimentándose. No te quiero decir en qué consistía su alimento. A veces se agrupaban en cementerios o pasadizos subterráneos y de vez en cuando se disputaban su presa…, o para decirlo mejor, su preciado trofeo. Sobre todo, esa fétida y demoníaca expresividad de la que Pickman sabía dotar a los rostros enceguecidos del macabro botín. En algunos cuadros, las criaturas saltaban a través de una ventana abierta al corazón de la noche o hacían su nido en el pecho de algún ser durmiente para entretenerse con su garganta.”
«El modelo Pickman», de Lovecraft
¿Qué tipo de personajes son estos? A partir de estas descripciones y de estos títulos, ¿cómo se imaginan las historias que van a leer?
2. Comprensión lectora
• A continuación, se enuncian temas que se advierten en estos relatos. Identifiquen en qué cuentos aparecen: – Enfermedades repentinas e inexplicables – Locura, desequilibrio mental – Obsesión por otro personaje – Relación de hermanos o hermanas – Viajes a países o lugares extraños – Menores a cargo de tutores – Aparición de seres sobrenaturales – Falsas identidades – Pactos satánicos – Enamoramientos desmedidos
• Respecto de «Historia de un muerto contada por él mismo» – Este cuento se inicia con una extensa introducción del narrador. ¿A partir de qué momento comienza el relato propiamente dicho? Identifíquenlo en el texto. – El narrador cuenta su enamoramiento profundo de la paciente a la que tiene que visitar en medio de la noche. Marquen expresiones que indiquen la profundización de ese enamoramiento inexplicable. – ¿Cómo termina esta historia? Señalen un fragmento que dé cuenta de esa revelación o explicación final.
• Respecto de «El vampiro»
Relean este fragmento:
«—Puedes salvarme… Puedes hacer aún mucho más… Y no me refiero a mi vida, pues le temo tan poco a la muerte como al término del día. Pero puedes salvar mi honor. Sí, podrías salvar el honor de tu amigo. —Dime cómo —asintió Aubrey—, y lo haré. —Pues es muy sencillo. Yo necesito muy poco… Mi vida necesita espacio… Oh, no puedo explicarlo todo… Pero si callas lo que sabes de mí, mi honor se verá libre de las murmuraciones del mundo. Si mi muerte es por algún tiempo desconocida en Inglaterra, yo… yo… ah, viviré.»
– ¿Qué le quiere decir Lord Ruthven a Aubrey en este diálogo en su lecho de muerte? Reinterprétenlo una vez leída la historia completa. – A partir de ciertos hechos que suceden en la historia, Aubrey interpreta indicios que le permiten descubrir cuál es la verdadera naturaleza de Lord Ruthven. ¿Cuáles son esos indicios? Señalen algún fragmento.
• Respecto de «El cuento de la vieja niñera» – Relean el primer párrafo y expliquen las relaciones que hay entre los protagonistas, incluyendo a la narradora. – ¿En qué momento de la vida de la narradora se cuenta esta historia? – ¿Por qué la niñera se fue con la pequeña Rosamunda a vivir a la mansión en Northumberland? – Una vez que la niñera y la niña se instalan en la mansión, aparecen otros personajes que van a acompañar el resto del relato: nómbrenlos y expliquen qué
relación hay entre ellos. También indiquen cuál es el nombre de la narradora. – En este cuento, como en otros de esta antología, también se revela una suerte de misterio: ¿cuál es ese descubrimiento final? Explíquenlo.
• Respecto de «La marca de la bestia» – Este cuento tiene un título que permite varias interpretaciones. Se trata de un inglés que ofende el templo de un dios. Entonces ¿qué significa la marca de la bestia? ¿Cómo se pueden interpretar las palabras «marca» y «bestia» en este contexto? Expliquen lo que para ustedes significa este título. – ¿Quién es el Hombre de Plata? ¿Quién narra esta historia? – A lo largo del relato, el protagonista Fleete sufre algunas transformaciones que se evidencian paulatinamente. Estas modificaciones son físicas y de comportamiento y son descriptas con asombro y terror por el narrador. Buscar y señalar indicios de estos cambios monstruosos.
• Respecto de «El modelo Pickman» – Desde el comienzo, el narrador aclara las circunstancias que dan origen a su relato. ¿Quién es este narrador y qué relación tiene con Pickman, protagonista de la historia que nos va a contar? – Este narrador tan especial le cuenta la historia a alguien que lo está escuchando, ¿quién es ese interlocutor? Buscar y señalar algún fragmento en que se lo nombre explícitamente. – Al final del relato aparece un elemento que da cierre a este «enigma» que tenía tan perturbado al narrador. ¿De qué se trata y qué nos devela ese elemento misterioso?
3. Producción
• En «El vampiro», el personaje de Aubrey recibe una carta perturbadora de sus tutores. – Relean este fragmento:
«Si antes había pasado por su imaginación la posibilidad de que su compañero de viaje poseía algún malvado poder, aquella carta parecía reforzar tal creencia. Sus tutores insistían en que abandonase inmediatamente a su amigo. Lo urgían a hacerlo por la maldad de tal personaje, a causa de sus casi irresistibles poderes de seducción, que hacían sumamente peligrosos sus hábitos para con la sociedad en general.»
– En grupos de no más de cuatro integrantes, escriban esa carta. – Organicen cortas rondas de lectura para compartir y comparar las escrituras.
• En «Historia de un muerto contada por él mismo», Satán enumera las cosas de las que se tiene que ocupar. Dice: «—¿El oro? ¿Quién ha inventado el oro? Yo. ¿El juego? Yo inventé los negocios y el amor. Todo yo.»
– Entre todos, amplíen esa enumeración como si Satán hablara en la actualidad. ¿Qué cosas inventa? ¿De qué cosas se ocupa?
• En «El cuento de la vieja niñera», la niña Rosamunda desaparece y luego vuelve a aparecer desfalleciendo de frío. Cuando se recupera, relata lo que le ha sucedido.
– De a tres, escriban una nota periodística en la que cuenten ese hecho. Pueden ubicar los acontecimientos en la actualidad o en la época del cuento. – Expongan en dos lugares separados del aula las noticias ubicadas en la actualidad y en el pasado. ¿En qué se parecen y se diferencian las que quedaron en cada grupo?
• En «La marca de la bestia», el narrador cuenta:
«La bestia se retorció en un arco, como si hubiera sido envenenada con estricnina y comenzó a gemir de una manera lastimosa. Ocurrieron otras muchas cosas, pero no pueden ser relatadas aquí.»
– Entre todos, enuncien otras cosas que no podrían ser relatadas aquí.
• En «El modelo Pickman», el narrador cuenta:
«Me dijo una tarde que, si yo le aseguraba mi discreción más absoluta, me mostraría algo distinto de lo que yo estaba acostumbrado a ver, algo mucho más fuerte y perturbador que todas las otras obras que tenía en su casa. En esa ocasión me confió que ciertos temas eran insoportables para la calle Newbury; cosas que aquí estarían fuera de lugar y tampoco podrían ser creadas en un sitio como este. Su misión, me dijo, consistía en capturar las armonías del alma y que eso resultaba claramente imposible de practicar en una serie de calles aburridas de construcción reciente y moderna.»
– De a dos, reproduzcan el diálogo en estilo directo, es decir, tal como Pickman lo hubiera dicho.
– En ese mismo cuento Pickman dice
«…esos lugares ancestrales están repletos de terror, de maravillas y de puertas para acceder a mundos diferentes de los vulgares.»
Imaginen que abren una de esas puertas. Describan con palabras o dibujos uno de esos mundos diferentes de los vulgares. Expongan sus producciones. Sería interesante que decidieran en qué orden ubicarlas.
4. Juegos lectores, imágenes y tics
Elijan una de las posibilidades:
– Al comienzo de «El modelo Pickman», el narrador hace una descripción de los cuadros de ese pintor. ¿Y si pintan algunos o los realizan mediante collages? ¿Y si los presentan en un Power Point? – A lo largo de «La marca de la bestia», se describe al personaje Fleete y las transformaciones que sufre luego de la marca que le hace «el Hombre de Plata». Realicen una presentación de imágenes de cómo se va dando esa transformación tal como se la describe en el texto. – En «El cuento de la vieja niñera», se describen los paisajes de los páramos ingleses donde está ubicada la mansión de la familia. Relean esas descripciones y busquen en internet imágenes o reproducciones de pinturas que puedan servir para ilustrar esas partes del cuento. Agreguen a cada imagen un epígrafe extraído del texto.
– A partir de todos los cuentos, preparen una presentación de imágenes de personajes monstruosos acompañada de una breve descripción y de un sonido y musicalización acorde al clima que esos personajes podrían inspirar.
MARÍA VALERIA GOULD Profesora y licenciada en Letras, maestranda en Enseñanza de la lengua y la literatura.
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